jj| ENCUADERNA CION Hi i n@m Haslillo I I-i -A- MASCARA DE BRONCE LA MÁSCARA DE BRONCE NOVELA HISTÓRICA ORIGINAL GARLOS MENDOZA ILUSTRADA CON PRECIOSAS CROMO-LITOGRAFÍAS TOMO II — ~~7f ^ BARCELONA ESTABLECIMIENTO EDITORIAL DE RAMÓN MOLINAS 365-Cortes-367 1887 ES PROPIEDAD DEL EülTOR Establecimiento tipográfico de B . Basedn, Villulroel, 17, Baicelona LIIBIRO "V LOS HOMBRES DE BRONCE CAPITULO PRIMERO La taberna del Halcón En uno de los más extraviados callejones del miserable barrio de San Nicolo, había á la sazón una taberna frecuentada por lo más detes- table de la gondolería negra, siempre más amiga de andar metida en peligrosas aventuras que no de practicar aburrida y pacíficamente el oficio de remar por los canales de Venecia. Era la tal taberna una verdadera cueva, según lo húmeda y oscura, 6 LA MASCARA DE BRONCE contribuyendo á darle tal carácter la bóveda que formaba el techo, no muy alto; la pieza era en cambio muy larga y terminaba en estrecha, formando como un colosal embudo. En medio quedaba el paso franco, ocupando las mesas únicamente los lados y estando rodeadas de mugrientos taburetes y no menos mu- grientos bancos junto á la pared. Por lo que toca á luces pocas había, limitándose á algunas linternas que colgaban de la bóveda. La misma noche en que cumpliendo la palabra de ser su mujer, dada á don Rodrigo, había Blanca asesinado á su infeliz esposo, reu- níanse en una mesa de la siniestra taberna un hombre y una mujer, al cabo de un corto rato de haber estado esperando el primero. — Dispensadme si os he hecho aguardar, — dijo la mujer. — Habéis sido puntual. —¿Cómo dejar de serlo en tratándose de nuestras cosas? Lo mismo fué recibir la carta que me escribisteis que ponerme en camino acto seguido. A las ocho del 10 de Mayo, en la taberna del Halcón, en el barrio de San Nicolo; aquí estoy. Decid ahora que queréis de mí y de los otros. — Gracias por vuestra puntualidad... Desde que yo escribí hasta el presente han cambiado bastante las circunstancias... pero no puede decirse todavía que haya resultado inútil vuestro viaje. —¿Qué pasó pues? — Pasó que presumí que había de llegar día en que don Rodrigo tuviese que menester el auxilio de sus antiguos compañeros para con- seguir los fines que se proponía aquí en Venecia. Cuantos más brazos estuviesen á sus órdenes, mejor. La lucha era harto desigual entre él y yo solos contra las poderosas defensas que tenía que atacar. Por suerte, quiso la casualidad que pudiera alcanzarse con la astucia lo que en los primeros momentos antojóseme que sólo podría conseguirse con la fuerza... Sin embargo, no podemos cantar victoria todavía, pero no habremos de tardar mucho en saberlo. Precisamente habéis llegado el mismo día en que Blanca ha de volver, á no mediar algún obstáculo, á los brazos de don Rodrigo... Si la cosa sale bien, no tendré más que pediros mil perdones por la molestia que os he causado, pero excusad- LA MASCARA DE BRONCE 7 me cuando menos en gracia de la buena intención que me guió. — No me pesa en manera alguna haber venido, tanto más en cuanto que si por fin llega á alcanzar don Rodrigo lo que por tanto tiempo ha sido para él ansioso anhelo, podré procurarme el placer de que sea la primera felicitación que reciba la de su más fiel, la de su más resuelto amigo. Vine aquí creído que tendríamos que andar á cintarazos y me encontraré probablemente con una boda... Ya veis que el cambio es más para alegrarse que para ser sentido. —¡Qué hidalgo y generoso sois! ¡Y cuánto va á alegrarse de veros don Rodrigo, que no sueña siquiera con que estéis aquí! — Basta ser honrado para pensar como yo; por lo demás, ya lo creo qüe se alegrará el capitán. —¿Y la gente? No importa que hayan venido y tengan que volverse sin poner á prueba su valor. Se les pagará. — Veinte hombres vinieron conmigo, todos de la antigua tripula- ción. Cansado de andar por el mar, decidí que anduvieran otros; com- pré dos barcos, que hacen honradamente el comercio con Barcelona y Sevilla, y al saberlo los que andaban por los puertos del Sur de Italia faltóles tiempo para presentarse en Génova y ofrecerme sus servicios, que como podéis suponer acepté al instante. —¿Veinte hombres os habéis traído? —Sí; veinte hombres denodados, valientes; veinte hombres de bronce. —¡Vaya! —Y ahora, creo que habremos terminado ya... —Sí; podemos salir. ¿Qué os parece de este punto de cita? —Maravilloso... Conócese que vienen aquí únicamente gentes de pelo en pecho y que no hay que temer que las paredes oigan según son de gruesas. —Es buen sitio este para no llamar la atención y burlar á cualquie- ra que intentase seguirnos. Está en lo más intrincado del Canareggio y apenas si pasando por el canal se distinguiría la existencia de la ta- berna á no ser por la rama de pino colgada sobre la puerta. Además, se sirve bien aquí. Cómese excelente pescado, y el tocino es de prime- ra calidad. t 8 LA MASCARA DE BRONCE — ¿Conocéis, pues, algo esto, Michelotta? —Gústame averiguarlo todo... No sabe uno de quien habrá de me- nester el mejor día, señor Montanchez. II La bizarra pareja salió de la taberna por una puerta que daba á un callejón, continuando su camino por tierra hasta salir frente á la igle- sia de San Nicolo. —Vamos á casa de Bandello,— dijo Michelotta y allí esperaremos á don Rodrigo. Así lo hicieron, llegando á la plaza de San Benedetto cuando daban las diez en el reloj de San Jorge Maggiore. — ¡Vos, señor Montanchez! — exclamó Cósima con la mayor alegría al verle. — ¡Oh, qué placer recibirá don Rodrigo cuando vuelva y os encuentre aquí! No os esperábamos, por cierto. ¿Os trae algún negocio á la ciudad? —Justamente. Una cuestión... mercantil... Acababa de llegar y me dirigía á casa de Lucietta para que me enterara de donde podría en- contraros, cuando me he topado con la Michelotta... — Feliz casualidad. —Sí, en verdad. ¿Y vuestro padre? ¿Y Leonelo? — De nuevo por el mar. — No se me extraña ciertamente. Nada atrae tanto á los que una vez han navegado como volver á los peligros de las olas. —Mi padre vuelve á mandar una goleta y mi hermano va de piloto. Deben de un momento á otro regresar de Mesina. —Mucho me alegro de tales nuevas, Cósima. ¿Y don Rodrigo? — Esperándole estamos. Dijo que volvería esta madrugada y que partiría luégo en su galera. —¿Con vos? —No,— dijo tristemente Cósima.— Yo quedaré aquí con Lucietta, esperando el reposo de nuestros hombres. — Conque ¿de madrugada tendremos aquí al capitán? LA MASCARA DE BRONCE 9 —Eso dijo. — En tal caso, y si no habéis de tomarlo á mal, os ruego me permi- táis que le aguarde aquí. — ¡Oh! Eso os iba á suplicar precisamente. Ya que haya en Venecia otros sitios mucho más amenos y cómodos, cábeme el placer de expre- saros que en parte alguna podriáis hallaros donde más os estimase la compañía. Ya veis... La Michelotta y yo somos ciertamente muy humil- des mujeres, pero nadie nos gana en querer á nuestros amigos. — Mil gracias, Cósima. Creed que no en balde me profesáis ese aprecio que decís y que también yo pretendo figurar entre el nú- mero de las personas que más os estiman, y lo mismo os digo, Miche- lotta. — Sea en buen hora, señor Montanchez, — replicó la florentina, con cierta sorna. III Daba la una, cuando se oyó golpear reciamente en la puerta de la calle. Corrió Cósima á asomarse á una ventana y al oir la voz de don Ro- drigo, exclamó: — ¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué habrá ocurrido? Don Rodrigo vuelve solo... Corramos. Todos acudieron á abrir al que llamaba, prorumpiendo en grito de sorpresa, al ver á don Rodrigo de Toledo sin la máscara de bronce que por espacio de cerca de dos años había ocultado su rostro. No podía Cósima, lo mismo que la Michelotta, dominar la admiración que le causaba el varonil cuanto hermoso rostro del capitán, hasta que por ñn, exclamó: —Jesús ¿qué pasa? ¿Ha muerto, pues, Riccioli? ¿Lo habéis muer- to vos? —Ha muerto, si, pero ¡ay de mí! No he sido yo su matador. —¿Quién le ha muerto? — Blanca. TOMO II 2 10 LA MASCARA DE BRONCE Corrió entre todos los presentes un violento estremecimiento al oir aquel nombre. — Blanca, sí,— repuso don Rodrigo, — Blanca que en este momento se halla presa ya en el palacio Ducal, sujeta al fallo horrible de los In- quisidores de Estado... Por eso vengo... Todo mi dinero, todas mis armas... ¡He de salvarla, Cósima!... ¡Ah! ¡Vos aquí, vos mi buen ami- go, mi leal camarada! — exclamó de pronto al reparar en Montanchez. —El cielo os ha traído sin duda. —Bien podría ser,— replicó Montanchez,— pero en todo caso por ins- piración'de Michelotta que me escribió con urgencia para que me pre- sentara aquí sin pérdida de tiempo. Michelotta sintió que alguien le estrechaba la mano; volvióse y vió que era Cósima que con una mirada de muda elocuencia le daba las gracias por su idea. — ¿Estáis cierto de que Blanca se halla donde decís?— preguntó Mon- tanchez. — Si... Aguardaba yo el término de los acontecimientos en un puen- te cerca del palacio Riccioli, desde donde podía ver lo que pasaba por la parte de atrás y tenía apostados dos hombres en la plaza de Santa Margarita, para vigilar á los que saliesen por la puerta princi- pal.. De pronto ábrese la puertecilla por donde esperaba yo que había de aparecer Blanca, y á favor de la débil claridad de la luna, veo quesale, pero no libre y sola, sino amarrada, llevada como una criminal; y aquel hombre no era Riccioli... En un momento hiciéronla bajar á una góndola, apoderándose de ella dos hombres que iban en la bar- ca... Corro, pero fué inútil mi diligencia. Ya la góndola había desapa- recido sin dejar rastro, internándose en un canalizo. Había muerto, pues, Riccioli... Blanca había cumplido la promesa que me hizo en su celda de San Teodoro... He corrido entonces hacia aquí, á buscar oro, resuelto á penetrar, vivo ó muerto, hasta donde esté Blanca... ¡Desdi- chada, infelicísima criatura! — Terrible situación, capitán,— repuso Montanchez.— No tenemos ahora la Roccaforie, enfilando sus cañones al polvorín del arsenal para penetrar impunemente en la boca del león... LA MASCARA DE BRONCE 11 —Bien lo veo, amigo mío, — replicó don Rodrigo, — pero no por eso desisto de la idea de introducirme cuanto antes allí dentro, en las mis- mas fauces del monstruo. Veré si á fuerza de oro consigo ablandar á los carceleros. —Probémoslo, — dijo la Michelotta. — ¡Ah! ¡Vos, estáis aquí!— exclamó el de Toledo...— ¡Dios os ha traído! — Pienso lo mismo, — añadió Montanchez. — Con auxiliares como Micaela, se puede todo. — Me confundís con vuestras alabanzas, señores, — replicó la Miche- lotta,—y no parece sino que queráis obligarme á que haga verdadera- mente imposibles. Sin embargo, estoy á vuestra disposición lo mismo ahora que siempre y podéis contar conmigo en lo que pueda serviros. Al Consejo enseguida. No perdamos tiempo. Llenaos de oro la escarce- la, don Rodrigo, sin perjuicio de llevar bien cebadas las pistolas y bien afilados la espada y el puñal. — Vamos, pues, — dijo don Rodrigo. — Estoy resuelto á todo; á per- der la vida, á perder la libertad, para librar á Blanca; — y volviéndose luégo á Cósima repuso:— Adiós, mi amada del alma, mi bien amada amiga... No me olvidéis nunca, como tampoco os olvidaré yo. —Nunca os olvidaré, señor,— respondió la joven...— Sed tan di- choso como merecéis. Los dos hombres y Michelotta salieron de la casa y siguieron hacia la plaza de San Marcos. Daban las tres en el reloj de la torre. Las puertas del palacio estaban cerradas y en \a.Loggetta de Sanso- vino veíase luz en el aposento del comandante de guardia, allí ins- talado. Todo yacía en el mayor silencio, sin que ningún indicio viniera á revelas lo que pasaba en el interior del maravilloso edificio. Michelotta habló al oído á Montanchez. Éste hizo una señal de asen- timiento y dirigiéndose á don Rodrigo, exclamó: —Señor, esperadme aquí. Dentro media hora estaré de vuelta y os participaré mi plan. 12 LA MASCARA DE BRONCE — Aquí os aguardaré, Montanchez,— repuso don Rodrigo. No había transcurrido aún el tiempo fijado por Montanchez, cuan- do apareció de nuevo, pero no solo, sino acompañado de dos hombres. —Veamos, pues, — dijo el antiguo teniente de la Galera Negra á don Rodrigo. — El golpe que he proyectado es temerario, pero no encuentro otro medio de penetrar en las prisiones. — Hablad, — dijo don Rodrigo . — Ya sabéis que en punto á valor no debéis considerar nada como obstáculo. — Lo sé, capitán, — replicó Montanchez, — y por lo mismo si no se tratara de vos, no propondría lo que voy á proponer. Mi plan es este: á las cuatro de la madrugada los sepultureros del verdugo irán en una góndola á buscar los cadáveres de los ajusticiados en los Po^o.v. El ca- mino que siguen es por debajo del puente de los Suspiros, torciendo luégo á la derecha; allí hay una especie de sumidero, cerrado con una fuerte reja; penetran en él y por la puerta del agua se les hace entrega de los cuerpos de las víctimas. Pues bien; sorprended la barca, asegu- raos bien de los sepultureros y si llega el caso, desembarazaos de ellos, y con la llave que traerán abrid la reja. Ya dentro del canalizo y en el momento de recibir los cadáveres lanzaos á la puerta, apoderáos de los servidores que allí estarán, y tratad de llegar hasta las prisiones, por astucia ó á la fuerza. — Habéis hablado de la entrada y paréceme justo el pensamiento; pero ¿cómo saber dónde está Blanca? ¿Cómo rescatarla? ¿Cómo salir? — Tengo veinte hombres á vuestras órdenes, — respondió Montan- chez.— La mitad irán con vos, y los otros diez, conmigo, se encargarán de promover un alboroto en la plaza atacando la guardia de ]&Loggetta. Si conseguimos introducir la confusión dentro del palacio, mucho ten- dréis adelantado para conseguir la salvación, dejos que hayáis pene- trado en él, saliendo por el mismo canalizo por donde entrasteis. Si así fuese, mandad un hombre á la plaza encargándole deje oír el silbido que era nuestra contraseña á bordo; esta será la señal de nuestra re- tirada. — Acepto vuestra idea, Montanchez. Y esos hombres ¿son fieles? — Bien probado tenéis su fidelidad, señor. Son vuestros leales mari- neros de la Galera Negra. LA MASCARA DE BRONCE 13 —¿Qué decís? — Michelotta os lo podrá explicar mejor, pues ella fué quien me es- cribió que me presentase aquí sin tardanza, con alguna gente decidida. — ¡Ah, Michelotta! — repuso don Rodrigo, — á vos podré decir que habré debido la salvación de Blanca. Pero retiraos... no podéis venir con nosotros... — Pues estoy decidida á seguiros, capitán. —¿Vos? ¡oh, no! Por favor... retiraos... ¿No veis que vamos ájugar- nos temerariamente la cabeza? — Os ruego me permitáis ser de la partida. No flaquearé... Dejadme, no temáis por mí. —Vuestro sitio estará en otra parte, Michelotta,— repuso Montan- chez. — Y ahora, voy ya á reunir á nuestra gente. Procuraos entre tanto una góndola. Perdonadme me haya permitido disponer las cosas sin previa orden vuestra. Se trata de una cuestión que os atañe, y mostra- ríais sobrados miramientos y reparos para disponer de los demás; vale más que me encargue yo de este golpe ahora, dejando para vos que dispongáis sin reparo cuando esté dado ya. Michelotta, quedaos también con el capitán. — Aquí nos encontraréis, pues, — repuso don Rodrigo, dirigiéndose acto seguido á buscar la góndola de su propiedad, amarrada junto al galeón en el muelle de los Esclavones. IV Montanchez y los dos hombres que con él iban, echaron á andar internándose por las callejuelas inmediatas á la plaza de San Marcos, hasta que se detuvieron en una plazuela llamada de San Lázaro, en una de cuyas casas, inmediata á una iglesia, se veía una imagen de la Mado- na alumbrada por un viejo farolillo. — Esperad, — dijo de pronto Montanchez. — No dudo de vuestra fide- lidad, pero precisa que antes de dar comienzo á la empresa, reflexio- néis de nuevo sobre el gravísimo peligro que vais á arrostrar dentro breve tiempo... 14 LA MASCARA DE BROÑCE — No es menester que reflexionemos más, teniente Montanchez, — dijo uno de los hombres. — Estamos decididos. — Gracias, amigos míos, pero á fin de que pueda yo obrar sin nin- — Lo juramos,— respondieron los dos hombres. gún remordimiento, jurad ante esta imagen que obedeceréis de plena voluntad y ciegamente cuanto os mande. —¡Lo juramos! — respondieron los dos hombres. —Dios os lo premie, si así lo hiciereis, y sino os lo demande. Y aho- ra, manos á la obra. Montanchez se dirigió á la puerta de la casa en que estaba la capilla, y tiró de un cordón que apenas se percibía, el cual salía por el agujero de la cerradura. -LO JURAMOS - RESPONDIERON LOS DOS HOMBRES LA MASCARA DE BRONCE 15 Entreabrióse la hoja y entraron dentro el teniente y uno de sus acompañantes, quedando el otro vigilando la plazuela, y se encontra- ron en un ancho zaguán alumbrado por una linterna dejada sobre un banco de piedra. No tardó en aparecer una mujer anciana ya y de aspecto sórdido. — La gente, — dijo Montanchez. Retiróse la vieja, y al corto rato dejóse oir rumor de pisadas. Eran veinte entre todos. —Adelante los míos,— dijo el hombre que acompañaba á Montan- chez. Diez hombres avanzaron algunos pasos. — Ha llegado el caso de cumplir lo jurado cuando partimos de Ge- nova,—dijo el hombre.— Si alguno sin embargo está arrepentido, puede dejar de seguirme. Hicieron todos una señal negativa. — Bien, muchachos, — exclamó Montanchez, y volviéndose á su com- pañero repuso: — Guillén, al dar las cuatro, saldréis de aquí con esos diez valientes, y os dirigiréis con ellos á la plaza de San Marcos donde os estaré aguardando. Al dar el reloj el primer cuarto para las cinco, romperemos el fuego contra la Loggetta de Sansovino donde está la guardia del Palacio; es preciso producir un fuerte alboroto, simulando que hay mucha más gente de los que seremos, siguiendo asfhasta que oigamos el silbido de la contraseña de á bordo, en cuyo momento nos retiraremos, refugiándoos en esta casa. Os he dado estas explicaciones para que en caso de caer Guillén ó yo muertos ó heridos, sepáis todos á que ateneros. — Quedo enterado, — respondió Guillén. — En cuanto á vosotros, — dijo Montanchez dirigiéndose á los diez hombres que habían quedado detrás, — es más árdua todavía la em- presa que debéis llevar á cabo. Iréis á las órdenes del que fué vuestro capitán y del teniente Borrell, que se halla ahí afuera aguardándoos. Nada he de deciros sino que la aventura que se trata de acometer su- pera en temeridad á cuantas habéis corrido hasta el presente. Con todo, no será dudosa la victoria. 16 LA MASCARA DE BRONCE — Somos hombres para meternos hasta en el mismo infierno, — dijo un catalán. — La gente de nuestra raza no reparan nunca en el peligro. Los diez que aquí estamos tenemos en nuestras venas sangre de almo- gávares. —Ahora se verá mejor que nunca, — repuso Montanchez. — Vamos. Los diez hombres fueron saliendo uno á uno y se pusieron en marcha en igual forma hacia la plaza de San Marcos, enterándole Mon- tanchez á Borrell, durante el camino, del plan acordado para entrar en el Palacio. Llegado el grupo á la plaza hizo alto bajo los pórticos de San Mar- cos, mientras Montanchez iba á avisar á don Rodrigo, que juntamente con la Michelotta se hallaba oculto bajo las arcadas de las Procuraste viejas. — Borrell con diez bravos catalanes os espera en los pórticos de San Marcos, — dijo Montanchez. — La hora ha llegado. Si conseguís salir en bien de la empresa, partid sin demora; ya recibiréis noticias nuestras en Urcino. — ¿Y vosotros?— exclamó don Rodrigo. — ¿Qué va á ser de vosotros? —Quedaremos aquí hasta que haya ocasión de escapar,— replicó Montanchez. — Nada temáis por nuestra parte. —Adiós, adiós pues, amigos míos,— exclamó el de Toledo, abrazan- do á Montanchez y estrechándole fuertemente la mano á Michelotta. Momentos después reuníase don Rodrigo con Borrell y su gente, mientras que Montanchez que esperaba la llegada de Guillén, le decía á Michelotta: —No conviene que os expongáis en lo más mínimo. Puede ser que don Rodrigo salga en bien de la empresa, pero si así no fuere, contad que vuestro concurso seria indispensable para intentar su salva- ción. V —A vuestra orden, capitán,— exclamó Borrell así que vió llegar á don Rodrigo. LA MASCARA DE BRONCE 17 — Gracias por vuestra abnegación, mi buen amigo, — respondió To- ledo.— A todos os abrazo, mis bravos camaradas,— repuso luégo diri- giéndose á los diez hombres que, semejantes á negras estatuas, esta- ban mudos é inmóviles, recostados contra el muro. — Y ahora, oid. Formaron corro los presentes y enteróles don Rodrigo del proyec- tado plan. — Está bien,— dijo uno. — Cuando queráis. — ¿Traéis antifaces? — dijo el jefe. —Sí,— contestó Borrell.— Nada falta; vamos armados hasta los dientes. —Adelante, pues,— exclamó Toledo. El grupo se dirigió hacia el puente de los Suspiros, que unía la fa- chada posterior del palacio ducal con las prisiones ordinarias de la Se- ñoría. Los doce hombres se emboscaron en la góndola de don Rodrigo, situada por orden de éste en una de las boca-calles que salen al canal que bañan los muros donde estaban los Pozos. La góndola, arrimada á la pared de un antiguo caserón, quedaba perfectamente invisible bajo la negra sombra del estrecho canalizo. De pronto oyóse sordo y pausado rumor de remos, rumor extraño que interrumpía siniestramente el profundo silencio que reinaba en el canal. —¡Avante!— exclamó don Rodrigo en voz baja. La góndola salió al canalizo y cortó el paso á otra que venía, atra- vesándose en su camino. —¡Paso!— gritó una voz desde la embarcación detenida. Pero en lugar de obedecer saltó don Rodrigo á bordo del fúnebre esquife, siguiéndole inmediatamente los once hombres que con él iban. —Vais á morir al menor grito que deis,— exclamaron arrojándose sobre los marineros, que eran en número de cuatro, al mismo tiempo que les sujetaban amenazándoles con sus facas. — Las llaves de la reja,— dijo don Rodrigo al que parecía ser el patrón . tomo ii 3 18 LA MASCARA DE BRONCE El fiel servidor no quiso sin embargo atender á lo exigido, sino que en vez de esto gritó con fuerte voz: — ¡Soco El infeliz no pudo acabar de pronunciar siquiera la palabra. Borrell le había partido el corazón de una puñalada. Los otros tres no intentaron oponer ya resistencia, y se dejaron atar fuertemente sin proferir ni una sílaba. — Las llaves,— repuso don Rodrigo. — Las lleva el patrón pendientes del cinto, — replicó uno de los hombres. Así era en efecto; apoderóse de ellas Borrell que las entregó á don Rodrigo, y después de dejar sólidamente sujetos y amordazados en su góndola á dos de los sorprendidos tripulantes de modo que no pudie- sen menearse ni gritar, hicieron embarcar con ellos al tercero, tras de lo cual, continuó la góndola su camino, deteniéndose por fin ante la reja que interceptaba el infecto callejón donde eran recogidos los cadá- veres de las víctimas. VI Daban las cuatro en aquel momento. Don Rodrigo y tres de los tri- pulantes habían cambiado sus fieltros y gorras por los casquetes ne- gros de los gondoleros apresados. El capitán introdujo una de las llaves en el cerrojo de la reja y cedió ésta, penetrando la góndola en el sumi- dero y deteniéndose ante la Puerta del agua por donde eran entrega- dos los cuerpos. — Llama, — dijo don Rodrigo al sepulturero, pero ten en cuenta que á la menor traición eres muerto. El interpelado cogió el pesado anillo que servía de aldabón y des- cargó tres fuertes golpes. Abrióse la puerta al poco rato y aparecieron dos hombres en el dintel sosteniendo un ataúd; don Rodrigo y Borrell introdujéronse en- tonces en el interior aprovechándose de la circunstancia de estar los dos hombres imposibilitados de hacer uso de las manos, y les taparon la boca. LA MASCARA DE BRONCE 19 Los dos criados soltaron aterrados su fúnebre carga y trataron de oponer resistencia, pero ya en esto habían saltado allí los otros diez aventureros, y los sorprendidos servidores se vieron agarrotados antes de que pudiesen volver en sí del asombro que les causaba tama- fia agresión. — Nada temáis, — dijo don Rodrigo, — antes bien sabré recompensa- ros si respondéis á mis preguntas; vamos á quitaros los pafiuelosde la boca, pero si proferís un grito... Y el antiguo corsario dejó sentir en el cuello del criado el frío roce de un puñal. El servidor hizo con la cabeza una señal de asentimiento. Quitóle don Rodrigo el espeso pañuelo que le había anudado en ¡a nuca y preguntóle: — ¿Sabes tú, si ha entrado aquí esta noche una mujer, la esposa del senador Riccioli? — Ha entrado,— respondió el hombre. —¿Sabes dónde está? — Hasta hace poco, en la celda número 7 de los Pozos, pero ahora se halla en presencia de los tres inquisidores de Estado que se han reu- nido sin dilación para juzgarla. —Bien. ¿Por dónde puede subirse á la sala donde están los inquisi- dores? — Al final del corredor donde están las celdas, hay una estrecha es- calera de caracol que conduce á donde decís. —Bueno. Dejadle aquí bien asegurado, — dijo don Rodrigo. — Y ahora, toma,— dijo alargando al criado un puñado de cequíes. — El otro, repuso enseguida. Acercóse el referido y el capitán le dirigió iguales preguntas que al anterior, que fueron contestadas de idéntico modo. — Quede aquí también,— dijo don Rodrigo. —Y ahora, amarrad la góndola, dejad bien abierta la puerta y oid mis instrucciones, encar- gándoos de paso, el mayor silencio. Yo iré delante solo y penetraré en la sala, mientras que vosotros os encargaréis de mantener franca la salida por la puerta del agua. Os colocaréis en fila, desde el fondo de 20 LA MASCARA DE BRONCE este corredor hasta la salida. Si aparece algún guardián, ó aunque apa- rezcan muchos, tratad de apoderaros de ellos y de impedirles toda acción. Al oirme bajar os adelantaréis hacíala puerta, cortaréis la ama- rra y os embarcaréis sin pérdida de tiempo, por el orden de la proxi- midad á que estéis de la puerta, pero si oís que doy un silbido, no es- peréis más, sino poneos en salvo enseguida, pues será señal de que estaré perdido. En un momento estuvieron colocados los once hombres, uno delan- te de cada celda de lasque había á la izquierda del corredor. La puer- ta de la escalera que conducía desde el corredor á la sala estaba entor- nada. Hízola don Rodrigo girar sobre sus goznes con sigilo y comenzó á subir. De pronto y cuando se hallaba ya cerca de la sala vió un bulto que interceptaba el paso. Era sin duda el esbirro que había conducido á Blanca y esperaba la orden para volverla de nuevo al calabozo. No había momento que perder; don Rodrigo cogió al hombre por el cuello, al propio tiempo que le tapaba la boca con la otra mano y le dijo: — Sois muerto si habláis. Seguidme abajo. El hombre no replicó, helado de terror. Bajó los peldaños temblan- do y al llegar al corredor dejóle don Rodrigo al cuidado de Borrellque permanecía en acecho junto á la puerta. Acto continuo volvió á subir y llegó hasta el dintel de la sala donde estaban reunidos los inquisidores. Prestó oído y nada oyó. Entonces levantó un poco el pesado cortinaje que ocultaba la puertecilla y vió á los tres terribles jueces, que cubiertos con sendos antifaces negros, mi- raban á una mujer que yacía en el suelo, sujetas las manos con ca- denas. Don Rodrigo sintió correr por sus venas un frío glacial al propio tiempo que parecía iba á estallarle la cabeza convertida en un volcán. Aquella mujer era Blanca, su amada... Entonces con un salto más de tigre que de hombre, arrojóse sobre la desventurada y la levantó en sus brazos, lanzando ella un espantoso grito al verse cogida por aquel enmascarado. LA MASCARA DE BRONCE 21 —¡Blanca, Blanca!— exclamó don Bodrigo,— soy yo, que vengo á salvarte. —¡Prended á ese hombre!— gritaron los jueces con voces de furor, levantándose de sus asientos. — ¡Imbéciles!— dijo con arrogancia don Rodrigo.— ¡Nada podéis con- tra mí! Oid, oid... — ¡ mbéciles!— dijo cou arrogancia dou Rodrigo.— (Nada podéis contra mi! oid, oid. .. Resonaban, en efecto, grandes descargas, cuyo estruendo venía al parecer de la plaza. Montanchez había atacado la guardia y al ruido de los tiros todos los servidores desalado acudían á las salas que daban vista allí. — Huid, huid, antes de que el pueblo enfurecido venga á hacerse justicia por su mano, — exclamó don Rodrigo, dirigiéndose á los jue- ces...—Más, ¡ay de vosotros si dais un solo paso en pos de mí! Los inquisidores abandonaron entonces la estancia, mientras don Rodrigo llevando en brazos á Blanca, bajaba precipitadamente la tor- tuosa escalera. 22 LA MASCARA DE BRONCE VII — ¡A fuera! — gritó el valiente capitán, después de dejar cerrada la puerta. Obedecieron al momento los hombres apostados en el corredor y ya estaban todos, menos Borrell, en la góndola, cuando llegó al dintel de la puerta del agua. — Tú ahora, Blanca,— dijo don Rodrigo. La joven entró en la barca y los dos hombres inmediatamente des- pués. — ¡Abre!— gritó don Rodrigo. La góndola hendió las negras aguas del canalizo y salió del recinto enverjado, pasó por debajo el puente de los Suspiros y salió por fln al muelle de los Esclavones. El fuego continuaba todavía en la plaza. —Hay que avisarles que se retiren ya,— dijo Borrell. — Id, sí, — respondió don Rodrigo. — Nos encontraréis en el galeón que lleva mi nombre, frente al palacio Fóscari. Borrell saltó en tierra y se puso en camino hacia la plaza, donde la guardia permanecía á la defensiva, sin haber osado salir de la Log- getta. El emisario dejó oir entonces un extraño silbido, cesando desde en- tonces el fuego como por encanto, en vista de lo cual se dirigió al bar- co indicado por su jefe. Comenzaba á distinguirse una débil claridad en el horizonte. Borrell buscó el barco y dió con él al poco rato. yin Ya estaban á bordo don Rodrigo, Blanca y los catalanes, cuando llegó el valiente aventurero. — Todo está acabado, señor, — dijo Borrell. — Partamos, pues, — replicó D. Rodrigo de Toledo. LA MASCARA DE ' BRONCE 23 Soltáronse las amarras, acudió á su puesto el timonel, oyéronse los pitos mandando las maniobras, batieron los remos la tranquila super- ficie del agua y el galeón avanzó gallardamente á lo largo del canal. Al costear la nave la ribera de la Piazzetta una mujer que hacía rato permanecía al pié de la columna del León de San Marcos como si tra- tara de divisar lo que apenas se entreveía entre las sombras, adelantóse hasta el borde del pretil y clavando los ojos en el barco, murmuró: El hombre la miro a su vez. . . — Allí, allí van... Ya son felices... Y yo aquí á llorar siempre... No se apartó de allí la mujer mientras pudo percibirse el galeón. Por fin, al verlo desaparecer oculto por la niebla matinal, apartóse de la orilla y se enjugó los ojos humedecidos por el llanto, reparando entonces en un hombre que no lejos del sitio donde ella estaba parecía retirarse también de la ribera. El hombre la miró á su vez, detúvose un momento y acercándose enseguida, resueltamente dijo: —¡Vos aquí, Cósima! — ¡Ah! ¡Señor Montanchez! — exclamó la joven. CAPITULÓ II Lelia y el Vicentino — En verdad que me dejáis pasmada con tales novedades, — excla- maba aquella tarde la Michelotta, departiendo con el Vicentino en el desván de la hostería del Bucentauro. —Pues, no hay más, amiga mía, y ya podréis figuraros la poca gracia que me ha hecho á mí todo eso... ¿Quién se atreve á hablarla ahora á la reverenda madre abadesa de cuadros ni sobre todo... de cequíes? • — Fué extraña casualidad, á fe mía. — Casualidad... quizás no; tengo para mí que una cosa produjo in- tencionadamente la otra. ¿A. qué había de manifestar madona Bianca su resolución de retirarse del convento, no habiendo regresado todavía el noble Riccioli? ¿Y á qué venía que hubiese quien se encargara de IUMO JI 4 26 LA MASCARA DE BRONCE sacarla nada menos que de las garras del Consejo de los Diez, á no haber tenido uno ó muchos cómplices en el asesinato de su infeliz marido? Y lo bueno es, que nadie sabe quién fuera el atrevido liberta- dor; en un principio todo el mundo creyó no fuese el Máscara de bronce, pero esto no era ciertamente, pues, según han manifestado los señores inquisidores, si bien el que se les llevó en sus propias barbas á madona Bianca iba encubierto, no era con ninguna máscara de bron- ce, sino con un simple antifaz de seda negra... ¡Misterio sobre misterio, Lelia! — Allá se las hayan, amigo Andrés; no debe importarnos nada de lo que les pueda pasar á los demás... ¿No os parece que haríamos mu- cho mejor en hablar de otras cosas que nos atañen algo más direc- tamente que no esas? — ¡Infeliz de mí! ¿Cómo hablaros de mi amor, sino tengo un misera- ble quarantanel Sine Cerere ei Buceo perfriget Venus, Lelia mía, y ya veis que tratos puedo tener yo con aquellas personas, cuando todo se conjura contra mí, para que al fin y á la postre me quede yo con mi Asunción en el desván, en vez de verla figurar en un altar de San Teo- doro... —¡Quién sabe! — ¿Cómo que quién sabe? Yo, yo lo sé muy bien... ¡Maledizzione! —Ya veréis como todo acabará por arreglarse... ¿Qué tienen que ver las pobrecitas monjas con esos crímenes y desmanes de que me habéis dado noticia? — Es verdad, pero corren ciertas voces sobre si don na Bianca se veía ya en el convento con un galán que entraba allí de noche... — ¡Calumnia! ¡Pura calumnia! ¿Quién mejor que vos sabe lo imposi- ble que es eso? — Sin embargo... ¡id á saber! He visto á la madre abadesa muy preocupada... Ni siquiera me ha dado contestación cuando le he pre- guntado si quería que yo me encargase de comprar el marco... — Pues, entonces, creedme á mí... Mandadla al diablo á la madre abadesa y no penséis más en el asunto. —¡Qué decís! ¿Y el cuadro? LA MASCARA DE BRONCE 27 —¿El cuadro?... Borradle á la imagen santísima la aureola que le habéis pintado, borrad también los angelotes... — ¡Los angelotes! ¡Unos ángeles que no les ceden á los de la Mado- na Sixtina que pintó el Sanzio! — No los borréis, pues... Quitad únicamente la aureola, hacedle un poco más vieja á la Virgen y yo me quedo con la obra, es decir, con mi retrato. —¡Vos! — Sí. ¿Cuánto os daba la abadesa? — ¿Qué cuanto me daba?... Pues... ¡misericordia!... ¡No queráis sa- berlo! — ¡Ea! ¿Cuánto os daba? — Me daba... pues... me daba cien ducados de oro. — ¿Cien ducados de oro? ¡Qué miseria! — ¿Miseria encontráis dar cien ducados de oro por un cuadro? — Claro está, — exclamó la Michelotta, mientras buscaba algo en su bolsillo. — Ved, ahí tenéis doscientos, — repuso, alargando un pesado bolsón al pobre artista, que la miraba con expresión más de espanto que de asombro. — Señora... — dijo balbuceando el Vicentino... — ¿Yo señora? — replicó la Michelotta, riendo á carcajadas... — Bien sabéis que no, pero me precio de ferviente admiradora vuestra. — Pero es cierto que... — Si; hay ahi doscientos ducados de oro... Contadlos y veréis. — No, no, sino os digo eso... ¿Es cierto que queréis quedaros con el cuadro? — Desde el momento que corréis peligro de que las monjitas rehusen aceptarlo ¿qué he de hacer? Confiésoos que le he tomado cariño yo á esa obra y que prefiero admirarla yo, á solas, que no que otros tengan que tolerarlo á la fuerza. —¿Y os reíais porque os había llamado «señora?» ¿Quién más noble, más generosa que vos? — ¿Sabéis que voy temiendo que nuestra franca y cordial amistad no vaya á trocarse ahora en ceremonioso trato? Estaría bueno que me 28 LA MASCARA DE BRONCE tomarais por alguna abadesa de incógnito. ¡Eh! Fuera cumplidos, y lagoterías, amigo artista, y á fin de que no tengáis en adelante ningún empacho en tratarme con la misma familiaridad que hasta ahora... ¡qué diablo! vengan esos brazos y abracémonos como dos amigos que se habrán de querer eternamente. El pintor no se hizo de rogar y abrazó á Lelia, no sin que ésta sin- tiera humedecer sus mejillas con las lágrimas que se le escapaban al pobre Vicentino. I 11 i Los acontecimientos ocurridos la noche antes, habían producido, en efecto, inmensa impresión en Venecia. El tiroteo habido aquella madrugada en la plaza de San Marcos, habia hecho nacer las más extrañas suposiciones, hasta que por fin se supo su conexión con el temerario golpe realizado en el propio palacio Ducal. Todas las versiones volvíanse contra Blanca Alviano, á quien se acusaba de haber dado muerte á Riccioli en complicidad con el desco- nocido que la había libertado del terrible fin que le esperaba, sumida en las espantosas mazmorras de los Posos. Porque la gente no atribuía, según se dijo ya, al Máscara de bron- ce la audaz liberación de la criminal, sino que colgaba á otro aquella hazaña. ¿Quién era éste? Nadie podía decirlo. Los sepultureros y cria- dos sorprendidos cuando los aventureros se dirigían á dar el golpe, no acertaron á dar ninguna seña por la que pudiese reconocerse á nin- guno de ellos. La condesa de Belfiore no fué de las que menos hincaron el diente contra Blanca, poniendo á la vez el grito en el cielo por el asesinato de Riccioli. Era tal vez la única persona que atribuía á don Rodrigo de Toledo la temeraria liberación de Blanca, á pesar de saber que no lle- vaba la máscara de bronce el desconocido que se atrevió á penetrar en la propia sala del Tribunal. Su instinto de mujer le decía que sólo un hombre acostumbrado como Toledo á los más arriesgados golpes de LA MASCARA DE BRONCE 29 mano, era capaz de llevar á cabo tal hazaña, y que solo un hombre enamorado como lo estaba de Blanca don Rodrigo, podía imaginar tal aventura. Y la pobre condesa se desconsolaba pensando que no habría nadie que hiciera otro tanto por ella, si algún día para complacer á algún amante diese de puñaladas al anciano conde... — Nadie mejor que la Michelotta para saberlo todo, — exclamó de pronto Clorinda. — Si ella quisiera al momento quedaría descubierto todo... Probemos; haré que la busquen y la interrogaré, y si se me re- siste, ya se encargará el Consejo dé que hable... Acto seguido mandó llamar la condesa á su gente y dió orden de que sin pérdida de tiempo fueran en busca de la Michelotta, acerca de cuyo paradero quizás podría indicar algo la Canocchia. No era fácil, sin embargo, tropezar con la Michelotta, ni sabía la Canocchia una palabra referente á su paradero. Con todo, las pesqui- sas de los criados fueron bastante públicas para llegar á oídos de la in- teresada. — ¿Sabéis que han estado aquí esta tarde preguntando por una cier- ta Michelotta, muy amiga, según parece, de la noble esposa del difunto senador Riccioli? — dijo el posadero á la florentina al disponerse á salir ésta para ir á casa de Cósima. — ¿Qué me contáis? — exclamó la astuta florentina fingiendo la ma- yor indiferencia. — No sé quién puede ser. — Ni yo tampoco, os lo juro, — contestó el huésped con acento de profunda convicción. — Simple coincidencia de nombre. — Sí; pura casualidad, todo el mundo se llama Michelotta hoy en día. — Puedo aseguraros que conozco yo más de veinte. — Y otros cuarenta que conozco yo, sumad; son sesenta. La Michelotta se echó á reir y salió de la posada. III Era noche cerrada cuando llegaba á casa de Cósima, quedando sor- prendida al encontrarse allí con Montanchez. 30 LA MASCARA DE BRONCE El bravo teniente de don Rodrigo se había despedido de ella aque- lla madrugada, cuando hubo cesado la algarada promovida en la plaza de San Marcos, diciéndola que tenia resuelto partir aquel mismo dia para ir á reunirse con Amparo y Victoria. Montanchez condujo luégo á Guillén y su gente á la casa de la pla- zuela de San Lázaro, donde habían pernoctado; aquella casa comuni- caba con la inmediata iglesia, y uno tras otro fueron saliendo durante el día los once hombres para embarcarse en una gabarra que debía ha- cerse á la vela aquella tarde con rumbo á Génova. Dejados ya en lugar seguro sus valientes auxiliares, quiso conven- cerse Montanchez de que don Rodrigo y Blanca estaban realmente en salvo, y fué á apostarse en la Piazzetta para ver si acertaba á distin- guir el galeón en que debían escapar. — Sí; allá van,— murmuró Montanchez al divisar la nave que tenía bien conocida. — No hay cuidado ya en cuanto á ellos. Terminó todo: don Rodrigo y Blanca serán felices... ¡Pobre Cósima! Esto decía entre dientes Montanchez al retirarse, y entonces fué cuando se encontró con la joven. El teniente la acompañó á su casa, no pudiendo menos de sentirse conmovido al observar la profunda tristeza que demostraba la gentil hermana de Leonelo. — ¿Os vais también, señor Montanchez? — exclamó Cósima al llegar á la casa de la plaza de San Benedetto. — Si no mandáis otra cosa, pienso embarcarme en breve plazo. — ¡Oh, no! Podéis partir, señor Montanchez... — No lo haré, sin embargo, sin tener antes el honor de venir á des- pedirme. —Ya sabéis que siempre os recibiré con el mayor gusto, — respon- dió Cósima. — Entonces os pido permiso para pasar á veros esta tarde. — Os esperaré, señor Montanchez. Despidiéronse los dos, y al anochecer luégo de haber dejado embar- cada toda su gente al mando de Guillén, con orden de partir al mo- mento sin esperarle á él, presentábase el bizarro teniente en casa de su amiga. LA MASCARA DE BRONCE 31 —Supongo, Cósima, — dijo Montanchez después de cambiar con la joven algunas frases sin importancia,— que sabréis resignaros á la nueva situación en que vais á encontraros. Don Rodrigo continuará prestándoos en el fondo de su alma el culto ideal que os ha prestado siempre. No le olvidéis vos. —Ciertamente que no, señor Montanchez... No le olvidaré... —Al recordar los bienes que ha producido vuestra presencia á su lado, podéis mostraros orgullosa y satisfecha. Mientras vos no estuvis- teis á bordo, reinaban sólo el odio y la desesperación en la cabeza del Máscara. Vos le volvisteis humano, generoso; vos le devolvisteis la es- peranza; vos supisteis apaciguar las tempestades de su alma evitando con esto no pocas desgracias, y ¿para qué no decirlo? wo pocos crímenes. — Gracias por vuestras palabras, Montanchez. —Si digo la pura verdad ¿por qué tenéis que darme las gracias? Pero no fué solamente don Rodrigo quien sintió los efectos de vuestra bondad angelical. La tripulación entera sentíase influida por vuestra presencia, comprendiendo que donde estabais vos no cabían las vio- lencias sanguinarias, ni los brutales excesos de la vida aventurera. Volvisteis corderos á aquellos lobos, y muchos que no reconocían en el mundo otra existencia que la del mal, sintieron de pronto que tam- bién había ángeles en la tierra. — Montanchez, creed que me enzalsais demasiado... Soy nada más que una pobre mujer que nunca he sabido odiar, que desea el bien para todos, sí, para 'todos, áun para sus mayores enemigos, áun para los mismos que nos hacen daño... por mucho que sea este, por grande que sea la herida que causen en nuestro pecho... El teniente vió rodar dos gruesas lágrimas por las mejillas de Cósi- ma, cosa que no recordaba haber presenciado nunca. — Don Rodrigo tenía que obrar como ha obrado, — repuso Montan- chez con cierta dureza. — Por eso le ayudé en su tentativa. — Tanto le ayudasteis que á vos debe sin duda el tener de nuevo á Blanca entre sus brazos, — replicó ella en tono á través del cual podía descubrirse quizás cierta amargura. — ¿Qué me tocaba hacer, sino? — replicó Montanchez. — Habíase co- 32 LA MASCARA DE BRONCE locado don Rodrigo en tal situación, que no tenía más remedio que salvar á Blanca, ya que él había sido causa de que la desdichada lle- vara á cabo el crimen de que ya tenéis noticia. Además... creedme, Cósima, hombres como don Rodrigo, comprenden mejor el modo de querer de las mujeres como Blanca, que no de los ángeles como vos. Es preciso tener el corazón hecho pedazos, para comprender hasta donde llega el poder consolador de vuestra alma. El Máscara ardía en deseos de venganza; sentíase herido por la pérdida de una hermosa amante y deseaba borrar en sangre la perfidia de un rival.. . No era esto bastante, con ser mucho, para que comprendiera el beneficio que os debía al mitigar vos sus dolorosas angustias... La conversación quedó interrumpida entonces por la llegada de Mi- chelotta. IV Si sorprendida quedó la inteligente florentina al ver á Montanchez, no fué menos su asombro al fijarse en la expresión del rostro de éste; Montanchez, en efecto, estaba pálido y miraba á Cósima con una dulzura que nunca le había conocido, pues, antes era rudo y áspero aquel hombre, que no de afable trato. Cósima, en cambio, estaba más bien ruborosa que descolorida, se- gún le era habitual. ¿Qué pasaba? Esto era lo que se preguntaba la Michelotta, á cuya mirada de lince no se ocultó cierto mohín de disgusto que se le escapó á Montanchez al verla penetrar en el aposento. El antiguo corsario se levantó así que entró la confidente de don Rodrigo y dijo: — En ocasión excelente llegáis, Michelotta. Iba yo á retirarme y con esto no quedará tan sola madona Cósima. — Ya sabe la señora que siempre me tiene á sus órdenes, — repuso la Michelotta, — y tanto más ahora, en cuanto preciso me preste su eficaz apoyo, para que Lucietta tenga á bien admitirme en su casa por brevísimos dias, los que faltan para que yo parta. LA MASCA 11 A DE BRONCE 33 — ¿Abandonáis, pues, la hostería del Bucentauro? — dijo Cósima. —Sí... Ha llegado el caso de que no pueda estar ya muy tranquila allí. Han ido á preguntar por una tal Michelotta, muy amiga de la ilustrísima viuda del senador Riccioli y ya comprenderéis que no me hallo muy dispuesta á ir á prestar ninguna declaración desde los .Pozos. — Hacéis bien, Michelotta, — repuso Montanchez; — y si fuese caso que Lucietta no pudiese ofreceros hospitalidad, medios tengo yo para .procurárosla, segura á todo evento. — Mejor será entonces, señor Montanchez, — contestó la Michelotta. — Tened entendido, sin embargo, que Lucietta os recibirá de muy buen grado en su casa, — añadió Cósima. — Perdonadme, madona, — replicó la Michelotta, — si acepto desde .uégo la oferta del señor Montanchez, sin que por esto deje de agrade- cer con toda mi alma vuestros nobles ofrecianentos. Ando siempre revolviéndolo todo y precísame mucha libertad, no ciertamente para nada malo, pero en fin, recibo á tantas personas... — No hay más que hablar, pues, Michelotta. Vendréis conmigo... — ¿Vais á iros, pues, enseguida?— dijo Cósima. — Corta habrá sido vuestra visita Michelotta... El señor Montanchez deberá partir ya den- tro muy poco tiempo... — No... El barco no sale todavía hoy, — dijo Montanchez... — Habrá que esperar algunos días más... — Entonces, dejad que Michelotta pase conmigo esta noche, — repu- so Cósima dirigiéndose al teniente, — puesto que hay peligro en volver á la hostería y venid mañana á buscarla, sino tenéis inconveniente en ello. — Ninguno ciertamente, — repuso Montanchez... — Mañana á esta hora volveré á pasar y nos iremos juntos, y ahora, permitidme ya que me retire. El teniente se despidió de las dos mujeres y la Michelotta pudo ob- servar que en vez de mostrarse ufano y satisfecho en vista del resul- tado conseguido aquella madrugada, parecía más preocupado aún que de costumbre rl bizarrísimo compañero de don Rodrigo. tomo n 5 34 LA MASCARA DE BRONCE V Sin duda, no debía ser muy grande el sueño que sentían las dos mujeres, cuando en lugar de acostarse se instalaron en sendos sillones como para conversar. —¿Sabéis que me sorprende mucho la inesperada permanencia de Montanchez en Venecia? — dijo la Michelotta, rompiendo el fuego. — ¿Os parece cosa sorprendente un hecho tan natural? — contestó Cósima. — Sí; porque el buen teniente~acaba de faltar lo más descarada- mente del mundo á la verdad. — ¿Qué decís? — repuso Cósima, tiñéndose de carmín sus mejillas. — Digo que el barco en que debia partir el teniente, ha partido ya. Yo misma he visto como salía. Era la gabarra Furiosa y bien clara- mente he reconocido á Guillén.. Fué mucha casualidad por cierto... Salía yo en aquel momento al Gran Canal y el barco acababa de cortar las amarras. Guillén ha subido entonces á cubierta, ha mirado hacia donde estaba yo, y como me ha reconocido también, á pesar de que apenas se distinguía ya nada, nos hemos despedido por señas... Ya veis, pues, que si el señor Montanchez no se ha marchado, la causa es otra que la que ha dicho él. — Contad entonces que deberá ser algún motivo importante el que le retiene aquí. — De seguro, madona. Él no es hombre que guste de perder tiem- po... Le conozco... demasiado bien. —¿Tanto? — Lo que oís. El señor Montanchez es capaz de todo lo bueno del mundo, pero en cuestión de tenerlo por enemigo... ¡Dios nos libre! — Parece no !e tenéis mucha devoción al señor Montanchez... — Sí, sí le tengo, os lo juro. -Hubiera podido hacerme pedazos y se contentó con ponerme en el camino de la independencia y el bienestar. ¿Qué más se necesita para que yo le guarde la más absoluta adhesión? Esto no quita, sin embargo, que me llame algún tanto la atención su modo de proceder últimamente... LA MASCARA DE BRONCE 35 — Seguid, Michelotta... Interésame lo que vais diciendo. — Extráñame, pues, que se haya mostxado tan empeñado en devol- verle su amante á don Rodrigo... No es que yo tenga celos de ello, pero ya tenía yo mi plan cuando de pronto se presenta Montanchez y por sí y ante sí, se convierte en director de todo. Habíalo yo mandado llamar para que secundase mis propósitos, pero en vez de esto ha resultado que he debido estar á sus órdenes... Nunca le creyera tan deseoso de que don Rodrigo y Blanca pudieran juntarse de nuevo como dos tortolitos... — Michelotta, juzgáis mal al señor Montanchez. ¿Ignoráis acaso que don Rodrigo no tiene más leal amigo y servidor que él? — Lo sé de sobras, madona, pero aún reconociéndolo de buen gra- do, no puede quitárseme la extrañeza de la precipitación con que obró y del ardor con que tomó la cosa, hasta exponer la vida, siendo así que con mi proyecto nadie se exponia, á no ser yo. — ¿Tenías vos un proyecto de seguro efecto? — Seguro, no puedo afirmarlo, pero al fin y al cabo sujeto quizás á menos percances que el que se puso en planta; pero no es esta ocasión de deciros lo que yo me proponía; quiera Dios que no llegue el día en que tenga que hacer uso del recurso que ideé... No; lo que quiero de- cir ahora, es que me parece muy particular el empeño de Montanchez en ver alejarse á^Blanca y á don Rodrigo, quedándose él en cambio. ¿No os parece esto también á vos? Ruborizóse Cósima y repuso confundida: — Es verdad... pero... ¿Quién sabe los motivos que tendrá el señor Montanchez para permanecer en Venecia algunos días más de los que pensaba? — Ha llegado la hora, — dijo la Michelotta, — de que cada uno de los que han servido hasta el presente con toda la lealtad y abnegación á don Rodrigo, recobren ya su libertad de acción y piensen en sí mismos. Empezando por mí, ahí me tenéis dispuesta á casarme dentro poco... — ¿Vos? — exclamó Cósima. — ¡Os felicito, Michelotta! — Si... Probablemente me casaré pronto. Pues bien; si yo que tanto debo á don Rodrigo me creo ya en suficiente libertad para atender á mis 36 LA MASCARÁ DE BRONCE cosas, mejor aún puede hacerlo el señor Montanchez, que no tiene tan- tos motivos como yo para estarle rendidamente sumiso á don Rodrigo, y lo mismo digo de vos, mi santa señora, mi venerada madona... — Siempre profesaré á don Rodrigo el puro y casto afecto que le he guardado desde que le conozco, — dijo Cósima. — ¿Y quién lo duda?— exclamó la Michelotta. — Le proíeseréis ese afecto puro y casto del mismo modo que le profesará Montanchez la honrada y noble amistad que hace tantos años le une con el valiente capitán que fué de la Galera Negra. Esto no quita á que, sin olvidar sus sagrados deberes para con tan noble y generoso amigo como es Don Rodrigo de Toledo, pueda el señor Montanchez dar cabida en su corazón á otro linaje de sentimientos, no menos naturales y elevados que la amistad. Conozco á Montanchez hace bastante tiempo y si algo me sorprende en él, es que hasta ahora no sienta lo que sospecho debe sentir... — Michelotta... ¿Qué queréis significar con vuestras palabras? — Nada más puedo decir de lo que he dicho; pero si mis presuncio- nes no son vanas, pronto os habrá de revelar Montanchez por su pro- pia boca lo que ahora callo yo por temor de disgustaros. Y ahora... perdonadme, madona, si en algo he podido ofenderos... No hagáis caso de esta pobre mujer que desearía que el mundo entero participara de la alegría que experimenta en el fondo de su alma... ¡Amar y ser amada! Haber conocido todos los dolores y amarguras y verse de pron- to ennoblecida, satisfecha, dichosa ¿qué más queréis para que una ca- beza tan débil como la mía experimente como un vértigo de color de rosa y lo vea todo del color de sus amores y de sus dulces ilusiones? — ¿Sois feliz, pues, Michelotta? — exclamó Cósima con tristeza. — ¿Para qué negároslo? Si no lo soy, considérome á lo menos como tal. Sí; créome feliz; he conseguido olvidar mi triste pasada historia y sólo se ofrecen ante mis ojos las doradas tintas de un venturoso porve- nir... ¡Ah! ¡Si supieseis cuán dulce es sentirse amada por un hombre digno, por un hombre que nos adora y nos respeta!... Ycreedquehay hombres muy dignos y muy nobles... Creed que mi Andrés es un gen- til mozo, lleno de talento y nobleza... Y otros hay... ¡oh, sí! otros á LA MASCARA DE BRONCE 37 quienes yo conozco mucho y en cuya alma se encierran tesoros de bondad escondidos bajo ruda corteza; seres todo abnegación, todo de- sinterés que han tenido que lanzarse á los más terribles peligros para ahogar los martirios cruentos de su alma, bajando desde el dosel de los virreyes á las encrucijadas de los caminos y á las galeras de los corsarios; deseosos de morir, no de matar; ávidos de sentirse agitados —¿Quién es ese hombre que decís? — Montanchez, Montanchez que os adora,— replico con energía la Michelotta... por las emociones de la lucha, más que llevados del cebo del botín... Involuntariamente había ido levantándose Cósima de su asiento y acercándose á Michelotta, hasta que de pronto cogiendo á ésta por un brazo exclamó: — ¿Quién es ese hombre que decís? — Montanchez, Montanchez que os adora, — replicó con energía la Michelotta, levantándose á su vez. Quedaron frente á frente las dos mujeres hasta que por fin bajó Có- sima la cabeza, murmurando: — ¡Me adora! 38 LA MASCARA DE BRONCE VI Retiráronse á descansar las dos amigas, mas no pudo Cósima con- ciliar el sueño, agitada por las más contrarias emociones. Suspiraba la niña pensando en don Rodrigo. ¿A qué ocultarlo?... Lo que en un principio había sido pura y desinteresada amistad había ido convirtiéndose andando el tiempo en cierto indefinible sentimiento que ella misma se asustaba de querer profundizar; pero bien claramente se había revelado la esencia de aquel afecto en el dolor infinito, inmen- so, que experimentó Cósima al despedirse de ella don Rodrigo. ¿Cómo no había adivinado el amante de Blanca el carácter de sen- timiento que engendró en el corazón de Cósima? Pero la niña era tan digna como fuerte y en vez de entregarse á desesperados arranques dominó Ja tempestad que amenazaba desatarse en su alma y trató de convertir en dulce recuerdo de una amistad siempre leal el dolor oca- sionado por la contemplación de la felicidad de don Rodrigo en brazos de otra mujer. Propúsose conservar en el fondo de su alma el culto tri- butado á aquel hombre á cuya suerte se había tan desinteresadamen- te asociado y al ver pasar por delante de la Piazzetta la nave que con- ducía á los felices amantes, sintióse crecer en su dolor y vió que tenía fuerzas suficientes para resistir la pérdida que acababa de experi- mentar. El encuentro con Montanchez acabó de aumentar la fortaleza de su ánimo. Estábale Cósima reconocido al teniente por el profundo respeto con que la había tratado siempre y habíase establecido entre los dos como una secreta corriente de simpatía, dimanada de la semejanza de su posición al lado de don Rodrigo. Era bastante inteligente Cósima sin embargo para adivinar que aquella respetuosa consideración con que se dirigía siempre á ella Montanchez, no nacía de la encumbrada posición en que la había colocado don Rodrigo sino de ingénita caba- llerosidad del teniente, cuyos modales le sorprendían á veces por lo re- finadamente aristocráticos. Esta simpatía se estrechó mucho más al regresar juntos desde la LA MASCARA DE BRONCE 39 Piazzetta á la Plaza de San Benedetto. Montanchez era como algo de don Rodrigo y Cósima sintió un consuelo extraño al sentirlo á su lado; era un lazo que seguía uniéndole todavía al que á la sazón se ausen- taba para no volver ya nunca más... Aquella compañía fué muy grata á Cósima; tenía un amigo con quien compartir los recuerdos del que tanto amaron ambos. Por su parte Montanchez se había retirado á su vez extrañamente preocupado. — Imposible que parta yo esta tarde, — exclamó. — No puedo dejar á Cósima bajo la dolorosa impresión que le ha causado la partida de don Rodrigo... No; esperemos unos días más. Sería ahora una crueldad de- jarla sola. Y llevado de tan loables intenciones, fué cuando Montanchez se di- rigió á dar orden á Guillén de que se embarcara con la gente sin espe- rarle á él, entregándole antes una gruesa suma para ser distribuida entre los valientes que tanto habían cumplido á la realización del plan. Ya á solas en la habitación que ocupaba en la casa de la plazuela de San Lázaro, fué Montanchez como recogiendo sus impresiones, y se estremeció. Sorprendíale á él mismo el interés que había demostra- do en salvar á Blanca... No estaba tan animado cuando fué con la Mi- chelotta á ver á Cósima, antes de que llegase don Rodrigo con la noti- cia de la muerte de Riccioli. Recordaba que había estado entqnces muy expresivo; demasiado quizás... ¿Qué pasaba en su alma que tanto te- mor sentía por aclararlo? VII Lució por fin la claridad del día y Cósima saltó del lecho sin haber podido gozar ni por un momento de la apacibilidad del sueño. Pero si agitada había estado durante la noche no fué mayor su so- siego durante el día. Nunca pasaron para ella con más lentitud las horas. La Michelotta, contra su costumbre, mantúvose silenciosa y reser- 40 LA MASCARA DE BRONCE vada. Algo, al parecer, le bullía en el pensamiento, y asi era á la ver- dad, pues la pobre mujer no hacia más que pensar en el Vicentino, á quien no había de ver aquella mañana faltando á su costumbre. Anochecía ya cuando llamaron á la puerta. Era Montanchez. El teniente saludó con la mayor cortesía á Cósima y con la fami- liaridad de siempre á la Michelotta. — Madona,— exclamó la mujer, — me permitiréis que os deje ahora por un rato. No tardaré mucho en volver. — Cuando queráis, Michelotta, — replicó la joven. Salió la Michelotta y no hay necesidad de decir que encaminó sus pasos á la hostería del Bucentauro. Muy recatada iba, con motivo, y acercándose al posadero que estaba á la sazón tomando el fresco en el portal, le dijo: — ¡Hola, amigo! A ver si me hacéis el favor de decirle al señor Vi- centino que hay aquí alguien que tiene que hablarle de preciso. — Al momento va á bajar, amiga, — repuso el huésped, disponién- dose á pasar el recado. No tardó en comparecer el digno pintor, quien no pudo menos de lanzar un grito de alegría al ver á su queridísima modelo. — ¡Jesús! — exclamó. — ¡Qué horas tan amargas me habéis hecho pasar! ¿Qué ha sido de vos esta mañana? —No queráis saberlo,— replicó la Michelotta,— pero os ruego par- tamos de aqui... venios conmigo, si es que estáis dispuesto á seguirme á donde yo os conduzca. — ¿Pues no he de seguiros? Al mismo infierno iría con vos, cuanto más á la gloria que es á la única parte donde podéis conducirme. El Vicentino se colocó al lado de Michelotta y pudo convencerse de que el paso de ésta era tan ágil, que á duras penas podía alcanzarla. En esto llegaron á un canal del barrio de la Frezzaria, llamaron á un gondolero y bajaron á la barca, dando orden Michelotta de que les condujera al barrio de San Nicolo en el Canareggio. — Hacedme el favor de no despegar los labios en todo el camino,— dijo la mujer. LA MASCARA DE BRONCE 41 Obedeció el Vicentino y por lo tanto hicieron la travesía uno y otro en el mayor silencio, hasta desembarcar frente á la iglesia del patrón del barrio. —¿Puedo hablar ya?— exclamó el Vicentino. — Ahora sí,— exclamó la Michelotta.— Estamos en terreno conocido. No me fio yo de ningún gondolero, ni negro ni rojo, y os recomiendo hagáis lo mismo. Ya en esto habían llegado junto á la taberna del Halcón y allí en- traron, instalándose en una de las mesas más al fondo, donde se hicie- ron servir una botella de vino de Marsala. —¡Diablo! ¿No os parece que tiene más traza esto de cueva de ladro- nes que no de reunión de honrados ciudadanos?— dijo el pintor. —Acertasteis, amigo Vicentino, — contestó la mujer.— De fijo que las únicas personas honradas que hay aquí somos nosotros; esto no quita, sin embargo, que estemos aquí en perfecta seguridad. — ¿Sabéis que sois una mujer bien singular? — repuso el Vicentino. — Permitidme que me extrañe de que hasta ahora no hayáis caído en ello, — replicó á su vez la aludida. — ¡Ah! Pues es verdad lo que decís. —Ha llegado; sin embargo, la hora de que cese esta extrañeza que os causo, mi buen amigo: en dos palabras vais á enteraros de mi si- tuación: si llega el Consejo de los Diez á averiguar dónde estoy, podéis darme por muerta. — ¿Qué decís? — repuso el Vicentino. — Ni más ni menos; es seguro que los esbirros del Consejo me an- dan buscando para ponerme á la sombra en los Posos, con un buen cordel de cáñamo anudado al cuello... — ¡Horror!— exclamó el Vicentino. — Pero, ¿con esa sangre fría lo decís? —¿Qué sacaría con perder la cabeza cuando más necesidad tengo de conservarla bien serena? Lo que os he dicho es la verdad: mi vida peligra en Venecia y he de escoger entre quedarme aquí y estar de continuo bajo la amenaza de una delación ó bien huir y verme libre. — ¡Huyamos, pues! — exclamó con vehemencia el Vicentino. tumo n 6 42 LA MASCARA DE BRONCE —¿Huyamos, habéis dicho? — replicó la Michelotta sin ocultar su alegría. —¿Pues qué había de decir? — ¿Luego si huyo, vendréis vos conmigo? — A menos que no queráis que muera lejos de vuestro lado. — ¡Oh, gracias, gracias!— exclamó la mujer. — Cuando queráis, — dijo el Vicentino. — Esta noche. — En buen hora. — Id por el cuadro. Os esperaré en el muelle de los Esclavones, frente al palacio Mocenigo. — Salgamos, pues. La pareja se retiró y atravesando los canales por los puentes llega- ron hasta la plaza donde estaba la Hostería del Bucentauro. —Al momento estoy con vos, — exclamó el pintor. VIII Michelotta se dirigió al punto convenido y al cabo de media hora vió venir hacia ella á su enamorado llevando un gran rollo. —Ya nada me retiene en Venecia, — exclamó. — Seguidme, pues, — contestó la Michelotta. Y andando algunos centenares de pasos, detuviéronse junto á una gabarra. — Entremos, — dijo la Michelotta. El pintor obedeció y con sorpresa suya vió que la Michelotta era re cibida con los mayores extremos de respeto por el patrón. — ¡Oh, lustrísima madona! — exclamó el buen marino. — ¿Cuando partís?— repuso la Michelotta. — Mañana al amanecer. —¿Para Chioggia? — Si vuestra lustrísima no dispone otra cosa, para Chioggia, si. — Me haríais un gran favor prolongando un poco más la nave- gación. LA MASCARA DE BRONCE 43 -¿Eh? — Si; embarcando algunas provisiones más podríamos ir un poquito más lejos y nada perderíais con el cambio. Con avisar allí estáis listo. — Es verdad, pero decidme: ¿Dónde quisiérais vos que yo os lle- vase? — Sencillamente, á Rímini. El patrón se rascó la cabeza y dijo: — Por vos lo haré, madona, pero á la verdad dudo que lo hiciese por nadie más. — Gracias, Lunardo. — No, no tenéis que darlas sin embargo. Sé cuánto os quiere Lu- cietta y cuanto la queréis también á ella. — No os engañáis. Conque ¿partiremos mañana para Rímini? — Partiremos. — Bueno. Y ahora, supongo que teniendo que salir para ir en busca de nuevas provisiones, no os será muy molesto pasar por casa de vuestra hermana. —Al contrario. — Decidle, pues, que me excuse y haga lo mismo con Cósima por no haberme despedido, ya le diréis para dónde. — Perded cuidado, que así se lo diré. ¿Se os ofrece algo más? —No, Lunardo. — Entonces, voy por lo que falta y de paso dejaré cumplido vuestro encargo. — Id, Lunardo, y sobre todo... — Entiendo, madona. El bravo mozo salió del barco y quedaron solos en la popa la Mi- chelotta y el pintor. — Ya veis, os tengo prisionero, — exclamó la florentina. —No deseaba yo otra cosa, — contestó el artista, — y á fe que podéis estar bien segura de que no intentaré escaparme. — ¿De verdad? — repuso ella. — De verdad, mi dulcísima señora. — Tiempo tenéis para reflexionar sobre lo que os espera. Pensad 44 LA MASCARA DE BRONCE que haciéndoos solidario de mi suerte os tocará experimentar, quizás, más amargas horas que las que hasta el presente hayáis pasado... — Callad, callad, por Dios, — exclamó él. — ¿Puede caberme mayor fe- licidad que la de participar de vuestra suerte, así en los buenos como en los malos trances? ¿Qué me importa á mí la vida si no estáis vos? ¿Qué me importan á mí todas las amarguras, qué me importan todos los dolores, si os tengo á mi lado? Decidme que os deje y os juro que al instante os obedeceré, pero no será para poner de nuevo mi planta en tierra firme sino para arrojarme al agua. — ¡Jesús! — exclamó riendo la Michelotta. — En manera alguna pue- do consentir que toméis un baño semejante con este frío que hace. — ¿Es decir, que me aceptáis por vuestro amigo inseparable? — Si os avenís á ello .. — ¿Pues no me he de avenir? No pudiendo aspirar al honor de ser vuestro marido... — ¡Ah! ¿Y por qué no? —Porque vos no querríais. — ¿Quién os ha dicho semejante cosa? — Es decir que... — Seguid diciendo. — A la verdad... no me atrevo, Lelia. — Atrevéos, Andrés; no temáis que pueda yo enojarme... — Es decir que si yo os dijese... «Lelia, ¿me queréis por marido?...» vos responderíais... — Respondería... con mil amores, señor Vicentino, y si queréis ca- saros así que lleguemos á Rímini creed que me daréis el mayor pla- cer que hubiera podido ambicionar en este mundo, puesto que soy bastante rica para que no deba interponerse entre nosotros el temor de los cuidados por la existencia. — ¿Estoy loco ó es verdad que habéis dicho que consentiríais en ser mi esposa?— exclamó el artista. — No estáis loco, Vicentino; esto es lo que acabo de deciros: que si queréis que nos casemos... — ¡Oh mujer excelsa, divina, incomparable; dulces palabras, tierni- LA MASCARA DE BRONCE 45 simas frases! ¡Mi ambición está cumplida! ¡Oh, Lelia, Dios os bendiga! Y diciendo esto cogió las manos de la hermosa florentina cubrién- dolas de besos, de cuyo grato placer vino á privarle el patrón Lunardo que acababa de regresar de vuelta ya á su tartana. — Hasta mañana no saldremos, — dijo el buen chiozzotto; — por lo tanto, si queréis pasar la noche al abrigo de la intemperie, bajad á mi camarote y allí podréis estar, si estrechos, cuando menos resguarda- dos del frío. —No hay inconveniente alguno por mi parte, — dijo la Michelotta. — Confío en vuestra lealtad, amigo. —Hacéis bien en confiar, Lelia — repuso elVicentino. — Tened enten- dido que sois mi dueño y yo vuestro esclavo, hasta el día feliz en que podamos llamarnos marido y mujer. — Gracias, Andrés, — repuso la florentina. — Vuestro corazón es digno de vuestro gran talento. Bajaron los novios al camarote y Lunardo se echó á dormir junto al timón, murmurando: —¡Diablo con la Michelotta! ¡Conócese que el capitán la dejó rica! CAPITULO III Cósima Mientras esto ocurría á bordo de la tartana de Lunardo, hallábanse Cósima y Montanchez muy ajenos de pensar en la Michelotta, ni en lo que pudiera ésta hacer ó proyectar. Al quedar á solas habíanse sentido ambos extrañamente turbados, pero si sus labios permanecieron mudos por algún tiempo, no así sus ojos que expresaban con harta elocuencia lo que sus corazones expe- rimentaban. Por fin rompió el silencio el conde de Valroger y con grave ento- nación, dijo: — Cósima, creo que la lealtad de que podemos blasonar los dos nos obliga á que hablemos ya sin ocultar lo que sentimos. Tenéis en mí un hombre que por su desgracia posee larga experiencia de la vida... Pasada ya la edad de las ilusiones y de las risueñas esperanzas he llegado á la época en que la razón se impone al sentimiento; mas no ahogándolo, sino antes bien prestándole mayor fuerza. Lo que yo sien- 48 LA MASCARA DE BRONCE to ahora no se borrará ya hasta la muerte; es el amor sereno y hondo del hombre en su madurez, no la viva llama de la juventud. ¿A qué decirlo si debéis haberlo comprendido bien claramente? Os amo, Cósi- ma... Mas no creáis que venga yoá reclamaros que participéis respec- to á mí de igual manera de sentir... Hombre soy para ahogar en silencio mi dolor y bastante desinteresado para besar la misma noble mano que no quiera unirse á la mía ante el altar. —Yo también os quiero, Montanchez, — repitió Cósima mirándole con sus claros ojos, serena y dulcemente. — ¿A qué negároslo? Nunca he amado á nadie del modo que os amo á vos. Si queréis hacerme vues- tra esposa, vuestra es mi mano, la mano de una mujer digna de vos si no por lo que vale como bella y rica por lo leal y... ¡enamorada! — Tarde ha llegado para mí la felicidad, — exclamó Montanchez, — pero tan grande que nunca me atreviera á soñarla tan cumplida. — Ciertamente que dais á mi amor mayor estimación de la que me- rece,— repuso Cósima. — Desde que os vi pude apreciar lo que valíais; adiviné los tesoros de ternura que bajo vuestro severo aspecto ence- rrabais en el corazón y os juzgué amargado por profunde, por terri- ble, cuanto secreto dolor. Empero tal era vuestro temple, que nada de- jabais traslucir, y debí guardar para mí sola el ansia que sentía yo por murmurar á vuestro oído una palabra de consuelo. Soy bastante due- ña de mis sentimientos para hacer que mi pecho obedezca lo que le dicta mi cabeza y no pasó más allá del carácter de simpatía el afecto que me inspirasteis, simpatía próxima á convertirse en amor á la menor insinuación por vuestra parte. Ha llegado el momento en que he podido experimentar el dulce sentimiento que también vos sentís, y os doy las gracias por haber hecho que pueda morir habiéndolo co- nocido. — ¿Cómo corresponder á vuestra franca manifestación, Cósima mía? También yo sentí por vos eso mismo que decís, pero no me creí mere- cedor de que me amaseis. Admiraba vuestra energía, vuestra bondad, vuestro noble comportamiento con don Rodrigo... Gracias á vos es ya feliz; vos le retuvisteis en el camino de la desesperación... ¡A él y á todos los que con él íbamos! No quise distraeros de vuestra providen- LA MASCARA DE BRONCE 49 cial misión en la Galera Negra y cuando desembarcamos no me fal- taron graves cuidados que ocupasen mi atención de todo punto... ¡Cuántas veces pensé en vos en mi retiro de Génova! ¡Cuántas otras en Lepanto y de vuelta á mi casa! Mas al llegar de nuevo á Venecia, al veros otra vez, sin duda que el mal reprimido amor no cupo ya en mi pecho y ha desbordado ahora á mis labios... ¡Feliz instante, sin em- bargo, aquel en que os he revelado mi afecto! ¡Aún podemos ser feli- ces!... ¡Inmensamente felices! — Bien lo merecéis Montanchez. Impreso lleváis en vuestro rostro el sello del sufrimiento. ¡Puédalo yo borrar y hacer que refleje en vuestra faz la más venturosa dicha! — ¿Cómo no sería así? — repuso Montanchez. — Pero un sueño ha de parecerme conocer al fin lo que es la felicidad de sentirse amado por una mujer como vos... — Pues aún no sabéis hasta qué punto os amo yo, Montanchez. — Nadie puede amar como vos; bien lo conozco, puesto que nadie os iguala en la lealtad. Una hija tengo, de alguna menor edad que vos, Cósima, y sin embargo, ved que más fiara yo en vos que en ella misma... Tanta es la veneración que os profeso. — No es por eso por lo que os amo yo hasta el extremo que os he dicho, Montanchez, sino por otra causa, por vos mismo, no por mí. —¿Por mí? —Si; hora es ya de que os lo diga. ¿Cómo corresponder á vuestra noble, á vuestra santa confianza en mi honradez, en mi virtud, ha- biéndome visto inseparable compañera de don Rodrigo? Nunca podré pagaros vuestra ciega fe en mi honor á pesar de lo que podían hacer creer las apariencias. Fué menester que ocurriera esto en un barco de corsarios para que se me respetara y se me hiciera justicia. ¿Qué hu- biera dicho el mundo miserable á verme en compañía de don Rodrigo en plena Venecia, entre la muchedumbre? — ¡Qué decís, Cósima! ¿Dudar nadie de vos, de vuestra pureza in- maculada, de vuestra castidad de santa? ¡Imposible! Ni á bordo ni en tierra se hubiera atrevido nadie á mancharos siquiera con el pensa- miento. tomo u 7 50 LA MASCARA DE BRONCE — ¡Ah! ¡Pensáis que todos son tan nobles como vos, Montanchez! Lánzase el mundo con apetito de ñera tras de destrozar reputaciones... No hubo á bordo quien murmurara de mí; hubiéralo habido sobrada- mente en tierra. Por lo mismo, no podéis figuraros el agradecimiento que sentí por todos y más que por nadie por vos. Quien no dudó de mí, bien merece que yo no dude de él; quien me amó sin preguntarme nada, bien es digno de que le ame también yo sin preguntarle nada tampoco. Bien me conocéis; disponed de mí y os seguiré á donde me indiquéis, sumisa como la esclava á su señor. — ¡Ah! ¡Nunca mi esclava, Cósima! No, no mi esclava, sino mi se- ñora, mi reina. En tan graves términos fué prolongándose la conversación, retirán- dose por fin Montanchez más prendado que nunca de la bella y discre- ta Cósima y quedando ésta de cada vez más cautivada por la varonil apostura y decidido carácter del antiguo teniente de la Galera Negra. II Transcurrió un mes, durante cuyo tiempo pasaron los dos enamora- dos largas horas forjándose los más risueños planes para el porvenir. Habían regresado ya Bandello y Leonelo y enterado el buen Mateo de la demanda de Montanchez para que le concediese la mano de su hija, sintióse tiernamente conmovido accediendo al momento á la que consideraba honrorísima propuesta. Decidióse que se efectuaría la boda al par de la de Leonelo y Luciet- ta, y que luégo irían todos á residir en Génova, donde tenía su casa Montanchez, — casa con honores de palacio. Hiciéronse, pues, con gran priesa los preparativos para ambos ca- samientos, mostrándose Cósima bajo un aspecto gracioso y animado que no la conocía el conde de Valroger y que acabó, de enloquecerle. Victoria y Amparo tenían ya noticia del proyectado enlace de Mon- tanchez y esperaban con ansia la llegada de los novios. Victoria sentía por Cósima la más viva simpatía desde que había tenido ocasión de tratarla en su casa de Florencia cuando las heridas de don Rodrigo y LA MASCARA DE BRONCE 51 de Riccioli y comprendía que ninguna mujer mejor que ella podía la- brar la felicidad de su hermano tan desgraciado én su primer amor. Por fin quedó fijado el plazo en que se efectuaría la doble boda; el dos de Junio. III La víspera de aquel día tan ansiado por aquellos nobles corazones, dirigíase por la noche Montanchez como de costumbre á la plaza de San Benedetto donde vivía Cósima, cuando se vió de pronto rodeado por seis hombres que asestándole las espadas le intimaron á que se diese preso. Era en vano intentar romper aquel círculo de hierro y en su vista manifestó Montanchez que estaba pronto á seguirles. Atáronle al momento y condujéronle á una góndola, donde entraron con él los seis esbirros, no tardando en detenerse la barca ante la Puer- ta del Agua del Palacio Ducal. El desgraciado preso fué encerrado enseguida en un calabozo, don- de debía esperar ser llamado á juicio. Montanchez, sereno siempre, como hombre que jamás pudo cono- cer lo que fuesen el temor ni la zozobra, esperaba con ánimo tranquilo el momento de comparecer ante el tribunal, orgulloso en demasía para que los espías que no dudaba que aún entonces le estaban vigilando, pudiesen sorprender en su rostro la menor emoción. Pero si Montanchez tenía suficiente fuerza de voluntad para domi- nar sus emociones, no por eso dejaba de sentirse dolorosamente ator- mentado por el recuerdo de Cósima y por la idea de que un momento había bastado para trocar en horrible desventura la felicidad que am- bos se prometían. Sólo le alentaba la convicción de que la joven sabría resistir el rudo golpe como lo resistía él; no era ella la débil hembra que abate el más ligero infortunio sino la mujer fuerte, capaz de resis- tir los más terribles sinsabores y contratiempos. Mas asaltóle luégo un pensamiento horrible... ¡Si Cósima hubiese sido sorprendida también y arrojada á los calabozos del siniestro tri- 52 LA MASCARA DE BRONCE bunal! ¡Ah! ¡Entonces sí que iba á faltarle el ánimo, entonces sí que no podría resistir él tanta desdicha! ¿Y cómo saber lo que había sido de ella? A hallarse en Venecia don Rodrigo podía contar con su poderoso concurso... Pero, ¡quién sabe donde se hallaría á la sazón! Ninguna noticia había recibido de la feliz pareja... Ni estaba tampoco la Michelotta, tan fértil en ingeniosos re- cursos, tan inteligente auxiliar... Había que permanecer en cruel incertidumbre largo tiempo, y en- tretanto, ahogar aquellos punzantes dolorosísimos gemidos que pug- naban por escaparse de su pecho al pensar si Gósima se hallaría ahe- rrojada como él dentro los muros de aquel palacio semejante á una tumba ataviada con falaces maravillas, asiento de la tiranía más des- pótica y de las injusticias más horrendas. IV Por dicha, Cósima estaba libre. La pobre desposada, sintióse presa de mortal congoja al ver que Montanchez no comparecía á la hora indicada, y sin vacilar un punto, acertó al momento en la causa de aquella ausencia. La joven pensó en quien podría ser el delator, y después de algunos momentos de reflexión creyó que el golpe debía venir de la condesa de Belfiore, irritada por la libertad dada á Blanca con el concurso del bra- vo teniente de don Rodrigo. Por más que Montanchez no se dejaba ver nunca á la claridad del día, saliendo tan solamente cuando la ciudad quedaba envuelta en las sombras de la noche, los esbirros de la condesa, hábiles y numerosos, habrían conseguido adivinar sus pasos y sorprenderle al fin. Pero sintió entonces helársele la sangre... ¡Si viniesen también á prenderla á ella! Entonces, ¿quién quedaría para intentar, cuando me- nos, la libertad del conde de Valroger? Este temor hizo que la joven se apresurara á manifestar sus sospe- chas á su viejo padre, induciéndole á ponerse ambos en salvo, como lo hicieron sin pérdida de tiempo, llevándose cantidad de dinero y joyas que tenían. LA MASCARA DE BRONCE 53 Resolución bien acertada, pues habiendo salido por la Puerta del Agua de una casa inmediata con la cual se comunicaba la suya secre- tamente, oyeron como en el portal de la plaza descargaban fuertes al- dabonazos, siendo asi que Montanchez llamaba de otra manera apre- tando un resorte que hacía sonar una campanilla. La sospecha de que los que llamaban eran esbirros quedó confir- mada cuando al doblar un canalizo pudieron ver desde la góndola un grupo de hombres que forcejeaban por echar la puerta abajo. Padre é hija se trasladaron á casa de Lucietta donde á la sazón se hallaba Leonelo, mas no creyéndose todavía en seguridad allí, refugió- se Cósiraa en la de Grazzia Pergalozzi, la gentil espadera de la calle de la Frezzaria, amiga de la novia de Leonelo como lo era de Orsetta, la prometida de Saravia. Gozaba la familia de Pergalozzi de excelente reputación en el Tribu, nal de los Diez, por ser su padre uno de los más adictos al partido do- minante y estar reconocido como uno de los artífices que más alto man- tenían el nombre de Venecia en la fabricación de armas, artículo im- portante del comercio de la Serenísima República. — ¡Grazzietta! — exclamó Cósima abrazándose á la joven, así que ésta le hubo franqueado la entrada. — ¡Oh, qué infortunio pesa sobre nosotros! — Cósima, ¿qué ocurre? — repuso con el más cariñoso interés la her- mosa niña. — Nos persiguen... Estábamos en casa de Lucietta, y por indicación suya hemos venido á refugiarnos aquí... ¿Tú nos recogerás, verdad? — ¿Qué duda tiene? Por todo el tiempo que queráis. — ¡Qué buena eres, Grazzietta! ¡Ah! ¡No permitirá Dios que dure demasiado tiempo nuestra desdichada situación! —Mas, sí... precisamente.., ¿no debíais casaros mañana tú y Lu- cietta?... ¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia tan grande entonces debe ha- beros ocurrido! —Mira si lo es... ¡Mi prometido se halla sepultado á estas horas en un calabozo del Tribunal de los Diez! — ¡Horror! 54 LA MASCARA DE BRONCE — Precisa, pues, que ya que estoy libre intente todos los medios humanos para salvarle... Y tú podrás ayudarme, Grazzieta... ¡Sí, ayú- dame! — Dispon de mí, Cósima. — Necesito saber si vive aún mi amado; qué peligros corre; de qué se le acusa; tú puedes ir y volver á todas horas al Palacio sin que cause extrañeza tu presencia... Ve, pues, asi que rompa el día y tráeme noticias suyas... — Sabía que te casabas, pero ignoraba el nombre de tu novio. ¿Cómo se llama? — Salvador Montanchez. Era el teniente de don Rodrigo, el protec- tor más decidido de Saravia, el novio de Orsetta. — Iré al Palacio ducal así que amanezca, y estoy segura de que podré traerte las noticias que deseas. ¡Oh, sí! Yo lograré averiguarlo. Mira... ¡Una idea se me ocurre! Dame un objeto tuyo cualquiera... Tu pañuelo; tiene bordadas tus iniciales. — El cielo me habrá traído á tu lado, Grazzietta, — repuso Cósima besando á la niña y entregándole el objeto pedido. — ¡Pero qué desgracia esa, Santísima Madona, qué desgracia! — siguió diciendo la espadera. — Sin igual para mí, mi buena Grazzietta. Yo no podré sobrevivir á mi dolor si muere mi esposo bien amado. — No morirá... Le salvaremos, Cósima... Ten valor... — ¡Valor! Téngolo para todo, Grazzietta; lo único que me abandona es la confianza... ¡A. y de mí! La bella niña trató de calmar con tranquilizadoras esperanzas la desesperación de Cósima, impaciente porque llegase la hora de saber á qué atenerse sobre la suerte de Montanchez. V Lució por fin la claridad del día y Grazzietta, fresca y sonriente como la misma aurora, dirigióse al Palacio ducal pretextando traer un recado de su padre para el comandante de la guardia interior. LA MASCARA DE BRONCE 55 Tratábase de un arma preciosa destinada á ser regalada al Gran Sultán, como prueba de los buenos términos en que debían estar en lo sucesivo la Sublime Puerta y la Serenísima República, y nadie mejor que el experto guerrero encargado aquel día déla custodia del Palacio, para allanar ciertas dudas de Marino Pergalozzi sobre algunos deta- lles de la fabricación. Era el digno comandante un rudo alemán, luterano al servicio de la república desde hacía largos años, pero á quien la edad no había logrado entibiar la afición que siempre había profesado al juego, á las mujeres y al vino, tradición de lansquenete que Guarnerio Stembach conservaba religiosamente. No fué, pues, poco el contento que recibió al ver aparecer tan de mañana á Grazzietta en el cuarto de banderas donde había pasado la más funesta noche que recordara desde hacía meses; funesta en el sentido de haber perdido el buen hombre unos cuantos centenares de cequíes, honradamente ganados en anteriores partidos de min- chiate. Pensó, pues, el digno comandante Stembach, que ya que tan esqui- va se había mostrado con él aquella noche la tornadiza fortuna, iba la diosa de Giterea á recompensarle con creces de su mal aventurada suerte en la baraja, y poseído de la mayor confianza en la amorosa coyuntura que se le entraba por las puertas, exclamó: — ¡Oh, incomparable ventura! ¿A qué debo la dicha incomparable de que tan temprano venga á visitarme la radiante hermosura á cuyos piés cae Venecia rendida de pasmosa admiración? — Es excesiva vuestra galantería, señor comandante, — repuso Graz- zietta.— Mi venida no tiene por qué infundiros ninguna admiración, pues se trata sencillamente de un recado de mi padre. — Recado interesantísimo para mí desde el momento que me ha proporcionado el sin igual placer de veros. — Gracias, señor comandante. No se dirá que se limitan á ser vale- rosos en el combate los militares de la Serenísima República, pues por mucho que sea su valor, áun le aventaja su lisonjera cortesía. Venía, pues, señor Guarnerio, á preguntaros vuestro parecer tan autorizado 56 LA MASCARA DE BRONCE respecto á la forma que debe darse á la empuñadura del alfange desti- nado al Gran Sultán Selím, ya sabéis... — Marino Pergalozzi me honra demasiado acordándose de mí para que le aconseje en lo que él es maestro consumado. — ¡Oh! Nada de eso. Decidme, pues, ¿paréceos que dicha empuña- dura fuese de garabato ó bien en forma de media luna? ¡Oh, eso es muy importante! — Creo que en atención á la persona á quien va destinada la joya, será una delicada atención darle la forma de la luna en su cuarto cre- ciente... ¡Nada más turco que una media luna' — Sin embargo, la obra tendría, ,dando á la empuñadura la forma de garabato, el carácter del donador... En ninguna parte como aquí se fabrican mejores empuñaduras de tal género... — A la verdad, me habéis dejado convencido... Sí; indudablemente valdrá más darle la forma que decís; yo de Marino Pergalozzi la ador- naría con incrustaciones de oro... Nada mejor que las incrustaciones de oro sobre hierro... Pero le pondría además una media luna de es- meraldas, porque ya veis, es imprescindible que haya una medialuna. — Gracias por vuestros buenos consejos, señor comandante... Es acertadísimo lo que me habéis hecho notar... Y ahora, con permiso vuestro, voy corriendo á participarle á mi padre vuestra opinión, que espera impaciente... — ¡Cómo! ¿Os vais ya, Grazzietta? — ¡Pues! ¿Qué queréis que haga yo aquí? — Tener compasión de mí, hacerme compañía por un momento más, mientras llega la hora del relevo. — En fin, tanto os empeñáis, que sería grosera descortesía no acce- der á vuestro deseo, por mal gusto que demuestre en vos apetecer la conversación de una tan ruda artesana como yo.., — ¡Vos una ruda artesana! ¡Mil rayos! No digáis más eso... Sois la perla de Venecia... — ¡Bah! ¿Quién hace caso de mí? — Ciego será quién no se rinda de amor ante vuestros ojos... ¡Sí; fa- mosos ojos tenéis, Grazzietta! LA MASCARA DE BRONCE 57 — ¡Mis ojos! ¡Ah! No sabéis que dolorosos recuerdos hacen acudir á mi mente estas palabras. — ¿Sí? ¿Pues cómo? — Es una historia ya antigua... Un miserable que me engañó... ¡In- fame! — Podéis disponer de mi brazo para castigarle, Grazzietta. ¿Quién es ese hombre? — No lo sabia cuando me hizo servir de instrumento para sus mal- vados planes, pero súpelo después. Cierto sacrilego apóstata, un fraile que huyó del convento de San Donato de Murano después de robar los objetos sagrados de más valor... — ¡Ah! ¡Ya sé! ¡Frá Ridolfo! — Justamente. Ese mismo. ¿Conoceisle? — No le conozco sino de oídas, aunque bien hubiera podido verle cuando estuvo á bordo de nuestra galera á desafiar al pobre Riccioli de parte del infame Máscara de Bronce. — No sabía eso... ¡Qué descaro! — Sí, mucho descaro se necesita para ello. Verdad es que el Másca- ra nos salvó de caer prisioneros de los turcos, pero en fin, esto no le autorizaba para mandarle un cartel de desafío á nuestro comandante. — Pues creed se me extraña eso que decís, porque en la época de que os hablo aparecían mortales enemigos frá Ridolfo y el famoso corsario de la Galera Negra. — Haríanse amigos después... Tal para cual, Grazzietta; pero no tengáis cuidado que todos habrán de llevar su merecido... Por de pronto tenemos ya en nuestro poder nada menos que al segundo del pirata. — ¿Al segundo? — Ni más ni menos, pero os digo eso en la mayor confianza ¿enten- déis? Y sólo porque sé ha de ocasionaros la natural alegría, dada la in- quina que le tenéis al otro, al fraile. — Naturalmente que me alegro. ¿Conque, le tenéis preso? — Desde hace pocas horas; es un gran servicio que nos ha prestado una de las principales damas de Venecia. tomo n 8 58 LA MASCARA DE BRONCE — ¡Excelente señora! ¡Pero qué horrible catadura debe tener ese hombre! — Pues no; lo que es por la facha nadie diria se tratase de un tan temible criminal. — ¿Por supuesto, que le ajusticiarán? — ¡Qué duda tiene! Hoy mismo se reunirá el consejo y de seguro que terminado el juicio se le subirá enseguida á los Plomos para espe- rar allí el momento que los señores inquisidores determinen sea el úl- timo de su vida. — ¡A los Plomos! — Sí; la estación está ya muy avanzada. ¡Qué más quisiera un cri- minal que tomar el fresco en los Pozos á mitad de Junio! — ¿Y creéis se le lleve pronto... arriba? — Sin duda que hoy mismo. — Entonces, ya no podré verle alli, y eso que hubiera tenido vivos deseos de conocerle. ¡Me gustan tanto á mí las historias de bandidos! — Hermosa... no se dirá que el comandante Stembach no atiende al más insignificante de vuestros caprichos de mujer... Vais á ver al preso. —¡Jesús! ¿Pero os parece que no me dará miedo? —¿Miedo cuando está cargado de cadenas y con las piernas meti- das en un cepo? — ¡Ah! Entonces no hay cuidado. —Ni que entrarais en el calabozo tampoco; pero no podrá ser y ten- dréis que verle á través de los barrotes de un tragaluz que hay en la mazmorra. —Mejor, mejor, — replicó la niña. —Pues cuando queráis, vamos allá; á las ocho vendrá el relevo y el comandante Malacqua es de lo más cerril que se ve entre la solda- desca. Grazzietta y su acompañante se dirigieron entonces á un sombrío corredor, torcieron por una galería lateral y detuviéronse á mitad del mismo. —Aquí es,— dijo Guarnerio Stembach señalando un tragaluz practi- cado en el suelo. LA MASCARA DE BRONCE 59 —¡Qué oscuro está!— exclamó Grazzietta, mientras se arrodillaba para mirar á través de los espesos barrotes, —Cierto que si,— repuso el amable comandante.— Oscurísimo, pero con todo, puede distinguirse bastante bien al preso. —Sí, — replicó Grazzietta.— Le veo bien... — Si,— replicó Grazzietta.— Le veo bien... El comandante no reparaba, sin embargo, que Grazzietta habia in- troducido el pañuelo de Cósima por entre los barrotes dejándolo caer bonitamente sobre las rodillas del prisionero, que se apoderó al ins- tante de él y lo besaba con frenes!. — Vamos, vamos,— repuso Grazzietta una vez estuvo convencida de que Montanchez había reconocido la procedencia del pañuelo. —¿Qué os ha parecido el pirata?— dijo Guarnerio. 60 LA MASCARA DE BRONCE — No me digáis que ese hombre no inspira profunda aversión,— re- plicó la niña. — ¡Qué cara tiene! ¡Parece un demonio!... — No tanto, no tanto bella niña, — contestó Guarnerio. — Antes bien es guapo... — ¡Vaya! No os hagáis tan poco favor, señor comandante... Valéis vos mucho más... —¿Yo? ¿Os parece? — Pues que duda tiene... pero, ahora si que no puedo ya detenerme más... ¡Cómo me va á reñir mi padre por la tardanza! Verdad es que cuando le comunique vuestro oportunísimo consejo sobre lo de la em- puñadura, se le pasará el enojo. — De todas maneras, no podéis figuraros cuanto siento que os mar- chéis tan pronto... — ¿Qué más da?... Además, no está tan lejos mi casa que no podáis pasaros por la tienda siempre que os dignéis querer honrarla con vuestra simpática presencia... — ¡Oh, mil gracias! — Creed que os apreciaré mucho la visita. — Pues en tal caso y previo vuestro consentimiento para que pueda traspasar los umbrales de aquel alcázar de la hermosura triunfante y sin igual, me permitiré alguna vez venir á dar un poco de alegría á mis ojos concediéndoles la dicha de miraros... — Sin cumplidos, comandante, sin cumplidos. Siempre seréis reci- bido allí como se merece un tan bizarro y perfecto caballero. El pobre comandante, alborozado con la envidiable invitación he- cha por Grazzietta, acompañóla hasta la escalera de los Gigantes, lamentándose de que el reglamento no le permitiese tocar á la gentil armera la marcha reservada solamente para el Dux. VI Grazzietta regresó precipitadamente á su casa á fin de comunicará Cósima el resultado de sus pasos. A pesar de las terribles noticias que traía la joven, experimentó LA MASCARA DE BRONCE 61 Cósima como cierto doloroso consuelo al saber fijamente el paradero de Montanchez, sobre todo por la seguridad que podía tener éste de qué ella estaba libre. Lo que la sumió, sin embargo, en honda desesperación, fué el pen- sar que quizás dentro pocas horas sería conducido Montanchez á los horribles Plomos, á aquellos calabozos que la sabia crueldad del Tribunal había mandado construir en las buhardas del Palacio, bají- simos de ¡techo y cubiertos con planchas de plomo que calentándose á los ardientes rayos del sol del verano convertían aquel lugar en un infierno donde perecían asfixiados y abrasados muchos de los que aguardaban allí la muerte por estrangulación. La diabólica ferocidad del tribunal de los Diez, había inventado, en efecto, el más espantoso refinamiento de tortura para los desdichados condenados á muerte, únicos que eran encerrados en los Posos y en los Plomos. Aquellos infelices permanecían sentados mediante las liga- duras con que les sujetaban y tenían pasado al cuello un cordel cuyos dos extremos salían por otros tantos agujeros á un corredor in- mediato, atados á un torniquete. De esta manera el reo traía siempre puesto su dogal, ignorando la hora en que el inquisidor haría seña al verdugo para dar vuelta al torniquete. Sucedió que á veces pasó un reo cerca de un año esperando el fatal instante, sorprendiendo á otros la muerte mientras dormían ó rezaban ó llevaban á su boca el co- rrompido alimento con que se les sostenía aquella vida de espantoso suplicio. Podía librarse un preso, aunque pocas veces sucedía, que yaciese en los calabozos ordinarios, pero ¿cómo escapar de los Plomos? Sólo un milagro divino podía conseguirlo, y Cósima, por creyente que fue- se, no esperaba semejante intervención. ¿Á quién acudir en el tremendo trance? ¿Cómo librar al idolatrado amante del martirio horrendo que le preparaban? Las fuerzas abandonaban á la desdichada joven, pero de pronto, rehaciéndose, exclamó: — ¡Yo le salvaré ó moriremos juntos! 62 LA MASCARA DE BRONCE VII Recatándose de la gente y cubierta con un espeso manto encami- nóse al momento Cósima en busca de la Canocchia, la nodriza de Blanca Alviano, quien no pudo disimular su sorpresa al recibir la inesperada visita de la joven. — ¡Vos aquí! — exclamó. — Si... Decidme: ¿Sabéis dónde se halla á estas horas don Rodrigo? — Muy lejos de Venecia... En España, con madona Bianca. — ¡En España' — En Valencia. ¿Queríais algo de él? — Cierto que si; pero no habría ya tiempo. Adiós. — ¿Os vais ya? Permitidme que os suplique me enteréis de lo que ocurre, si es que puedo saberlo. — No hay inconveniente: se halla en los Plomos su mejor amigo; el hombre á quien más debe. — Entonces será el teniente Montanchez. — El mismo. ¿Conoceisle? — No personalmente, pero sé lo mucho que le apreciaba madona Bianca. ¡Oh, qué disgusto recibiría si llegase á saberlo! — Sabrálo seguramente, cuando ya habrá dejado de existir aquel su desgraciado amigo. — ¡Desgracia grande, ciertamente! — Adiós, adiós, Canocchia. — Pero señora... no vayáis tan aprisa... — Urgeme el tiempo... Ya veis que no hay momento que perder... Excuso recomendaros el mayor secreto respecto á mi visita... — Oh, no habléis de esto por Dios... Soy callada como la que más... Pues como os decía... — Hablad, pronto... ¿Qué tenéis que decirme? — Proponeros un medio... Yo tengo mucha confianza en la señora condesa de Belfiore. — ¡Ah! LA MASCARA DE BRONCE 63 — Y estoy segura de que la señora condesa se interesaría mucho por la suerte del amigo de don Rodrigo si yo le hablara en este sentido, aunque á primera vista pueda pareceros imposible que una pobre mu- jer como yo sea capaz de ejercer tanta influencia en el ánimo de la señora condesa. — ¡Oh, no, por Dios no le habléis de eso á la señora condesa!... No; en manera alguna... — Como queráis, pero cuando una habla, sabe por lo que habla. —No os comprendo... — Cuando tanto influencia ejerzo en el ánimo de la señora", no será sin duda por mi buena cara, sino por algún favor que deberá agrade- cerme... — ¡Ah! — Ya veis, pues, si tengo motivos para jactarme de ejercer algún poder sobre la voluntad de donna Clorinda. — Con todo, os repito que nada le habléis á la condesa... ¿La veis á menudo? Sonrióse la Canocchia con aire malicioso, y repuso: — ¡Ya lo creo! —¿Sí? — Y áun vos misma podríais verla tanto como yo si en vez de venir á esta hora os presentaseis á las nueve de la noche, cada día. — Extraño es lo que decís. — ¿No habéis comprendido todavía? — Os juro que no. La Canocchia, bajando la voz exclamó: — Si la condesa viene aquí cada noche será porque habrá aquí cierta persona que la espera... — ¡Ah! —Pues ya veis... ¿Insistís, pues, todavía en que no le diganada? — Sí; insisto,— respondió vivamente Cósima. — Entonces no fiáis todavía en mi influencia por más que la señora condesa me deba la ocasión de poder pasar las más alegres horas en compañía de su amante, sin el menor interés por mi parte, podéis 64 LA MASCARA DE BRONCE creerlo, pues no se dirá nunca que la Canocchia favorezca por dinero á los enamorados, sino por pura bondad de corazón... Ya veis... es tan sensible que una mujer joven y bella como donna Clorinda tenga que pasar la vida al lado de aquel viejo... — Sí... Muy sensible ciertamente... ¡Feliz condesa!... ¿Conque aquí vienen cada noche? — A las nueve. Creedme, Cósima... Por lo mucho que madona Bianca sé que quería al señor Montanchez y por lo muy amiga que erais vos de mi ama á quien en tanta manera contribuísteis á libertar de las garras de los inquisidores, os aconsejo que acudáis á donna Clorinda... — No... ¡Juradme que nada le diréis! — No es preciso que para tan poca cosa haga yo juramentos de nin- guna especie. Peor para vos, si os obstináis en desechar el único medio que vislumbro para alcanzarla libertad del que tanto parece interesaros. —Os doy gracias por vuestro interés, pero os repito que no puedo apelar al medio que me proponéis por razones que os diré otro día... — ¿Conque volveréis? — Sí; mientras no sea molestaros... — En manera alguna. — Ya veis cuán diferente es la suerte de las personas... ¡Yo tan des- graciada y tan dichosa la condesa!... Y ese amante que tiene ahora, ¿es bello, gentil, noble?... — ¡Hasta lo increíble!... No se ha visto más arrogante figura en la ciudad desde que falta de ella don Rodrigo... — ¡Una idea! ¿Quién sabe si así como no puedo dirigirme á donna Clorinda, me sería fácil acudir con mi ruego al caballero que decís? — Puede que sí; tenéis razón. El es poderoso, rico, influyente, y no dudo que si se le acercara una joven como vos... — Sí, sí... ¿Hay inconveniente en que pueda yo saber su nombre? — No debe haber secretos entre nosotras, Cósima... El amante de donna Clorinda es nada menos que messire Ludovico Strozzi; el más poderoso de los senadores del Gran Consejo. LA MASCARA DE BRONCE 65 — Gracias por vuestra amable condescendencia, Canocchia... Pero no decido nada todavía... Guardad el secreto y mañana os traeré una contestación definitiva sobre si hay que hablarle ó no á messire Lu- dovico. — No haré nada esperando vuestras órdenes, Cósima. Podéis estar segura de ello. Despidióse Cósima de la parlanchína gondolera y partió apresurada- mente á casa de Orsetta, donde pensaba encontrar á Leonelo. VIII Era mediodía. Leonelo se hallaba en efecto en casa de Lucietta, presa todos los moradores de la misma de la más cruel ansiedad por la suerte de la joven, aunque, sobre todo, por la de Montanchez. — ¡Hija mía!— exclamó Bandello al recibir la inesperada visita de Cósima... — ¿Mas, no temes exponerte en demasía dejándote ver á tales horas por las calles de Venecia? — Nada temo, — respondió ella con resolución. — El manto impide que puedan reconocerme. Mas, ¡qué me importa todo! ¡Ay de mí! —Habla, hija mía... Leo en tu semblante las más funestas nuevas. —¡Funestas, sí! ¡Horribles! — murmuró la joven, — aunque estoy de- cidida á todo... Sólo una esperanza me resta, pero necesito vuestro au- xilio, entero, incondicional. — Manda y te obedeceremos, — exclamó Leonelo. — Y si mi padre y yo no bastamos, otros hay con quienes podemos contar en absoluto. — ¿Dos hombres más podían ayudarnos? — Sí; Lunardo que llegará esta tarde es uno, — respondió Orsetta. — Todos los marineros de nuestra galera nos ayudarán también, — replicó Leonelo, — pero si con uno basta, sea éste el bravo Giorgio Brunatto, mi camarada fiel. Y ahora, dinos ya Cósima lo que nos toca hacer. —Hay que preparar una emboscada á un poderoso magnate de tomo u 0 66 LA MASCARA DE BRONCE Venecia y tenerle en rehenes para responder con su vida de la de Montanchez. No hay otro remedio. —¿Qué hacerle si no cabe más recurso?— replicó Bandello. —Hay que apostarse en las inmediaciones de la casa donde acude cada noche al dar las nueve. Es una que hay en lo más intrincado del Canarreggio. Nada más fácil que verificar allí una sorpresa. Después, cuando esté ya en nuestro poder el caballero, ya os diré cómo ha de completarse el golpe. — Ciegamente te obedeceremos, hermana mía,— dijo Leonelo. — ¿Supongo que no pensarás en volver á salir ahora? — repuso á su vez Bandello. — Sí; he de salir... Mas precisa pensar también en vosotros y no solamente en mí, — exclamó la joven. — Es fácil que los esbirros del tri- bunal revuelvan todo Venecia para descubrir á los autores del secues- tro... Por lo mismo considero indispensable que busquéis nuevo aloja- miento para esta -misma noche; allí llevaremos al caballero... ¿Sabéis alguna casa á propósito? — Yo la sé, — exclamó Orsetta. — Hay en el sestiere del Caatello una casa donde vive un amigo de Lunardo; es grande, tiene diversas sali- das y su dueño que está ausente dejó aquí la llave. Iremos allá. — Por ahora todo se nos presenta bien á lo que veo, — dijo Cósima. — Esperadme aquí á las ocho de la noche. La joven salió de casa de Lucietta á las tres de la tarde. Era la hora de la siesta y discurrían pocas embarcaciones por los canales, merced á lo cual pudo llegar sin contratiempo alguno á la calle de la Frezzaria. IX Impacientemente esperaba Grazzietta la llegada de su amiga á quien tenía que comunicar nuevas noticias. Había comparecido allí en efecto hacia pocas horas el comandante Guarnerio, que deseoso, según dijo, de tener á Grazzia al corriente de lo que ocurría con el famoso preso por quien tan honda antipatía había LA MASCABA DE BRONCE 67 manifestado aquella mañana, venía á participarla como se había ve- rificado ya el juicio contra él, acusándole de haber atentado á la segu- ridad de la República, libertando con violencia á un preso de Estado y haciendo armas contra los custodios del palacio, en vista de lo cual, se le condenaba á muerte, que debía ser ejecutada en los Plomos. No pudo ocultar Grazzietta la turbación que semejante noticia le produjo, siendo tan visible la palidez de que se cubrió su semblante, que el buen Guarnerio, alarmado por ello, exclamó entre receloso y compadecido: — ¿Cómo es eso, Grazzietta? ¿Tanto os ha impresionado la noticia que os he traído? No creía llegase á tal extremo vuestro interés por el bri- gán te. La joven comprendió que era preciso devolver la confianza al áni- mo del alemán, y así cambiando admirablemente la expresión de su rostro exclamó: —¡Qué ocurrencia! Ciertamente que agradezco mucho vuestra ama- ble solicitud en tenerme al corriente de la suerte del pirata, pero creed que no me ha de quitar ninguna hora de sueño que lo manden á los Plomos ó le suelten. Lo único de que me felicito es de que con tal mo- tivo haya tenido el gusto de ver honrada esta casa con vuestra presen- cia, y no será poco que digamos el que recibirá mi padre... Esperad, voy á avisarle... — ¡Oh, no... no le molestéis por mí... Estará el buen Marino traba- jando ahora... — No importa... Le llamaré... — Vaya, que no... Dejadlo, Grazzietta. —Como gustéis, señor comandante. Temblaba la niña por si de un momento á otro llegaba Cósima, lo cual no hubiera dejado de llamar la atención del mujeriego militar, hasta que por fin no sabiendo ya cómo ahuyentar de la tienda al mos- cón, empeñado en requebrarla, dijo: — Las doce... Con vuestro permiso, comandante, voy á avisar á mi padre... Es ya hora de comer... — ¿A esa hora coméis? — exclamó estupefacto el comandante que no lo hacía hasta las cuatro. 68 LA MASCARA DE BRONCE — Los artesanos como nosotros no pueden tener las mismas horas que los señores,— replicó Grazzietta. No hubo más remedio que dejar á la niña. Retiróse el comandante, algo corrido, pero no pensando por eso dejar de insistir su amorosa con- quista. Por fin, á las cuatro, entró Cósima, á quien enteró su amiga de lo que el comandante la había referido. Cósima escuchó todo lo que Grazzietta la contaba, sin que su rostro mostrara la menor emoción, con sorpresa de la niña que esperaba die- se su amiga las consiguientes muestras de trastorno. — ¿Qué puedo hacer por tí?— exclamó Grazietta viendo que Cósima parecía haber quedado como ensimismada. — Nada ya, mi buena niña,— respondió la joven.— Bastante has he- cho, y por ello te estaré eternamente agradecida. Y ahora, dime una cosa. ¿Has oído tú hablar alguna vez en el palacio de cierto joven caba- llero llamado Ludovico Strozzi? — ¡Ah! ¿Y cómo no? — respondió Grazzietta. — No hay en Venecia más gentil caballero que ese que dices, y al par de esto, más poderoso senador. Dícese si reemplazará al Dux actual cuando haya llegado á la edad que se requiere. — ¿Con qué es muy poderoso? — Hoy por hoy, más que nadie... Aunque, á ser franca, no le quiero yo muy bien. —¿No? ¿Por qué? — Porque ha sido el principal instigador de la paz con el Gran Turco, y á nosotros .. ya ves, nos conviene la guerra como á los abogados que haya pleitos, á los médicos y boticarios que haya enfermos, y á los ta- berneros que haya borrachos... — ¿Y ese caballero, prefirió la paz? — Sí, y en honor á la verdad no porque sea él muy pacífico, sino por hacerse partido entre los burgueses que prefieren poder vender sus géneros que no á medírselas con el poderoso turco como hacen los es- pañoles sin reparar en si les trae ó no les trae cuenta. Los españoles son muy nobles en todo, aunque harto duros. LA MASCARA DE BRONCE 69 — Es verdad, — repuso maquinalmente Cósima. Las dos amigas permanecieron juntas hasta que anocheció, á cuya hora se trasladó Cósima á la casa de Lucietta. X La joven encontró reunidos allí, además de sus antiguos moradores, á Lunardo y Giorgio Brunatto, trasladándose por grupos de dos en dos á la casa del sestiere del Castello, que había indicado la novia de Leo- nelo. Era, en efecto, el tal caserón tal como lo había pintado la joven, no siendo de temer allí ninguna emboscada por las numerosas salidas que tenía á diversas partes. Era además grande y profundo, de sólida cons- trucción; una verdadera guarida. Convínose en que los cuatro hombres y Cósima se hallarían apos- tados en un canalizo desde donde era fácil observar quien entraba en casa de la Canocchia. Daban las nueve cuando se vió aparecer un esquife en el cual iban únicamente un caballero y el nicolotto que bogaba. Rápida como una flecha salióla entonces al paso la góndola en que estaban apostados Cósima y los suyos, y antes de que el caballero pu- diera oponer resistencia, veíase amordazado y fuertemente sujeto por cuatro enmascarados. — Estáis en nuestro poder, Ludovico Strozzi, — exclamó Cósima. — En cuanto á vos, os va la vida en callar, — dijo luégo dirigiéndose al nicolotto. — Dejaréis aquí el esquife y os vendréis con nosotros hasta donde nos parezca bien soltaros. Ahí tenéis cien escudos. No los vale ciertamente vuestro bote. — Ni una sola palabra diré, señora, — exclamó azorado el gondo- lero. — Vosotros tres, — siguió, diciendo Cósima, señalando á Leonelo, Lunardo y Giorgio, — os llevaréis al caballero y al nicolotto; dejaréis á éste donde se os antoje, y aseguraréis bien al otro en casa. Allá iremos enseguida los dos que aquí quedamos. Partid ya. 70 LA MASCARA DE BRONCE Fueron cumplidas estrictamente las órdenes de Cósima. Una vez vió alejarse la góndola que conducía á los prisioneros, dijo la joven á su padre: — Esperad en este esquife. Rápida como una Hecha salióla entonces al paso la góndola en que estaban apostados Cósima y los suyos. . . Acto seguido dirigióse á casa de la Canocchia, llamando quedo á la puerta. — ¿Qué ocurre? — exclamó la buena mujer al recibir tan inesperada visita. — Perdonadme si sin esperar á veros de nuevo me he presentado ya á messire Ludovico... LA MASCARA DE BRONCE 71 — ¡Ah! ¿Le habéis visto? — Sí... hace pocos momentos; en su ésquife acabo de llegar aquí... Díceme que sin pérdida de tiempo tenéis que presentaros en casa de la condesa de Belfiore á fin de prevenirla que no venga esta noche. — ¡Qué no venga! — Creo que el conde ha sospechado algo... vamos... — ¡Jesús! Corramos, corramos, Cósima... La vieja gondolera entró sin recelo alguno en el esquife, no tardan- do, sin embargo, en mostrar su extrañeza al ver que no seguían el camino natural para salir cuanto antes al Gran Canal donde tenía su palacio el conde. — Sería fácil nos topáramos con él, — dijo Cósima. Por fin, al llegar frente á la casa del sestiere del Castello, dijo Cósima: — ¡Abre! Obedeció Bandello y el esquife atracó en el pretil. —¿Cómo? ¿A dónde me lleváis?— exclamó la Canocchia. — A tierra enseguida, — replicó Cósima. — Ningún temor debéis abri- gar. Fiad en mí. — Pero... — Si replicáis será diferente, — exclamó Cósima interrumpiéndola. — A tierra... La Canocchia, temblando, obedeció la orden imperiosamente dada. Cósima llamó dando los golpes de cierta manera convenida ya abrióse la puerta y penetraron por ella las dos mujeres, continuando Bandello su camino hasta que al llegar á un canalizo de la Giudecca dejó abandonado allí el esquife, volviendo por los puentes á la casa. CAPITULO IV El conde de Belfiore La certeza adquirida por Montanchez de que Gósima estaba libre y velaba por él,— certeza que debía agradecerse á Grazzietta que tan as- tutamente había hecho llegar á sus manos el pañuelo de su joven des- posada,—había infundido el mayor aliento en el corazón del noble conde de Valroger. De ahí que sin vana arrogancia, pero con ánimo sereno, hubiese escuchado sin dar muestras de la menor emoción la sentencia de muerte dictada contra él por los tres inquisidores que le habían juzga- do; no quería que aquellos orgullosos venecianos pudieran decir que había Raqueado en su presencia el ánimo de uno de los españoles de Lepante, y menos aún el del teniente de la Galera Negra. Montanchez jamás había temido la muerte. Sabiendo que Gósima estaba libre nin- guna inquietud le atormentaba. El prisionero fué conducido á los Plomos inmediatamente después de pronunciada la sentencia. TOMO II 10 74 LA MASCARA DE BRONCE Era al mediodía; el sol caía con toda su fuerza sobre el metal de los techos y los Plomos asemejaban un horno caldeado. Montanchez sintió por un momento la más dolorosa angustia; sus verdugos le dejaron bien asegurado en la estrecha abrasadora celda y se retiraron abandonándole un pedazo de pan y un jarro de agua que con el calor tornábase un nuevo tormento, ya que en vez de proporcio- nar un lenitivo á la sed tragábase un líquido caliente. ¡Qué no pensaría Montanchez en sus primeras horas de soledad y martirio!... Llegó por fin la noche, con anhelo deseada para dejar de sufrir aquella caliginosa temperatura, pero no por eso pudo hallar re- poso el mísero prisionero. Mil insectos revoloteaban á su alrededor cau- sándole dolorosas picaduras; Montanchez sentíase acongojado; dábale vueltas la cabeza, apenas podía respirar en aquella atmósfera y mil veces deseó que el cordel que tenia pasado por el cuello viniese á opri- mirle para librarle de aquella situación desgarradora. Y á todo esto, estremecíase al pensar en la llegada del nuevo día, cuando el sol volviese á calentar el techo... Ninguna esperanza de salvación abrigaba el infeliz... ¿Cómo era po- sible que nadie pudiese llegar allí? No transcurrió mucho tiempo sin que Montanchez volviera á sentir aquel cálido ambiente de la víspera. Su cabeza ardía, su piel quemaba y con el agua que había en el cántaro sólo conseguía aumentar su an- sia de frescura. Ap mas hacía un día que el conde se hallaba encerrado en la terrible celda y ya no se veía con ánimos para resistir más, llamando á la muerte para que la libertara de aquel tormento. — ¡Cuán lentamente pasan las horas en los Plomos!— murmuraba el prisionero. Con todo, receloso siempre de ser espiado y de que apareciera que- brantada su entereza, manteníase sereno en apariencia. El conde de Valroger debía mostrar al tribunal de los Diez, que no era lo mismo la agonía de un reo veneciano que la de un caballero español. -¡CUAN LENTAS PASAN LAS HORAS EN LOS PLOMOS! LA MASCARA UE BRONCE 75 II Había entrado ya la noche y pugnaba Montanchez por vencer el insomnio que le atormentaba, cuando oyó abrir la puerta de su cala- bozo, á cuya vista agolpáronse á su mente las más espantosas ideas temiendo no fueren arrojar á Cósima á su lado... Mas no fué asi. Entraron dos hombres; desatáronle y una Vez pudo ponerse en pié y moverse sin estorbo, le dijeron: —Seguidnos. Nada preguntó Montanchez. Obedeció, y después de recorrer un intrincado dédalo de pasadizos y de bajar por innumerables escaleras, encontróse frente á una puertecilla de hierro. — Salid. Estáis libre; ahí tenéis el salvo-conducto, — repuso uno de los hombres. —¡Libre!— exclamó Montanchez. Guardaron silencio los dos esbirros. Ya la puertecilla estaba fran- ca. Salió el conde y se encontró en una desierta callejuela. La luna en su lleno inundaba de claridad aquel lugar, mientras el fresco de la noche acariciaba deliciosamente la reseca piel del maravillado liberto. No le costó mucho orientarse al conde de Valroger, y una vez recono- cido el sitio en que se hallaba encaminóse enseguida á la plaza de San Benedetto donde había dejado á Cósima. Iba ya á llamar á la puerta de la casa, cuando le salió al encuentro un hambre que, acercándose á él, le dijo: — No es aquí, amigo mío. — ¡Leonelo! — exclamó , Montanchez, reconociendo á su interlo- cutor. —Sí, yo soy. Al fin, habéis conseguido escapar de las garras del • Tribunal. Corramos... Cósima os espera anhelante de ansiedad... — ¡Cósima! ¡Mi bien! ¡Ella, ella me ha salvado! —Ella sola, esta es la verdad. —¿Dónde está? 76 LA MASCARA DE BRONCE — En nuestro galeón... Todos os aguardan allí... Partiremos ahora mismo. — Cuanto antes... ¡Cósima!... ¡Otra vez podrán verte mis ojos! Marchaban apresuradamente los dos hombres, y pronto llegaron al muelle de los Esclavones, deteniéndose frente al galeón de Ban- dello. — Entrad, — dijo Leonelo. — Vuelvo al momento, y partiremos. III Latiéndole violentamente el corazón, penetró Montanchez en el barco. Un grito escapado del corazón de Cósima, fué contestado con otro grito que se escapó del suyo, harto embargados los ánimos de los dos amantes para poder articular una palabra. Por primera vez en su vida sintió el conde de Valroger oprimirse contra su pecho el pecho de su amada. Por primera vez también vió llorar á Cósima. — ¡Mi bien! ¡Mi alma! — exclamó Montanchez.— ¡Te debo la vida, la libertad, la dicha eterna que me espera á tu lado! — ¡Oh, calla! ¡Dime tan solamente que me amas, que me amarás siempre! — respondió la joven: Ya en esto, habíanse acercado al recién llegado Bandello, Lunardo y Giorgio, que abrazaron con efusión á Montanchez, repitiéndole á una que sólo á Cósima debia su salvación. Nada quiso manifestarle Cósima, sin embargo, de los medios de que se había valido, contentándose con decir: — Mi bien, no en vano navegué contigo á bordo de la Galera Negra. La llegada de Leonelo fué la señal de partir la nave; el joven se había dirigido á Cósima, hablándole algunas palabras, y enseguida había dado orden de bajar á sus bancos los remeros, hendiendo en breve el galeón las tranquilas aguas de la laguna. Cuando al ser de día hubo la nave atravesado el Lido, dijo Leonelo á Montanchez: LA MASCARA DE BRONCE 77 — Puesto que estamos ya en salvo y no debemos abrigar temor al- guno, preciso será enteraros de la causa que ha motivado os pusiese en libertad el Tribunal de los Diez. — Contadme, Leonelo, — exclamó Montanchez. El joven refirió entonces cómo su hermana habia conseguido saber que el noble Ludovico Strozzi y la condesa de Belfiore, presunta dela- tora del amigo de don Rodrigo, se veían secretamente cada dia en casa de la Ganocchia, de donde la idea de apoderarse del poderoso senador para tenerlo en arras, puesto que siendo la condesa la delatora, — decía Leonelo, — nada más justo que asegurarnos de su amante para estar al resultado de lo que pudiera ocurrirle á su víctima. Ya en nuestro poder Strozzi y la Canocchia, que hubiera podido ir á decirle á Donna Glorinda la imprudente revelación hecha á Cósi- ma aquel mismo día, enviamos un recado por escrito á la condesa, participándola que el hermoso caballero Ludovico Strozzi quedaba en poder nuestro para responder con su libertad y su vida de la libertad y la vida del antiguo teniente de la Galera Negra; que lo mismo que sufriéseis vos, sufriría él, y que había también Plomos en otras partes que en lo más alto del Palacio de la plaza de San Marcos. No la fijá- bamos plazo alguno perentorio para obtener vuestra libertad, puesto que nadie más interesado que ella en que fuese pronto, y acabábamos asegurándola que se guardase bien de intentar descubrir de dónde partía el golpe, pues á la menor señal de delación recibiría alguna desagradable noticia respecto á su adorado amante. Las condiciones para dejar libre á messire Ludovico, eran: que se os dejase salir á vos libremente; que se os proveyese de un salvo conducto, refrendado por dos embajadores, el de España y el de Austria, y que nadie osase se- guir vuestros pasos cuando os encontraseis fuera de las prisiones. Con estas condiciones, quedaría" libre el caballero Strozzi á las tres horas de recobrar vos la libertad. La condesa debió darse, á lo que se ve, muy buena traza para con- seguir lo que se le pedía, pues no pasaron veinticuatro horas desde que recibió nuestra misiva, cuando ya estábais en libertad. Ya habrá visto ella, en estos mismos momentos, que somos gente de palabra, pues 78 LA MASCARA DE BRONCE nos ha seguido hasta el Lido una tartana cuyos tripulantes tienen or- den de ir á soltar enseguida á messire Strozzi, previas las oportunas precauciones. Ahí tenéis explicado, pues, el misterio de vuestra milagrosa libe- ración. — ¿Cómo poder pagaros nunca lo que por mí habéis hecho, amigos? — exclamó Montanchez. — ¿Y cómo, sobre todo, demostrarte á tí, Có- sima adorada, el «reconocimiento que te debo? Obrasteis bien al hacer lo que habéis hecho; tratábase de reparar una injusticia, y en vista de la fuerza del contrario no cabía más remedio que apelar á los medios de que os habéis valido. Si yo liberté á Blanca, ó contribuí á libertarla cuando menos, fué porque creí que no merecía pena alguna su acción; al fin, se trataba de una venganza, de un acto de reparación llevado á cabo con completa razón por parte de la ofendida, que á no verse Blanca arrebatada por Riccioli de los brazos de su amado, no hubie- ran ocurrido, sin duda, las desgracias innumerables que de aquella villana acción han ido dimanando... —Tenéis razón en lo que decís, Montanchez, — exclamó Ban- dello. — Cosas hay que aparecen de una manera ante la justicia de los hombres y de otra ante la justicia eterna. No podía condenarse á Blanca á la luz de la justicia absoluta, por más que apareciera culpable á los ojos de la ley. ¡Quiera Dios que llegue día en que se falle con la con- ciencia y no con sujeción al criterio estrecho de lo promulgado por cierta categoría de hombres! IV Dejemos seguir á los fugitivos su camino y volvamos á Venecia, donde encontraremos á la condesa de Belfiore presa de la más terrible agitación en su suntuoso palacio del Gran Canal. Eran las ocho de la mañana, y en el rostro de la bella Clorinda, dejábanse adivinar bien claramente las huellas de una noche de insom- nio, pasada en doloroso llanto. LA MASCARA DE BRONCE 79 De pronto levantaron un cortinaje y penetró en la estancia una mujer que cayendo á los piés de la dama, rompió á llorar amarga- mente. — ¡Canocchia!— exclamó donnaClorinda, con acento en que confun- dían la ansiedad y la ira. —¡Soy inocente! ¡señora! ¡Os lo juro! Yo os lo diré todo, todo... — Pero ¿y él?— la interrumpió diciendo la condesa, con febril an- siedad... — ¿El? Me manda aquí para participaros que está libre y que os aguarda... — ¡A.h! ¡Me aguarda! ¿Dónde?... — Os aguarda ¡pues! donde siempre... en mi casa... — ¡Horror! Pero, vamos, vamos... — Sin embargo... no hay que olvidar nada, señora condesa... No es hora... — Es verdad, Canocchia... ¿Pero está libre ya? ¿sano y salvo? — Más enamorado que nunca, señora... y ahora permitidme nueva- mente os haga mil protestas... Soy inocente, os lo juro, os lo he dicho- ya, señora... ¡Ay de mí! — No lo dudo... Inocente habrás sido, pero quizás alguna impru- dencia tuya nos habrá comprometido á todos... — Ninguna imprudencia, señora... ¿Yo abrir boca en semejante asunto? No; el demonio descubriría sin duda el secreto de vuestras entrevistas... — Puede que fuese el demonio; no lo niego, pero ¿qué forma debería revestir? —Yo no sé, no atino... —Pues, sois bien necia; sólo don Rodrigo era capaz de intentar un golpe como el que se ha dado. —¡Don Rodrigo! ¡Imposible, señora! No está aquí. Está en España, en Valencia. — ¿Sabeislo bien? —Con toda certeza. Tres días hace, recibí carta de Blanca, fechada en dicha ciudad. ¿Y cómo queréis que de hallarse aquí don Rodrigo no 80 LA MASCARA DE BRONCE se hallara también Blanca, y hallándose ella, que no viniera á abra- zarme enseguida, á mí, que he sido su segunda madre y la he querido siempre cual si fuese la suya verdadera?... No... No ha sido don Ro- drigo el autor del secuestro de monseñor Ludovico... y del mió... Sin embargo... yo... — ¿Qué vaciláis, Canocchia? Hablad. Os lo exijo. — ¿Vacilar? Crea su excelencia... Es que á veces... — Canocchia, tened entendido que si os mando á los Plomos, no será fácil que vuelvan á secuestrar á monseñor Ludovico para que yo os haga soltar... Hablad. ¿Quién ha sido el autor del osado golpe con- tra el poderoso senador Strozzi? — ¿El autor?... Yo, señora, os lo juro, no puedo deciros nada... y no creo fuese autor... es decir, que no hubo autor, que podía ser muy bien que no fuese ningún autor... — ¿Qué estáis disparatando? ¿Os burláis de mí?... — replicó donna Clorinda... — Vuestra turbación me indica que lo sabéis todo... Hablad ó no tendréis lágrimas bastantes con que llorar vuestra traición. ¿Quién secuestró á monseñor Ludovico? —No lo sé, pero se me figura que debió ser madona Cósima, la no- via de Montanchez. — ¡Ella! — repuso dando un rugido de rabia donna Clorinda. — ¡Mise- rable! ¡Me vendiste! Y diciendo esto, acercóse la dama á la Canocchia en amenazador ademán, viendo lo cual, arrojóse á sus piés la pobre gondolera, excla- mando entre sollozos: — ¡Perdón, perdón, señora! ¡Os juro que soy inocente, enteramente inocente! Donna Clorinda le hizo levantar del suelo cogiéndola violenta- mente por un brazo, y haciéndola sentar en un sillón dijo: — ¡Habla, habla, Canocchia! ¡Habla si no quieres que te arranque las palabras por los torturadores del Tribunal de los Diez! La Canocchia helada de terror exclamó: —Han sido ella y su padre, señora. No sé de nadie más. Monseñor Ludovico podrá daros quizás otras noticias. LA MASCARA DE BRONCE 81 —¿Tu le revelaste á ella que nos veíamos en tu casa messire Ludo- vico y yo? —Sin malicia alguna se lo revelé. Vino a preguntarme si sabía yo el paradero de don Rodrigo de Toledo para que acudiese en socorro de —¡Perdón, perdón, señora! ¡Os juro que soy inocente, enteramente inocente! Montanchez, y al decirle yo que se hallaba en Valencia, púsose tan desesperada que no pudo menos de sentirme llena de compasión. Ofrecila entonces ejercer mis buenos oficios cerca de vos, pero resis- tióse ella absolutamente á que os hablase de nada... Creo suponía erais vos quien había hecho encerrar en los Plomos á su novio... Ya veis que desatinada aprensión... No sé cómo fué... que... en fin, supo tomo 11 11 82 LA MASCARA DE BRONCE que veniáis á casa cada noche, y que venía también monseñor Ludo- vico... — ¡Se lo dijiste! — No... No se lo dije... Lo adivinaría ella; yo no sé cómo fué... Y ya os lo he dicho todo... Por la noche, Cósima y unos hombres que esta- ban á sus órdenes arrebataron á monseñor, llevándolo á una casa del Sestiere del Castello, y una vez se hubieron apoderado de él vinie- ron por mí Cosima y su padre, encerrándome en el mismo lugar... ¡Oh, qué horas de mortal agonía he pasado allí, señora! Por fin, cuando aún no hace apenas una hora he quedado libre, me he encontrado con monseñor, no sabiendo hasta entonces que hubiésemos pasado nues- tro encierro bajo un mismo techo... Monseñor me ha ordenado pasar á veros enseguida para noticiaros su libertad y renovaros las seguri- dades de su amor... Ahora, ya están fuera todos... Ya no hay cuidado alguno... — ¡Mil muertes merecéis Canocchia!... ¡Yo humillada, escarnecida por Cósima! — Señora... ¡Tened piedad de mí! ¿Quién había de presumir que fuese á valerse de unos medios tan infames para libertar al que... quién sabe había hecho prender?... —¡Humillada por el amigo de don Rodrigo! ¡Por el novio de Cósi- ma!— repetía desesperadamente la condesa... — ¡Oh, miserables! La Canocchia, aterrada ante el espectáculo de la furiosa cólera de donna Clorinda, hubiera deseado se le tragara la tierra, sin que por eso dejase de maldecir interiormente la hora malhadada en que se le ocurrió brindar hospitalidad en su casa á La amartelada pareja; pero era mujer aquella buena gondolera que al parecer no podía vivir sin proteger los amores de alguien, flaco como cualquier otro, y que en ella procedía solamente de harta bondad de corazón... V Por fin vió la pobre Canocchia ir cediendo lentamente el ceño de la condesa de Belfiore, aprovechando el momento en que creyó estaba sumida en tiernos pensamientos para decirla: LA MASCARA DE BKONCE 83 — Si la señora condesa no tiene que darle ninguna orden á ésta su humilde servidora, volveríame á casa, donde esta noche la estará es- perando monseñor... — ¡Ah! ¿Te vas? — repuso donna Clorinda. —Señora, si no mandáis lo contrario... A las nueve, ya sabéis. — Bueno, vete, — respondió la condesa, abstraidaal parecer en otros pensamientos que no en la benemérita gondolera. No se lo hizo repetir dos veces la Ganocchia y partió sin hacer el menor ruido, emprendiendo una precipitada carrera así que se vió fuera del palacio. — ¡Ha sido Cósima! — murmuraba la antigua cortesana. — ¡Burlada por todos! ¡Por Blanca antes y por ella ahora! ¡Maldición sobre ellos! ¡Ni en las propias garras del Tribunal de los Diez hay seguridad de te- ner sujetos á esos miserables! ¡Oh, Blanca, Blanca! ¡Oh, con que vo- luptuoso placer te vería morir abrasada á fuego lento, arrastrada por las calles, martirizada con todos los tormentos del más bárbaro supli- cio! ¡Eres más hermosa que yo y siendo tu vida un continuo mancilla- miento, no encuentras quien no te rinda culto y no te crea inmaculada y pura mientras que yo he de adivinar siempre bajo las falaces cortesías de los que me saludan la burlona sonrisa en recuerdo de lo que fui un tiempo!... ¡Oh rabia!... Amada y respetada ella siempre; siempre bur- lada y vendida yo. Me arrebataste el amor de quien yo más quería y cuando te tenía ya sujeta para hacerte espiar el mal que me habías hecho, hubo medios de librarte. Probé de arrebatarte el amor de Ric- cioli y tanto caso hiciste de su valía que lo asesinastes fríamente... Y ahora, cuando iba'á saciar en ese hombre que te libertó todo el rencor que por tí siento, viene tu protectora, tu amiga y me inflige la última humillación... ¿De qué me sirve ser hermosa, ser rica, ser la más po- derosa dama de Venecia si no puedo conseguir nada contra vosotros todos, influidos por la aborrecida rival que convierte mi vida en un in- fierno? Ardientes lágrimas se escapaban del rostro de la bella mientras daba rienda suelta á sus rencorosas lamentaciones, hasta que al anun- cio de que el conde la esperaba para acompañarla á la mesa transfor- 84 LA MASCARA DE BRONCE mó artísticamente su fisonomía que apareció sonriente y placentera cual la de la más feliz y afortunada de las condesas. VI Todo el día estuvo contando Clorinda impacientemente el tiempo que faltaba para acudir á la. cita en casa de la Canocchia, y si no an- duvieron las horas tan aprisa como hubiera querido la rendida aman- te de monseñor Ludovico, no por ello dejó de llegar por fin el momento ansiado. Donna Clorinda salió sola, como tenía por costumbre. Hízose dejar en San Marcos despidiendo la góndola que la había conducido allí, y tomando luégo otra no tardó en internarse por el laberinto de calle- juelas en cuyo más intrincado curso se hallaba la casa de la nodriza de Blanca. Ya estaba allí Ludovico Strozzi cuando llegó donna Clorinda, no pudiendo disimular el orgulloso patricio el terrible furor que sentía in- teriormente por el triste 'papel representado al quedar en arras para conseguir la libertad de un miserable corsario; teníale, empero, verda- deramente hechizado la condesa y no pudo resistir su ceño á la supli- cante mirada que le dirigió ésta como si le pidiera perdón por haberle salvado de la muerte. Mirábanse los dos amantes, sin que se les ocurriese una palabra con que romper el silencio á que les tenía reducidos la emoción que les embargaba el ánimo; estrechábanse las manos, acariciaba el joven los cabellos de Clorinda, pero nada decían hasta que por fin excla- mó ella: — ¿No me amarás ya como siempre, Ludovico? — ¡Más que nunca! — respondió Strozzi. —¡Oh qué horribles momentos he pasado! ¿Has sufrido mucho? — ¿A qué negarlo? Lo mismo que sufriría el brigante mientras per- maneció en los Plomos. — ¿Qué dices? — Conócese que se trataba de aplicarme en toda regla la pena del LA MASCARA DE BRONCE 85 Talión; los secuestradores supieron improvisar perfectamente unos Plomos para mí uso particular. — ¡Horror! ¡Miserables! — Cuanto quieras... y sin embargo... — ¡Ludovico! —¿A qué ocultártelo? ¡Si! Siento que es imposible que pueda yo la- var esa mancha que .ha caído sobre mí... — ¡Por piedad! ¿Qué había yo de hacer? ¿Había de consentir que te asesinasen esos bandidos? — No... yo te agradezco lo que por mí has hecho, Glorinda, pero comprendo que no podré gozar un momento de tranquilidad fuera de tu lado hasta que haya podido tomar venganza de mi afrenta... —Dispon de mí para ayudarte en ello. ¿Crees acaso que no siento yo más que tú la insolente injuria que á ambos nos han inferido los amigos de D. Rodrigo de Toledo? — No eran esos los que de mí se apoderaron. Eran los amigos de Montanchez. En cuanto á franqueza no puede desearse más que la que usaron conmigo, diciéndome todos ellos sus nombres y el por qué de la cosa. — ¿A tal extremo llegó su osadía? — Cierto que sí: hiciéronme^énteñder que siendo tú la causa de la prisión de Montanchez, nadie mejor que yo, tu amante, para hacer que cuidaras de que se revocase la orden, manifestando que entre sorpren- der á uno de los dos habían obtado por mí confiados en que el Tribu- nal se interesaría más por un senador influyente que no por una con- desa de extranjero título, por bella que fuese. En cuanto á los nombres dijéronmelos sin vacilar un punto: Mateo y Leonelo Bandello, padre y hermano respectivamente de Cósima, Giorgio Brunatto y Lunardo de Chioggia. Como ves, nada temían y parecían estar muy seguros de su impunidad; hasta en el hecho de no ocultar los nombres se ve bien lo dispuestos* que están á habérselas conmigo fuera de Venecia... ¿No fué á la verdad un reto indirectamente lanzado? ¡Comprende ahora en que terrible ira no estará ardiendo mi corazón al considerar que á tanto se atrevieran esos villanos insolentes! 86 LA MASCARA DE BRONCE — ¡El infierno debió haberlos arrojado de su seno! — No; nada de infierno. Veíase que estaban todos ellos ciegamente sumisos á la voluntad de Cósima; ella ha sido el alma de la trama. — ¡Cósima! — exclamó Clorinda con furor, apretando los dientes. —Sí; Cósima, la prometida de Montanchez. Mucho debe de amarle cuando á tales medios ha recurrido aquella que parece la imagen de la ternura y la bondad. —¿Tú la viste? — Vila y oíla; ella fué quien dió la voz para detenerme; ella quien escribió la carta que recibiste. Todo lo dispuso y á todo atendió. Bue- na consejera llevaba á su lado don Rodrigo mientras recorría los ma- res disputándonos su imperio. — ¡Malhadada hora en que se me ocurrió vengarme de Blanca Ahiano!— exclamó Clorinda dejando escapar este lamento de lo más hondo de su pensamiento. —¿Por esto hiciste prender á Montanchez?— replicó Strozzi. — No... sí.. — balbuceó Clorinda, comprendiendo la traición que á si propia se había hecho. — ¿Y por qué querías vengarte de Blanca Alviano? — insistió dicien- do Ludovico. — ¡Oh, no te dé ningún recelo! — repuso Clorinda, tratando de apa- recer risueña. — Celos de mujeres... Ella es más hermosa que yo... ¡Hé ahí su crimen!... — Fútil motivo, — replicó Strozzi, mientras se tornaba sombrío su semblante. — Imposible que esa sea la verdadera causa de tu rencor; imposible que por tal pretexto hayas querido vengarte de la manera que te proponías. — Pues no es otro, — repuso palideciendo Clorinda. — Creía yo que habías hecho prender á ese hombre por razones de Estado; basta en efecto ser español para ser tenido por sospechoso... Me he equivocado, sin embargo, y dices que fué pd^ vengarte de Blan- ca Alviano... Entonces debió ser ese uno de los que tomaron parte en la liberación de la desgraciada patricia... — ¿Desgraciada la llamas? — exclamó Clorinda interrumpiendo á su interlocutor. LA MASCARA DE BRONCE _ 87 —¿Pues no la consideras tú también así? Veo que es hondo, muy hondo el odio que la profesas; odio tan vivo que sólo puede ser engen- drado por celos, no de hermosura, sino de amor... —¡Dios mío! ¿Celos de amor? ¿Cuándo podrá decir nadie que yo haya sido enamorada por don Rodrigo ni que haya pensado jamás en en enamorarle? —Justamente ha sido la desgracia de Blanca haber inspirado ar- dientes pasiones á otros que don Rodrigo... — Ninguno de esos adoradores ha pensado nunca en ser mi amante ni yo en ser su querida. — A la verdad, nada he Oído decir jamás en tal sentido, pero... — ¡Ludovico! ¿Dudas de mí? — exclamó Clorinda en doloroso tono. — Tu proceder con Blanca hace que dude... ¡Tal odio!... La intringante tuvo entonces una idea diabólica y fingiendo admi- rablemente que lloraba, exclamó con patética entonación: — ¡Sí; quise vengarme de Blanca Alviano porque de la misma ma- nera que asesinó á Riccioli quería asesinarte á tí! — ¡A mí! — Sí... Ella soñaba con que su padre sucedería al Dux actual y tra- taba de desembarazarse de cuantos pudiesen hacerle sombra cuando llegase el caso... De Riccioli primeramente; de tí, después... Ahí tienes explicado el secreto de mi profundo odio... Si no te amase yo tanto, ¿la aborrecería tanto á ella? Temí que ese hombre no fuese instrumento suyo y por eso mandé prenderle; ¡por desgracia, supieron burlar mi precaución! — Es verdad que Blanca asesinó á mi infortunado amigo, pero dí- jose que había sido por una fatal equivocación ó en un momento de locura... ¡Imposible parece, en efecto, que pueda albergarse el odio en el corazón de aquella mujer! — ¡Eso crees! — Créenlo todos los que han conocido con alguna intimidad á la hija de Alviano. —Ya ves, sin embargo, como no es asi... Ya ves á qué extremos la ha llevado su ambición... Ella hubiera querido que ocupara su padre 88 ' LA MASCARA DE BRONCE el primer puesto para hacerle servir de dócil instrumento y entregar quizás un día la república á los españoles... —¡Qué dices! — Ciégala el amor que tiene á don Rodrigo... — Bien podría ser entonces... — ¡Oh, te lo juro, Ludovico! —¡Bien mío!— repuso entonces éste.— ¡Y yo que había dudado de tu amor! Disipadas las sombras que por un momento habían empañado el cielo de su felicidad, ya no tuvo monseñor Ludovico mas que frases de apasionado cariño para la astuta aventurera, muy satisfecho de haber encontrado al fin una explicación verosímil al imprudente arranque de franqueza que se había escapado de sus labios. VII Así fueron pasando algunos días, al cabo de los cuales manifestó el conde de Belfiore que debía emprender un viaje á Florencia, en el cual por ser de corta duración, no tenía para que molestarse en acom- pañarle la condesa. Glorinda recibió la nueva con mal disimulada alegría viendo en espectativa la posibilidad de poder tener largas horas á su lado al ren- dido adorador que le había salido últimamente. Porque hay que decir que Glorinda tenía en su corazón un inago- table manantial de cariño; Ludovico Strozzi reemplazaba bastante aproximadamente al infeliz Branzanti, con la circunstancia de que no temía le ocurriese con aquél lo que con éste. Como última precaución envió Clorinda uno de sus espías en pos del conde, con orden de cerciorarse de que realmente era verdad que se alejaba de Venecia. El espía tenía orden de ir siguiendo á Belfiore hasta Florencia, sin perderle de vista, y anticiparse á su regreso si por acaso volvía atrás el conde. Era el enviado ducho y fino y podía tener en él Clorinda la mayor confianza; por otra parte, iba bien provisto de dinero y de fijo que sin LA MASCARA DE BRONCE 89 dificultad había de ganarle la delantera al anciano embajador si por acaso éste emprendía alguna brusca retirada. . Por otra parte no dejaba de estar convenientemente vigilada la casa por si inopinadamente comparecía el conde. Como siempre, el adulte- rio se arrastraba entre cobardías y vergüenzas. Apenas calcularon los amantes que el conde estaría ya á una jor- nada de Venecia cuando Ludovico Strozzi penetraba secretamente en la morada de Clorinda. Desde entonces, ¡qué dulces horas pasaron los enamorados jóvenes! No salía ni por un momento Strozzi del dormitorio de la condesa. Fué aquella una verdadera orgía de amor. Por un refinamiento de coquetería, llegó Clorinda hasta el punto de transformar en rubio veneciano su pelo, negro como el ala de un cuer- vo, y formaba por cierto agradable contraste aquella cabellera ticia- nesca con los negros ojos de la antigua cortesana. No parecía deber acabar nunca tanta dicha. Strozzi juraba á Clorin- da por sus dioses que no había en el mundo mujer más divinamente hermosa; que á su lado, Blanca Alviano quedaría eclipsada como la luna á la luz del sol, mayormente desde aquella feliz transformación del color de sus cabellos. Clorinda experimentaba un justo orgullo al verse amada de tal ma- nera por el más apuesto y gallardo caballero de Venecia, amén de ser el indicado para ocupar la primera dignidad de la república al falleci- miento del anciano dux Mocénigo, y no podía á veces alejar de si la idea que pertinazmente la venía persiguiendo de trocar aquellos adúl- teros lazos por otros publicamente ostensibles... Si; la ambiciosa cor- tesana soñaba en ser esposa de monseñor Strozzi y no hubiera retroce- dido por ello en perpetrar el más odioso asesinato... ¡Así pagaba aquella mujer su noble comportamiento al buen conde de Belfiore! Ni gratitud, ni amor sentía por él en el fondo de su cora- zón empedernido; llena de egoísmo, de vanidad y de ambición, soñaba nada más que con la ostentación de su belleza y con la primacía de su posición sobre todas las damas de Venecia. Ni aún puede decirse que le moviese á engañar al conde el apetito tomo 11 12 90 LA MASCARA DE BRONCE concupiscente de la carne; era ciertamente muy hermosa Clorinda, pero en castigo era insensible, incapaz de experimentar la menor emo- ción amorosa; estatua de mármol inaminada, sin más móvil que la so- berbia y el orgullo. El desdichado cayó a los pies de Clorinda, exclamando: VIII Una noche, la tercera desde la partida del conde, hallábanse dulce- mente arrobados Clorinda y Ludovico, entregados por completo á sus amorosos transportes. Strozzi, rendido de adoración, estaba á los piés de la bella, mur- LA MASCARA DE HRONCE 91 murando las más apasionadas frases, que escuchaba ella con sonriente complacencia. Tan embebecidos se hallaban los dos amantes que no echaron de ver que se entreabría un cortinaje y aparecía en el umbral de la puerta la figura amenazadora del ultrajado marido. Su viaje á Florencia había sido un mero pretexto para tener ocasión de comprobar la exactitud de los recelos que abrigaba respecto á la fidelidad de su mujer. El espía que Clorinda había mandado en pos de él había sido observado por los servidores del conde y detenido al mo- mento, no tardando el miserable en revelar la misión que le había con- fiado la condesa. Belfiore agitaba un puñal en su diestra, mirando con ojos de tigre á los dos adúlteros. — ¡Cara pagaréis la traición! — murmuró el conde. Y adelantándose hacia los amantes, arrojóse sobre Ludovico, en cuyo corazón clavó el arma homicida. El desdichado cayó á los piés de Clorinda, exclamando: — ¡Traición! La condesa, horrorizada á la vista de aquel cadáver y temblando de espanto al ver en su presencia á su marido, cayó desvanecida en el mismo sillón donde se encontraba al entrar el conde. — ¡Hola, criados! — gritó Belfiore. A la voz del conde entraron multitud de servidores, atónitos ante el cuadro de sangre que se ofrecía á su vista. — Arrojad de mi casa á esa mujer, —dijo con imperioso tono el dueño. La turba lacayuna obedeció brutalmente la orden dada y puso sus manos villanas sobre el delicado cuerpo de la que hasta entonces ha- bía sido su señora. Al volver en sí la condesa hallóse en medio de una desierta calle- juela, sobre el húmedo pavimento. No sin grande esfuerzo logró recordar lo acaecido, representándo- sele entonces en todo su horror la cruel realidad. Todo lo había perdido en un momento; posición, fortuna, esposo y amante. 92 LA MASCARA DE BRONCE ¿Qué hacer? Huir, huir, sin dilación; huir para ocultar su vergüenza y para es- capar de la persecución que sin duda se movería contra el autor del asesinato de monseñor Ludovico. Clorinda contó las joyas que llevaba encima; la diadema, los pen- dientes, los brazaletes, las pulseras, las perlas entretejidas en sus tren- zas, los preciosos alfileres de su prendido, su collar de topacios, su cinturón bordado de ópalos... Realizado todo, podía contar con tres ó cuatro mil ducados. La condesa pensó entonces donde podía pasar el resto de la noche y creyó que no se le negaría hospitalidad acudiendo al convento de San Teodoro. Así lo hizo viendo realizado sin dificultad alguna su deseo. Ya de día, despidióse de la superiora y llamando á un gondolero hízose conducir á casa de un platero, conocido suyo de cuando sus tiempos de vida aventurera. No había trascendido aún la noticia del drama ocurrido en el pala- cio de Belfiore y así no puso el menor reparo el buen artífice en que- darse con las joyas cuya cesión le propuso la condesa. El precio había sido cuatro mil quinientos ducados. Clorinda se procuró enseguida un largo manto y bien tapada con él se dirigió al muelle pasando revista á los buques que iban á hacerse cá la vela. Entre ellos reparó en una hermosa urca que parecía pronta á partir dentro breve tiempo. La condesa hizo señas á un marinero para que le facilitase la entra- da á bordo, á lo cual se apresuró á acceder el buen hombre. — ¿El capitán? — preguntó Clorinda. — Al momento sube, — respondió el marinero. No tardó en efecto en comparecer el patrón de la urca, joven aún y de marcial presencia. — Señora, — dijo, — ¿en qué puedo tener el honor de serviros? — Desearía ir en vuestra urca, — respondió Clorinda. —No hay en ello inconveniente alguno. ¿Vais, pues, á Barcelona? LA MASCARA DE BRONCE 93 — Precisamente,— respondió la condesa, que al entrar en el barco no sabía absolutamente para dónde iba á partir. — ¿Sois de allí? — A mucha honra. ¿Pero quién os ha enterado de que salíamos para Cataluña? — Oilo decir por ahí en el muelle. — Comprendo. — Me ha parecido bonito vuestro barco... — Y lo es, señora, lo es... No se ha construido otro mejor en el as- tillero de Blanes... — Pues por eso me he figurado que haría perfectamente el viaje en él... — Procuraremos que lo paséis de la mejor manera posible... Desde ahora podéis disponer de mi cámara, que aunque sencilla, no deja de reunir algunas comodidades que habréis de apreciar en el transcurso de la navegación... — Gracias, capitán. Y ahora, espero me diréis cuanto es el im- porte... — Por Dios, señora... Una vez nos haya llevado Dios á salvamento, hablaremos de eso. —Como gustéis. — Entended que podéis consideraros" aquí como en vuestra propia casa. Nada más he de añadir, y por lo tanto, perdonad si os dejo ya... He de dirigir las maniobras para la salida... — ¿Nos vamos ya? —Si... Ved, ya los remos azotan las aguas de Venecia... Poco después pasaba la urca por delante la plaza de San Marcos. Clorinda, pálida, pareció lanzar una mirada de odio á la ciudad de cuyo seno la habían arrojado. CAPITULO V La condesa de Lerici La navegación fué muy feliz hasta que al doblar el extremo septen- trional de la Córcega se desató un fuerte viento Sur, propio de aquellos días de riguroso verano. Era, en efecto, á primeros de Junio, cuando el sirocco que abrasaba cuanto tocaba con su soplo, hizo cambiar de rumbo á la urca obli- gándola á hacer arribada en la bahía de Génova. Indiferente donna Glorinda ante aquel suceso, ya que ninguna prisa tenía por llegar á Barcelona, vió sumidos, empero, en la mayor deses- peración á los del barco, que ardían en deseos de regresar cuanto an- tes á la ciudad condal. Ya refugiada en la bahia, no corría la urca peligro alguno; el mar estaba tranquilo y hasta parecía sentirse allí menos calor que en alta mar. Esto movió á donna Clorinda á creer que podía darse una vuelta 96 LA MASCARA DE BRONCE por la ciudad, á pesar de las conminaciones del capitán para que no saliera de á bordo, por cuanto estaba resuelto á partir así que amai- nara un poco el vendabal. — ¿Pero ni siquiera una hora podré estarme en tierra? — repuso la condesa. — Si no es más que una hora... Porque á la verdad, señora, sentiría infinitamente tener que hacerlo, pero si no os encontráis á bordo al dar la señal de partir no contéis con que os aguardemos... Somos espe- rados con ansia en Barcelona y no podemos perder un solo momento. — No tengáis cuidado, amigo Vallnevat,— repuso donna Clorinda, — dentro una hora estaré de vuelta y el barco no habrá partido. —Indudablemente; si es dentro de una hora... Por fin consiguió la condesa que el capitán la hiciera llevar á tierra por un bote; la bella veneciana desembarcó en el muelle y penetró en la ciudad, con ánimo de distraer un poco sus tristezas. Una hora hacía que se hallaba en tierra la fugitiva dama y al re- cordar que finía el plazo concedido por el capitán dispúsose á volver á bordo, enderezando sus pasos hacia el muelle. De pronto, al llegar á la Puerta de Mar, creyó que se presentaba ante sus ojos aterrador fantasma. Acababa de ver á Montanchez, al lado de Cósima y de otra joven á quien no conoció. Pero poco duró aquel sentimiento de terror; el alma de Clorinda vibró enseguida de ira y sintióse poseída de feroces deseos de ven- ganza. Todo lo olvidó: la urca que la esperaba, su cualidad de extranjera, la carencia de relaciones en Genova. Sólo el ansia de desquitarse de la dura humillación infligida por Montanchez, dominaba su pensamien- to, llegando á tal extremo su furioso anhelo que llegó á sentir como cierta cruel alegría por el sangriento trance que había motivado el descubrimiento del paradero de su ofensor. Clorinda se puso en seguimiento de los que consideraba como sus mortales enemigos. Ni Montanchez ni Cósima habían reparado en ella, aunque áun haciéndolo les hubiera sido imposible reconocer á la condesa bajo el tnezzaro en que iba rebozada; habíale gustado aquella LA MASCARA DE BRONCE 97 airosa mantilla genovesa y habíase proporcionado una al pasar por delante de una mercería. II La condesa vió que Montanchez y las dos mujeres á quienes acom- pañaba penetraban en un hermoso palacio de la calle de San Lorenzo, siendo profundamente saludados por el cancerbero que custodiaba la entrada. — ¿Será esta su casa? — murmuró la rencorosa dama. No se atrevió, sin embargo, á preguntar nada al guardián, creyen- do que Montanchez habría cuidado de confiar tal cargo á hombre que estuviese á su más completa devoción, por lo cual sería fácil infundirle recelos y que fuese á participarlo á su señor la presentación de la pre- guntona desconocida. Clorinda examinó rápidamente la calle: era apenas ancha como la más estrecha callejuela de Venecia, por lo cual hubiera sido difícil que pudiesen transitar por ella tres personas de frente, disposición de la mayor parte de las vías públicas de la pintoresca ciudad liguriana. A un extremo de la oscurísima y larga calle veíase la fachada de San Lorenzo, ocupando el resto de aquel lado multitud de tiendas don- de se vendían los más variados géneros. Clorinda se fijó en un modesto bazar de instrumentos de música, casi frontero al portal donde había penetrado Montanchez y entró en la tiendecilla, sumida poco menos que en tinieblas. — ¡Excelentísima señora! — oyó que decía una voz de joven, con acento muy dulce.— ¡Cuánta honra para nuestra casa recibir la visita que os dignáis hacernos! ¿Qué se os ofrece, bella dama? Clorinda reconoció en su interlocutora una preciosa muchacha de quince abriles, de rostro muy blanco, rubia de pelo y negrísimos los ojos, regordeta, suave. — Gracias por vuestro amable recibimiento, bella niña, — respondió la forastera dama. -A buen seguro que podré encontrar aquí lo que deseo... ¿Tendríais, pues, en vuestro bazar un laúd, bueno, y si pudiese ser, un poco antiguo? TOMO II 13 98 LA MASCARA DE BRONCE — Cuantos queráis, señora. Podréis llevaros el mejor que se ha construido nunca en Cremona; y como antiguo, lo es también... Proce- de, según me manifestó una vez mi padre, de una nobilísima familia que cayó en desgracia cuando la conspiración de Fiesco. — ¿Puedo verlo enseguida? — Ahora mismo, noble señora. La joven se subió á una silla, buscó en los anaqueles y volvió al cabo de un momento con el objeto pedido. — Excelente laúd, tenéis razón, — dijo donna Clorinda, examinando con atención el instrumento. — Conque, decidme ahora, ¿cuánto pedís por él? — No puedo dároslo en menos de quince ducados, señora. — ¿Quince ducados? Caro es, niña. — No digo yo que sea un precio muy arreglado para la generalidad, pero de seguro que no ha de costaros ningún sacrificio el quedaros con ese precioso ejemplar. — Sólo por complaceros había de quedarme con él, niña. Ahí tenéis los quince ducados. — ¿Os traeremos el laúd á vuestra casa? — A la verdad... no sé qué deciros, amiguita... ¿Creeríais que no tengo casa todavía? — ¡Ah! Raro es en efecto... ¿Sois forastera? — Una hora hace apenas que he llegado, pero es tanta mi pasión por la música, que ya veis, antes he pensado en comprar un laúd que en tomar casa. — Eso habla mucho en favor de vuestros elevados sentimientos, señora. — Mejor diríais que es una prueba convincente de mi aturdimiento. —No, porque, sin exageración puedo deciros que encontraréis en Génova cuántas habitaciones queráis, siendo así que no hay otro laúd como este. —¿Tan fácil es encontrar posada? —¡Oh! Nada más fácil ciertamente... Ved, en esta misma calle hay una porción de casas por arrendar, y si bien ninguna de ellas es digna LA MASCARA DE BRONCE 99 de servir de morada á tan distinguida señora como vos, con todo, no deja de haber algunas en las que tal vez no echaríais de menos las comodidades á que debéis estar acostumbrada. — Mucho me complacería acertar con alguna habitación cercana á la vuestra... — Señora, ¡tanto honor! —Sí... No suelo yo disfrazar ni mis simpatías ni mis aversiones. Me habéis inspirado desde el primer momento la más cordial estima- ción, y creed que me felicito de haber tenido ocasión de conoceros. — No merezco, señora, que tan buena os mostréis para conmigo... Por lo demás, á haber venido quince días antes hubiérais podido en- contrar una de las más hermosas casas de Génova... -¿Sí?... —Y no lejos de aquí, sino todo lo contrario... Ved, ese palacio de enfrente. A duras penas pudo ocultar Clorinda la alegría que le causaba ver llevada la conversación á aquel terreno, que era precisamente donde se proponía llevarla ella, no siendo otro el motivo por el cual entró á comprar el laúd. — Magnifico palacio, en verdad, — exclamó Clorinda acercándose al umbral de la puerta y haciendo como que fuese la primera vez que reparara en el palacio. — ¿Conque, hace poco que ha sido alquilado? — Quince dias, ya veis; pero en fin, hay otros dos... Uno al salir de aquí, á mano derecha, casi al extremo de la calle y otro tres puer- tas más arriba del de enfrente, delante de San Lorenzo. — Sin embargo, de seguro no deben ser tan vastos y lujosos como este... ¡Qué lástima! — No lo son tanto, pero en fin, son grandes, y con toda seguridad deben rentar menos que este otro. — En fin, voy á verlos ahora mismo. ¡Quién sabe si los actuales moradores de ahí enfrente no dejarán algún día esta habitación y po- dré venir yo á ella! — Todo podría ser, en efecto. — A saber yo quien les conociese, trataría de indagar sus intencio- nes sobre el particular. 100 LA MASCARA DE BRONCE — Nada puedo deciros respecto á esto. Parecen gente de muy poco trato. — ¡Ah! Mal parado tengo entonces mi negocio. —Son los actuales inquilinos forasteros aqui... Unos novios, él de bastante más edad que ella; una cuñada y una joven, hija del marido en primeras nupcias. — ¿Y reciben pocas visitas, decíais? — Poquísimas... No es que yo sea curiosa en demasía, que bien sabe Dios que no lo soy más que otra mujer, pero aunque una no quiera, tiene que enterarse de quién entra y de quién sale... Pues bien: no he visto entrar á nadie más que á un joven, muy guapo por cierto, que supongo debe ser el novio de madona Amparo, la hija del señor Montanchez. — ¡Montanchez! Parece un nombre español... — Acertasteis, pues, españoles son todos menos el novio de la niña. — ¡Ah! ¿No es español ese? —No; italiano; aunque al servicio de España. ■ —Veo que me será imposible intentar nada para preguntarles si piensan permanecer mucho tiempo aquí. ¡Son tan orgullosos esos es- pañoles! — ¡Oh! No, no creáis eso, antes al contrario, esos señores son muy amables... Madona Victoria se ha dignado entrar algunas veces y ha comprado no pocas cosas... Parece que es una consumada artista... — ¿Madona Victoria? ¿Es la esposa? — No, señora; la hermana del señor Montanchez; una señora muy buena, que idolatra á su sobrina... —¡Feliz debe ser entonces esa familia! — Y no es injusticia que lo sea. ¡Son tan francos todos ellos! Ved sino: todo cuanto os he dicho lo sé de los propios labios de madona Victoria, pues bien comprenderéis que soy yo incapaz de ir á averi- guar lo que pasa en las casas de los otros... — ¡Oh, no tenéis por qué decir eso! Bien claróse comprende... Pero, vaya, que harto os he molestado ya con mi charla... Voy á ver esas casas que decís y no dudo que alguna de las dos habrá de convenirme. Conque, adiós, querida mía... ¿Cómo os llamáis?... LA MASCARA DE BRONCE 101 — Clementina. — ¡Bonito nombre! Adiós, pues, mi querida Clementina... Ya nos ve- remos alguna vez... —Señora, infinitamente os agradeceré el honor que me dispen- saréis... La condesa de Belfiore saludó con amable sonrisa á la bella geno- vesa, y así que iba á traspasar el umbral de la puerta, exclamó: — ¡Ah! ¡Qué distracción! Se me había olvidado daros mi nombre: Lucrecia Palmieri, condesa viuda de Lerici. — ¡Oh, señora condesa!... Estad segura de tener en mí vuestra más humilde servidora. Clementina hizo un profundo saludo, y convencida de que los quince ducados eran de buena y perfecta ley, murmuró: — Me alegraría mucho de tener por vecina á la señora condesa de Lerici... ¡Muy bella es, pero no parece que le vaya en zaga su riqueza á su hermosura! III Clorinda fué á ver el palacio frontero á San Lorenzo, que como ya sabemos, se hallaba tres puertas más arriba del ocupado por Mon- tanchez. La enojada veneciana había olvidado todo lo que la había ocurrido en aquellos últimos tiempos para no pensar más que en tomar ven- ganza/l^Cósima y Montanchez, y áun de todos los que con ellos vivían. El palacio que estaba visitando tenía para ella la ventaja de que las ventanas de la fachada posterior salían al jardín del que ocupaba su enemigo; todo parecía, por lo tanto, favorecer sus planes. El sirocco la había prestado un gran servicio, haciendo que la urca barcelonesa tuviese que arribar á Génova. La condesa manifestó al encargado de arrendar la finca que desea- ba permanecer tres meses en la ciudad, esperando á su familia que debía regresar de América dentro aquel plazo, decidiendo entonces donde se establecerían definitivamente, á lo cual respondió el digno 102 LA MASCARA DE BRONCE procurador que la casa era á propósito para que vivieran en ella unas tan distinguidas personas como debían ser las que constituían la fami- lia de la señora condesa de Lerici, á juzgar por las nobles prendas y circunstancias que en ella se admiraban, terminando por manifestar que el precio del arrendamiento sería el de noventa ducados por los tres meses propuestos. No regateó el precio donna Glorinda, en vista de lo cual quedó cerrado inmediatamente el trato, entregándola el procurador las llaves. Acto seguido salió de su nueva casa la hermosa veneciana y entró en una pastelería donde dió alguna satisfacción al apetito, que no por encontrarse Clorinda en tan critica situación de ánimo, había dejado de manifestarse. Provista ya aquella necesidad, encaminó sus pasos á un convento, con la idea de hacerse indicar allí alguna sirvienta de quien valerse para asistirla, pues Clorinda deseaba aparecer como vir- tuosa y recatada viuda, y» nada mejor para ayudar á las apariencias, que tomar á su servicio una beata. El convento de la Anunciación fué el favorecido con la visita de la flamante condesa de Lerici. Clorinda se hizo pasar por viuda de un capitán de corazas, muerto en Flandes por los abominables lutera- nos, añadiendo que de un momento á otro iban á regresar de Vera- cruz de Méjico dos hermanos que allí habían ido en busca de fortuna, consiguiéndola, á Dios gracias, hasta de sobras. Tan brillantes informes interesaron naturalmente á la reverenda superiora que se apresuró á mandar por dos gentiles doncellas, her- manas, á quienes dispensaba ella su poderosa protección. — Os puedo asegurar que tendréis dos perlas en Andreína y Bene- detta. Quedáos con ellas y no dudo volveréis para darme las gracias — Madre, no tienen que menester más recomendación que la vues- tra para que las considere yo como las más perfectas servidoras que pudiese haber encontrado. Las dos jóvenes parecieron aceptar de muy buen grado á la her- mosa ama que les había proporcionado la reverenda madre, y en tal concepto siguieron alegres y ufanas á madona Lucrecia en pos de la cual entraron en el recién alquilado palacio de la calle de San Lo- renzo. LA MASCARA DE BRONCE 103 IV Estaban enteramente desnudas de muebles las vastas habitaciones de aquella casa, y fué preciso pensar en alhajarlas, aunque sólo fuese provisionalmente, ínterin llegaban los opulentos hermanos de Veracruz para encargar á los mejores artistas genoveses un mobiliario digno de los habitantes del palacio. ■ — ¿Tú conoces algún tapicero que pudiese proporcionarnos algunos muebles, Andreína? — preguntó donna Clorinda. — Nada más fácil, señora. Nuestra reverenda madre se sirve de uno, muy católico cristiano, que estoy segura tratará de complacer á vue- cencia en todo lo que pueda. — Avísale, pues, que se presente cuanto antes,— replicó la con- desa. Partió la doncella, y no tardó en comparecer el artífice por quien había ido. Era hombre de edad algo madura, y cuyo semblante, más de picaro que de ciudadano honrado, no parecía corrobar en gran manera la catolicidad que tanto había ponderado Andreína. — ¿En qué puedo servir á vuestra excelencia?— preguntó el tapicero haciendo una profunda cortesía á la condesa. — Precísame que me enviéis cuanto antes algunos muebles que me son de todo punto indispensables, una cama... —Para vuecencia. —Sí; para mí. — Tengo lo que conviene á vuecencia: una cama francesa de nogal tallado, cien ducados. — Perfectamente. Luégo una luna de Venecia, una mesa, si- llones... —Algunos tapices para cubrir la desnudez de esas paredes, una ar- quilla en que guardar vuestros papeles, un cofre donde encerrar vues- tros vestidos, una alacena, camas para esas muchachas... — Veo que os habéis hecho cargo de lo que hace falta. — Y finalmente, un Crucifijo, una Madona y algunos cuadros reli- giosos. Los tapices serán de otro linaje. 104 ' LA MASCARA DE BRONCE — Creo que lo habéis ya dicho todo. — Lo mismo me parece. — ¿Y cuánto importarán todos esos muebles? — Poca cosa... Cuatrocientos veintiséis ducados, justos y cabales. — Está bien. Voy á entregároslos. La condesa entrego al artífice la suma convenidi — No... Guando estén aquí los muebles. Sería indisculpable grose- ría cobrar antes. —Como queráis. Saludó de nuevo el tapicero y volvió al cabo de un rato con un ca- rro, donde conducía parte de los muebles. Pocas horas después quedaba enteramente transformado el aspecto LA MASCARA DE BRONCE 105 del interior del palacio. Los muebles eran todos ellos nuevos, excepto la cama, obra de un tallista de la corte de Francesco I; lecho verdade- ramente monumental, capaz de prestar cómodo reposo á diez personas, en vez de una. La condesa entregó al artífice la suma convenida. —Señora condesa, — exclamó al despedirse el tapicero,— puede es- tar segura V. E. de tener en mí un leal y rendido servidor... Hay oca- siones en que no sabe uno de quién tiene que esperar ayuda... — No creo llegue el caso que decís, buen hombre, — exclamó Clo- rinda, sin saber cómo tomar aquella atrevida expresión. —Más valdrá así, — replicó sin inmutarse el genovés; — pero, os re- pito que si nunca se os ocurre tener que recurrir á Cristoforo Gambet- ta, vuestro humilde servidor, podéis disponer sin reparo alguno de mi insignificante persona. — Gracias, Cristoforo, — replicó algo turbada la condesa. — Estoy se- gura de que sois un honrado servidor... Retiróse el hombre y quedó Clorinda pensativa por las palabras de Gambetta. V — Paréceme hombre diligente el amigo Cristoforo, — dijo la condesa á Andreína, al presentarse ésta para recibir órdenes de su señora. — Mucho que sí, — replicó la doncella. — Donde le veis, fué uno de los más acérrimos partidarios del conde de Fiesco contra los Dorios, y se batió al lado de Tomás Asseretto. Veinte años estuvo preso, fugóse luégo á Venecia y ha vuelto hace algún tiempo áGénova, bajo palabra de que nadie le molestaría. —¿Ha estado en Venecia?— exclamó la condesa. — Diez ó doce años, — respondió Andreína. — Allí aprendió su oficio; y aún, si he de deciros verdad, algunas veces me han dado tentacio- nes de creer que no sería allí tapicero solamente... Con todo, esto es pura imaginación, quizás; juicio temerario de que tendré seguramente que confesarme... TOMO II 14 106 LA MASCARA DE BRONCE — ¿Qué juicio temerario? — Eso que os decía... Que se me antoja no fuese también espía del Tribunal de los Diez... — ¡Ah! ¿Y en qué te fundas para creer eso? — Pero si os repito que no lo creo... Sólo que, cuando habla de Ve- necia, procura de tal manera desviar la conversación, que se ve bien claramente no ser de su gusto semejantes pláticas. — ¡Oh! Eso no es motivo para suponer sea cierto lo que dices... — Pues, ¿y el dinero que trajo? ¿Pensáis que está poco rico el buen Cristoforo? No creo yo que se haga una fortuna como la que él posee la- brando muebles. — ¿Y cómo sabes tú que sea tanta su riqueza? — No ha faltado quien le fuera á nuestra reverenda madre en de- manda de fuertes préstamos, y nuestra reverenda madre le ha dirigido á maese Cristoforo. Y no creáis... Préstamos de cinco y seis mil duca- dos de oro... — ¡Jesús! — A mí, á la verdad, no me interesa en lo más mínimo que maese Cristoforo sea pobre ó sea rico... Va para los sesenta y no me he de casar con él... — ¿Te ha requerido de amores alguna vez? — ¡Jamás! Ni él, ni nadie; lo decía tan sólo para haceros verlo poco que me interesa que maese Cristoforo sea ó no hombre acauda- lado. — Claro está; mientras sea buen cristiano y leal servidor, como di- jiste, no hay por qué ocuparse en la manera como haya hecho su fortuna. — ¡Oh, en cuanto eso, respondo yo de él, puesto que responde nues- tra reverenda madre! Y ahora, ¿me dirá si me manda algo la señora condesa? — No, nada. Retiróse Andreina, y de nuevo volvió Clorinda á pensar en las sin- gulares palabras que le había dicho Cristoforo Gambetta, temiendo no la conociese de la época en que, según le había manifestado la don- cella, había estado refugiado en Venecia el opulento tapicero. LA MASCARA DE BRONCE 107 VI Aquella noche salió Glorinda á la galería que daba al jardín de Mon- tanchez tratando de observar lo que pasaba en él, á cuyo objeto, y para cerciorarse mejor de cualquier indicio que pudiera notarse, llamó con un pretexto cualquiera á Andreína, colocándose ambas de pechos á la balaustrada y comenzando á hablar de cosas indiferentes y vul- gares. Y, sin embargo, no era nada vulgar el espectáculo que se ofrecía á su vista. Brillaba en el azul purísimo y diáfano del cielo la luna en su creciente, blanca y argentina, reflejando sus rayos en el follaje lustroso de los limoneros y acacias que perfumaban el jardín de Montanchez. Delante, aparecían fantásticamente iluminadas las marmóreas paredes de un palacio, cuya cara posterior, que correspondía á la misma de la casa que ocupaba Clorinda, no desdecía en carácter monumental de la fachada que daba á la calle. Parecía aquel lugar, encerrado entre las altísimas paredes de los edificios que lo circuían, como un oasis de poesía y de encantadora soledad en medio de la agitada ciudad co- mercial, siempre inquieta y dominada por cuidados políticos y mer- cantiles. De pronto interrumpió el silencio de la noche una voz de mujer que entonaba con sin par dulzura una canción española, acompa- ñándose de una guitarra, hábilmente tañida. No comprendían ni Clorinda ni Andreína la letra de la canción; pero no era preciso esto para entender que se trataba de una amorosa copla. — Debe de ser Amparo la que canta, — pensó para si Clorinda. Terminada la música, dejóse oir una voz de hombre, pero esta vez era italiana la letra y en vez de guitarra el acompañamiento era de laúd. Clorinda reconoció en la letra uno de los más apasionados sonetos del Petrarca. — Es el novio, — volvió á decir la condesa para sus adentros. Nadie se veía empero en el jardín. Indudablemente los cantores de- 108 LA MASCARA DE BRONCE bían hallarse dentro de alguna de las glorietas revestidas de yedra y madreselvas que se veían por allí. — Cantan bien, — exclamó Andreína. —Sí; pero habla bajo,— respondió Clorinda. — Quizás si observaran que hay quien les escucha, cesarían en su canto. — Deben ser dos amantes los que hemos oído... —¿Te parece? — Segura estoy de ello. ¿No habéis reparado con qué ternura canta- ba el joven? Y no digo nada del cariño que expresaba la canción de la niña... — ¡Dichosos ellos! — exclamó Clorinda lanzando un suspiro. — ¿Y por qué no habíais de serlo vos también?— replicó intrépida- mente Andreína. —¿Yo? ¡Ay de mí! Sólo pesares y amarguras he conocido en esta vida y no pienso que me reserve Dios otra cosa tampoco hasta que muera. — ¡Ah! No digáis eso... Apuesto á que esa joven de quien tan rendi- damente enamorado se muestra el caballero debe ser mucho, pero mu- chísimo menos hermosa que vos. — Aduladora eres, niña. — No; es la verdad. — Gracias por el juicio que te merece mi pebre cara... Pero á fe que si paso por lo que dices, no me has de negar que debe de ser muy gen- til y hermoso el joven que ha cantado en italiano... — No por cierto; creo lo mismo que vos. — ¡Qué voz tan linda! ¿Te has fijado? —Una voz hecha para cantaros ternezas... — ¡A mí! — ¿A quién mejor? — ¡Lástima que no seas hombre! Jamás encontré quien se mostrase tan prendada de mí como te muestras tú, según las palabras que me dices. A buen seguro que no había de pensar lo mismo ese joven caba- llero. —Si os viera, ¿por qué no? LA MASCARA DE BRONCE 109 —¡Verme! Imposible... Nada se distingue... — ¡Oh! Es que no me refiero á ahora, sino á después... —¿Qué quieres decir con esto? — Que si algún día, por la calle ó en la iglesia ó en el paseo, ó donde sea, el caballero viese á mi señora... ¡Dios sabe lo que pasaria enton- ces y á quien dirigiría sus amorosas trovas! Porque á la verdad, paré- cerne imposible que dama cual vos, que no parece sino nacida para re- cibir adoraciones y rendimientos, no tenga quien la enamore, quien la dé serenatas y envíe versos... — ¡Ay de mi! Puedes creer muy bien que jamás he escuchado de la- bios de nadie la menor frase de cariño... Mi marido, que Dios haya, era ciertamente un cumplido caballero, pero ni su avanzada edad ni sus achaques consentían que pudiese hallar yo en él lo que mi corazón anhelaba. Siento que estoy ansiosa de amar y que el día que un. hom- bre me galantée no sabré resistirle y le entregaré al momento mi cora- zón... Y eso precisamente es lo que me hace temer que se acerque na- die, porque si bien hay muchos nobles jóvenes, ¡cuántos no hay tam- bién que sólo se proponen engañar á las inocentes que prestan oído á sus falaces juramentos! — Mucha verdad es lo que decís y sobre ello nos ha predicado mu- chas veces á Benedetta y á mí nuestra reverenda madre... Pero una cosa voy á deciros ahora... No sé porqué me parece que ese joven de quien hablamos ha de ser leal y enamorado á toda prueba... ¿No os parece que así lo revela su voz? ¡Qué voz de ángel! ¡Pero, callemos!... Otro vez vuelve á cantar. Resonó, en efecto, nuevamente en el silencio de la noche el canto del amador... Esta vez no pudo atribuir Glorinda la letra á ningún au- tor conocido, por lo cual pensó si acaso no sería también poeta el gen- til mancebo y serían suyos los versos llenos de ardiente que dejaba oir. — ¡Qué bien canta! — exclamó Andreína. — ¡Infeliz de mil — repuso Clorinda, fingieñdo que pugnaba por con- tener su llanto. — ¡Cómo! ¿Lloráis señora? — repuso la doncella. 110 LA MASCARA DE BRONCE — Sí... Lloro,— contestó la astuta veneciana. — En mal horahesalido á respirar aquí el fresco de la noche... ¡Nunca lo hiciera! — Mas, ¿por qué decís eso? —Apenas oso confiármelo á mí misma, Adreína. — ¡Por Dios! Hablad, señora. — ¡No sé por qué has de haberme inspirado tanta simpatía, pobre niña! Sí; podré engañarme cruelmente, pero se me figura que te intere- sas por mí, y que no te serán indiferentes mis alegrías ni mis tristezas... Pues bien; por lo mismo que tenía ansia, anhelo, de descansar en al- guien, en tí descansaré... Sé que no te burlarás de lo que te diga... — Señora, podéis confiar en mí, como en el sér más obediente y su- miso á vuestras órdenes... Si no lo fuese no me interesaría vuestro llan- to... ¿A qué viene tal tristeza, señora? — No te negaré que esa canción que acabamos de oir despierta en mí los únicos dulces recuerdos que conservo de mi pasada existen- cia... Un corto, cortísimo período en que creí ser, no, en que fui verda- deramente amada... Todo me sonreía, cimndo de pronto trocóse en mi alegría, en negra sombra aquella luz radiante... ¡Mi amante moría asesinado! — ¡Horror! — Sí... ¡Asesinado! quedando envuelta aquella muerte en el misterio más impenetrable... — ¡Triste desenlace! — Esa dulce voz que hemos oído me ha recordado la de mi Fernan- do... La misma parece... ¡Dios mío! ¡Dios mío! — ¡Extraña casualidad! ¡Y aún quien sabe si además de ser tan pa- recida la voz no lo sería también la figura del que estamos diciendo! — ¡Oh! Si así fuese, no sé lo que sería de mí... Sí; no sé si podría resistir á la emoción que me produciría tanta semejanza... — ¡Ganas me darían de intentarlo á hallarme en vuestro lugar! —¡Oh, calla! — ¿Por qué no? — Locas estamos, me parece... ¡Ea! retirémonos. — Señora... un momento más... Oid... Ahora vuelve á cantar ella. LA MASCARA DE BRONCE 111 Oyóse, en efecto, cantar de nuevo á Amparo, que no era otra, en efecto, según había presumido la condesa; esta vez fué también una canción española la que dejó oir; canción que á conocer Clorinda la literatura de Italia tan perfectamente como conocía la castellana, hu- biera reconocido pertenecer por la letra á D. Diego Hurtado de Men- doza, no indigno como poeta de la admiración de que goza como autor de novelas picarescas é historiador de la guerra contra los moriscos de Granada. — No entiendo, — dijo Andreína,— pero sea como fuere, á buen segu- ro que cantaríais vos mucho mejor que ella. — ¡Ah! Si no sé... — No digáis eso... Precisamente el primer objeto que he visto al llegar aquí, ha sido un laúd... ¡Oh, qué gusto me daríais si quisieráis cantar algo! — De veras, es muy poco lo que sé... — Sin embargo, si me fuese permitido dirigiros un ruego tan atre- vido como el de suplicaros me dejaseis oir vuestra divina voz... — Está visto que vas á hacer de mí lo que quieras, Andreína... Va- mos adentro... Retiráronse de la galería ama y doncella, y se dirigieron á la cá- mara que ocupaba Clorinda. Una lámpara de plata suspendida del techo derramaba en la estan- cia suave resplandor. Clorinda tomó el laúd y cantó. VII Con vivo asombro de Andreína la canción que entonaba su señora era la misma que había oído ya cantar al joven, la primera vez que se dejó oir en el jardín. Clorinda sabíala perfectamente como todas las del Petrarca, del tiempo en que figuraba en Venecia como otra Tulia, ó á guisa de Imperia romana. Quizás nunca en su vida había cuidado Clorinda tanto como enton- ces de dejar satisfecho á su auditorio, y que debió producir el deseado efecto, demostrólo el hecho de no* haber podido acabar siquiera la can- 112 LA MASCARA DE BRONCE ción, pues entusiasmada Andreína y no menos Benedetta que estaba escuchando en secreto atraída por la dulcísima cantilena, vióse Clo- rinda interrumpida por las dos muchachas que se abrazaron á ella presas de un verdadero espasmo filarmónico. Glorinda no pudo disimular la satisfacción que le había causado su triunfo, y en vez de mostrarse enfadada por tan irrespetuoso proceder, dió las gracias á las dos jóvenes, empeñándose modestamente en atri- buir aquella ovación á la bondad de sus oyentes. Retiróse Benedetta y quedó Andreína al lado de su señora, á la cual ayudó á desnudarse. Ya acostada Glorinda, iba á retirarse la doncella, cuando llegaron hasta allí lejanos, aunque bien distintos, los ecos de otra canción del desconocido mancebo que de tal manera transformaba en musical pa- raíso el silencioso jardín del vecino palacio. Suspiró Clorinda, y movida, sin duda, á compasión, exclamó An- dreína: — Vamos, señora... Está visto que Dios os crió al uno para el otro... No contravengamos su voluntad... —¿Qué dices? —Digo... que... pero quizás iriáis á reñirme si os dijese lo que pienso. — Guárdate bien de intentar nada... — No, nada intentaré, pero suelen suceder tales extrañezas... En fin, nada temáis, señora; creo que fiaréis en mi discreción, por mucho que sea la admiración que por vos siento. — Téngote, en efecto, por juiciosa y recatada, Andreína, pero cui- dado... Prudencia, sobre todo... — Descansad, señora... Buenas noches... — Buenas noches, mi querida Andreína. La estancia quedó en silencio, y al poco rato podíase oir la tran- quila respiración de Clorinda, dormida sin que ningún pesado sueño perturbase su sosiego. VIH Andreína, poseída de extraña curiosidad, salióse de la casa en vez LA MASCARA DE BRONCE 113 de imitar á su señora, y fué á colocarse en el portal de enfrente, es- piando el momento en que saldría del palacio de Montan oh ez el joven de la dulce voz, ...Vid que el joven se detenía ante un magnífico palacio de la Via Nuova, cuya puerta se abrió al momento de haber llamado a ella... No tardó mucho en ver cumplido su deseo; abrióse silenciosamente el portillo, y apareció por él un hombre que, después de dar las buenas noches al portero, tomó por la calle abajo. Siguióle Andreína á distancia conveniente para no llamar la aten- ción, y vio que el joven se detenía ante un magnífico palacio de la Via Nuova, cuya puerta se abrió al momento de haber llamado á ella, vol- viéndose á cerrar con no menos rapidez. TOMO II 15 114 LA MASCARA DE BRONCE Retiróse entonces Andreína á casa cíe su ama y durmióse mecida por los más fantásticos sueños. Siempre habia ambicionado interior- mente andar mezclada en amorosas intrigas con altas y poderosas se- ñoras, atribuyéndose el papel que en los libros de caballería desempe- ñaban las confidentes de las Ginebras, Carmesinas, Belermas y Dianas, y veía como por milagro realizado su deseo. Antojábasele á Andreína no fuese Donna Lucrecia una como prin- cesa encantada y veíase ya en expectativa marquesa, ó condesa, cuando menos, si lograba deshacer el encantamiento. Además, no era extraña á la verdad la fascinación que sobre ella habia ejercido Clorin- da, que había puesto especial empeño en atraerse á la joven para con- vertirla en ciego instrumento de sus planes, sin darlo á conocer, sin embargo. La astuta veneciana habia llevado hábilmente á Andreína al extre- mo que hemos visto, dejando á su cuidado el traerle quizás á su pre- sencia al amante de Amparo, pues no dudaba la infiel esposa del conde de Belfiore, que tales debían ser los propósitos de la doncella. Y tales eran, en efecto; tanto, que sin decirle nada á su ama, pre ■ sentábase al día siguiente la entrometida doncella en el palacio donde había visto entrar la víspera al gallardo caballero, y se hacia requebrar por un criado que encontró al subir la magnífica escalera que conducía al piano nobile ó piso principal. — Vamos, dejáos de eso, — replicó la niña, conseguido ya el objeto que la había hecho fijar los ojos en el mocetón,— y sacadme de dudas... Quizás habré cometido alguna torpeza... —Preguntad, prenda. —Decidme, pues, ¿no es este el palacio del noble señor Palla- vicini? —Al lado, al lado, pimpollo... Pero no importa... No os mováis. — ¿Qué he de hacer yo aquí?... Traíale un recado á la condesa... Pero no tengo yo la culpa. He preguntado por el palacio que os he dicho, y se han burlado de mí indicándome este... — Es fácil equivocarse... Este palacio es el de Spinola. — ¡Ah! Un señor muy anciano... LA MASCARA DE BRONCE 115 — Perdonad; un señor muy joven, un gallardísimo capitán de guar- dias italianas al servicio de S. M. el rey de España... — ¡Jesús! ¡Cuán errada andaba yo! Creíame que ese Spinola que decís era un anciano... — Hay otro, que es ese que decís... Mi señor es sobrino suyo. — Gracias... Lo sabré para otro día... — ¿Pero qué prisa tenéis?... . — ¿No os he dicho ya que llevo un recado urgente para la señora condesa Pallavicini? — Vayan enhoramala tales prisas... ¿Sabéis que me gustáis mucho, paisana? — Os burláis, compañero. — Que no me burlo... ¡Vaya! Formalmente... Conque, si fueséis tan amable que no os diese miedo mi figura... — ¿Miedo? Nada de eso... Qué os he de decir yo... — ¡Vos! Pero si sois más bonita... más bonita que la misma novia de mi amo... . — ¡Dios mío! ¡Qué herejía! — Paisanita, os juro que sois la más gentil doncella que han visto jamás mis ojos, los ojos de un hombre que ha visto. muchísimas caras bonitas... aquí y fuera de aquí... Por lo tanto, si fuéseis tan amable que me concediérais el placer de veros otra vez... — ¿Cómo negarme si empleáis razones tan corteses?... Nos ve- remos... —¿Cuándo? —Esta noche, si os es posible. A las ocho. — Mucho que sí... ¿Dónde? — En la Villeíta, pero ya comprenderéis que al daros semejante muestra de confianza es porque creo tratar con un gentil galán... — Gentilísimo, señora mía. ¡Oh, cuánto van á tardar en pasar las horas! — No creáis... Lo malo será que sin duda os cansaréis pronto de esta pobre doncella... —Nada de eso... Veréis hasta dónde llegan mi fidelidad y mi cons- tancia. 116 LA MASCARA DE BRONCE — Veremos, pues. — Hasta la noche. —En la Villetta. Callóse And reina el paso que habia dado, y al dar las siete pidió á Donna Lucrecia la dejase salir por un breve rato á fin de ir á ver á nuestra reverencia madre. Clorinda comprendió que algo llevaba entre manos la doncella refe- rente al amante de Amparo, y sin dar muestras de haber traslucido nada, otorgó bondadosamente el permiso solicitado. Acudió Andreina á la cita; llevó la conversación al terreno que le convenia, mostróse insinuante y capciosa hasta un punto que hu- biera parecido inconcebible á no mediar la circunstancia de haber sido educada en un convento de monjas, y al retirarse á casa así que daban las diez, después de haber permanecido dos horas en los frondosos jardines donde había tenido efecto la entrevista, sabía ya que el joven que tan bellamente habia cantado en el jardín se llamaba messire Guido Spinola, que era el prometido esposo de madona Amparo Mon- tanchez, que iba á desposarse en breve con ella y que los recién casa- dos partirían enseguida para Flandes en cuyo ejército desempeñaba Spinola el mando de una compañía de caballos; que Amparo y él s<-. amaban desde hacía un año, y que el padre de la niña y la segunda mujer de éste veían con el más vivo placer los amores de Amparo. Al despedirse, rogó el criado de Spinola á Andreina, que se dejase ver también allí la siguiente noche, afirmándole que no tendría placer igual que el de desposarse con ella y llevársela también á Flandes como iba á hacer su amo con la bella Amparo. Andreina prometióle que no haría falta la siguiente noche, y corrió á participar á su señora lo que habia resultado de las averiguaciones practicadas. No hay para qué decir lo que se alegró donna Clorinda de la dili - gencia demostrada por la doncella, pero con viva sorpresa de ésta, en vez de insistir su ama en lo de ver si messire Guido se asemejaba tam- bién en la figura al malogrado amante á quien tanto se parecía en la voz, dijola: LA MASCARA DE BRONCE 117 — Andreina, puesto que tan enamorado parece estar de vos el criado de ese caballero, ¿por qué no le proponéis que os haga entrar al ser- vicio de la novia de su amo? — ¡Yo dejaros, señora! — exclamó Andreina asombrada. — ¡Quién sabe si podríais servirme mejor áun haciendo lo que os digo! — repuso Donna Lucrecia mirando fijamente á la doncella. Reinó Un momento de silencio, interrumpido bruscamente por An- dreina, que exclamó: — Entraré á servir á madona Amparo, señora. — Tomad,— repuso donna Clorinda alargándole una bolsa. Dibujóse una extraña sonrisa en los labios de Andreina, y notán- dolo bien la rencorosa veneciana, dijo: — Pensad en la fortuna que hizo en Venecia Cristoforo Gam- betta... — Disponed de mí en cuanto valgo y puedo; señora, — respondió Andreina. CAPITULO VI And reina Secundando los deseos manifestados por su señora, trató de inda- gar Andreína en la siguiente entrevista nocturna que tuvo con Tonino, que así se llamaba el criado de messire Spinola, las probabilidades que tendrían de buen logro «sus ardientes ansias» de entrar al servicio de la futura esposa del amo de su galán. — ¡Cuánta suerte tenéis, amigo mío, sirviendo á tan noble y galante caballero como parece ser messire Guido! — exclamó Andreína, mien- tras se paseaba por los jardines de la Villetta. — Si cupiera la envidia en mi corazón, creed que os envidiara vuestra dicha. — ¿No os halláis bien donde servís? — En punto á comodidades y descanso, ciertamente, pero no puedo resistir la vida que allí llevamos. Mi señora es una anciana devota que no sabe hablar más que de santos y novenas y se escandaliza si alguna vez ve que trato de componerme algo para no parecer tan fea... — ¡Oh, eso no! No necesitáis vos de adorno alguno para ser la más 120 LA MASCARA DE BRONCE bella y encantadora de las genovesas, pero aunque así sea, comprendo á la verdad que debe de seros fastidioso tratar con viejas. Es cosa que yo tampoco podria resistir, pero en fin, siendo honrada gente... — Por demás honrada, no cabe duda, pero también por demás tris- tona y huraña. Allí no se permite reir ni hablar... Peor que en un con- vento... ¡Y qué de ayunos y que de rezos!... Las rodillas tengo echadas á perder á puro estar de hinojos... Y la poca libertad que una tiene... ¡Flojo sermón va echarme la señora cuando vuelva á casa!... Ayer, creed que... pero todo lo doy por bien empleado... — ¡Qué! ¿Os riñeron? — Pe un modo atroz... ¡Pobre de mí! Pero... de nada se hacen cargo... Quieren que yo, joven y á Dios gracias, nada mojigata, haga la vida que hacen ellos, que no ponen casi nunca los piés en la calle, encerrados en aquellas cuatro paredes... — ¡Qué escucho! ¡Pobrecilla! Es preciso, indispensable, que cambiéis de casa... Vais á moriros haciendo esa vida tan retirada... La verdad es que yo abrigo el convencimiento de que al punto de haberos visto tenia que enamorarme de vos, y no habiendo sucedido esto hasta ayer, claro está que hasta ayer no aparecisteis á mis ojos por primera vez. Poco os dejáis ver, en efecto... Conozco yo todas las jóvenes de vuestra clase que hay en Génova y sus contornos... Sólo vos faltabais. — Entonces mal me habrá de ir con vos, porque estando tan al corriente de los buenos palmitos, no podréis dejar de entrar en compa- raciones y á la fuerza os he de parecer feísima. — Jamás, creedlo. Por comparación hablo; no hay en todo Génova una doncella que pueda atreverse á competir con vos en lindo rostro, en gracioso aire, en elegante modo de vestir y más que nada, en discre- ción y buen pico. — ¡Jesús, Tonino! ¡Qué lisonjero sois! Bien se ve que se os ha pe- gado mucho la cortesanía de vuestro amo... Pero, en fin, esto me prueba que á lo menos os merezco yo algún interés. — ¡Alguno! Decid un interés inmenso... Como que quisiera haceros... reina. —¿Tanto? LA MASCARA DE BRONCE 121 —Ni más ni menos, pero ya que no pueda ser esto de momento, ruégoos os contentéis, por ahora, con ser camarista de mi futura ama. — ¿Camarista, ó camarera? — Es lo mismo. Bastará que desempeñéis vos un servicio cualquiera para ennoblecerlo. — Gracias. ¿Pero no os parece que sois muy fácil en prometer? — Estoy cierto de que no lo soy. Messire Guido no me ha negado jamás lo que le he pedido y no habrá de faltar á su costumbre esta vez, cuando se trata de una cosa que me interesa á mí soberanamente. Le diré, pues, que la mayor recompensa que puede darme, el regalo de bodas que más habré de estimarle, será que mi Andreína entre de camarera en casa de madona Amparo, y mi amo ¿qué ha de hacer? se lo dirá á su novia, y su novia ¿qué ha de contestarle? le responderá que sí... — ¿Os parece? —Sin ningún género de duda. — Permitidme que os manifieste ahora, Tonino, que á pesar de no dudar que vuestra intención es proporcionarme una buena casa, qui- zás no me convendrá. —¿No? ¿Por qué? — ¿Yo que sé que clase de personas son los ames que pensáis desti- narme? y no lo digo en cuanto á su honradez y representación, ¡oh, eso no! sino porque quizás tengan un carácter que no se avenga con el mío. — ¡Callad, por Dios! No podéis imaginaros más amables señores que ellos... Madona Victoria es una santa; madona Cósima un ángel y madona Amparo un serafín. — Sí, pero habrá también allí algún caballero... — Verdad que sí, pero dudo que jamás debáis tener con él trato alguno... Además de que hombre más noble y gentil que el rico señor Montanchez no es fácil encontrarlo en toda la ciudad. — Siendo así, no sabré como corresponder al beneficio que me ha- bréis procurado. Podéis decir que pueden informarse de mi conducta en el convento de la Annunziata donde me he educado. tomo n 16 122 LA MASCARA DE BRONCE —Yo os garantizo, Andreína, que ni por un momento habréis de arrepentiros de haber entrado en la casa de que os hablo. Mañana por la noche podré daros, sin duda, la grata noticia de que podéis abando- nar ya á esa beatísima gente á quien servís ahora. Separáronse los dos criados y Andreína corrió á participar hDonna Lucrecia las seguridades recibidas de poder introducirse cuanto antes en la morada de madona Amparo. II Al verse á la siguiente Tonino y la doncella díjole aquél: — Todo ha quedado arreglado. Mañana os podéis presentar en casa de la novia de messire. Seréis su camarera. He dicho que yo respondía de vos y que á más y mejor podían enterarse de vuestras inapreciables circunstancias en el convento que me indicasteis. — Gracias, Tonino... Pero... ¡qué miedo tengo ahora! Quizás no ser- viré yo para tan delicado cargo... — ¡Eh! De sobras. Bien se ve que no cede en nada vuestra inteligen- cia al hechizo de vuestro rostro... — No volvamos á las andadas... En fin, trataré de cumplir lo mejor que pueda... ¡Oh, sí! ¡Qué vergüenza, si fuera á haceros quedar mal, después de deberlo todo á vuestra recomendación! — Vuestra modestia acaba de haceros más adorable á mis ojos... Pero, no hablemos ya más de esto... Decidme... ¿me queréis mucho?... No... ¿me quieres mucho, Andreína? — Os burlaréis de mí, si tan pronto os confieso la verdad... — ¿A qué andarte con repulgos? Dime... — Sí... te quiero mucho, pero mucho, muchísimo, Tonino.... Ya desde entonces la conversación tomó un carácter amatorio exa- gerado, prolongándose hasta muy entrada la noche la plática de aque- llos Romeo y Julieta de escalera abajo. Por fin, pudo librarse Andreína de las elocuentes declamaciones de su amador, y fuése á participar á su señora la fausta nueva de haber alcanzado lo que pretendía. LA MASCARA DE BRONCE 123 III Era ya bastante entrada la mañana, cuando Andreína se presen- taba en casa de Montanchez. Recibióla madona Victoria y condújole á la estancia ocupada por Amparo, la cual se hallaba en aquel momento concluyendo de ves- tirse. — ¿Sois vos la joven de quien nos habló ayer messire Guido?— pre- guntó la bella nina. — Sí, señora, — respondió Andreína con aire modesto, pero que no excluía cierta gracia. — No dudo que, viniendo recomendada por él, habré de quedar muy satisfecha de vuestros servicios,— repuso Amparo. — Creed, señora, que éste será mi deseo más ardiente; pero os rue- go os dignéis dispensarme si al principio no acierto á hacer, las cosas tan bien como debería. — De seguro que todo habréis de desempeñarlo á mi gusto... Podéis comenzar ya, desde ahora, á hacer algo... A ver cómo me arregláis el cuarto entretanto voy á dar los buenos días á mi padre. Salió Amparo del aposento, y quedó sola en él Andreína. No era, por cierto, muy dificultosa su tarea. El cuarto, de estilo ogival y forrado de cuero, era sencillísimo: una cama de madera dorada, cubierta por blancos cortinajes; algunos cuadros religiosos, cornucopias, sillones, taburetes, un laúd y, sobre una mesa, una arquilla de nogal. El dormitorio tenía un balcón que salía á una terraza, rodeada de macetas. Andreína procedió á levantar y hacer la cama, puso en orden los muebles y dejólo en breve tiempo limpio y aseado todo, cual el cama- rín de una Virgen. Ya en esto había vuelto Amparo, la cual no pudo menos de demos- trar su satisfacción por la diligencia de su nueva camarera. — Voy á vestirme,— dijo la niña,— y tú me ayudarás... Ven; te en- señaré ahora las ropas y vestidos, para que sepas cuáles son cuando te los pida. 124 LA MASCARA DE BRONCE Andreína siguió á su señora á otro aposento, donde había dos vas- tos cofres y un colosal armario de roble tallado, flanqueado por dos cariátides. — Ahi tienes,— dijo Amparo, abriendo uno de los cofres, — corsés... calzas... cuellos... camisas... — ¡Jesús! — exclamó Andreína, al notar la profusión que de todo lo enumerado había allí, separado entre sí por varias divisiones. —En este otro están las mudas para las manos, guantes, zapatos, chapines... — ¡Hay aquí un tesoro! — repuso Andreína.— ¡Jamás hubiérame po- dido figurar yo cosa igual! — Ahora verás los vestidos, — dijo Amparo, abriendo el armario. No fueron menores las demostraciones de asombro de la doncella á la vista de lo que contenía el armario de lo que fueron al enterarse de lo que encerraban los dos cofres. — ¿Te has hecho cargo de donde está todo? — dijo Amparo. — Perfectamente, señora, — contestó Andreína. — A ver si cuando te pida una cosa sabrás encontrármela al mo- mento. Vistióse Amparo, para acompañar á misa á madona Victoria, y pudo convencerse de que la nueva doncella que había tomado á su ser- vicio, era una verdadera alhaja. — ¿Me permitiréis, señora, salir á ver á una tía enferma, mientras os halláis fuera?— dijo Andreina á Amparo. — Podéis hacerlo, ciertamente, — contestó la joven. — Yo estaré de vuelta al mediodía. — Aquí estaré ya entonces. Poco después de haber salido tía y sobrina, hízolo Andreína, en- caminándose precipitadamente á casa de su antigua ama. Donna Clorinda recibió con las mayores muestras de cariño á su fiel servidora, informándose minuciosamente de todos los pormenores que había podido observar Andreína relativos al interior de aquella casa, y dándole á la astuta hermana de Benedetta ciertas instrucciones sobre lo que convenía indagar antes de realizar el plan que la intrigante veneciana se había forjado para vengarse de Montanchez. LA MASCARA DE BRONCE 125 Era preciso que Andreína se enterase de las horas en que entraban y salían el padre de Amparo, el novio de ésta y los criados, y, sobre todo, que procurase averiguar la fecha cierta en que debía celebrarse el casamiento. Después, ya se vería lo que tocaba hacer. La doncella, vuelta á casa á la hora prometida, trató de cumplir lo más brevemente posible las prevenciones de Donna Lucrecia, y al vol- ver al siguiente día, en la misma ocasión que la víspera, pudo dar á Clorinda razón cumplida de cuanto deseaba ésta saber: Montanchez salía poco y eso únicamente para inspeccionar lo que se hacía en sus almacenes, pues, según dijimos ya, Montanchez había abandonado las glorias de la guerra por las pacíficas tareas del comercio, siendo considerado á la sazón como uno de los más poderosos y honrados ca- pitalistas genoveses. — El amo, — decía Andreína, — sale de casa á las nueve y vuelve al mediodía, y por la tarde hace lo mismo de tres á cuatro, en cuya oca- sión le acompaña madona Cósima. A las ocho de la noche viene el novio y no se marcha hasta las doce. Los criados se acuestan todos á las diez, menos el portero que espera á que salga el caballero Spinola para abrirle la puerta, yéndose con él Tonino que le acompaña casi siempre. En cuanto al casamiento se celebrará la vigilia del día de San Juan, es decir, dentro ocho días. —Gracias por tu diligencia, — exclamó donna Clorinda, — y para que veas que sé recompensar bien á los que me son leales, acepta esta pe- queña muestra de mi agradecimiento, — diciendo lo cual puso la vene- ciana una bolsita de oro en manos de Andreína, que contestó al pre- sente haciéndole á Donna Lucrecia las más ardientes protestas de ciega sumisión. Así transcurrieron tres días, durante los cuales procuró la doncella conquistarse la voluntad de Amparo, al par que no faltaba, á la hora convenida, de ir á participar á donna Clorinda cuantas observaciones podía recoger. Transcurrido el espacio de tiempo que hemos dicho, y como An- dreína le manifestara á su dueña de incógnito que aquella noche debía celebrarse una brillante reunión en el palacio Spinola á la cual concu- 126 LA MASCARA DE BRONCE rriría la familia toda de Montanchez: él, su esposa, su hija y su her- mana, dijole Clorinda: — Bien está. Aprovéchate de la ausencia de los dueños y trata de sacar el molde de la llave de la puertecilla del jardín y de la puerta de la casa que da al mismo. — Veré de conseguirlo, — respondió Andreína. — ¿Penetrando por esa puerta puede subirse al primer piso? — Sí, señora; pero debo advertiros que si penetrara en el jardín algún desconocido, podría costarle caro á no tomar antes las debidas precauciones, pues de noche se deja suelto un ferocísimo mastín capaz de hacer trizas á la persona sobre quien se arrojase. — ¡Bah! Tú cuidarás de que no pueda causar daño... — Cuidaré de ello, señora; vos me diréis cuándo. — Sí; te lo diré á su tiempo. Las dos mujeres cruzaron una mirada que hubiera hecho estre- mecer á cualquiera que se hubiese apercibido de ello; claramente se veía que aquellas dos perversas criaturas, movidas respectivamente por el encono y la codicia, se comprendían admirablemente. Y aún profundizando más en el corazón de Andreína, hubiérase encontrado quizás que no era solamente el ansia del lucro lo que la movía á servir de instrumento á la veneciana, sino también cierta maldad ingénita y como una malvada envidia de la belleza, la dicha y la bondad de Amparo. IV Daban las diez de la noche cuando Montanchez y las tres damas que en su casa moraban abandonaban su palacio de la calle de San Lorenzo para trasladarse al de Spinola, en la Via Nuova, acompa- ñados de algunos criados. Andreína quedó en la casa, instalándose en el recibimiento con dos ó tres camareras y el portero; todos ellos de madura edad. — Podéis retiraros á descansar si queréis, — dijo Andreína á sus com- pañeras.— Yo quedaré esperando á los señores, pues estoy muy des- velada. LA MASCARA DE BRONCE 127 No se hicieron repetir dos veces la proposición las interpeladas, y así pudo quedar Andreína dueña del campo. — Esperad, — dijo al ver que el portero se disponía á imitar á las criadas...— ¿No podríais bajar al jardín y sujetar al perro? Me han en- trado deseos de pasearme un poco por allí. —Voy enseguida, pero ¿cómo lo haremos para volverlo á soltar? — Podéis retiraros á descansar si queréis,— dijo Andreína a sus compañeras. —Vos mismo; en cuanto esté cansada de dar vueltas os llamaré, si es que no queréis hacerme compañía... — Gracias; eso de pasearse á la luz de la luna ^se guarda para vos- otras las muchachas que sueñan á todas horas con amoríos; yo soy ya demasiado viejo para exponerme á pillar un constipado ó un dolor de cabeza cuando menos. En otros tiempos, cuando hacía con el amo la vida de mar, ¡qué si quieres! Ni una roca era más fuerte que este pe- cador, pero ahora, lleno de alifafes" y cargado de años, un soplo basta para derribarme... —No es tanto como decís, Ramiro.— Fuerte y ágil os veo todavía, y capaz de deshancar á más de cuatro Gerineldos... 128" LA MASCARA DE BRONCE — ¿Estás soñando, chiquilla? — Ciertamente que no; bien despierta estoy. — Entonces te burlas de este hombre medio baldado y á fe que ha- ces mal, pues no gasto yo mucho humor para aguantar burlas. — Está visto que no se os puede decir entonces que sois lo que en verdad sois; os llamaré, pues, siempre feo y viejo, ya que eso parece que os agrada... ¡Ea! sujetadme al perro y dejad que pasee sola, yaque tan hosco os habéis mostrado conmigo. — ¡El diablo cargue con todas las de tu ralea! — murmuró el portero al disponerse á cumplir el encargo de la doncella. — ¡Con Satanás char- larían esas mozuelas mientras las echase flores! Al poco rato compareció Ramiro y con el gesto avinagrado que le era habitual, gruñó, mejor que dijo: — Puedes bajar ya sin miedo de que se te coma el perro... — Gracias, viejo. Sois un amabilísimo compadre. V Andreína bajó al jardín y después de haber dado por él algunos rodeos, dirigióse á la puertecilla que se abría en un desierto callejón; estaba puesta la llave, y sacando un pedazo de cera, amoldóla en él, después de lo cual volvió á introducirla en la cerradura. Enseguida acercóse al cubil donde estaba sujeto el mastín, el cual lanzó furiosos aullidos al rumor de los pasos que percibía, y trató de aquietarle arrojándole cierta pitanza, aunque en vano, pues el animal ni por un momento cesó de ladrar. Cansada sin duda de tomar el fresco, ó importunada por los aulli- dos del perrazo, volvió Andreína á entrar en la casa, y aprovechándose de la ausencia de testigos, repitió con la llave de la puerta la misma operación que había practicado con la del postiguillo. Al encontrarse de nuevo en el piano nobile vió que el portero se había retirado al cuchitril que ocupaba en el portal. Bajó, y avisóle de que podía volver á soltar al mastín. —Mandas como si fueras aquí la dueña,— murmuró el cancerbero. LA MASCARA DE BRONCE 129 — ¡Oh! no digáis eso, Ramiro,— respondió zalameramente Andreí- na. — Dios me libre de permitirme la más ligera libertad; sólo que ya veis: vos no estáis para charlar y yo no sé cómo pasar las horas... — Podías rezar. — Pues es verdad; á rezar voy, señor Ramiro. Separáronse el anciano y la doncella, quedando el uno en su porte- ría y retirándose la otra á su dormitorio, donde en vez de rezar se entretuvo agradablemente en el recuento de las monedas que le había entregado Clorinda, resultando poseedora de trescientos escudos. En tales entretenimientos le encontró la llegada de Montanchez y las tres damas que con él moraban. Resplandecía la más inefable satisfacción en el semblante de Am- paro; la niña, magníficamente ataviada, permaneció algún rato á solas en su gabinete sin llamar á Andreina. ¡Y cuán dulces eran los pensamientos que en tropel se agolpaban en su mente! Aquella noche habia sido ciertamente una de las más felices de su vida; en torno suyo oía zumbar mil rumores de la admi- ración que causaba su belleza, mil bendiciones por lo que se sabía de su bondad. Guido Spinola, venturoso, llevábala del brazo á través de los salones soberbios del palacio y no había cabeza que no se doblase, ni labios que no sonriesen, ni ojos que no mirasen con cariño al pasar ellos. Montanchez, radiante de alegría, apostábaselas en gallardía con los más jóvenes; ¡quién sabe si era allí el más feliz de todos! Pronto serían esposos ella y su amado; ya Génova la conocía y admiraba; su primera aparición había sido un triunfo. ¡Y que de ho- nores! El dux... habíala invitado á bailar la primera contradanza, di- ciéndole que consideraba como su más digno sucesor á Guido. De pronto una nube de tristeza nubló el semblante angelical de Am- paro... ¡Ah! ¿Porqué su madre no había podido ser testigo de su di- cha? Esto era lo único que la había faltado para su felicidad com- pleta... ¡Triste suerte la de la humanidad la de tener que encontrar siempre las heces del dolor en el fondo de la dorada copa de la dicha! TOMO II 17 130 LA MASCARA DE BRONCE VI Por fin, como si volviera en sí de arrobador ensueño, llamó Am- paro á su doncella. — Señora, — exclamó Andreína, — por la vida de mi madre os juro que sois la más encantadora novia que jamás se haya visto en Génova. ¡Oh, qué hermosa! ¡qué divina estáis! — Gracias, niña,— contestó Amparo.— No valgo ciertamente lo que tú te figuras; á centenares hay en Génova, jóvenes que me aventajan en belleza y distinción. No las envidio sin embargo; contentóme con admirarlas, y para mí tengo bastante con saber que soy buena para con todos. — ¡Y tanto, señora! De mí se decir que jamás sabré cómo corres- ponder á las bondades que me dispensáis. — No tiene eso nada de particular... Pero, estoy fatigada y tengo deseos de descansar cuanto antes. ¡Ea! ayúdame á desnudar. Andreína, sin replicar, puso manos á la obra, que era verdadera- mente más trabajosa de lo que hoy en día pudieran figurarse nuestras elegantes, tantos eran los innumerables alfileres de que iba prendida la bella novia y la complicada vestimenta usada en aquel tiempo. Hay que reconocer que en este concepto se ha adelantado mucho, siendo una cosa sencillísima la más emperifollada toilette moderna en compa- ración de las del último tercio del siglo xvi. Terminado el deshabillé, como decimos hoy, retiróse Andreína, y creyendo cuerdamente que su señora se levantaría tarde, ya que átales horas se había acostado, resolvió presentarse en casa de Donna Lu- crecia á las primeras de la mañana. Donna Clorinda recibióla inmediatamente, escuchando con el más vivo interés las hazañas realizadas la víspera por Andreína. — ¿Conoces tú algún cerrajero que no tuviese inconveniente en construirnos dos llaves, guiándose por el molde en cera que has sacado? — Creo que sí,— respondió Andreína. LA MASCARA DE BRONCE 1 3l — Ruedes aceptar el precio que te pidan. Hasta cien ducados. — No estará de más eso. En fin, sea como quiera, yo os prometo que esta noche estarán en vuestro poder dos llaves idénticas á las de las dos puertas del jardín. — Bien te portas, Andreína, y cree que no tendrás motivos para que- jarte de mi reconocimiento. —Con lo que habéis hecho hasta ahora, téngomepor sobradamente pagada, señora. — Pues no es nada lo que te he dado en comparación de lo que te espera. Andreína bajó modestamente los ojos y dió las gracias á Donna Lu- crecia con un respetuoso movimiento de cabeza. Despidióse de su «protectora» la ladina genovesa y enderezó sus pasos hacia la calle de San Cristoforo, donde entró en la tienda de un cerrajero. — ¡Ah! ¿Tú por aquí, Andreína? — exclamó un joven oficial que á la sazón se hallaba solo, trabajando. — Yo misma, Zannetto. Vengo para, un asunto urgente. — Ya sabes que no tienes mas que hablar para que lo deje todo y me ocupe en lo que me mandes. —Gracias... Pues venía de parte de una persona cuyo nombre no hay para que te diga, con la pretensión de que al momento me hagas dos llaves. — Nada más fácil. ¿Cómo las quieres? — Han de ser como las que se perdieron... Aquí tienes los moldes. Y Andreína mostró al artífice la cera en que estaban impresas los dientes de las dos llaves. — Es raro lo que me pides, — exclamó Zannetto. — Si las llaves se perdieron, ¿cómo pudiste sacar el molde? — La persona de quien te hablo tiene la costumbre de marcar en cera la forma de las llaves por si se le pierden. — ¿Qué más que ver la cerradura? — Pues no sé... Será tal vez para que no tenga que entrar ningún hombre en su casa. ¡Vive tan retirada! 132 LA MASCARA DE BRONCE — ¡Ah! ¿Luégo es una mujer? — Una verdadera penitente. No se porqué no se mete monja; aun- que de fijo que no podría entonces hacer sus penitencias con la liber- tad que ahora. — ¿Y de dónde son estas llaves? — La una es la de un sótano, en el cual la penitente que te digo permanece en los más rigurosos días del invierno y la otra es de un desván, donde va á habitar en lo más fuerte del verano. — ¡Ah! ¡Extraño caso! — Es extraño en todo esa persona. Ya ves... — Quedo completamente tranquilo con las explicaciones que me has dado y puedes pasar esta noche á recoger las dos llaves. — No faltaré, Zannetto. VII Satisfecha Andreína del resultado de su diligencia volvió al palacio de la calle de San Lorenzo: no la había llamado todavía su señora para que la vistiese, de lo cual se alegró mucho. Pero aún se alegró más cuando al poco rato de hallarse de regre- so á la casa donde servía de doncella á Amparo se presento Tonino, de parte de messire Spinola, con un recado para el señor Montanchez. — No está el señor, — díjole Andreína, — pero si quieres ver á mado- na Cósima... — Me es igual verla á ella ó verte á tí, se entiende, en materia de lo que se trata ahora, que es únicamente entregarle esta carta al dueño. — Está bien. Dame. Tonino, sin preocuparse gran cosa de lo que hacía, entregó la carta á Andreína. — La pondré en sus manos así que vuelva del puerto, — dijo la don- cella. Andreína hizo un movimiento como para retirarse pero no pareció que el confiado emisario tuviese tanta prisa como la doncella, por cuanto en lugar de despedirse, exclamó mirando muy tiernamente á su interlocutora: LA MASCARA DE BRONCE 133 — ¿Sabes Andreína que de cada día te pones más guapa? — Galantería tuya, Tonino... Pero tienes que dispensarme... Me es- tán llamando... —No lo creo... ¿Quién ha de llamarte? Supongo que madona Am- paro estará durmiendo todavía... Después de la zambra de esta noche de fijo ha de estar cansadísima. —Me llamaba madona Victoria... Pero dime, ¿conque ha estado muy animada la fiesta? — Esplendidísima. Sólo faltabas tú, y á fe que se me extraña no ha- yas querido seguir á tu señora. — A habérmelo dicho, no me hubiera hecho de rogar ciertamente, pero no podía yo mostrarme quizás impertinente suplicándola que me llevara con ella. Mas, dejemos eso, y ya que no he podido ir, cuénta- me, tú, algo de como estaba tu casa. — Hecha un paraíso, un verdadero paraíso. ¡Qué de señoras y caba- lleros! ¡Hasta el dux! Pero hay que confesar que nadie brillaba como madona Amparo; todas las miradas eran para ella. —¿Y para tu señor?... — Claro está que las compartía con su novia. ¡Buen bocado se lleva messire Guido, pardiez! —¿Conque, todo fué alegría y placer? — Todo, absolutamente todo; únicamente yo andaba por allí un tanto alicaído; claro está, faltábale la luz de mis ojos, la estrella de mi vida... — ¡Bah! Otra vez será. — Ciertamente; no podrás faltar en manera alguna el día de la boda. ¡Buena velada de San Juan vamos á pasar, ¿eh? — ¡Ah! No me hagas pensar en ello... Cuento impaciente los minu- tos que faltan hasta entonces. —¿De veras? — ¿Acaso soy yo capaz de decir una palabra por otra? Aunque seas tan malo y no te merezcas que yo pene por tí de tal manera, ello es que... pero no me hagas hablar más... Y ahora si que adiós... Me va á reñir madona Victoria. 134 LA MASCARA DE BRONCE — Adiós, pues, reina mía... Hasta esta noche. Apenas se hubo retirado Tonino corrió Andreína al cuarto que ocu- paba, cerca del de madona Amparo, y después de cerrar bien por dentro abrió con gran cuidado la misiva. ...abrió cou grao cuidado a misiva. Hay que decir que las buenas monjas de la Annunziata habíanle enseñado á leer y escribir, además de otras no menos apreciables ha- bilidades. En cuanto á la de abrir las cartas, claro está que la había adquirido por su cuenta. Desdoblado el papel leyó la doncella lo que sigue: «Mi respetable señor: Por ignorado conducto acabo de saber que se encuentra en Ge- LA MASCARA DE BRONCE 135 nova cierta aventurera veneciana que no parece tenga grandes mo- tivos para estaros reconocida. Vivid prevenido, pues, así como procu- raré estarlo yo también. Siempre vuestro, Guido Spinola.» Andreína volvió á cerrar la carta y salió apresuradamente en busca de madona Cósima á fin de entregarle á ella la epístola. Al recibir de la camarera la orden de pasar adelante, vió que estaba con la esposa de Montanchez una mujer de no vulgar belleza, vestida á usanza de las menestralas de Florencia. — Han traído esta carta para el señor de parte de messire Guido, — dijo Andreína, inquieta, sin saber por qué. —Dádmela, pues, — contestó Cósima. La doncella entregó la carta y se retiró al momento, turbada por la mirada que la desconocida había fijado en ella. VIII Por la noche salió Andreína, después de haber pretextado la acos- tumbrada excusa de hacerle una visita á la tía enferma. Dirigióse á la calle de San Cristoforo en busca de las llaves, y una vez las hubo reco- gido, de nuevo dirigió sus pasos á la de San Lorenzo á fin de ponerlas en manos de Botina Lucrecia. Pero como Andreína no era ningún Argos, no pudo repararen una sombra que la había ido siguiendo desde que salió del palacio de Mon- tanchez hasta que entró en la morada de la falsa condesa de Lerici. — Señora, — exclamó Andreína así que Clorinda la hubo recibido en su gabinete, — ahí tenéis lo prometido. — Perfectamente,— contestó ella. — Todo va bien. — No tanto como os figuráis, quizás. — ¿Eh?— exclamó Clorinda sin poder ocultar su sobresalto. Y la doncella enteró á la dama de la carta recibida aquella mañana, sin ocultar el extraño malestar que la había producido la manera como le había mirado la desconocida que encontró departiendo con madona Cósima. Clorinda después de reflexionar un rato, dijo: LA MASCARA DE BRONCE — Es preciso apresurar el golpe. Hoy mismo... Explícame bien el sitio que ocupan los dormitorios de Montanchez, de Cósima y de Am- paro. Andreína le dió los más minuciosos pormenores sobre loque desea- ba saber. — Está bien, — respondió Clorinda. —Y ahora ¿no me diréis ya de qué se trata?— repuso la doncella. — No es cuenta tuya. Se ha acabado ya la parte que te tocaba des- empeñar. Solamente he de advertirte que si esta noche oyes ruido, no tienes por qué sobresaltarte. ¡Ah! Se me olvidaba una cosa... Cuida de echarle esto al perro... Y Clorinda entregó á Andreína un paquete. — Se lo echaré desde la terraza; es fácil que no acercándome lo tome. — Esto simplificaría la cuestión, — dijo Clorinda. — ¿Cuándo hemos de vernos ahora? — repuso Andreína. — No vuelvas aquí ya, — respondió la dama. — Pasado mañana me encontrarás al anochecer en la capilla de San León, en la Annun- ziata. — Está bien, señora, — murmuró la doncella. Clorinda la hizo seña de que se retirara, á lo cual obedeció la don- cella en cuyo pecho había nacido de pronto honda intranquilidad. IX A poco de haber regresado Andreína á su casa entraron en ella messire Guido y su criado. Tonino fué enseguida en busca de su ninfa, pareciendo sorprendido de la distracción que demostraba. — ¿Pero qué tienes esta noche? — exclamaba el enamorado lacayo. — ¿No me contestas? —¿Pues cómo quieres que esté? ¡Como siempre!...— repuso ella en tono un tanto desabrido. Si aquella pareja hubiese podido presenciar lo que ocurría entre LA MASCARA DE BRONCE 137 Amparo y Spinola, hubiera visto que tampoco pasaban las cosas como de costumbre, pues apenas hubo cruzado el novio algunas frases con su bella prometida, dejóla para ir á departir con Montanchez, con quien permaneció encerrado largo rato en compañía de Cósima y de la desconocida que tanta impresión había causado en el ánimo de An- dreína. La sorpresa de Andreína fué extrema cuando, al dar las doce, no se retiró messire Guido, como acostumbraba todos los días. Aquello le pareció ya á la doncella de harto mal presagio, y de buena gana se hu- biera largado bonitamente, á no haber hallado cerrada la puerta de la calle y no ocurrirsele pretexto alguno para motivar su salida á aquella hora. — Pero, ¿no os vais hoy? — díjole Andreína á Tonino, sin poder ocul- tar su impaciencia. — Tanto mejor, prenda mía, — respondióle el enamorado galán. — Así podré permanecer por más tiempo á tu lado. — ¡Es extraño! — insistió la doncella. — Allá ellos, — contestó filosóficamente el lacayo. X Dió la una. Reinaba en la casa sepulcral silencio. De pronto, recordó Andreína la recomendación de Donna Lucre- cia para que arrojara al perro el contenido del paquete que le había entregado, y, pretextando la primera explicación que le vino á las mien- tes, salió á la terraza y arrojó al perro, al que vió vagar por el jardín, un pedazo de carne. Esperó breves momentos, pero retiróse corrida, al ver que el can no había hecho, al parecer, caso alguno del agasajo con que pretendía obsequiarle. Entonces, verdaderamente inquieta, volvió al aposento donde ha- bía dejado á Tonino. — Está visto que no os vais á marchar esta noche, — dijo con aspe- TOMO II 18 138 LA MASCARA DE BRONCE reza la doncella. — Dispénsame, pero me voy á dormir... No puedo te- nerme de sueño. — Como quieras, reina mía, — contestó Tonino. — Puesto que me de- jas, ¿qué remedio? Procuraré consolarme pensando que soñarás con-r migo. — Sí... Probablemente, contigo soñaré, — replicó ella. Andreína retiróse á su dormitorio, pero no fué, ciertamente, para entregarse en brazos de Morfeo, sino para dar rienda suelta á su de- sesperación. Sin saber por qué, veíase perdida, y deshacíase en amargo llanto. Cuando mayores eran sus sollozos, que á duras penas conseguía hogar, estremecióse al oír el cercano ruido de algunos tiros. Tembló la joven como una azogada, pero más aún al oir que Cósima llamaba á su puerta. Largo rato tardó en decidirse á abrir la desdichada, hasta que, al fin, y en vista de la repetición de los golpes, franqueó la entrada. —Seguidme,— dijo Cósima. Andreína, aterrada, obedeció á la dama, que la condujo al gabinete en que la había entregado la carta de messire Guido. Estaba el aposento débilmente iluminado, y apenas distinguió la doncella las personas que allí había reunidas. — ¿Conocéis á esa mujer, Andreína? — exclamó la esposa de Montan- chez, señalando á una persona oculta en lo más sombrío de la es- tancia. La doncella miró hacia donde le señalaba Cósima, y no pudo repri- mir un grito al ver á Donna Lucrecia. — ¡Perdón! — exclamó la genovesa. — Aparta, miserable, — gritó donna Clorinda. — ¡Me has vendido! — No lo creáis, señora condesa, — replicó una voz que Andreína reconoció al momento por la de la desconocida que tanto le había im- presionado la mañana anterior. —¡La Michelotta!— exclamó Clorinda con espanto. CAPITULO VII La justicia de Montanchez ¿Qué había ocurrido? Impaciente donna Clorinda por llevar á término cuanto antes la venganza que meditaba, habíase apresurado con sobrada imprudencia á dar el golpe. Así como Andreína la había servido de instrumento para enterarla de las interioridades de casa Montanchez y procurarla las llaves del jardín y de la puerta trasera del palacio, Benedetta había tenido á su cargo el proporcionar algunos testaferros indispensables para realizar el crimen. La hermana de Andreína mantenía relaciones, sobre cuya licitud no cabía asegurar nada, con cierto carpintero de ribera, jayán de marca mayor, conocidísimo en todos los garitos de Génova no menos que en el astillero. Al tal se dirigió en demanda de su fuerte brazo y del de algunos 140' LA MASCARA DE BRONCE compañeros que quisiesen acompañarle en la ncble empresa de man- dar al otro mundo á tres ó cuatro cristianos. El jayán accedió de muy grado á lo que la muchacha le pedia y juró por sus dioses, que ó lleva- ría á feliz término la cosa, ó se declararía indigno de llevar para nunca más faca al cinto. Con tan halagüeñas promesas fué Benedetta á su ama, cuya alegría no reconoció límites. Una vez en su poder las llaves, díjole Clorinda á la muchacha: — Anda á avisar enseguida á tu novio, que se presente aquí con los suyos. Esta noche se decide nuestra suerte. Benedetta púsose en camino al momento hacia el astillero y parti- cipó al jayán las órdenes recibidas. —Al dar la media noche estaremos en tu casa yo y mis cuatro ca- ntaradas,— contestó el carpintero. Y cumplió caballerosamente su palabra. A las doce recibía Clorinda á los cuatro bravi. — Gracias por vuestra exactitud, amigos míos, — exclamó la dama. — Voy á enteraros de lo de que se trata. A corta distancia de esta casa moran unos españoles de quienes tengo mortales agravios recibidos. Ellos han sido para mí la causa de las más terribles desventuras. Me asesinaron á mi marido... — ¡Horror!— exclamó el jayán. — Me sumieron en la ruina... — ¡Pobre señora!— dijo otro. — Hicieron que me desterrasen de Venecia... — ¡Qué iniquidad! — Y, por fin, cuando estaba en vísperas de ser nuevamente feliz, se han interpuesto en mi camino y no han parado hasta arrebatarme la última esperanza que me quedaba, el último consuelo. . —Esto no tiene perdón de Dios. — Ya veis, pues, si tengo motivos sobrados para desear una ven- ganza terrible, sangrienta. — Es natural, justísimo. — Para ello nos introduciremos en la casa; todo está dispuesto ya LA MASCARA DE BRONCE 141 para verificarlo sin el menor peligro. Entraremos por el jardín y sin dificultad alguna nos hallaremos en las habitaciones. Tres personas han de caer al filo de vuestros puñales. —Mirad, — respondieron los testaferros, sacando de sus fajas sen- dos cuchillos de enormes dimensiones. — La cosa se hará con el mayor silencio. Cada uno de los que deben caer á vuestros golpes ocupa distinto dormitorio. Son dos muje- res y un hombre. — No importa que haya un hombre también, — dijo uno de los bra- vi. — Somos cuatro. Pero ¿y si nos salen los criados? —No hay más que dos que duermen abajo en el zaguán. Viejos ya. — Más vale así. —Pero aunque fueran diez. ¿Acaso tendríais miedo? — ¿Miedo? — exclamaron los jayanes, levantándose y empuñando los cuchillos cual si fueran á ponerse en guardia. —Ya sé que no lo tenéis, — repuso Clorinda.— Quería deciros que confío en vuestro valor aunque debieráis batiros uno contra tres, tanto más en cuanto seremos cinco contra uno. — ¿Vos iréis delante?— dijo el jayán. —Si. Quiero estar presente en cada una de las... venganzas. — ¿Sabéis el camino? — Perfectamente. — No hay pues que hablar más. Os seguiremos y cuando nos digáis ¡herid! heriremos. — Gracias, valientes, — respondió Clorinda. Reinó un breve silencio que interrumpió la dama diciendo: — ¡Ah! Bueno será que antes de salir bebáis algunas copas. — Eso os íbamos á pedir precisamente, — contestó uno de los bravu- cones. — Trae botellas y copas, Benedetta, — dijo Clorinda. Desapareció la joven y volvió al cabo de un rato con lo pedido. Ella misma llenó los vasos, cuidando de empezar por su ama y si- guiendo luégo por su novio el carpintero. — ¡A vuestra salud, señora!— exclamaron los bandidos, levantando en alto las copas. 142 LA MASCARA DE BRONCE Clorinda y Benedetta chocaron las suyas con las de los jayanes, respondiendo: —¡A la vuestra también, caballeros! No bebieron ya más las dos mujeres, pero sí los cuatro bribones, que no pararon hasta apurar el contenido de las botellas que en igual número había traído Benedetta. II Dió la una. — Es hora, — dijo Clorinda. Los bandidos se levantaron tambaleándose y se dispusieron á seguir á la dama, envuelta en un manto negro. — Uno á uno id detrás de mí, — repuso Clorinda al abrir la puerta de la calle. Obedecieron los sicarios, y después de dar un corto rodeo encontrá- ronse en un callejón formado por dos paredes de cerca, en una de las cuales se veía una puertecilla. — Es aquí; silencio, — dijo Clorinda en voz baja. La rencorosa veneciana introdujo una llave en la cerradura, ce- diendo al momento la hoja. Uno tras otro entraron los cinco malhechores. — Esperad, — dijo Clorinda. — Hay que asegurarnos de si el perro está quieto. Transcurrieron varios minutos sin que ningún rumor viniera á turbar el profundo silencio que reinaba en el jardín. — Andreína ha cumplido bien mi encargo, — murmuró Clorinda, y levantando enseguida un poco más la voz, exclamó: — ¡Adelante! Los foragidos llegaron hasta la puerta de la casa, pero en el mo- mento en que la aventurera forcejeaba por abrir con la llave falsa, resonó una descarga disparada casi á quema ropa, cayendo al suelo los cuatro testaferros mientras Clorinda, indemne, lanzaba un grito de terror. Adelantáronse entonces varios hombres y la veneciana sintió, he- LA MASCARA DE BRONCE 143 lada de terror, posarse pesadamente sobre un hombro la mano de Montanchez, mientras éste le decía: — ¡Vos lo habéis querido, Clorinda! Muda de espanto y sin aliento para articular una palabra, dejóse la dama conducir al interior del palacio, hasta que por fin la dejaron en el gabinete de Cósima, retirándose Montanchez y Guido Spinola que habían sido los que la habían custodiado desde el jardín. Al verse en presencia de la mujer á quien tanto odiaba, no pudo contener Clorinda un grito que más que tal, parecía un rugido de aco- rralada fiera. — Ya veis, — exclamó fríamente Cósima. — Nada podéis contra las gentes honradas. Todas vuestras tentativas se estrellan miserable- mente. —Rodeada como estoy siempre de traidores, no puede menos de suceder así, — respondió Clorinda. — Podéis estar tranquila en cuanto á eso. Ninguno de vuestros cómplices os ha hecho traición; al contrario, harto fieles os han sido, y en punto á inteligencia creed que sería difícil hubiéseis podido ha- llarlos mejores; pero ni eso os vale; podemos nosotros más que vos. — Decid cuanto queráis; me habéis vencido por la traición de aque- llos en quienes yo fiaba. — Pues ya que tanto os empeñáis, vais á convenceros vos misma de lo errada que vais. Esperad. Y Cósima fué á buscar entonces á Andreína. III Terrible efecto produjo, como ya se ha visto, en Clorinda, la pre- sencia de la Michelotta. — ¡Ah! — exclamó luégo que se hubo repuesto de la sorpresa mez- clada de espanto que le ocasionó la vista de la antigua confidente de don Rodrigo.— ¡Vos, sólo vos sois quien ha desbaratado mis planes! — Modestia aparte, esta es la verdad, — contestó la ya legítima es- posa del Vicentino. — En feliz momento recibió mi marido un encargo 144 LA MASCARA DE BRONCE para hacer aquí ciertos retratos. Quiso la casualidad que en el preciso instante de llegar tropezara con vos que salíais de la Annunzziata, y naturalmente os fui siguiendo hasta que os^dejé en casa, pero como vivís casi al lado, temí no me viérais entrar vos y corrí al momento á enterarle á messire Guido de mi descubrimiento para que lo participa- ra á Montanchez sin tardanza. Después, convenientemente disfrazada, púseme en acecho y vi entrar en vuestra casa á una joven que salía de aquí; llamóme esto poderosamente la atención y decidí no perder su pista. Por la noche volvió á salir, y entró en casa de un cerrajero de la calle de San Cristoforo, subiendo de nuevo á visitaros. Fuíme en- tonces yo á la tienda del digno artesano y preguntóle qué obra le había entregado á cierta doncellita que hacía poco rato había estado allí. Pareció que le alarmaba mi pregunta y se turbó. Insistí más, deján- dole entrever que quizás no era con muy santos fines el encargo que le hiciera la gentil muchacha y entonces el pobre hombre, casi lloran- do, confesóme que la sospecha que yo le manifestaba tenía hartos visos de ser cierta, resvelándome que acababa de construir dos llaves adaptadas al modelo en cera que la tal Andreína le había entregado para el caso. — «Dadme esos moldes, — le dije. — Quizás estaremos aún á tiempo de evitar una desgracia. Vos mismo podéis acompañarme si queréis.» — Así lo hizo; nos vinimos aquí y no tardó en echarse de ver que las dos llaves moldeadas eran las de las dos puertas del jardín. Resolvimos desde entonces permanecer en acecho; el portero nos en- teró del miedo que Andreína le tenía al perro y para que no molestase á sus amigos resolvimos sacarlo de allí y tenerlo en otra parte. Entras- teis... y ya sabéis lo demás. —¿Y qué pensáis hacer de mí?— exclamó Glorinda recobrando su arrogancia. —Eso os lo dirá mi marido,— contestó Cósima. — Está ocupado aho- ra en algo más importante que vuestra persona. Mañana al amanecer sale un buque para Nueva España y por causa vuestra no ha podido escribir aún las cartas de que debe ser portador. Cuando concluya os veréis con él. Abatida Glorinda por la frialdad glacial con que pronunció Cósima LA MASCARA DE BRONCE 145 estas palabras, bajó la cabeza y se encerró en sombrío silencio mien- tras Andreína gimoteaba ruidosamente; Michelotta jugaba con su abanico, y Cósima y Amparo hablaban en voz baja. Así pasó largo rato, hasta que levantando un criado el cortinaje que cubría una de las puertas, dijo: — El señor conde. Entró Montanchez. IV A la vista de su terrible enemigo, sintióse Clorinda herida en lo más vivo de su alma, y se levantó con arrogante actitud. — Sentaos, — dijo el conde de Valroger sin demostrar la menor irri- tación por el gesto provocador de la aventurera. Como sojuzgada por la mirada de aquel hombre, obedeció Clorinda. — Soy el dueño de esta casa y no me conviene que corra la voz délo que aquí ha ocurrido. Los bandidos que trajisteis con vos, muertos es- tán; los echaremos en cualquier muladar y asunto concluido. En cuan- to á vos, sois mujer y á esto debéis el que podáis escapar con vida de la aventura en» que os metisteis. No me tiene cuenta entregaros á la justicia de Génova, y á fe que no os ba de pesar que así me porte^ pues difícilmente os libraríais de perpetuo encierro en el fondo de algún os- curo calabozo donde os pudriríais. Precísame, sin embargo, hallarme libre de vuestra vecindad por si se os ocurriera volver á las andadas, y por lo mismo he resuelto que partáis sin dilación para América. Den- tro tres horas sale un galeón mío para La Veracruz, y allí os dejarán, bien recomendada, por supuesto, al gobernador de la ciudad, grande amigo mío. — ¿Quién sois vos para disponer de mi libertad? — exclamó Clorinda furiosa. — No tengo que entrar en explicación alguna con vos, — contestó Montanchez sin perder su serenidad. — He administrado justicia largos años, y he procurado hermanar siempre la equidad con la clemencia. Es lo que hago ahora también. Por lo demás, si queréis que pasen por tomo n 19 146 LA MASCARA DE BRONCE vuestra casa á recoger lo que queráis llevaros al Nuevo-Mundo, decidlo y se os obedecerá. Clorinda pareció reflexionar breves momentos, y dijo: — Sí. Que me traigan mis joyas y vestidos. — Escribid, pues, dos líneas, y al momento pasarán mis criados allí. —No es preciso. Puede ir Andreína; allí está su hermana. — Perdonad; Andreína no saldrá de aquí sino para volver á la Annunzziata, — replicó Montanchez. — ¡Perdonadme, señor! ¡Os juro que cuánto he hecho, ha sido, sin duda alguna, por alguna tentación de los espíritus malignos... Os juro que jamás volverá á sucederme esto... Esta mujer me dió de seguro un bebedizo... —¡Imbécil!— replicó Clorinda. — ¿Qué más bebedizo que tu codicia? Pero no es justo que tú sola seas la que padezca. Ved, Montanchez, que Benedetta, su hermana, es la que me trajo á esos infelices que ha- béis muerto en el jardín . . . — Entonces está muy puesto en razón lo que pedís. Volverán las dos á la Annunzziata. La Superiora es muy amiga nuestra. No es pre- ciso ya que escribáis nada. Mis gentes cuidarán de traeros lo que ha- béis pedido, y de traer también á la doncella. Salió Montanchez á dar las órdenes convenientes, y esperó el regre- so de los dos hombres que había enviado á realizar el encargo. Eran estos Tonino y un marinero que había servido en la Galera Negra, siendo uno de los que habían hecho fuego contra los bandidos. Los fieles servidores llamaron á la puerta diciendo que venían de parte de madona Clorinda, lo cual no tuvo dificultad alguna en creer Benedetta al oir la voz del novio de su hermana. Explicaron en breves palabras lo que su ama deseaba, lo cual no dejó de extrañar á la joven, pero al fin se decidió á satisfacer la deman- da de los dos emisarios. Cargaron con el cofre que contenía los mejores vestidos y joyas de la veneciana, y al abrirles de nuevo Benedetta la puerta de la calle no fué poca su zozobra al oir á Tonino decirla que siguiese con ellos. — No, no, — exclamó la joven llena de terror. LA MASCARA DE BRONCE 147 — Prenda, os aconsejo por vuestro bien que no gritéis, — replicó To- nino. — Os afirmo que no se trata de engañaros, y que nada debéis te- mer. Si no queréis creernos nos obligaréis á apelar á otros recursos siempre desagradables, tratándose del bello sexo. El tono en que hablaba Tonino era tan expresivo, que Benedetta, á pesar de ser ingénitamente rebelde y depravada, no osó contradecir- le y siguió á los dos criados. Poco tardaron en detenerse, pero al ver la joven que los dos hom- bres se disponían á entrar en el palacio de Montanchez, no pudo re- primir un movimiento de terror y echó á correr. Tonino, entonces, púsose en su seguimiento alcanzándola á corta distancia, y cogiéndola con robustos brazos, exclamó: — Si gritas, te va la vida. Poco después entraban los dos hombres, la mujer y el cofre en la morada, donde en mal hora quiso introducirse por la astucia el ama de la que ahora hacían entrar allí á la fuerza. V De nuevo apareció Montanchez en el gabinete donde había dejado á Clorinda en compañía de las demás mujeres, y dijo: —Tenéis ya aquí á vuestra disposición la que pedísteis. —¿Y Benedetta?— exclamó Andreína con ansiedad. — También. Podéis estar las dos á solas si queréis. — ¡Oh, sí! ¡Sacadme de aquí! — exclamó la mísera doncella. — ¡Esa mujer se me aparece cual un demonio salido del infierno! Clorinda lanzó una mirada de desprecio á su antigua confidente; salió del aposento Andreína, y oyóse al poco rato triste rumor de ge- midos y quejumbrosos ayes. El silencio que reinó durante largo rato en la estancia, fué interrum- pido por el lejano eco de un cañonazo. Aquel estruendo hizo estremecer á Clorinda, que sabía bien lo que indicaba. — El cañonazo del alba,— dijo Montanchez á su prisionera.— No po- déis deteneros más, señora. 148' LA MASCARA DE BRONCE — Pero es una infamia lo que hacéis conmigo, — exclamó Clorinda, rugiente de furor. — ¡Sois mi mala sombra los dos, mi perdición, mi desgracia! ¡Oh, malditos seáis, miserables!... — Callaos,— repuso Montanchez. — En vano maldecís... ¿Qué caso ha de hacer el cielo de criaturas como vos? Sois la serpiente que quiere morder la lima y deja en ella sus dientes. Serpiente sois, sí, y tendría —Callaos,— repuso Montanchez.— En vano maldecís.. . que aplastaros; ya veis que rne contento con alejaros de la proximi- dad de las gentes honradas á quienes queréis dañar á toda costa. — ¡Oh! ¡Ay de vos, si algún día logro escapar de mi destierro!— exclamó Clorinda. — Yo, yo misma os he de hundir mi puñal en el pe- cho por detrás. — Siempre tropezará su punta con mi coraza, — repuso Montanchez. En aquel momento entró un criado y dijo: — Señor, la litera está aguardando. — Partamos,— dijo Montanchez. Clorinda paseó una última mirada de odio sobre Cósima, Amparo y Michelotta y fué en pos de su justiciero. LA MASCARA DE BRONCE 149 VI — Entrad, — dijo Montanchez así que llegaron al zaguán, señalando á Clorinda una litera que descansaba en el suelo. — Y ahora, como últi- ma prevención, os recuerdo que no deis el menor grito. Quizás correría peligro vuestra vida si llegase á entender en el asunto la justicia. El padre de Guido Spinola, presidente del Tribunal del crimen, es harto riguroso con los qúe caen en sus manos. — No gritaré, poique me caben más esperanzas de libertad en el destierro que no en las cárceles de Génova, — replicó Clorinda. — Procuraré estar siempre al quite, señora, — contestó Montanchez. Tomó la veneciana asiento en la litera y pronto dos vigorosos por- tantes levantaron en alto aquel vehículo, siguiendo detrás Montanchez á caballo, hasta que al llegar al muelle, detuviéronse. Saltó de la silla de manos Clorinda y vió balancearse en la ribera, tocando al sitio donde habían hecho alto, un galeón aparejado para hacerse inmediatamente á Ja mar. — Este es el barco que ha de conduciros á vuestra nueva patria, — dijo Montanchez así que se hubo apeado. — Subid. Clorinda dirigió al cielo una mirada de desesperación, hasta que no pudiendo más, arrojóse á los piés de Montanchez, exclamando des- hecha en llanto: — ¡Perdonadme, perdonadme, mi noble caballero! Estoy arrepenti- da de cuanto he hecho, os lo juro... — Levantad, — exclamó Montanchez. — Mucho siento haberos tenido que castigar en tal extremo, pero jamás vuelvo atrás en ninguna de mis determinaciones. Bien conoció la veneciana que era inflexible la voluntad de aquel hombre, y así levantándose y enjugando sus lágrimas puso el pié en la palanca que ponía en comunicación el barco con el muelle y subió lentamente por ella hasta hallarse en la popa, donde la recibió el capi- tán con las mayores muestras de respeto. — Felices días, Saravia, — exclamó Montanchez. — Nada más he de 150 LA MASCARA DE BRONCE deciros después de lo que habréis leido ya en las instrucciones que os he dado. — Se hará tal como decís, señor, — contestó el antiguo oficial de la Galera Negra. — Adiós, pues, lléveos Dios á salvamento y que podamos vernos todos nuevamente con salud. — Así lo espero, señor, — replicó Saravia, — y ahora como última sú- plica os ruego no descuidéis de enteraros como se halle mi esposa. ¡Duro oficio el nuestro, señor! ¡Pobre Orsetta! —Realmente es duro, Saravia, dejar uno á su qpujer en plena luna de miel, pero pensad en cambio la dicha que os espera cuando regre- séis con un cofrecito bien repleto de oro... — Cierto que sería solemne tontería dejar de ganar un dineral por unos cuantos meses de ausencia... Pero lo que es al siguiente viaje, no hay escusa. Haré que Orsetta se venga conmigo. — Y haréis muy bien, Saravia. Y ahora, pelillos á la mar. —Cuando queráis. — Antes, un buen abrazo, amigo capitán. — ¡Oh! ¡Con toda mi alma! Los dos bravos marinos, cruzaron un largo y estrecho abrazo, mientras Clorinda apoyada de codos contra la obra muerta y soste- niendo la cabeza entre sus manos, parecía embebida en honda con- templación. Acercóse Montanchez á la pobre dama ¡y dijo con grave entona- ción: —Dios os conceda prósperos días allá en la remota América, Clorinda. Nada os faltará en punto á las necesidades de la vida. ¡Pueda el cielo tocar en vuestro corazón y haced que seáis un modelo de vir- tudes! Un lastimero sollozo fué la única respuesta que le pudo dar Clorin- da al hombre á quien tanto mal había hecho y que tan amargamente la castigaba ahora. Apenas puso Montanchez el pié en tierra, fué retirada la palanca, oyéronse los agudos sones de los pitos y el barco movióse acompasa- LA MASCARA DE BRONCE 151 damente, azotando los remos las tranquilas olas de la anchurosa bahia. Poco tiempo después perdíase ya de vista el galeón. —¿Qué hacer? — murmuró Montanchez. — No podía yo confiar á otros el cuidado de hacer justicia de esa mujer... ¿Por qué se ponía en mi camino?... Pienso no obstante, que estando en mi derecho el ser cruel me he contentado con ser justo... Sumido en estas reflexiones volvió á entrar Montanchez en la ciudad, no tardando en hallarse en brazos de su esposa é hija que con lágri- mas en los ojos y en elocuente silencio demostrábanle la ternura que por él sentían. VII La Michelotta, á su vez, luégo que hubieron partido Montanchez y Clorinda, manifestó á sus amigas sus deseos de regresar á la posada donde la esperaba el Vicentino. En las explicaciones que le dió á la condesa de Belfiore sobre la manera como habia podido descubrir los planes que ésta urdía, había dicho la florentina completamente la ver- dad en todo. Era cierto, en efecto, que el motivo de su viaje á Génova había sido un encargo hecho á Andrés Micheli para que ejecutara unos retratos, pero estos retratos eran de la familia de Montanchez. El opulento banquero genovés había sabido que los nuevos espo- sos se habían establecido en Rímini, pero deseoso de tener cerca á quienes tanto apreciaba y seguro de que en Génova hallaría el artista muchos más anchos horizontes que no allí, valióse de aquel delicado subterfugio para atraerles. Quizás el Vicentino se hubiera resistido tímidamente á aceptar las proposiciones que Montanchez le había dirigido, pero no le costó gran trabajo á Michelotta vencer aquella repugnancia-presentando á los ojos de su marido el porvenir glorioso que le esperaba en una ciudad tan activa y rica como Génova, cuando Rímini parecía sumirse de cada día más en triste decadencia, pasado el esplendor de que gozó en anteriores siglos. La enamorada pareja era feliz cuanto cabe serlo; adorábale con 152 LA MASCARA DE BRONCE vehemente cariño Micaela á Andrés y sentía éste por su esposa una verdadera idolatría. No es de extrañar, pues, que al ver regresar el pintor á su cara mujer,- después de aquella noche que habia pasado teniéndola lejos de su lado, se entregara á los mayores transportes de alegría, que se trocó en asombro cuando Micaela le dió cuenta de todo lo ocurrido. — Has sido la Providencia de esa familia,— exclamó el pintor. — Sin tí, ¡qué horrible tragedia hubiera ocurrido en aquella casa! — Tenía que dejar bien puesto el pabellón de Florencia, — contestó Michelotta. — Ya que en mi patria ha sucumbido la libertad, no se diga también que se ha perdido la finura de ingenio de sus moradores. Así pasaron algunos días, durante los cuales estuvo el Vicentino varias veces en casa de Montanchez, como por mera visita de corte- sía, aunque pronto hubo de dejarse aparte toda ceremonia para ser- recibido el artista con la mayor familiaridad. Con todo, el verdadero objeto del pintor no era hablar con Montanchez, Amparo, Cósima ó Victoria del calor ó del buen tiempo ó de si cantaban mejor las monjas de la Annunzziata que las de Santa Elena; el ar tista estudiaba profunda- mente sus modelos para caracterizar bien su personalidad en la obra que proyectaba y estaba resuelto á no coger los pinceles hasta haberse hecho completo cargo de los sentimientos particulares de cada uno. Disgustábale la manera como muchos artistas de su país entendían la pintura de retratos, á cuyo género prestaban un aspecto casi ente- ramente decorativo, y se proponía poner en práctica ciertas ideas propias que sobre el particular venia acariciando desde hacía tiempo. Aproximábase en esto el día que debían celebrarse las bodas de Amparo y Guido, y hubo Montanchez de manifestar á Andrés el gusto que tendría de poder darle á messire Spinola la agradable sorpresa de enviarle antes de casarse el retrato de su prometida. — Estoy pronto, — dijo Andrés. — En cuatro dias que faltan puede estar la obra si no acabada, terminada cuando menos en sus princi- pales rasgos. Desde entonces puede decirse que Amparo y el pintor pasaban el día juntos. Andrés se proponía descuidar muchos trozos para atender LA MASCARA DE BRONCE 153 especialmente á la reproducción de la cabeza de su bella modelo, ca- beza verdaderamente angelical. La palidez mate, puramente va'enciana, del rostro de Amparo, y su opulentísima cabellera de ala de cuervo decidieron al pintor á emplear Desde entonces puede decirse que Amparo y el pintor pasaban el día juntos. casi exclusivamente aquellos tonos, sin conceder la menor importan- cia á los accesorios. Hízola vestir un traje de terciopelo negro de mangas acuchilladas, á través de cuyas aberturas salían abollados pliegues blancos, y sin más consiguió hacer una obra magistral. El semblante, el cuello y las manos, de una factura suelta y acabada al par destacábanse sobre el traje, casi abocetado, prestando á la figu- ra una espiritualidad semi-fantástica, en perfecta consonancia con el tomo n 20 154 LA MASCARA DE BRONCE tipo físico y moral de la niña. Aquel cuadro formaba una verdadera excepción entre lo que se había visto hasta entonces. La obra llenó de admiración á Montanchez y á Amparo, que tribu- taron á Andrés los más calurosos elogios. — Pláceme que sea de vuestro gusto, — respondió el pintor,— y os doy las gracias por aceptar mi cuadro. No hubiera podido yo obrar de esta suerte tratándose de la generalidad; con vosotros, comprendí, sin embargo, que podía realizar la idea que tenía yo formada de lo que debe ser un retrato. Estas figuras que mi pincel ha reproducido son para ser miradas en la intimidad y por ojos llenos de cariño. De otra manera hubiese hecho si en vez de retratar á seres queridos se me hubiese encargado pintar personajes destinados á ser admirados en público. Para esos una paleta cargada de oro y de colores, mas, ¿para que tales ostentaciones en un cuadro de familia? Messire Guido podrá ver fijado en ese lienzo la imagen fugitiva de su amada Amparo, tal como es en sí, tal como es para él. Si esto he conseguido, estoy satis- fecho y estadio también vosotros. — Podéis estar seguro de que lo estamos tanto, que no acertamos en la manera de expresároslo dignamente. Messire Guido recibió el retrato la mañana misma del dia en que debía efectuarse su enlace, quedando maravillado asi del parecido de Amparo como de la atrevida ejecución de la obra. Quizás aquella crea- ción del arte h izóle comprender con más fuerza el verdadero carácter de la que pronto iba á ser su esposa. Sí; tal era Amparo: blanca como el símbolo de la pureza, 'rodeada por la negrura del mundo. La ceremonia nupcial celebróse por la tarde con inusitada pompa en la catedral, asistiendo gran parte de la nobleza y la alta banca de Génova. Instalóse la novia en el palacio de Spinola donde se celebró el banquete de bodas; hubo gran baile por la noche y cuando hubieron los violines cesado de preludiar más contradanzas, pavanas y minués y se hubieron apagado las antorchas y cirios que alumbraban la fiest retiráronse, los últimos, tres personas: Montanchez, su mujer y su hermana. Los novios permanecieron ocho días en la ciudad, al cabo de cuyo LA MASCARA DE BRONCE 155 tiempo hubo de experimentar la familia de Amparo la amargura de verla alejarse de su lado Messire Guido Spinola, capitán de guardias italianas al servicio del rey de España, partía con su mujer para tomar de nuevo el mando de la compañía de caballos que tenia en Flandes. VIII No había conseguido reponerse Montanchez todavía del pesar cau- sado por la ausencia de Amparo cuando vino á turbar nuevamente su sosiego la inesperada declaración de madona Victoria manifestándole que estaba resuelta á retirarse á un convento de España, el de Alba de Tormes. — ¡Estás loca! — exclamó el conde de Valroger. — ¡Dejarnos, tú, ahora! — Si mi resolución había de acarrearte el más leve contratiempo, jamás la hubiera tomado, — contestó Victoria, — pero casada Amparo deja de existir el único motivo por que hasta hoy he demorado la realización de una idea que de largo tiempo tenía irrevocablemente formada. —Jamás te conocí deseos de meterte monja, — repuso Montanchez. — ¿No te queremos todos con el inmenso cariño que tanto te mereces? ¿No tienes ocasión, sin encerrarte en las negras tapias de un monas- terio, de hacer el bien, de practicar todas las devociones, de consagrar á Dios todo el tiempo que quieras? ¿A qué viene esta gravísima reso- lución? — Afirmóte que de largo tiempo la vengo madurando y que sólo el cuidado de Amparo me ha impedido hasta ahora llevarla á término. — ¡Ah! No me quieres mucho cuando así me dejas, hermana mía. — Quiérote con toda mi alma y con toda mi alma quiero á Cósima; pero tú tienes en tu noble esposa el consuelo que necesitabas después de la partida de la niña, y yo... no. Quería á Amparo, no diré como tú, que eres su padre, pero á fe que no sabría yo distinguir bien qué diferencia hay entre mi amor y el de una madre. 156 LA MASCARA DE BRONCE — ¡Ah! ¡Pobre Victoria! ¡Mi buena, rni santa Victoria! — Sí... No te opongas á mi deseo, Fernando; quiero morir en la paz del Señor y buscar en el claustro el olvido á mis pesares... No insistió Montancliez y abandonó la estancia lleno de consterna- ción, ocultando las lágrimas que se escapaban por su rostro. Antes de hacer sus preparativos y contando ya con la aquiescencia del conde de Valroger, fuése Victoria á ver á Cósima, á quien encon- tró en su gabinete. Después de besarse afectuosamente las dos mujeres y de cambiar algunas frases sobre algunos pormenores de la casa, dijo Victoria: — ¿No te ha comunicado nada Salvador? — No, — respondió Cósima sorprendida. — ¿Qué novedad ocurre? — Bien poca importancia tiene, puesto que es cosa mía. Perdóname tú, como me ha perdonado ya mi hermano, pero estoy resuelta á par- tir en breve para entrar en un convento. —¿Lo has pensado bien?— se limitó á replicar Cósima. —Sí. — Entonces, sólo he de decirte que tu separación me ocasionará una tristeza que no se disipará jamás, pero que la comprendo. — Lo mismo me figuraba yo... Tú sabes cuantos pesares he experi- mentado en estos últimos tiempos; lo sabes mejor que nadie. — Ciertamente. De todos ellos me has hecho confidente... ¡Oh, qué noble corazón el tuyo! — Quiero llorar, quiero desahogarme de la amargura en que rebosa mi corazón... Harto tiempo me he contenido; fuera ya Amparo, nada me retiene; quizás no tendría fuerzas para seguir dominando la me- lancolía que me devora y sería causa continua de la turbación de vuestra dicha. — Jamás eso, — exclamó Cósima. — ¿Cuándo he dejado de acompañar tus lágrimas con las mías? — Por lo mismo; no quiero yo afligirte... Sola, no tendré porque disfrazar mi semblante ni mi acenlo... Quiero llorar; quiero rezar tam- bién... ¡Hace tanta falta! — Tu corazón es demasiado bueno, — contestó Cósima. — ¿De qu UA MASCARA DE BRONCE 157 tienes tú que acusarte? Has sido víctima siempre, jamás justiciera ni verdugo. — Si no os amara á todos con toda mi alma, no diría eso... He de re- zar por vosotros... ¡ay! y por otros también. . Nublóse el semblante de Cósima, la cual murmuró: — ¡Es verdad!... — Ya tú ves por cuantos he de llorar, por cuantos he de pedir á Dios... —¡Pide por todos, sí! Por matadores y por muertos... — Quizás de esta manera lograré cicatrizar las heridas recibidas en lo más hondo de mi alma. — ¡Quién sabe si tu abnegación no fué la causa de la más dolorosa de todas ellas. Palideció Victoria y repuso: — Cumplí con mi deber. ¡Pobre Amparo!... — ¡Cuántas desgracias se hubieran evitado, sin embargo!... ¡Sí! — repuso la joven aumentando su tono en energía. — Debiste luchar y no luchaste... ¿Por qué dejaste que Riccioli cayera de nuevo en brazos de Blanca en la quinta de Fiésole? ¡No tuvieras ahora que rezar por él! — Animos tenía para disputarle á Blanca; pero á Amparo... ¡horror! — Cualquiera comprendía que era harto desigual la condición de ambos. Necesitaba Riccioli para esposa el cariño vehemente de tu pecho más que la angelical ternura de mi hija... ¡Ah! ¡Cuánto le querías! — Por piedad, basta, Cósima... Me hacen daño tus palabras... — Perdóname, Victoria... Razón tienes... Olvido necesitas, que no recuerdos de infaustas desventuras. Ve á un convento; yo haría igual; yo lo hubiera hecho quizás, á no venir en feliz momento á desviar el curso de mis tristezas el amor de tu noble hermano. Por idéntico impulso levantáronse las dos mujeres y quedaron con- fundidas por largo rato en un estrecho abrazo. 158 LA MASCARA DE BRONCE IX A mediados de Julio partía Victoria para España en un galeón mandado por Leonelo, desembarcando en Valencia, por expreso deseo de la noble pasajera. 1 La viuda de don Diego de la Torre quería antes de entrar en el mo- nasterio visitar por última vez el sepulcro de su marido, el ardiente jefe de las Germanias, asesinado en las calles de aquella ciudad. Mucho lloró la desdichada á la vista de la losa que en la iglesia de San Francisco guardaba los despojos de aquel á quien tanto amó y tan merecedor era de serlo. — ¡Nada me retiene ya en el mundo! — exclamó Victoria al abando- nar el templo. — ¡Sólo le pido á Dios ahora, que en su alta misericordia se sirva acortar los días de mi vida para que en breve pueda en- tregarle mi alma y reunirme en el cielo con los que están en él sin duda! Despidióse del hermano de Cósima la señora y ya al siguiente día emprendía el viaje á Alba de Tormes. De nadie se dejó conocer en Madrid, ni en Salamanca, á pesar de contar en ambos puntos con numerosos amigos de su hermano. Llegada á Alba dirigióse al convento donde yacía el cuerpo de la más egregia santa que ilustra el nombre de España en el universo mundo, y previas las formalidades de costumbre, ingresó en el novi- ciado. No parecía sino que al respirar otra vez el aire de su patria y oir á todas horas aquella lengua en que había balbuceado ella las primeras palabras y por tantos años la había servido para expresar sus senti- mientos, hubiese recobrado Victoria las fuerzas que de cada vez más sentía la faltaban en Italia, mientras que por su parte maravillábanse las monjas del encanto sin igual de su nueva hermana, que á la grave- dad española reunía la dulzura del habla y del trato que, involunta- riamente, había adquirido durante su permanencia en la corte de los Médicis y en la ciudad de los Dorias. LA MASCARA ÜE BRONCE 159 En sus secretos cuchicheos manifestábanse las madres, que ó mu- cho se habían de equivocar ó se les había entrado por las puertas una nueva Teresa de Jesús. La verdad es, que si Victoria de Enguera, en la actualidad sor Inés de la Piedad, no parecía muy dispuesta á emular con la pluma las glorias de la autora inmortal de Las Moradas, parecíasela en su faci- lidad en caer en éxtasis y áun aseguraban algunas monjas ancianas que hasta en el semblante y la figura. LIBRO VI PLANDES CAPITULO PRIMERO Cómo estaba aquello La travesía de Venecia á Valencia hecha por Blanca y don Rodrigo á bordo del Toledo, fué un continuo transporte de amor. Un tiempo primaveral hizo que la navegación pudiera verificarse sin molestia al- guna. Parecía que todo les brindaba á los dos amantes á olvidar los terribles días pasados lejos uno de otro. En la embriaguez de su dicha no recordaban las victimas que habían quedado en su camino. Habian sufrido ambos demasiado para pensar en los otros. Hallábanse Rodrigo y Blanca como deslumhrados por su felicidad; eran libres de su suerte, estaban reunidos; ya nunca más habían de se- tomo u 21 162* LA MASCARA DE BRONCE pararse; morirían juntos. Esto se repetían á cada momento cual si no acabaran de convencerse de la risueña realidad. Blanca había salido de la prueba más hermosa que nunca; don Ro- drigo había sentido como si se desprendiera de su sér pesada herrum- bre formada á costa de sus dolores y zozobras. No quedaba en su corazón resabio alguno de odio, como no quedaba en su mente remem- branza alguna de la sangre vertida. Aquellos dos años habían sido un sueño; parecía que se hubiese verificado en ellos la gestación de su dicha. Así el que después de ha- ber recorrido largos caminos subterráneos y ve de pronto la claridad del sol, queda deslumhrado por el fulgor del astro y sólo siente la dulce caricia de la luz. Con la dicha de que se sentía poseída recobró Blanca su primitivo carácter; era veneciana hasta el fondo, con todos los caracteres de aquella raza apasionada por el placer, alegre, sensual, poco dada á penetrar en los graves misterios de las cosas. Tenía la Alviano como hechizado á don Rodrigo con sus seduccio- nes. El terrible capitán de la Galera Negra parecía ahora uno de aquellos galantes caballeros cortesanos que rodeaban el trono del rey de Francia ó de los grandes duques de Toscana, más que no un gue- rrero español. Hubo, sin embargo, de cesar aquella vida dedicada enteramente al placer así que el de Toledo puso el pié en Valencia. El sentimiento de la patria despertóse entonces en él con vigorosa fuerza. Esto inquietó á Blanca que hubiera querido tener para sí toda el alma de su amante, pero pronto pudo cerciorarse de que si don Rodrigo había cesado en sus juveniles transportes no por eso la amaba con menos violento amor, con pasión menos avasalladora. — Quiero que el mundo te aclame por la más bella, — la decía don Rodrigo. — Sábenlo en Venecia, pero no me basta; han de saberlo tam- bién aquí. Y Toledo manifestó entonces á su amada cual era el plan que tenía formado: necesitaba rehabilitarse, recobrar su puesto en la corte, ser de nuevo el marqués de Villasol. LA MASCARA DE 13R0NCE 168 Habíanle llegado al rey Felipe graves quejas del Senado de Vene- cia contra el antiguo embajador de S. Ivk Católica y era seguro que el monarca trataría de desagraviar á la república del Adriático si don Rodrigo osaba presentarse á la descubierta. Era preciso antes prestar grandes, extraordinarios servicios y en ninguna parte mejor podía ha- cerlo que peleando en Flandes. Allí iban los que querían rehabilitarse; allí acudían los que fugitivos de España por lances de honor abrigaban el deseo de regresar á ella absueltos de sus culpas por el heroísmo. Contaba además con que el duque de Alba, su deudo, había de re- cibirle bien é influir en su perdón. En cuanto á los peligros que corrie- se, no tenía que temer Blanca: aún no se había fundido la bala gtieuse que tuviese que matarle. Blanca, al oir esto, abrazábase con desesperada ansia á su amante, celosa de la gloria, poseída de espantoso miedo de perder al que tanta felicidad debía. II Después de permanecer en Valencia algunos días salieron los dos enamorados para Cartagena en cuyo punto pensaba alistarse don Ro- drigo para partir á la guerra. Ya en aquel puerto presentóse Toledo al gobernador á fin de expo- nerle su pretensión, sintiéndose vivamente contrariado al encontrarse con el maestre de campo á cuyas órdenes había combatido en la gue- rra contra los monfís de los Alpujarras. — ¡Marqués! — exclamó el veterano militar no menos sorprendido. — ¡Vos aquí ! — Mi general, — respondió Toledo, — si de algún favor me creéis digno por vuestra parte, ruego olvidéis mi antiguo nombre... Necesito borrar algunas culpas de que se me puede acusar con más ó menos derecho y venía á alistarme para pasar á Flandes. Nadie sino V. E. sabe que me hallo en España. — Nadie habrá de saberlo por mi; estad seguro de ello. Pero no sa- béis cuánta es mi alegría al volver á veros. ¡Oh, sí! Muchas veces os he recordado; erais el más valeroso capitán de mi tercio. Í64 la mascara oe bronce —Gracias, mi general, — repuso Toledo. — Entonces era capitán; con- ténteme por hoy con ser soldado. — Así será si tenéis interés en ello; pero si queréis prestar á Dios, al rey y á la patria los servicios que les debéis como cristiano y caballe- ro, no debierais contentaros con batiros como soldado cuando tanto podríais hacer al frente de una bandera. — Estoy á vuestras órdenes, mi general. — Entonces, tomaréis una capitanía. Bizarra gente, por cierto, de lo mejor de Burgos. — Os agradeceré eternamente tanto honor, mi general. Por lo de- más, renuncio á toda paga. — ¿Estáis rico? — No estoy pobre. — Felicitóos entonces, mi querido capitán. Aquí no hay nadie que pueda decir lo que vos. Y ahora, voy al momento á extenderos el des- pacho. Supongo no querréis que conste vuestro verdadero nombre. — Ciertamente; cuando llegue el caso seréis testigo de que el capi- tán T). Luís de Espinosa es, en cuerpo y alma, el que tiene el honor de hablaros, D. Rodrigo de Toledo. — No son pocos los que se hallan en igual caso que vos. — Supóngolo asimismo. El maestre de campo buscó entre sus papeles un nombramiento de capitán, firmado por el rey, con la filiación en blanco y extendólo á favor de D. Luís de Espinosa. — Ahí tenéis, — dijo el gobernador alargándole el rollo. — La fuerza que ha de ir á vuestras órdenes se encuentra á bordo de la galera San Pablo. Tenia reservada la plaza que os he dado para un sobrino de todos los diablos á quien no es posible meter en cintura, pero no corre prisa el que parta. Ya os lo mandaré para que me lo doméis, una vez reciba noticias vuestras de allá. ¡Ah! ¡Cuánto os envidio, capitán ¡Poder pelear en favor de nuestra sania religión! Pero ¡quiá! S. M. n quiere escuchar las súplicas que estoy cansado ya de dirigirle y aqu me tenéis revolviendo papeles todo el día en vez de andar á cinta razos. LA MASCARA DE BRONCE 165 —Señor, hartos servicios habéis prestado ya á la patria y bastantes veces habéis derramado vuestra sangre en los campos de batalla. Nada más se os puede pedir. —¡Oh, no! ¡Si es que puedo yo dar mucho más! ¡No sabéis como me hierve la sangre al pensaren los gueusés! (1) Tamañito había de dejar, le yo al duque á estar allí. ¡Picaros! ¡Desalmados luteranos! ¡Enemigos de nuestra santa fe! ¡Enemigos de Dios! A ver, capitán, si pronto me diréis que no queda ya un hereje para remedio en los Países-Bajos. — Creed que por mí no ha de quedar, — repuso Toledo, pudiendo á duras penas reprimir una sonrisa. — Y ahora mi general, mandadme como á vuestro más agradecido servidor... ¡No, jamás olvidaré el favor que os debo! — Id allá, ved á vuestro tío, y mucho será que dentro algunos me- ses no recibáis de parte del rey el indulto que parece habéis de menes- ter. Por mi parte, tomaré todas las disposiciones para acreditar vuestra verdadera personalidad, por manera que si Dios7 fuere servido llamarme á comparecer ante su tribunal antes de que llegara la oca- sión de jurar yo que sois vos quien sois, se hallará expresamente cer- tificado en el legajo del capitán Luís de Espinosa. — Gracias, mi general, — respondió Toledo. Despidióse en esto el capitán del bravo maestre de campo y fuese á ^la posada donde había dejado á Blanca, á quien enteró de su nuevo nombre y de su nuevo cargo. III Tres días después embarcábanse don Rodrigo y Blanca en una ga- lera de la flota destinada al transporte de nuevos socorros á Flandes. Salida de Cartagena á últimos de Junio llegaba la expedición á las (1) De resultas de haber dicho Barleymont á la gobernadora de los Países-Bajos cuando se le presentaron los jefes flamencos á pedirla que suprimiera la Inquisición. — «¿Qué miedo pueden inspiraros esos guenx (mendigos/?» — tomaron este nombre por distintivo llamándolos gueuses ó gueusios los españoles, voces que emplean también nuestros antiguos historia- dores. 166 LA MASCARA DE BRONCE costas de los Países Bajos á mediados del siguiente mes. Era el primi- tivo destino de la flota desembarcar en Ostende, pero en vista de la reciente rebelión de aquella parte, fué á hacerlo en Amberes. Aprovechando don Rodrigo la estancia del duque de Alba en Bru- selas, dejó á Blanca decorosamente instalada y partió á ver á su cer- cano pariente, á fin de que le destinara adonde más útiles pudiesen ser sus servicios. Hallábase á la sazón harto justamente preocupado el egregio gene- ral: cinco años hacia que se hallaba en Flandes. Partido de Cartagena el 16 de Abril de 1567, había hecho el camino desembarcando en Ge- nova y atravesando los Alpes, como antes lo hiciera Aníbal, aunque en contrario sentido. Grandes habían sido las dificultades que había bailado á su paso por Saboya, pues con no traer el duque de Alba más que 8.700 infan- tes y 1.200 caballos, le fué preciso dividir esta gente en tres partes. Iba el ejército en esta forma: á vanguardia, el duque con el tercio de Alonso de Ulloa, de Nápoles, tres compañías de caballos ligeros italianos y dos de arcabuceros de á caballo, españoles. En el centro, ó batalla, mandaba D. Hernando Alvarez de Toledo, prior de San Juan, hijo del duque, con el tercio de Lombardía (2.200 soldados) á las órdenes del maestre de campo D. Sancho de Londoño, cuatro compañías de caballos ligeros españoles, y las mu- niciones. Finalmente llevaba la retaguardia Chiapino Vitelli, ó Chapín Viteli, como le llamaban los nuestros, marqués de Cetoni, con los tercios de Sicilia y Cerdeña (1.620 y 1.728 soldados respectivamente), regidos por los maestres de campo Julián Romero y marqués deBracamonte. En las banderas de estos tercios mandó el duque se repartiesen 15 mosquetes por compañía, arma' de que no se había servido hasta este tiempo la milicia española sino en las plazas de Berbería. Cerraban la marcha dos compañías de caballos ligeros albaneses. No puede dominarse la emoción al recordar que antes del famoso y decantado paso de Napoleón por los Alpes habían atravesado por allí nuestros invencibles tercios. Nada pinta mejor el esfuerzo de los LA MASCARA DE BRONCE 167 nuestros y la estoica impasibilidad con que sufrían las más duras pe- nalidades que los sencillos términos en que da cuenta del paso de los Alpes D. Bernardino de Mendoza, en sus Comentarios de las guerras de los Países-Bajos: «Con esta orden, dice, que era dividir la gente en tres partes, se caminó catorce jornadas, con que se pasó el estado de Saboya, hasta llegar á Monflor, primer lugar de Borgoña, y podrían decir con razón que pocos ejércitos-ni gente de guerra ha caminado tantos días como éste lo hizo, llevando la ocasión delante de los ojos y muy en la mano para ser rota en muchas partes y con pocos enemigos; porque con estorbar un día el paso, cosa de poca dificultad y que se podía hacer en tantas partes y sitios, viniera á morir toda la gente de hambre, á causa de no estar los lugares por donde se hacían las jornadas avitua- llados más de para una noche, siendo difícil el proveerlos para más tiempo, por la esterilidad de la tierra y haberse de recoger en ellos las vituallas de muchos días atrás, trayéndolas de acarreo. El camino que se hacía era muy angosto y áspero, por un valle hondísimo á la orilla del río Arba, que si bien en su nacimiento no es grande, en poco espa- cio se junta con el Isera, el cual nombre le dura, y con tanta agua, que es forzoso pasarle con puente. Las sierras de los lados que hacen este valle son de gran altura, y tanta, que casi cansa la vista al mi- rarlas, y tan fragosas por la muchedumbre de riscos que no es posible de ninguna, manera poderse atravesar ni pasarlas, impedido el paso del valle por delante, sino volviendo atrás.» Nada más gráfico que esta sencillez con que está expresada la im- presión causada. por los Alpes. Vese en estas líneas por entero el cora- zón de un soldado español del siglo xvi. IV En Borgoña se le reunieron al duque cuatrocientos caballos, llegan- do á Fontenay (Lorena), en doce jornadas. Nada más disciplinado que aquel ejército, gracias á la energía de su ilustre general. Baste decir que era tanta la saludable severidad del duque que mandó ahorcar á 168" LA MASCARA DE BRONCE un arcabucero de á caballo por haber robado con otros dos unos car- neros á un villano, como se decía entonces, ó vecino que diríamos ahora. Y gracias á que las gentes del duque de Lorena intercedieron que de no ser así, á los tres se hubiera ahorcado; fuélo el pobre arca- bucero por haberle tocado en suerte. Llegado á los Países-Bajos vino á su noticia el cambio operado en las cosas del país, mostrándose, al parecer, muy sosegados los ánimos y habiéndose rendido las principales ciudades rebeladas; el duque, sin embargo, no quiso creer en la sinceridad de aquella paz y se dispuso á estar prevenido á todo evento. Mandó ocupar enseguida por el tercio de Ñapóles, Gante, capital del condado de Flandes; por el de Cerdeña, Enghien, en el Hainaut ó Henao; por el de Lombardía, Lieja, en Brabante. La caballería, al man- do del prior de San Juan, alojóse en Diste, asimismo en Brabante y el regimiento alemán del conde Alberico Lodron, que acababa de ¡llegar procedente del Tirol, fué enviado á Amberes. A pesar de continuar madame Margarita de Parma como goberna- dora, traía el duque de Alba, juntamente con la patente de capitán ge- neral, poderes amplios y extraordinarios para todo cuanto tocase á la rebelión, así para prender á cualquiera fuese, como para castigarle ó perdonarle, confiscar los bienes y repartirlos. Hubo de quedar no poco sorprendida madame Margarita con tan poderosas atribuciones concedidas al duque, pero entró de pronto en disgusto cuando le entregó aquél una carta de Felipe II en la cual éste participaba á su hermana natural que el duque había recibido orden suya de que hiciese algunas cosas de las cuáles á su tiempo le daría parte. —¿Qué particulares son esos? — preguntó la gobernadora al duque de Alba. — No los tengo bien en la memoria, señora, — contestó el general; — pero el discurso de los negocios me la refrescará de fijo, haciéndome acordar de ellos, y entonces os lo podré decir. La pobre dama, de bondadoso corazón y dada á gobernar con dul- zura, no pudo menos de estremecerse al oir el tono fríamente sinies- tro con que la había respondido el duque. LA MASCARA DE BRONCE 169 Bien había elegido al nuevo capitán general de los Países-Bajos el rey Felipe II, desde el momento que había resuelto sofocar á todo tran- ce la rebelión promovida más por ambición de unos cuantos que no por otra causa. Nadie podía igualarle en capacidad para ello á don Fernando Alvarez de Toledo, que si fué un gobernante harto duro co- locó en cambio el nombre español á una altura que pocos han logra- do. Los extranjeros se han propuesto hacer execrable su memoria; justo es que nosotros seamos cuando menos imparciales con el gue- rrero ilustre que obró según le dictaba su conciencia, en servicio qui- zás más de la patria que no del mismo rey. El retrato que de él ha trazado César Cantú es indudablemente uno de los más desapasionados: «Era Alba, — dice, — uno de esos grandes que enaltecen á España; excelente capitán, sin segundo en el arte de acampar, pródigo de su propia vida cuanto avaro de la de sus solda- dos, severísimo en el cumplimiento de la disciplina; inalterable en el peligro, parco en responder, invariable en las resoluciones, hábil en extremo para conducir un intriga, altivo, ajeno al terror y á la piedad, ni avaro ni liberal con los inferiores, despreciador de sus iguales y poco reverente con los superiores. Carlos V y Felipe II le aborrecían y eso que tantos servicios le prestaba.» ¿Quiérese un carácter más genuí- namente español que el que resulta de los rasgos apuntados por el ilustre historiador italiano? Acabaremos su semblanza con lo que escribe otro historiador, Ray- nald, en su Historia del Estatuderato: «Este gran capitán, — dice, — unía á su nacimiento distinguido, inmensos bienes. Eran sus ojos vi- vos, pero severos; segura su mirada, y á veces terrible; su apostura grave, austero el continente, noble el aire y el cuerpo robusto; mesu- rado en el discurso, elocuente en el silencio. Era sobrio, dormía poco, trabajaba mucho y despachaba por sí mismo todos los negocios. Su infancia fué razonable; la edad madura no atrajo sobre él el ridículo ni la debilidad; el tumulto de los campamentos no le hizo disipado, y en medio de la licencia de las armas se hizo hombre político. Cuando emitía su opinión en el consejo, ni adulaba los designios del rey, ni los intereses de los ministros, declarándose siempre por el partido que tomo n 22 170 LA MASCARA DE BRONCE creía más justo. Si no infundía su probidad á cuantos le escuchaban, á lo menos no les seguía en sus injusticias. Su intrepidez no se limita- ba al día de acción; la desplegaba en todas partes y sus amigos se es- tremecían más de una vez al oirle defender con cierto orgullo la me- Don Fernando Alvarez de Toledo duque de Alba mona de Carlos V de las invectivas de su hijo Felipe II. Su casa tenía un aspecto de grandeza que de ninguno había copiado y que desgracia- damente ninguno imitó; le agradaban los jóvenes nobles que abraza- ban la carrera de las armas ó de la política; sus protegidos ocuparon por espacio de mucho tiempo los primeros destinos de España y au- mentaron su reputación. En los fastos de la nación no se halla capitán más hábil que él para sostener una gran guerra con pocas tropas, para LA MASCARA DE BRONCE 171 destruir los mayores ejércitos sin combatirlos, para esquivar al ene- migo sin ser sorprendido nunca, para adquirirse la confianza del sol- dado y sofocar sus quejas. Asegúrase que en sesenta años de guerra, en diversos climas y con enemigos diferentes, en todas las estaciones, no fué batido ni sorprendido. ¡Qué hombre como él, si no hubiese manchado tanto talento y virtud con una severidad tan excesiva que á veces rayaba en barbarie y crueldad!» Habría mucho que decir sobre lo último; en lo demás, resulta español hasta la médula de los huesos el futuro conquistador de Portugal. V Pronto habia de saber Margarita de Parma cuales eran aquellos particulares que le había mandado llevar á cabo S. M. Católica al du- que de Alba. — Conviene pescar salmones y peces grandes; no truchas ni sardi- nas,— había dicho el general á Ghiapino Vitelli, su ayudante de campo, queriendo manifestar con ello que era su intento apoderarse de las ca- bezas de la rebelión. El duque, sin embargo, no había expresado su idea por completo: quería coger á los peces grandes todos de una vez; á Felipe de Mont- morency conde de Horn; á Lamoral de Egmont, conde de Egmont, el ilustre caudillo de San Quintín, gobernador general de Flandes, á Backerzeel y á Straele. La manera como lo verificó el duque es digna de censura ciertamente, pues atrajo á Horn y á Egmont á su palacio, con pretexto de tenerlos á la mesa, — noticioso ya de la prisión de los otros dos, — y sin que lo supiesen uno de otro quedaron detenidos. El duque mandó entonces á decir á la gobernadora que quedaba cumplida ya una de las órdenes que tenía recibidas particularmente de su real hermano. El de Alba hizo entonces de manera que Egmont, castellano de Gante, no se resistiese á enviar á su teniente la contraseña para la en- trega de la fortaleza, y obtenida la carta mandó á Alonso de Ulloa fue- se á ocupar aquel castillo, donde debían esperar su triste suerte los dos infelices condes. 172 ' La mascara de bronce Ya en su poder los presos, estableció el duque de Alba aquel céle- bre consejo de justicia que han llamado algunos Tribunal de sangre;. creemos que el lector se enterará con curiosidad de los que lo consti- tuían, y eran M. deBarleymont (el de los gueux);e\ licenciado Juan de Vargas; Felipe de Sant Aldegonde, señor de Noirquermes; Nicolay; Martensen; Arset; el doctor Luís del Río; Blasere y Jacques Hessele. Era presidente el mismo duque. Había cuidado el de Alba mantener asegurados algunos puertos de Zelandia para que pudiese desembarcar sin peligro el rey Felipe II que tenía acordado pasar á aquellos estados, cosa que no verificó á la pos- tre. Basta enunciar esto para comprender hasta que extremo rayaba el talento militar del duque, pero no paró aquí sino que, con ocasión de querer los hugonotes apoderarse del rey de Francia, ofrecióle á éste ir en su socorro con 15.000 infantes y 6.000 caballos, sin temer por esto por la seguridad de los Países- Bajos. No aceptó de pronto la oferta Garlos IX pero acabó por suplicar rendidamente al general español le auxiliase con alguna caballería, á lo cual accedió de buen grado el du- que enviándole 1.500 caballos al mando del conde de Arenberg. Claramente se comprende que revestido el duque de Alba con las ex- traordinarias facultadesde que le había investido el rey, hacíase insos- tenible la posición de la gobernadora, por lo cual pidió licencia esta á S. M. para volverse á su ducado de Parma, concedido lo cual que- dó el duque por gobernador de los Países-Bajos, dando principio como tal en ordenar «se hiciese justicia, — diceT). Bernardino de Mendoza,— de los rebeldes y herejes presos que habían sido predicadores ó minis- tros y rompido imágenes, y tan ejemplar como convenía por semejan- tes delitos, sin mucha efusión de sangre.» Los rebeldes, aterrados, no daban muestra de querer apelar de nuevo á las armas, pero en secreto habían tramado entrar en Bruselas por sorpresa, degollar la guarnición española y matar al duque, pero frustróse su plan, aunque no por las razones que alega Sardou en su célebre drama Patrie, recientemente transformado en ópera anti- española. LA MASCARA DE BRONCE 173 VI La rebelión estalló imponente en Abril de 1568. Gran número de gen- tes cayeron sobre Ruremunda, aunque sin poder apoderarse de ella, ni por engaño ni á la fuerza, á pesar de su escasa guarnición, por lo cual hubieron de contentarse «haciendo, — dice D. Bernardino de Men- doza,— mucho daño en una iglesia del arrabal de la misma tierra, de- rribando todas las imágenes de ella y dándoles muchas cuchilladas y pistoletazos en los rostros (abominable costumbre de los que profesan estas torpes y abominables sectas), rompiendo juntamente al partir un puente de madera que estaba sobre la Rura, para estorbar á nuestra gente el poder ir en su seguimiento.» Los maestres de campo Sancho de Avila y Sancho de Londoño en- cargados de la persecución de los rebeldes, encontraron á éstos fortifi- cados en Dalem, ciudad del ducado de Gleves; atacaron los nuestros el fuerte y rebellín ocupados por el enemigo y ganáronlos, derrotando completamente á los flamencos que dejaron 2.000 muertos sobre el campo de batalla, amén de gran número de prisioneros, algunos de los cuales fueron ahorcados por orden de D. Sancho de Londoño. En esto se supo que el conde Luís de Nassau había entrado en Fri- sia al frente de seis mil infantes y algunos caballos; fueron en su busca el conde de Mega y el de Arenberg y encontráronlo fortificado en el monasterio de Heyligherlee, á tres leguas de Dam. Atacáronle inconsi- deradamente, metiéndose nuestros soldados por los atolladeros de que estaba rodeada la posición ocupada por el enemigo, y sufrieron la- mentable derrota, pereciendo 450 españoles y rindiéndose las cinco banderas de alemanes de Ja coronelía del conde de Arenberg, muerto gloriosamente después de haber matado por su mano al conde Adolfo de Nassau, hermano del príncipe de Orange. El conde de Mega recogió á los que andaban dispersos y se retiró á Groenniguen, no tardando en presentarse allí el enemigo, á ponerles sitio. Llegado á noticia del duque la funesta rota, dió muestras del 174 LA MASCARA DE BRONCE más profundo dolor, pues apreciaba en lo que valía al conde de Aren- berg, y comprendiendo la importancia que podían cobrar los rebeldes en el hecho de tener cercado á Groeninguen decidió enviar enseguida á Chapui Viteli en socorro del conde de Mega, con encargo de no parar hasta romper los rebeldes. En aquella ocasión, cuando más embravecidos estaban los rebeldes y creía todo el mundo que no quedaba más solución que venir á un acuerdo con ellos, fué cuando se concluyeron y debieron sentenciarse los procesos de los condes de Egmont y de Horn, ordenando el duque se hiciese justicia de ellos, como se ejecutó, siendo degollados ambos en la plaza de Bruselas, «que fué un espectáculo bien triste y doloroso para todos los que á ello se hallaron y de mucha consideración, — dice el au- tor de los Comentarios, — viendo dos personas de semejante calidad y prendas correr suerte tan miserable y acabar desastradamente, y en particular Lamoral de Egmont, que había también servido á su majes- tad en muchas partes y en la jornada de Gravelingues (Gravelinas), que importó tanto, haciendo un particular servicio con el ganar aque- lla victoria, aunque el buen suceso, como cosa muy señalada, se pue- de sospechar haber sido mucha ocasión de su yerro, envaneciéndole demasiadamente. . .» Llegó Chapín Vitelli á Groeninguen, al frente de unos 3.000 infantes y 1.500 caballos de Brunswisk, y no cesó de escaramuzar con los rebel- des que ocupaban varias posiciones al rededor de la ciudad, pero en vista de que no se conseguía ahuyentar al sitiador resolvió el duque ir en persona á combatir á los gueuses, aunque ingeniándose de manera que no pudiesen estos traslucir su resolución. Partió, pues, de Bruselas para Malinas el 25 de ,Junio de 1668 y llegado el día siguiente á Amberes quedó muy satisfecho del estado en que encontró la ciudadela que había mandado levantar allí y que con- vertía aquella plaza en una de las más fuertes y acabadas de los Paises- Bajos, siendo hoy una de las mejores de Europa. Continuando su ca- mino el duque, envió á D. Sancho de Londoño á que se apoderase del castillo de Berchen, donde se habían fortificado los gueuses, como así lo consiguió, y cruzando en barcas el Mosa, el Vael, el Rhin y el Issel LA MASCARA DE BRONCE 175 púsose en Deventer el 10 de Julio, escoltado por las compañías de su guardia y los arcabuceros á caballo de Montero. Hay que hacerse cargo de la habilidad de esta marcha teniendo en cuenta no solamente los obstáculos que ofrecían los ríos y riachuelos que surcan la Frisia y los atolladeros y fosos en que era fácil meterse á cada paso sino la obstinación de la gente del país que de ninguna manera quería dar nuevas délos rebeldes. Nada fué impedimento bas- tante, sin embargo, para que el duque de Alba se presentase á la vista de Groeninguen, donde se le reunió Chapín Vitelli con la caballería de Brunswick. Atacó el duque el campo atrincherado en que se había he- cho fuerte el enemigo, desalojólo de él y mandó á la arcabucería perse- guirlo, en vista de que la caballería resultaba impropia para aquel co- metido, dada la configuración del suelo, quedando tan angostos los ca- minos, que con dificultad podían caminar siete infantes por hilera, quedando á uno y otro lado nada firme el terreno. Llamábales en gran manera la atención á nuestros soldados la calidad de la tierra, «hueca y negra,» que ardía si se le pegaba fuego por poco que fuese, «conser- vando el fuego en si mucho tiempo, y en los caminos y prados picando sobre ella tiembla.» Ignoraban aquellos bravos españoles que camina- ban por una cuenca hullera. Los rebeldes retiráronse á la otra parte de un seno formado por la unión del Ems con el mar, fortificándose en un lugar llamado Jemmin- gen. VII Desesperados los rebeldes con la persecución de que eran objeto por parte del duque, resolvieron apelar á un medio no menos desesperado, cual fué abrir las esclusas de los diques y anegar el país. Comenzaban ya á ponerlo en obra, y nuestros arcabuceros caminaban con agua hasta la cintura, cuando afortunadamente se pudo sorprender á los que tal destrucción hacían, obligándoles á retirarse. Los nuestros cerraron las dos compuertas que hasta entonces habían abierto los gueuses, y gracias á esto pudo lograrse que no fuera el estrago tan horrendo como hubiera sido de seguro á poder proseguir ellos en su operación. 176 LA MASCARA DE BRONCE Atravesaba el ejército del duque de Alba las acequias y canales por los puentes tendidos sobre la corriente, cuando al llegar al postrero de estos vióse atacada la caballería que iba á la vanguardia por más de cuatro mil arcabuceros frisones, con ánimo de que los nuestros no pu- diesen salir de allí, y anegarlos rompiendo de nuevo las esclusas. Fué vano empeño su intento: el duque de Alba pudo salir del mal paso y presentóse ante Jemmingen, donde derrotó completamente al enemigo, ..Se pudo sorprender a los que tal operación hacían, obligándoles a retirarse pasando á cuchillo á la mayoría, pereciendo ahogados otros, lo cual se conoció por la muchedumbre de sombreros de los rebeldes que lleva- ba la marea, y yéndoles al alcance más de cuatro leguas. Cubrióse de gloria en esta acción el célebre D. Lope de Figueroa, que fué quien atacó la posición de los rebeldes, cogiéndoles cinco piezas de artillería y apoderándose de los dos rebellines en que se habían hecho fuertes. Fué riquísimo el botín alcanzado aquel día, jugándose en el campa- mento español tales sumas de dinero, que bien podía decirse que no había soldado que no hubiese quedado rico. No por eso, sin embargo, se dieron por vencidos los rebeldes, antes bien levantaron en Alemania un fuerte ejército para invadir los Países Bajos. Era en aquel tiempo Alemania la proveedora de soldados para LA MASCARA DE BRONCE 177 quien los hubiese menester; con dar la primera paga, podia sacarse de allí cuanta gente se quisiese. Iba á la cabeza del nuevo ejército Guiller- mo de Nassau, principe de Orange. El duque de Alba tomó enseguida las convenientes disposiciones para recibir al enemigo, del cual se sabía había pasado ya el Rhin y se instaló en el castillo de Harén, á orillas del Mosa, á una legua de Maes- tricht, teniendo á sus órdenes 5.500 caballos y 16.000 infantes, número muy inferior al del ejército que regía el príncipe de Orange. Poco des- pués, el 7 de Octubre, movíase admirablemente haciendo que el enemi- go tuviese que irle á la zaga. La campaña iniciada fué gloriosísima. Después de haber trabado algunas escaramuzas, llegaron á las manos los dos ejércitos cerca de Maestricht, saliendo completamente derrotado el enemigo; perseguidos siempre los rebeldes por el duque, sufrieron nueva destrucción al en- tretenerse en poner sitio á Chateau-Cambressis, siendo esta vez tan te- rrible el desastre, que se salieron huyendo de los Países-Bajos buscan- do su salvación en Alemania. Perecieron en esta jornada más de 5.000 gueuses. El duque, pacificado ya el territorio, y echados de él los rebeldes, regresó á Bruselas, y no teniendo necesidad de gente, envió gran golpe de caballería al rey de Francia que le había pedido socorro con mu- cha instancia. Convocó luégo los Estados á junta general, los cuales votaron un fuerte subsidio á S.M.,é hiciéronle un presente al de Alba de 120.000 ducados, que él no quiso aceptar. Tranquilos enteramente los Países-Bajos, envió el ilustre duque á suplicar al rey «fuese servido de darle licencia para irse en España á descansar á su casa, pues su edad y poca salud no le daba lugar para otra cosa. Suplicándole así mismo, que pues había tantos días que era pasado el tiempo de justicia, cuyo día es el del rigor y castigo, se acor- dase de enviar á los Estados el de la misericordia, que era tan propio de su majestad, usando de su acostumbrada clemencia con ellos, con el perdonar tanto número de hombres como por haberle deservido anda- ban fuera de sus casas, huidos dellos por diferentes provincias.» Este era el mónstruo, el intratable y brutal soldadote, el sanguinario tirano tomo n 23 178 LA MASCARA DE BRONCE que nos quieren pintar algunos historiadores protestantes, y ciertos dramaturgos franceses, harto ligeros de cascos y de instrucción. Felipe II concedió el perdón solicitado, pero no le concedió al du- que la licencia que le pedía. «Deste perdón que se publicó en Anvers con excesivo regocijo y alegría de los Estados, diceD. Bernardino de Men- doza, gozó gran muchedumbre de gente, así de los que eran culpados como de los que el miedo los había hecho estarlo, por haberse ausen- tado dellos conforme á las leyes de la tierra.» VIII En Octubre del siguiente año, 1569, nombró Felipe II gobernador de los Países-Bajos á don Juan de la Cerda, duque de Medinaceli, si bien por causas que hasta ahora permanecen desconocidas, detúvose este en España más de dos años después de estar nombrado, por lo cual hubo de continuar el de Alba desempeñando aquel cargo. Deferente el duque con lo que le pedían los Estados, mandó salir de allí la caballería ligera que había traído de Lombardía, quedándose tan solamente con los 500 caballos que era el contingente ordinario. No había que pensar, ciertamente, que desistieran de su empeño los que decían pelear en favor de la libertad de conciencia, aunque quizás en realidad lo hiciesen por otras causas menos dignas de loa, y así fué como á principios de 1572 retoñó de nuevo formidablemente la insu- rrección, á lo cual contribuyó también no poco, en honor á la verdad, un diezmo que el duque había mandado se pagase en ciertos Estados(l). No habiendo apenas guarniciones en el país, fácil les fué á los rebeldes hacerse dueños de las demás provincias y de muchas ciudades impor- tantísimas, escepto en el Limburg, el Namur y el Artois. El 2 de Abril, y sin esperar, según lo convenido, á que se marchase el duque de Alba y llegase Medinaceli, apoderábase Guillermo de Lumay, conde de La (1) La totalidad de éstos, cuya reunión constituía lo que se llamaba los Países-Bajos, era el ducado de Brabante, la señoría de Malinas, el ducado de Gueldres, el Over Tssel, la Frisia, Holanda, la señoría de Utrecht, Zeelandia, el condado de Flandes, el de Artois, el ducado de Luxemburgo y el condado de Namur. LA MASCARA DE BRONCE 179 Marck, de la isla de Briele, al ícente de 1.200 gueuses del mar ó azules, corsarios holandeses que al servicio de Inglaterra habían causado har- tos disgustos á España, apresando los galeones que, cargados de oro, venían de América." Al momento el conde de Bossu, gobernador de Holanda, participó al duque de Alba lo que ocurría, dándole parte también á D. Hernan- do de Toledo, á quien ordenó le enviase á la Haya las dos compañías de arcabuceros de su tercio de Lombardía, mientras él con el resto par- tíase á Rotterdam. Así lo hizo don Hernando, á quien no tardó en reunírsele Bossu, dirigiéndose juntos á rechazar á La Marck, malo- grándose el propósito por engaño del guia; ya en esto, ya se había re- belado Rotterdam, pero merced á una habilísima estratagema de Bossu, consiguieron los españoles hacerse nuevamente dueños de la ciudad. Tranquilos ya sobre la suerte de aquella plaza, partieron Bossu y Don Hernando de Toledo á Delfshaven, de cuya isla se habían apode- rado los gueuses del mar, recobrándola. • Ya el duque de Alba, sabedor de la nueva rebelión, había escrito á Felipe II diese por nula su petición de volverse á España, aun en el caso de llegar Medinaceli, procediendo sin levantar manoá providen- ciar lo necesario para dominar la nueva insurrección. En vista de las órdenes de Alba, partió de Breda Osorio de Angulo con tres banderas del tercio de Sicilia, á apoderarse de Vlissingen, uno de los tres principales puertos de los Países-Bajos; embarcóse en Berg- op-Zoom, pero con sorpresa suya fué recibido á cañonazos, en vista de lo cual hubo de retirarse al puerto de donde había salido, que encon- tró también rebelado, costándole no poco trabajo entrar de nuevo en la villa. Rebelada Vlissingen, siguió á tal contratiempo el de tener los gueu- ses sitiada por mar y tierra la ciudad de Middelburg, única pobla- ción de la isla de Walckeren, en Zelandia, que permanecía fiel á Espa- ña. El duque dió orden enseguida para socorrer á los cercados, con- fiando tamaña empresa á D. Sancho de Ávila. Partió de Berg-op-Zoom la expedición, compuesta de 500 arcabuceros españoles y 600 walones, á bordo de treinta navios de los llamados charrúas. 180 LA MASCARA DE BRONCE Llegado el refuerzo al punto donde se había pensado desembarcar, encontróse Sancho de Ávila con que los gueuses tenían hecho en él un fuerte, guardándolo, además, sus navios; por lo cual se resolvió saltar en tierra en las dunas, por más que hubiese también de ser con mucho trabajo y peligro de los soldados, haciéndolo media hora antes de que anocheciese (30 Abril 1572). «Dunas, — dice el autor de los Comentarios, — son unas montañetas de arena que hay en algunas partes marítimas de los Estados, cerca de la mar, las cuales montañas junta el viento y las mueve de manera que vienen á gastar los prados, y á esta causa los plantan en muchas partes de una yerba que es á manera de esparto ó atocha (1), para que el viento no pueda llevar con tanta facilidad el arena, deteniéndola las raíces de las mismas yerbas.» Sancho de Avila acometió á los sitiadores de Middelburg, ahu- yentóles, cogióles la artillería, persiguióles, matóles las dos terceras partes y les ganó Rauma, otro puerto de la isla, que tenían también fortificado; hazaña que parece legendaria y, sin, embargo, es pura- mente española. Y, sin embargo, los escritores coetáneos se limitan á decir que nuestros soldados hicieron esto «después de haber hecho tantas facciones fuera de la principal del socorro, conque otros mu- chos se contentaran; y esto con presteza increíble y presteza maravi- llosa, sin perder punto en la buena ocasión que con su propio esfuerzo y valentía habían abrazado.» Al propio tiempo había comenzado la guerra por mar, dándose cada día ejemplos de la superioridad de los nuestros. Diez navios es- pañoles, en que se embarcó Sancho de Ávila para regresar á Amberes, embistieron á treinta buques contrarios, mucho mayores, rompiéndo- les y haciéndose paso. IX No bastaba esto á reprimir la insurrección. El fuego prendia en (1) Algas. LA MASCARA DE BRONCE ' 181 todas partes: el 24 de Mayo recibía el duque la noticia de haberse re- belado la ciudad y puerto de Enckuijsen, con todo el Waterland, y á las dos horas enterábase de la rebelión de Valenciennes, á todo lo cual proveyó; empero, lo que hizo llegar al colmo la inquietud del de Alba fué la tercera nueva recibida aquel día, que bien podía calificar de in- fausto, y era que el conde Ludovico de Nassau, hermano de Orange, M. de La Nove, y M. de Genlis, cabeza de hugonotes de Francia, se habían apoderado de la grande y fuerte ciudad de Mons, en el Henao, en la cual se había tenido confianza siempre, como una de las más leales y fuertes plazas de los Estados, sin saberse si aquella pérdida dependía del trato ó de la fuerza, ó de las dos cosas juntas, ó un raro acontecimiento. En vista de lo lleno de enemigos que tenía el país, decidió Alba le- vantar un fuerte ejército, dejando las empresas de Holanda y Zelan- dia para poner él rostro en las de Mons y Valenciennes, pues por es- tar ambas plazas tan vecinas á Francia y hugonotes de aquel reino, era mucho mayor el daño que podría resultar si acaso los rebeldes lo- graban hacer pié en ellas. Dispuso, pues, se levantasen 14.000 caballos en Alemania y se hi- ciesen tres regimientos de alemanes altos y tres de alemanes bajos; pero, sin esperar á que llegasen, mandó ya á D. Juan de Mendoza á que fuese en socorro del castillo de Valenciennes, y á D. Bernardino de Mendoza á que rompiese los caminos por donde podían venirles socorros de Francia á los de Mons. La cosa salió mejor de lo que po- día pensarse, pues don Juan arrojó de Valenciennes á los franceses y don Bernardino acuchilló á no pocos que se retiraban á su país. Pocos días después, el 11 de Junio, entraba en Brujas, después de haber desembarcado en la esclusa el duque de Medinaceli, que había traído de España 1.600 caballos; el digno procer no quiso tomar el go- bierno, diciendo al de Alba que tenía gran contentamiento de haber venido á los Estados en tiempo que pudiese ser un soldado, ya que ha- bía de haber guerra en ellos. — Yo os serviré siéndolo vuestro,— respondióle Alvarez de Toledo, — con la experiencia que el haberme salido barbas y muchas canas siguiendo este oficio me ha podido dar. 182 LA MASCARA DE BRONCE X No obstante el buen éxito alcanzado en Valenciennes, seguían ade- lante los rebeldes; habíanles llegado 4.000 ingleses de refuerzo, que por de pronto se hallaban en Zelandia; habíanse apoderado de una flota de 23 urcas flamencas que venían de Portugal cargadas de mer- caderías, quizás por traición de los capitanes; el conde Van den Berghe había juntado 500 caballos herreruelos y 6.000 infantes, con los cuales iba de un momento á otro á invadir el ducado de Gueldres; el príncipe de Orange formaba ejército en Ruremunda y los hugonotes de Francia traían ya cantidad de gente á aquella frontera. «De manera, — dice don Bernardino de Mendoza, — que los enemigos crecían por mar y tierra, siendo en las dos partes tan poderosos, que á los más les parecía, con- sideradas todas estas cosas, que el duque hacía mal en no retirarse á An- vers (Amberes), por la poca gente con que se hallaba, y que allí aguar- dase á juntar su ejército, para lo cual era menester tiempo, que no dárse- le á los rebeldes que viniesen á sitiarle á Bruselas, donde no tenía sino cinco banderas de españoles... El duque jamás quiso dar oídos á los de estas opiniones, con tener estas y otras muchas razones de su par- te, pareciéndole que, según el estado que tenían las cosas de las pro- vincias en aquella sazón, que ninguna era de más importancia que el no dar lugar, no solamente con muestras, sino con ninguna manera de sombras de ellas, á los rebeldes para que pensasen que no se les podía hacer resistencia, ni que el duque desesperaba de poderles ir á buscar para él combatir siempre que ellos lo deseasen y le ofreciesen ocasión para ello.» Siendo mayor de cada día el número de hugonotes que afluían á Mons, y no bastando ya á contenerlos los destacamentos de caballería enviados con aquel objeto á los caminos, mandó el duque á tomar aquellos pasos diez banderas de españoles, once de walones y quince más borgoñonas y belgas, todas á las órdenes del Prior de San Juan D. Fadrique de Toledo, con encargo de entretener con esto el negocio y dar tiempo al tiempo con que poder el duque formar ejército con que venir á sitiar la ciudad. LA MASCARA DE BRONCE 183 Don Fadrique llegó á los 23 de Junio á la vista de Mons, reuniéndo- sele M. de Noirquermes y Chapín Vitelli, tomando posiciones en la abadía de Belian, á tiro de cañón de la ciudad. Desde aquel punto te- níase cercada parte de la villa de Mabeuge é impedíase á los rebeldes echar gente en el camino de Francia. Distribuyéronse algunas bande- ras en los puntos más estratégicos y el grueso de la fuerza fortiñcóse en una casa á media milla de Mons, desde la cual se tenían los más de los días escaramuzas con los rebeldes. A mediados de Julio llegaba allí D. Rodrigo de Toledo, haciéndose cargo enseguida de una compañía de arcabuceros de Nápoles, á las inmediatas órdenes del capitán Baltasar Franco. La corte de Carlos IX Eran de luengos años íntimos amigos D. Fadrique de Toledo, prior de Castilla é hijo del duque, y nuestro don Rodrigo, por lo cual natural fué que el valiente general recibiera á su deudo y camarada con el mayor alborozo, cuando se le presentó en el convento de Belian, don- de tenía su cuartel general. — A no cambiaros la filiación hubiera tenido dos Rodrigos de Tole- do á mis órdenes, — le dijo don Fadrique, — pues no ignoraréis que lleva igual nombre y apellido que vos el maestre de campo que manda el tercio de Flandes. —Procuraré imitar á mi bizarrísimo homónimo y tocayo, por más que en esta guerra no use yo mi verdadero nombre,— respondió Toledo, — y sólo deseo ocasión de demostrarlo. — No habrá de tardar mucho, de seguro, — contestó el general. Tan poco tardó, en efecto, que hubo ya lugar al día siguiente para que D. Luis de Espinosa, diera gallardas muestras de su valor al frente de la bandera que regía. TOMO II 24 186 LA MASCARA DE BRONCE Fué el caso que Lanoue, gobernador de Mons, mandó se hiciera una salida á fin de proteger el trabajo de los segadores. Estos, en cre- cido número y escoltados por 600 arcabuceros y sesenta caballos, ha- bíanse dirigido á segar los trigos que se extendían, desde el pié de la muralla, por un hermoso llano, dominado á media milla de allí por una casa fuerte guarnecida de españoles. Acto seguido, entendiéndolo don Fadrique, mandó á D. Rodrigo de Toledo, el maestre de campo, que con 400 arcabuceros de su tercio y 600 arcabuceros walones se pusiese en unos molinos 'allí próximos para cargar á los enemigos si se alargaban por aquella parte. En un principio y mientras no se alejaron mucho de las murallas, pudieron los segadores proceder tranquilamente á cortar los trigos, pero á medida que fueron adelantándose y se acercaron á la casa fuerte, comenzaron las escaramuzas con los nuestros, que impedían á los segadores continuar en su tarea. La acción se formalizó al ser mediodía, á cuya hora llegó D. Ro- drigo de Toledo con los arcabuceros, reforzándole D. Bernardino de Mendoza con su compañía de caballos y Baltasar Franco con doscien- tos arcabuceros de Nápoles. Apenas se vieron los hugonotes cargados por los nuestros, decla- ráronse en precipitada fuga, siendo perseguidos por los caballos lige- ros hasta el mismo foso de Mons, muriendo al mismo pié de la muralla no pocos contrarios, á pesar del nutrido fuego de mosquetes y arcabuces que llovía sobre los temerarios españoles. Cara se pagó, sin embargo, tanta heroicidad, pues hubo de salir herido Chapín Vi- telli con un arcabucazo en una pierna, mientras D. Rodrigo de Toledo, maestre de campo, cayó, guiando sus arcabuceros, con nueve heridas. Terminada la brega hubo de felicitar Baltasar Franco al capitán D. Luís de Espinosa, diciéndole: — Amigo, conócese que no sois novato en la guerra. ¿Dónde ha- béis peleado? — En la Alpujarra, — contestó don Luís. —Pues, amigo, se ve que Dios os concedió buena mano para matar herejes. LA MASCARA DE BRONCE 187 Aquel día, al intento de espiar lo que pasaba en el campo español, enviaron los de Mons algunas mujeres, que fingiendo diversa cosa, habíanse presentado con aquel fin en los cuarteles. Conducidas á pre- sencia de don Fadrique, mandó les cortasen las faldas por encima de la rodilla, enviándolas á la ciudad de esta suerte, que es el castigo que la nación española daba á las mujeres cuando se empleaban en reco- nocer y espiar la gente de guerra. Como se ve, no podía tildarse á los nuestros de inhumanos, pues con tan corta pena se contentaban, cuando otros lo menos que hacían era ahorcar, fuese mujer ú hombre el culpable. Al efectivo encargado de estorbar la llegada de socorros á Mons vinieron á agregarse á los pocos días, algunos refuerzos, aunque cons- tituyendo en total un número considerablemente inferior al de los rebeldes. Como dato curioso apuntaremos aquí la composición de aquel ejército, cuyo escaso número centuplicaba, sin embargo, el valor de sus soldados: Tercio de D. Rodrigo de Toledo (diez banderas); once banderas de walones, de las coronelías de Capres y Moleyn; tres del conde de Reulx; tres compañías de caballos; los doscientos arcabuceros espa- ñoles del tercio de Nápoles de Baltasar Franco y seis estandartes de hombres de armas de diversos nobles del país adictos á España, que eran los últimamente llegados, sumando en total unos 4.000 infantes y poco más de mil caballos. Escasísimo era ciertamente este corto ejército para llevar á término el encargo de oponerse á la invasión de los hugonotes. El 14 de Julio recibía don Fadrique la noticia de la entrada de 10.000 infantes y dos mil ginetes enemigos por la frontera de Francia, al mando de Genlis. Al punto dirigióse á su encuentro á pesar de no contar mas que con la fuerza que hemos dicho, aunque por el camino se le juntaron cinco compañías de caballos que se hallaban con D. Juan de Mendoza, en Mabeuge. La batalla se trabó recia y sangrienta en la aldea de Aultraige, a una le ;ua de San Guislain, el día 17, siendo completa- mente derrotados los hugonotes, pereciendo degollados gran número de ellos, obligados otros á repasar la frontera y quedando prisionero de los españoles su caudillo. 188 LA MASCARA DE BRONCE Retiróse de nuevo don Fadrique á su posición de Belian y el 21 vi- nieron á juntársele el barón de Polwiller con 4.500 infantes, cinco banderas más de españoles del tercio de Nápoles y tres compañías de caballos italianos. Por desgracia, á pesar del buen suceso obtenido sobre los hugono- tes, no se aquietaba la insurrección: estaba poco menos que sublevada Malinas; Van den Berghe podía considerarse dueño del Gueldres y Orange tenía ya organizado el ejército de alemanes que había formado, en Ruremunda. El duque con todo no apartaba su pensamiento de Mons, cuyo re- cobro le parecía negocio esencialísimo, y á este objeto, hizo desampa- rar las villas de Holanda y abocó cuantas fuerzas pudo al cerco de la famosa plaza del Henao, compareciendo allí por de pronto D. Gonzalo de Bracamonte con ocho banderas, procedente de Bolduque. II Llamado á Bruselas á primeros de Agosto el capitán D. Luís de Espinosa recibió del duque de Alba el encargo de ir á participar á don Hernando de Toledo, que se hallaba en Amsterdam, se pusiese en ca- mino enseguida para venir al asedio de Mons, dejando las plazas de . Holanda, á lo cual se apresuró á dar inmediato cumplimiento el vale- roso general. Tuvo aquella marcha no poco de tristísimo éxodo, pues con don Hernando partieron de la Haya, Amsterdam y Rotterdam 4.700 perso- nas, á saber: el Consejo de Holanda, eclesiásticos, frailes, monjas, gentiles-hombres, damas y ciudadanos, adictos á España, «olvidán- dose del amor que naturalmente habían de tener á sus casas y hacien- das por el vivir católicamente y cumplir con la obligación de seguir el partido de su majestad, como leales vasallos.» Con esta gente y las seis banderas hacía don Hernando el camino de la marina, hasta que viniendo sobre Harlem, envió á reconocer si podría de paso tomar aquel lugar, siendo para el efecto necesario ren- dir un fuerte que estaba en el río, en cuyo punto tenían los azules una galeota armada. LA MASCARA DE BRONCE 189 Don Hernando mandó entonces á D. Rodrigo Zapata fuese con dos- cientos arcabuceros á ganarlo; reuniósele por el camino el conde de Bossu que guardaba un paso de los diques, y entraron ambos en el fuerte, degollando á los que le guardaban, abandonando el resto délos enemigos las posiciones y refugiándose en Harlem. Con esto compren- dió don Hernando que aquel lugar debía prestarse á formal defensa, y no intentó tomarlo. Lo que sí cayó en poder de los españoles fué la galeota. Siguió en consecuencia su camino la expedición, yendo á vanguar- dia D. Rodrigo Zapata con veinte caballos y cien arcabuceros á las ór- denes ahora de D. Luís de Espinosa, por haber resultado herido en la pasada brega el que los mandaba. Llegó en esto aviso de que los rebeldes tenían harto apretados á los alemanes que guardaban el paso de Asperandam, y don Hernando mandó al maestro Zapata que sin pérdida de momento volase en su so- corro, mientras él le seguía. Apenas habían adelantado los nuestros media milla, cuando fueron recibidos con violentas rociadas de mosquetería, pero no bien hubieron visto los rebeldes los veinte caballos, declaráronse en retirada, hacién- dose fuertes en un casar que tenían artillado con cuatro piezas de hierro colado, mientras que otros se parapetaban en un molino y un reducto que habían reforzado, dejando fuera una manga suelta para que escaramuzase con los españoles. Llegado Zapata reconoció el puesto del molino y reducto, y mandó al momento al capitán Espinosa que cargase al enemigo. El capitán á la cabeza de sus arcabuceros, lanzóse á atacar el mo- lino, cuyos defensores, atónitos ante la resolución de que daban mues- tra los que venían, sintieron desfallecer su ánimo. Algunos, sin em- bargo, envalentonados por el corto número de los acometedores, hicieron brava resistencia, pero no tardaron en tener que abandonar el puesto. Ya desde entonces pudo continuar sin obstáculo su marcha la expe- dición, llegando á Bruselas el 10 de Agosto. 190 LA MASCARA DE BRONCE III El duque de Alba, que se acordaba de que el capitán Espinosa había sido embajador antes de que mandara una bandera de arcabu- ceros españoles del tercio de Nápoles, llamóle aparte, diciéndole: —Siento deciros que no vais á seguir con esos á Mons, sino que he resuelto mandaros á otra parte. — V. E. me honrará en extremo ordenándome cuanto estime con- veniente. — Iréis, pues, á París, á ver á S. M. Cristianísima, para decirle que estimo llegada ya la hora de que se tome una determinación seria para impedir el descarado auxilio que de aquel reino reciben los rebeldes. Hacedle entender al rey Carlos IX que ha llegado la ocasión de deci- dirse y de dejar de nadar entre dos aguas... Aunque no fuera más que por no desoír la voz de la gratitud, viene obligado S. M. á poner coto á los escandalosos alistamientos de hugonotes que se hacen en la fron- tera para ir contra nosotros... Recuerde que en 1562, cuando tenía bien poca edad para defender su corona, y los hugonotes no pequeñas fuerzas para usurpársela, socorrióle el Rey Nuestro Señor con dos mil soldados, con cuya llegada á París se retiraron los hugonotes del ase- dio; recuerde los dos socorros que yo le he enviado desde Flandes, el uno el año 67, á las órdenes de Aremberg, y el otru el 69, á las órde- nes del buen conde de Mausfeld, á quien no poca parte cupo en ha- berse ganado en Moutcourt, aunque él quedara manco de un pistole- tazo hugonote... Mas no precisa que le recordéis vos esto á S. M., que él se acordará si quiere; decidle si, que si por acaso piensa que con en- tretener la guerra al vecino se librará de tenerla en casa, anda sobrada- mente equivocado, pues fuera que el ayudar á los herejes y favorecer injustas guerras y demandas trae consigo el castigo, por ser grande ofensa de Nuestro Señor y ocasión de cometerse en ellas muchedumbre de pecados muy en deservicio suyo, raras veces se vió que un reino entretuviese la guerra en los estados y provincias convecinas, á quien LA MASCARA DE BRONCE 191 tarde ó temprano las centellas de ella no le abrasasen, emprendiéndose en él el mismo fuego (1). Atentamente escuchaba el capitán las palabras del duque, propo- niéndose trasmitirlas bien y fielmente á quien debía. — Según lo que nos ha dicho Genlis, todo se hace bajo la dirección de Gaspar de Coligny, almirante de Francia. Si le habláis, podéis decir- le que las órdenes que dé se estrellarán siempre contra las que dé yo. Ya lo ha visto al intentar meter en Mons sus diez mil hugonotes, á quie- nes hemos obligado á volverse á Francia. El duque de Alba no sabe lo que es temer, pero no puede consentir que una nación que se titula amiga le arme zancadillas á cada paso. Espero no habrán olvidado los franceses que estoy acostumbrado á vencerles á ellos y á todos. El rey Carlos IX es joven todavía, no cuenta más que veintitrés años, pero puede haberlo oído contar á sus guerreros. —Ciertamente, señor, que no debe de ignorarlo,— contestó el ca- pitán. — Quizás os diga alguien en París que les traen horrorizado mis pro- cederes. Dejadles hablar; pura gazmoñería todo; quisiera ver cómo se hubieran portado ellos en mi puesto. Capitán, preciso es que reflexio- néis un momento, si es que no lo habéis hecho muchas veces, sobre el carácter de esta guerra. Ved la bárbara destrucción de iglesias é imá- genes á que se entregan los rebeldes cuando entran en un lugar nues- tro y la prohibición que dictan enseguida del ejercicio de nuestra santa fe católica, y decid si será la causa de la rebelión los excesos de nues- tros soldados, si es que los haya habido, pues no creo puedan tener la culpa de esto las iglesias, imágenes, cuerpos de santos, clérigos y reli- giosos, siendo naturales de esta misma tierra y á quienes los rebeldes persiguen con tanto furor y sangre; ni asimismo la justicia que yo hice de las cabezas de la primera conjuración, predicantes y ministros de las herejías y rompedores de imágenes que fueron las personas que se ejecutaron; ni pedir el derecho del décimo dinero en consideración de los excesivos gastos que S. M. había hecho en la guerra pasada por (1) Este discurso y los siguientes están parafraseados de lo que dice el autor de los Comentarios . 192* LA MASCARA DE BRONCE defender los Estados de los rebeldes que les acometieron, echándoles de ellos y conservando con la paz y quietud en los Países la religión ca- tólica, cosa que S. M. les juró al reconocerle por heredero del emperador Garlos V de gloriosa memoria, su padre, y por su legítimo príncipe y soberano señor... Creedme, capitán, todo eso son nada más que acha- ques de que se sirven para encubrir sus secretos designios y engañar á los que se dejan persuadir de semejantes apariencias... ¿Quién les ha de creer cuando dicen que ellos no quieren rebelarse contra S. M., sino librarse de mi tiranía y la de mis valientes, de mis disciplinadísimos soldados? ¡No! Lo que hay aquí es la ambición de Guillermo de Nassau, no el menor interés en favor de los maravedises ó de la religión de es- tos habitantes noveleros; sólo fomentando la herejía puede levantarse un trono ó cosa así el Taciturno; por esto es reformado y no católico. Calló D. Luís de Espinosa viendo que el duque después de dar rien- da suelta á su discurso, cosa que ocurría pocas veces, había quedado sumido al parecer en hondas reflexiones. De pronto levantóse bruscamente don Fernando del sitial que ocu- paba y con acento insinuante exclamó: —Partid ya, capitán, y decidle al rey Carlos IX, que si Coligny tiene diez mil hombres para mandar contra nosotros, piense que podría darse el caso, de que los dirigiese también contra él... En cuanto á la reina Catalina, basta que le digáis textualmente estas palabras: «El du- que de Alba me manda recordaros lo que os habló en Bayona hace siete años.» — Confiad en mi lealtad, señor, — repuso Espinosa. — Procuraré ser fiel intérprete de vuestros sentimientos y palabras. El duque hizo una seña despidiendo al capitán y quedó de nuevo meditabundo. IV El capitán Espinosa partió á Amberes, despidióse de Blanca, aun- que sin enterarla del objeto de su viaje, y pasó al Havre, desde cuyo pun- to se encaminó á'París donde llegó el 18 de Agosto, siendo testigo de LA MASCARA DE BRONCE 193 un acontecimiento que engendró en su ánimo los más fatales presenti- mientos respecto á la misión que traía. En efecto, al pasar por la plaza de Nótre-Darne, vió cruzar una lujosísima cabalgata, no tardando en saber que acababa de celebrarse el enlace de Margarita de Valois, her- mana del rey de Francia, con Enrique el Bearnés, rey de Navarra y jefe del partido calvinista. Pudo, sin embargo, darse cuenta el emisario del efecto deplorable que causaba en el pueblo la arrogancia de los nobles hugonotes, que no se habían dignado entrar en el templo, por lo cual hubo de celebrar- se la ceremonia en la puerta. Una vez hubo pasado la comitiva, continuó su camino don Rodrigo en busca de posada donde poder estar regularmente instalado, aloján- dose por fin en un parador de la Plaza Real. Respirábase en la ciudad aire de tormenta; percibíase como sordo rumor de guerra, algo que presagiaba violento desencadenamiento de las mal comprimidas pasiones. Los hugonotes, envalentonados con la privanza que les dispensaba el rey, no se recataban de ir gritando por las calles que había llegado la hora de declarar la guerra á Felipe II; á lo cual respondía el pueblo con denuestos y silbidos. Hallábase don Rodrigo cambiando de traje para vestirse otro de ce- remonia con que presentarse en el Louvre, cuando un inmenso voce río hizo se acercara á la ventana para indagar la causa del estruendo; un espectáculo imponente se ofreció á sus ojos: el duque de Guisa, que en unión de sus dos hermanos el cardenal de Lorena y el duque de Mayenne, había abandonado la corte cuando vió á Coligny disfrutar de la privanza del rey y á los hugonotes disponer como dueños y seño- res, acababa de regresar á París y recorría las calles rodeado de gente armada, alumbrado por antorchas y vitoreado con frenesí por «los mi- serables idiotas populares.» Veíase claramente que de un momento á otro iba á estallar terrible, sangriento el conflicto. ¡Quién creería ahora el efecto que produjo en París la presencia de los hugonotes con quienes Carlos IX hacía poco había vuelto de Blois! «Extremado fué el enojo de la populosa ciudad, tomo n 25 194 LA MASCARA DE BRONCE — dice un imparcialísimo historiador,— cuando vió cruzar por sus calles á aquellos nobles del Mediodía, á aquellos sacerdotes de rostro som- brío y austero, y á todos aquellos malvados hugonotes que habían sa- queado tantas iglesias, muerto tantos sacerdotes y peleado tan encar- nizadamente durante diez años; creíase invadida por extranjeros é infieles y miró con aire feroz á aquellos hombres cuyo traje, ademanes y lengua le parecían tan nuevos. Los púlpitos arrojaron quejas é im- precaciones; trabáronse pendencias y alborotos, y todos decían que era preciso quitar de en medio á los herejes á pesar de la voluntad del rey.» Los protestantes, empero, confiados en la justicia de su causa, ó más seguros délo que aconsejaba la prudencia, respecto á la lealtad ■de Carlos IX, no parecían temer nada, cerrando los ojos á los sinies- tros relámpagos que hubieran debido advertirles el peligro de la pró- xima tormenta. V Al día siguiente de haberse celebrado las bodas del calaveresco príncipe de Bearn con la liviana princesa Margarita,— casamiento sin amor, — presentábase en el Louvre el enviado del duque de Alba con ánimo de ver al rey, lo cual no pudo conseguir, á pesar de haber ma- nifestado que venía en nombre del embajador D. Diego de Zúñiga, acre- ditado por tal en aquella corte. En vista de semejante negativa decidió don Rodrigo ver á la reina Catalina, la viuda de Enrique II, que tanta influencia había ejercido en la minoridad de sus dos hijos, Francisco II y Carlos IX. No le fué difí- cil conseguirlo: á los pocos minutos de haber manifestado su preten- sión era recibido por aquella mujer á quien los años no habían conse- guido despojar de su gracia y hermosura, y que se había conservado pura y casta mientras arrastraba á los demás á la más espantosa de- pravación. Por su influencia, eivefecto, habíase convertido aquella cor- te en un lupanar donde al par que el vino de las orgías corría siempre la sangre, mezclándose el asesinato con la galantería, la superstición LA MASCARA DE BRONCE 195 estúpida con el discreteo refinado, las puñaladas con los besos. Había creído Catalina de Médicis ahogar en el placer la violencia y solo con- siguió que la violencia imperase hasta en el placer. Las palomas de Vénus ' habíanse tornado milanos y la corona de rosas de Anacreonte resultaba sosa si no iba entretejida de espinas. Fué aquel período como una reaparición de las salvajes edades en que el amor recibía san- griento culto, sacrificándole víctimas humanas. Al verá don Rodrigo Catalina de Médicis, dijo volviéndose hacíalas dos damas que la acompañaban: — Retiráos. Sentóse la reina é hincó don Rodrigo el pié en tierra. — Levantáos, caballero, — dijo la reina-madre. — Queríais ver al rey, ¿no es eso? — Esta era mi intención, señora, — respondió don Rodrigo, obede- ciendo al mandato de la reina, — pero quizás no resulte inútil mi viaje si logro que os hagáis la intercesora de los ruegos que tenía que diri- gir á S. M. Cristianísima. — ¿De los ruegos ó de las súplicas? — repuso con altanería la reina madre. — Señora, viniendo de parte del duque de Alba, gobernador de los Países-Bajos, creo que he de decir los ruegos y no las súplicas. Transformóse el semblante de Catalina de Médicis, y exclamó: —¿Venís de parte del duque? — Sí, señora. Y diciendo esto puso D. Luis de Espinosa en manos de la reina un papel que contenía cierta contraseña convenida. — ¡Ah! Esto es otra cosa. Hablemos, señor embajador, hablemos. — No soy embajador, señora, sino un simple enviado suyo, capitán del tercio de Nápoles. — ¡Del tercio de Nápoles! — Sí, señora. — ¿Luégo os encontrásteis en la acción en que quedó prisionero M. de Genlis?... — Ciertamente, señora. Cúpome este honor. 196 LA MASCARA DE BRONCE — ¡Este honor! — repuso Catalina de Médicis tornándose pálida... — ¡Ah! ¡No sabéis, capitán, el terror en que vivo desde aquel día funesto!... — Funesto para los hugonotes, señora, no para V. M.. tan sincera católica. — Cuán sincera queráis, capitán... pero desde aquel dia perdió com- pletamente el freno del respeto el almirante. Coligny culpó de esta derrota á los que habían impedido que el rey declarase que él había sido el instigador de la expedición y exclamó: «No puedo contener por más tiempo á mis partidarios, y es menester escoger entre la guerra civil ó la guerra contra España.» — No se la aconsejaría yo á S. M. el rey, señora, — repuso el en- viado. — Y haríais bien, pero... ¿qué hacer?... Estamos amenazados por todos lados: por la insolencia de los hugonotes y por la justa ira de los católicos al ver el omnipotente influjo de que gozan en la corte Coligny y los suyos... El almirante tiene más autoridad y es más obedecido que mi hijo. Esto le repito siempre al rey, pero no me escucha... No hay quien le quite de la cabeza la idea que tiene de adquirir gloria y reputación haciendo la guerra á España... Estremecióse don Rodrigo, pero conteniendo la irritación de que estaba poseído, se limitó á decir: — Creo, señora, que no seréis vos de este parecer... Era muy joven todavía Carlos IX en 1562 cuando los hugonotes le tenían cercado... — ¡Ah! No es la gratitud el fuerte de los reyes, caballero, — repuso Catalina... — Ciertamente que á los españoles debimos el que los hugono- tes levantaran el cerco de París, pero mi hijo no recuerda aquel grande beneficio... ¡Hace ya diez años!... Yo sí, lo recuerdo muy bien... Condé se retiró al Havre... Ya estaba yo á punto de entrar en negociaciones con él... «Condé ataca los arrabales,» me dijeron... Después supe que los españoles le habían rechazado; grande humillación me evitaron. — Pues bien, señora; si algún reconocimiento sentís por nosotros y algún resto de conciencia le queda á Carlos IX, decidle que considere que no merecemos preste de tal manera su protección á nuestros ene- migos. Es preciso que tome de una vez una determinación en virtud LA MASCARA DE BRONCE 197 de la cual sepamos á qué atenernos. Si está con los hugonotes dígalo claramente; si está en contra, ¿á qué ocultarlo? — No es preciso que el duque de Alba me recuerde la alternativa en que nos encontramos, pero tened presente que no ha sido por inclina- ción ni por gusto si en la actualidad goza Coligny de privanza ¡Ah! ¡No podéis imaginaros cuanto odio le tengo á ese hombre! ¿Sabéis lo que en un momento de expansión me confió el otro día mi hijo? Pues que Coligny le había dicho que sus mayores enemigos éramos yo ¡su madre! y Enrique, su hermano... ¿Qué más quiere Garlos que haga yo? ¿No soporto sin quejarme las arrogancias ¡qué digo! las insolencias del almirante y no se halla dispuesto Enrique á dar su mano á esa fea y vieja Isabel Tudor, reina de Inglaterra, alma del protestantismo? ¡Oh, en qué situación tan terrible nos hallamos colocados! ¡Qué terror el mío cuando supe la derrota de Genlis! Creíaos ya camino de París... —Todo podría ser... —¡Oh! ¡Callad! — Señora, obedeceré vuestra orden, pero antes de retirarme he de dejar cumplido el mandato que recibí del duque mi señor previniéndome os recordara ciertas palabras que os dijo en las conferencias de Ba- yona, hace ya siete años... — Decidle al duque que muchas veces he pensado en ellas, caba- llero. — Sin duda mi señor se felicitará de ello, y ahora pido ya permiso á V. M. para retirarme, sintiendo no me haya cabido el honor de poder ser recibido por S. M. Cristianísima. — ¡Ah! ¿Cómo poder llegar á él si le tienen cercado los agentes del segundo rey de Francia? Mas yo os ruego, caballero, no partáis toda- vía; yo os avisaré cuando pueda daros una respuesta definitiva que volverle al duque de Alba. VI Veinticuatro horas habían transcurrido desde la audiencia conce- 198 LA MASCARA DE BRONCE elida por Catalina de Médicis al enviado español, cuando corrió por París la tremenda nueva de haber un noble católico llamado Maurevel disparado un arcabucazo contra Coligny al salir éste del Louvre para retirarse á su casa, penetrándole cuatro balas que le destrozaron las dos manos y el brazo izquierdo. ' • El rey Carlos IX —¡Vive Dios,— exclamó Garlos ÍX cuando le participaron tal aten- tado,— que no voy á poder estar jamás en paz! Ardiendo en furiosa cólera mandó acto continuo á su madre se dis- pusiera á acompañarle á visitar al herido en su palacio. Por prisa que se diera, sin embargo, había estado ya allí antes que él Enrique el Bearnés. Catalina, disimulando su despecho, obedeció el mandato y LA MASCARA DE BRONCE 199 siguió á su hijo hasta penetrar con él en la cámara donde yacía el herido. La presencia del rey y de la reina-madre, pareció reanimar las aba- tidas fuerzas del almirante que exclamó: — ¡Vos en mi casa, señor! — ¿Qué puedo hacer menos por vos, mi venerado amigo, mi leal consejero? — repuso Carlos IX.— ¿Qué puedo hacer menos que acercar- me á ese lecho donde yacéis herido por la traidora bala de un asesino y juraros que he de tomar terrible, sangrienta venganza de este cri - men? Sí, Coligny. ¡Juro á Dios, que aunque se opongan á ello cielo y tierra reunidos, aunque bajen los ángeles á aplacar mi cólera y salgan todas las potestades del infierno á detener mi brazo, he de vengaros tan cumplidamente, que han de parecer dulcísimas las mayores cruel- dades de que hay memoria! ¡Sí! De tal suerte os vengaré, que ha de quedar memoria de ello hasta la consumación de los siglos. — No me duelo, señor de lo que estoy sufriendo, sino de la triste situación que alcanzan mis correligionarios... Ya sabéis, los españoles han dado muerte á Genlis, después de haberle hecho prisionero... En lugar de llevar adelante nuestra idea de ir en socorro de los flamen- cos, cada día se presenta un nuevo entorpecimiento... y otras cosas tendría que deciros... El almirante dirigió al rey una mirada indicando á Catalina de Médicis. — Señora,- exclamó Cáríos IX dirigiéndose á su madre, — ruégoos me dejéis á solas un instante con mi noble amigo. — Gracias, señor, — repuso Coligny. — Amárgame lo que tengo que deciros, pero mi conciencia me obliga á hablaros con franqueza... Desconfiad de vuestra madre... y de vuestro hermano. Si los teméis, á vuestra disposición están todas las fuerzas de mi partido, que no son pocas... Más aún... Precisa que declaréis la guerra á España á fin de desviar el ardor de mis parciales... Tan amigos son de revueltas, guerras, saqueos y tumultos, que sólo conduciéndolos al extranjero puede calmarse su impaciente y belicoso carácter. — Sólo espero á que estéis restablecido para confiaros el mando de 200' LA MASCARA DE BRONCE la expedición á los Países-Bajos, — contestó el rey,— y ahora, á fin de daros las mayores garantías de seguridad, mandaré á que custodien vuestra casa una compañía de mis guardias y los suizos del rey de Navarra, contando además que daré permiso para que los protestantes puedan reunirse en grupos armados en las avenidas de vuestro pala- cio... ¡Adiós, adiós mi noble amigo! — añadió el rey cogiendo las manos del herido y estrechándolas con efusión, — ¡quiera el cielo que podáis restableceros pronto y contribuir con vuestro concurso al es- plendor de mi trono y á la gloria de mi reinado! — ¡Dios os bendiga, señor!— respondió el almirante con voz desfa- llecida. Guardando solemne silencio, abandonaron el palacio los regios visitantes. Retiráronse Garlos IX y su madre, con la lujosa comitiva que les acompañaba, y al llegar al Louvre, como quedaran solos madre é hijo en la cámara de éste, exclamó el rey rugiendo en ira: — ¡Ya habéis oído mis juramentos de tomar venganza del infame atentado contra el almirante! Pues bien, hora es ya de comenzar á ella... Nadie habrá de salvarse de mi furor... nadie... — ¿Qué intentas?— exclamó azorada Catalina de Médicis. — Intento saciar mi sed de sangre, mi anhelo de justicia... ¡Hola! — gritó. — ¡Mi capitán de guardias! Era éste un rudo soldado leal á toda prueba, veterano de las gue- rras de Italia. Saludó con brusca marcialidad al soberano, y dijo: — Señor, estoy á vuestras órdenes. — ¡Al momento! Buscad al duque de Guisa, prendedlo y encerradlo en el más profundo calabozo de la Bastilla... —¡Señor! ¿Qué hacéis? — exclamó Catalina.— ¿Pensáis que es capaz el duque de Guisa de mandar asesinar á Coligny, como hizo asesinar Coligny á su desdichado padre en el sitio de Orleans? . — ¡Ah, vive Dios, que es cierto lo que me dice siempre el almirante! —exclamó Carlos IX, arrojándose sobre su madre y sacudiéndola brutalmente mientras la tenía cogida por un brazo; — contáis con el duque de Guisa para arrojarme del trono y poner en mi lugar á LA MASCARA DE BRONCE 201 Anjou, vuestro hijo favorito... Todos los negocios están en vuestras manos, mas yo tendré cuidado de arrancároslos antes de morir mi mejor y más leal vasallo y sabré poner á raya á los que intentan arre- batarme la corona. — ¿Eso osas repetirme?— repuso Catalina de Médicis... — ¡Enrique y yo querer tu daño, cuando ni por un solo momento dejamos de tem- blar por tu suerte!... ¡Ah! ¡Ingrato eres con quienes tanto te aman y no viven sino para procurar tu felicidad y fortalecer tu trono! — ¡Palabras! ¡Nada más que palabras, señora! Yo sé bien de quien me he de fiar... En fin, no habéis de tardar en ver si sé yo obrar por mi cuenta y si por fin ha desaparecido la venda que cubría mis ojos... Podéis retiraros ya, madre mía... —¡Señor!— exclamó Catalina,— ¡me dáis miedo! —Ni una palabra más, señoras. La reina bajó la cabeza y salió de la cámara profundamente con- movida. VII Mientras ocurría en el Louvre la escena que acabamos de narrar y que puede considerarse como rigurosamente histórica, estaba París convertido en hervidero de las más desenfrenadas pasiones. Todo el mundo estaba persuadido de que á no tardar iba á haber jarana, como decimos hoy. Todo el mundo corría á las armas; cerrá- banse las puertas y hacíanse provisiones de comestibles. La atmósfera moral que se respiraba no era menos caliginosa que la atmósfera física. Grupos de católicos armados recorrían las calles y señalaban ame- nazadoramente las casas de los más significados hugonotes; en los mercados á donde acudían en tropel las comadres no se hablaba mas que de matanzas, de barricadas y de incendios; los frailes iban de una parte á otra con febril agitación; reuníanse las cofradías. Los gremios habían sido convocados á toda prisa, y los soldados, mohínos y como asombrados, evitaban las conversaciones para no verse obligados á decir en favor de quiénes estaban . TOMO II 26 202" LA MASCARA DE BRONCE —Ya hemos comenzado, -gritaba en la calle de San Dionisio un fornido sombrerero. — Después de Coligny los demás. —¿No es una vergüenza que nos veamos dominados por esa vil Grupos de católicos armados recorrían las calles y señalaban amenazadorainente las casas de los mas signilicados hugonotes. canalla del Mediodía que nos dejó aquí el Bearnés?— exclamaba á su vez un cerrajero vecino del anterior. —Con todo— salía á su vez diciendo un mercader de paños,— es preciso saber lo que ordena el rey... Hasta saber lo que S. M. decide, hacemos mal en demostrarnos contrarios á los calvinistas. — ¡Váyase al diablo el rey!— respondió el sombrerero.— Una higa se me da de lo que él mande... Para nada lo necesitamos, sino al con- LA MASCAÜA DE CRONCE 203 trario; no hace más que estorbar. A faíta suya, buenos jefes tenemos en los Guisas. Bien diferente era la escena que ocurría en las inmediaciones del palacio del jefe de los católicos. Los hugonotes, ciegos de cólera é in- dignación, pasaban y repasaban en numerosos grupos armados por delante de aquella morada y hacían alarde de que pronto irían á hos- tilizarla, acompañando sus dichos con canciones de guerra, insultan- tes para los católicos. Eran en su mayoría los soldados calvinistas, veteranos de las terri- bles guerras de religión, que habían servido con Rochefoucauld, Roñan, Montgomery, Coligny y Condé, montañeses de las Cevenas, del Gevaudan y de los Altos Alpes; gente feroz, sanguinaria y belicosa que había dejado memoria amarga de su paso en el Poitou, Bretaña, Champaña y Normandía. Cerró la noche; los hugonotes se hallaban reunidos no solamente en las avenidas del palacio de los Guisas sino que, armados de todas armas, arcabuz al hombro y con la cuerda encendida, pululaban tam- bién por el arrabal de San Germán, por las cercanías del palacio en que se alojaba el rey de Navarra, mientras otros habían osado pre- sentarse en insolente ademán frente al Louvre. — ¡Que salga el rey al balcón! — gritaban. — ¡Queremos verle! Y el vocerío aumentaba acompañado del ruido de las armas y de las canciones que en lo alto de las murallas de Orleans y la Rochela habían entonado tantas veces. — ¡Venganza! ¡venganza! — gritaban los calvinistas. — ¡Los guisardos han asesinado á Coligny! ¡A la horca los guisardos! — ¡Si no se nos hace justicia sabremos tomárnosla por nuestra mano! ¡Para nada necesitamos del rey! — ¡Mueran los Guisas! — ¡Guerra á España! ¡Viva Coligny! ¡Viva Lanoue! — ¡A Mons! — ¡Fuera la italiana! — ¡Muera Anjou! — ¡Si Carlos IX no quiere escucharnos, nos escuchará Enrique III!... Tan bueno puede ser un Borbón como un Valois. 204 LA MASCARA DE BRONCE El rey que oía aquellos gritos desde su cámara no podía dominar el espanto que le infundían tales amenazas y viósele como se le erizaban los cabellos. —¿Oís?— exclamó Catalina de Médicis...— ¡Pobre rey que tiembla como una mujer en vez de aplastar esa canalla como aplasta el león al gozquecillo que le ladra! Y sin decir más, salió de la cámara dejando á Carlos IX que pálido y desencajado continuase estremeciéndose al escuchar los rugidos de la turba. VIII Al siguiente día, sábado, 23, muy de mañana hallábanse reunidos en un gabinete del departamento que ocupaba en el Louvre la reina- madre, su hijo el duque de Anjou, el canciller Birague, el conde de Gondi, el mariscal de Tavannes, el duque de Nevers y el duque de An- gulema. — Ya habéis visto, — dijo Catalina. — Siguiendo los consejos del du- que de Alba y el parecer de S. M. Católica, hemos procurado dar en la cabeza al partido calvinista... Por desgracia, el valiente Maure- vel no ha hecho más que herirle y los hugonotes en lugar de mostrarse aterrados con el golpe, levantan más que nunca la voz y nos amenazan con insolentes provocaciones... ¿Qué hacer? — No hay más que continuar el camino emprendido, — respondió Gondi. — Entonces, vamos á ver al rey, — dijo Catalina. — El tiempo urge. Ha llegado la hora de las supremas decisiones. La población está soli- viantada con la arrogancia de los hugonotes y de un momento á otro puede estallar el conflicto. Si no tratamos de encauzar nosotros el mo- vimiento, Dios sabe á dónde pueden llegar las consecuencias. Todos los presentes se pusieron en pié y siguieron á Catalina de Médicis hacia la cámara real. Carlos IX, sumido en el más profundo abatimiento, exclamó al ver á los recién llegados: LA MASCARA DE BRONCE 205 — ¿Qué queréis de mí?... ¡Dejadme!... — ¡Dejaros! — exclamó Catalina. — ¿No véis pues el abismo abierto á vuestros piés? Señor, no ya por vuestra propia honra sino por la honra del trono, es preciso que nos escuchéis. —Hablad,— respondió Carlos IX, tan desfallecido de ánimo ahora, como poseído de furor se había mostrado el día antes al visitar al al- mirante. Adelantóse Catalina y dijo: —Ha llegado el momento en que no cabe disimular el peligro de la situación y en que cada uno debe arrojar la máscara... ¡Señor, no fué el duque de Guisa quién movió á Maurevel á matar á Coligny; fui yo! — ¡Vos! — exclamó Carlos IX levantándose del sitial que ocupaba y mirando á su madre con ojos despavoridos...— ¡Oh, madre, madre! ¿Qué habéis hecho?... — No se trata ya de eso... Mil veces mandaría hacer lo mismo... No; lo grave es que este golpe no ha bastado á amedrentar á los hugono- tes, antes bien han tomado las armas para vengar la herida del almi- rante y se disponen á levantar gente en Alemania... A su vez los cató- licos, descontentos de vuestra política, andan buscando un general que se ponga á su frente y les escude... Ved como pronto vais á veros en- vuelto por los dos partidos... ¿Qué más remedio que matar al almirante autor de todas las guerras civiles que durante vuestro reinado han en- sangrentado el suelo de Francia y á dos ó tres jefes más?... Esto basta- ría á dar satisfacción á los católicos y les tendríais siempre tranquilos y obedientes á vuestra autoridad... Señor, sigamos el consejo que nos dió el duque de Alba en Bayona; un enviado suyo acaba de manifes- tarme de su parte que recuerde las palabras que entonces dijo... Vale más una cabeza de salmón que cien ranas. —Hay que tomar el partido que os acaba de proponer S. M., señor, — exclamó el canciller Birague. — Los parisienses están armados y en menos de Una hora pueden quedar exterminados todos los hugonotes; si V. M. no aprovecha la ocasión, tendrá que arrastrar las contingen- cias de la guerra civil que inmediatamente abrasará la Francia una vez restablecido de su herida el almirante. 206' LA MASCARA DE BRONCE El rey, bajó la cabeza, y pasados algunos momentos mirando á Ta- rannes, díjole: — ¿Cuál es vuestro parecer, mariscal? — Creo señor, — respondió el cortesano, — que siendo infalible la gue- rra, vale más darla batalla en Paris, donde se hallan actualmente todos los jefes calvinistas, que no salir al campo, volviendo á caer en una gue- rra larga y peligrosa... Harto nos dieron que hacer la otra vez... — ¡Villanos! ¡Villanos todos, todos vosotros! — exclamó Carlos IX. — Me queréis engañar poniéndome delante el espectro de la guerra civil... ¡Ah! ¿Por qué no os mato á todos ahora mismo, víboras?... ¡Hé jurado al almirante que vengaré el atentado cometido contra él, y me decís que mande asesinarle!... ¡Ay del que se atreva á tocarle un ca- bello! ¡Ay de él, porque yo, yo mismo habré de convertirme en su ver- dugo y arrancarle la vida en medio de las torturas del infierno!... ¡ Salid ! ... ¡ d ej adme !.. . ¡ traidores ! . . . — Haced entonces lo que os plazca, señor, — exclamó fríamente el duque de Anjou. — ¡Enrique! — exclamó Carlos IX estremeciéndose. — Sí; haced lo que os plazca... Ya que de tal manera apreciáis nues- tras leales advertencias, ved de tomar vos el partido que mejor os cuadre, mientras nosotros nos lavaremos las manos de cuanto pueda ocurrir... Una extraña metamorfosis se vió de pronto en la expresión que tomó el rostro del rey. Levantóse, y encendido en rabioso furor, ex- clamó: — ¡Bien, bien está, mis nobles fieles amigos, mis leales servidores!... Apruebo desde ahora que se mate al almirante, pero por la muerte del Salvador (1), que -ya que eso queréis y os lojconcedo, quiero yo que no sea únicamente' el almirante el que perezca, sino todos, todos, ¿lo en- tendéis? todos los hugonotes de Francia... ¡Ni uno ha de quedar con vida, para que ninguno de ellos pueda acercarse jamás hasta mi trono echándome en cara mi proceder de ahora!... ¿Queréis más de mí? (1) Par la mort Dieu. — Memorias de Villeroi. LA MASCARA DE BRONCE 207 — Señor, el cielo ha inspirado sin duda á V. M. tan piadosa y loable resolución, — dijo el canciller. —Y ahora, nada más quiero ya saber. ¡Allá vosotros!... — exclamó furioso el rey saliendo de su cámara y dejando en ella reunido el con- ciliábulo. — Todo se hace en bien de V. M., señor,— contestó la reina- madre. IX Catalina de Médicis mandó se presentara inmediatamente el duque de Guisa, lo cual no tardó en hacer el orgulloso caudillo católico. Enterado el procer católico del consentimiento del rey para la ma- tanza, exclamó: — ¡Ah! ¡Gracias á Dios! Verdad es que no haremos más que pagar- les en la misma moneda... Acordémonos de laMiguelada que hicieron en Nimes con los nuestros. —¿Cómo se hace la cosa?— preguntó Tavannes. — Es preciso que el movimiento aparezca como espontáneamente popular. El pueblo debe encargarse de todo, — dijo Catalina. — Hay en París 250.000 católicos, y solamente siete ú ocho mil calvinistas. Puede ser la lucha del elefante contra la mosca. — ¿Y nuestros soldados? — replicó Tavannes — Tomarán parte también, pero cuando esté iniciada la carnicería, —respondió el duque de Anjou. —Es preciso no comenzar eso sin que haya perecido ya el almi- rante,— dijo la reina. — Yo me encargo de él, — contestó Guisa;— pero no nos basta el al- mirante. Ciertamente que como nos tiene avisados el duque de Alba, vale más una cabeza de salmón que cien ranas, pero á fortiori, valen más aún cinco salmones. — ¿Qué intentáis?— exclamó Catalina de Médicis. — Simplemente añadir á la lista algunos otros peces gordos; Coligny es mucho, pero no basta; hay que desembarazarnos... 208 LA MASCARA DE BRONCE — ¿A qué velar las cosas? — exclamó el bastardo de Angulema. — Ha- blemos claro y decid, degollar. —Qué me place, — replicó Guisa. — Hay, pues, que degollar también á los dos Borbones, Enrique y el hijo de Condé... Son tres, y los cuatro Montmorency, siete. — No... Os guardaréis bien de tocarles un cabello á esos. Basta con el almirante y... algunos más, pero nada intentéis contra mi yerno ni contra los hijos del condestable. — ¿Qué más remedio que obedeceros, señora? — contestó con petu- lancia Guisa.— Se hará según V. M. ordena. — Señalemos hora, — dijo Anjou. — Mañana, día de San Bartolomé, á las tres de la madrugada, — respondió Catalina. — Tenemos tiempo para prepararlo todo. — Me parece bien, — contestó Tavannes, añadiendo: — Conque, ¿está decidido que empiece el popular? — Sí... Es preciso darle la apariencia de un motín imposible de con- tener,—dijo el canciller Birague.— De aparecer nosotros como los fau- tores, quizás se alegraría el escurialeiise, pero podría enfadarse la hermosa vestal que reina en el trono de Occidente, como dicen los poetas borrachos que cantan la divina belleza del impúdico virago. Sonrióse Catalina de Médicis, mirando á Tavannes con pérfida son- risa que apenas se podía adivinar. — Entonces será preciso disponer de casa desde ahora, — dijo Anjou» — Voy á llenar de armas el Louvre para que sepan dónde han de acudir á buscarías los que quieran ganar el cielo matando calvinistas. — Haréis bien, — contestó el canciller, — y mientras tanto ruego á V. M. se digne mandar á Charron, el buen preboste de los merca- deres. —Es muy orgulloso y no querrá obedecer ninguna orden si no la recibe de labios del mismo rey,— respondió Catalina. — No veo por qué ha de negarse S. M. á dársela, — replicó fríamen- te el duque de Guisa. — Conviene, sin embargo, aprovechar la ocasión, — repuso Anjou. — Mi real hermano es muy capaz á lo mejor de volver atrás, y no hay que dejarle que lo intente. LA MASCARA DE BRONCE 209 — No tengáis cuidado,- replicó Catalina. — Hemos conseguido ha- cerlo nuestro. Le ha llenado de terror oírles gritar á los hugonotes que podrían pasarse sin él y poner en el trono á un Borbón. Hágase la cosa y después ya cuidaremos de que no piense más en ello. Mi alado es- cuadrón de querubines le hará distraer presto del mal rato que pueda pasar ahora. La corrompida italiana conocía bien el corazón de su hijo y tocaba los efectos de la educación que le había dado, favoreciendo sus instin- tos feroces y desordenadas inclinaciones. TOMO II 27 CAPITULO III La noche de San Bartolomé Una hora después de celebrado el conciliábulo presentábase en el Louvre el preboste de los mercaderes, siendo introducido al momento á presencia del rey, rodeado de los mismos á quienes hemos visto instalados en su cámara discutiendo los medios de ejecución de la ma- tanza. —¡Señor!— exclamó el magistrado popular arrodillándose á los piés de Carlos IX. —Levantad, Charron,— contestó el rey,— y oid lo que os mandará mi hermano, para que lo cumpláis en todas sus partes. —Estando vos presente para autorizar la orden, señor, ningún obs- táculo existe para que deje yo de cumplir lo que se digne ordenarme monseñor el duque de Anjou. —Atended, pues, Charron— dijo Enrique de Valois. — Esta noche,, como de costumbre, cerraréis las puertas de la ciudad; pondréis cade- nas en las calles; tendréis sobre las armas á las compañías urbanas; 212 ' LA MASCARA DE BRONCE colocaréis la artillería en el Hotel de Ville; estableceréis retenes en las plazas y cuando oigáis tocar á rebato la campana de San Germán de 1' Auxerrois... entonces... ¡muerte á cuantos calvinistas podáis sor- prender, ya en sus casas, ya en las calles ó en su templo!... Perseguid- les, acosadles y matad, matad hasta que caiga rendido vuestro brazo. — Pues si así lo queréis, — respondió el preboste, — daremos tantos golpes á diestro y siniestro, que mucho no será no quede un recuerdo para siempre. — Así lo queremos, — dijo Carlos IX rompiendo su silencio. — Ya habéis oído, preboste, — exclamó con energía Guisa. — ¡El rey lo quiere! — Y ahora, preboste, guardad sobre lo dicho el más profundo silen- cio,— dijo Catalina. — No conviene se malogre el golpe. — En todo caso, no se malogrará por mi indiscreción, señora, — res- pondió Charron. — Dejadme ya vosotros, — exclamó con displicencia Carlos IX, diri- giéndose á los que le rodeaban. Obedecieron la reina, Anjou y los cortesanos, y el monarca al verse solo, dejóse caer en un sillón, ocultando la frente entre sus manos y apretándose la cabeza en ademán de desesperación. II A media tarde presentáronse en palacio el rey de Navarra, el prín- cipe de Condé y otros señores hugonotes. Estremecióse el rey al anun- ciarle la presencia de tales personajes y poseído de la más terrible in- tranquilidad al par que temeroso de que no adivinaran la violenta contracción de espíritu que tenía que hacer para ocultar el desasosiego que le atormentaba, dijo fingiendo el más perfecto buen humor: — ¡Ea, amigos mios! ¡A trabajar! — ¿También hoy?— replicó el bearnés riendo... — Ved que ya me te- néis casado y á la verdad no me parece muy oportuno continuar des- empeñando el papel de Vulcano... — Nada temáis, hermano, Margot no hará con mi querido ciclope lo que Vénus hizo con su marido. ¡A la cueva! LA MASCARA DE BRONCE 213 Obedecieron los presentes y siguieron al rey á una fragua que ha- bía mandado construir debajo de su habitación y en la cual trabajaba muchas veces con sus Íntimos. — Hace aquí un calor insoportable, — exclamó Enrique de Navarra. — Vamos á asarnos. —Cierto que sí, — contestó el rey de Francia. — Pero con ponernos en mangas de camisa, tenemos el remedio. Quitáronse todos los presentes las ropillas y una vez aparecieron tal como el rey habia manifestado, dijo éste: — A ver si acabamos hoy de forjar este casco. Ya sabéis que os lo destino á vos, Enrique. — Agradezco á V. M. el cuidado que os tomáis por mi cabeza, señor. — Pues no faltaría más, hermano mío. ¡Por el vientre del papa, que no ha de poder jactarse ninguna testa coronada de llevar un yelmo cual el que luciréis vos! — Obra de rey. — Y obra hecha con amore, como diría mi madre, con verdadero amore. — Ya sé que me queréis mucho, señor, á pesar de vuestro empeño en hacerme entrar en la cofradía del Minotauro... — ¡Bearnés!... ¡Siempre con vuestras gasconadas! Pero en el fondo sois un buen muchacho... — Un borrego... Basta ser hugonote para ser un Juan Lanas... Ya veis, nos dejamos pegar que es una bendición. Cualquier día sale un canónigo y nos larga un ciriazo. .. — Dejemos eso... Se hará justicia, hermano, pero tiempo hay para hablar de ello... ¡Ahora, á trabajar! Carlos IX distribuyó en seguida, entre sus colaboradores, la faena que había que hacer, mientras él, cogiendo un pesado martillo, se ponía á forjar con feroz ardimiento y sin descanso. — ¡Diablo! — exclamó Enrique de Navarra reparando en la furia con que trabajaba su cuñado... ¿Hacéis ejercicio para abrir el apetito? — No... Quiero que el yelmo quede terminado antes de que os mar- chéis á Pau. 214 LA MASCARA DE BRONCE — Será un gracioso recuerdo de V. M. para cuando guerreemos con los generales del escurialense. — Justamente. — ¿Sabéis que Lanoue se deñende muy bien en Mons? ¡Un héroe! — Sí... Que se sostenga algo más y luégo iremos... —Ya veréis entonces cómo se portan mis suizos y gascones... — Juntos los dos, haremos que el mundo sea nuestro, hermano, — contestó Carlos IX. Iba á anochecer y cesaron en su trabajo los aristocráticos obreros, despidiéndose todos ellos del rey de Francia sin haber podido penetrar el terrible secreto encerrado en el fondo de su alma. III A aquellas mismas horas, hallábase el duque de Guisa preparan- do el movimiento popular, después de haber convenido con la reina, en que ésta se encargaría de inducir á la matanza á las tropas del rey. Al cerrar la noche, reuníanse en su casa varios nobles de su parti- do, algunos profesores de la Sorbona, prohombres de los gremios, mercaderes influyentes y ricos burgueses. Cada uno de ellos había dicho al entrar la palabra Mañana, con lo cual se les franqueaba el paso. Ya presentes todos los que habían sido citados, condújoles el duque á la capilla del palacio, donde se arrodillaron ante un altar en el que se veía un crucifijo alumbrado por seis velas. Terminada la oración, levantáronse los concurrentes y tomaron asiento en los bancos instalados en la gótica pieza. Guisa, entonces, abandonando el sillón que ocupaba á un lado del presbiterio y volvién- dose hacía los congregados, con voz solemne y entera, dijo: — A todos los que os habéis dignado honrar con vuestra presencia mi casa, os doy las más rendidas gracias. Gravísimo es el motivo que aquí nos tiene reunidos, pero contamos con la protección de Dios que ha de bendecir nuestros designios... Ha llegado la hora, honrados ami- gos míos, de tomar una resolución que corte de raíz los males que afli- LA MASCARA DE BRONCE 215 gen nuestro reino... La herejía lo amenaza todo, y después de los horri- bles años de guerra civil en que tantas veces hicimos morder el polvo á los hugonotes, hé ahí que levanta de nuevo su cabeza y amenaza apoderarse de la gobernación de Francia... ¿Consentiremos nosotros tal afrenta? ¿Dejaremos que esos rústicos y groseros meridionales man- den á su antojo y entren como conquistadores? ¿Dejaremos que puedan á su sabor cometer en París una nueva Miguelada como la de Nimes, que incendien nuestros templos, ultrajen á los ministros de nuestra re- ligión, proscriban nuestro culto y nos arrojen de todas partes para co- locar en ellas sus hechuras?... Ya veis su insolencia, mayor de cada dia; hacen gala de no entrar en las iglesias, y el día en que el Bearnés se casó con la princesa, no quiso poner los piés en el sagrado recinto de Nuestra Señora... Las canciones con que á todas horas hieren nuestros oídos no son más que groseros insultos al Pontífice, al rey, al valor de nuestros heroicos soldados... Herido Coligny, en vez de mostrarse con- tritos y humillados, no parece sino que ha llegado hasta el delirio su insolencia, y se reúnen armados y profieren las más insoportables fan- farronadas... El rey, cansado de devorar en silencio tantas insolencias, ha decidido poner fin al escándalo, y ha resuelto cortar por lo sano, tanto más en cuanto se han recibido terribles conminaciones de S. M. Católica por conducto del señor duque de Alba, irritadísimo de que sea un francés quien mande en Mons y otro francés quien le lleve soco- rros... El señor duque de Alba, ha hecho ya, sin embargo, justicia de M. deGenlis... La situación es difícil, erizado de peligros... Sólo un medio cabe para conjurarlos. Aniquilar la herejía, pero no ya tan sola- mente en la persona de sus jefes, sino en las de todos sus adeptos. Ahora bien, ¿apoyaréis al rey para que pueda llevarse á cabo tal reso- lución? —Sí, ¡mueran los herejes! ¡mueran los hugonotes!— gritaron los con- gregados. — Pláceme vuestro noble ardimiento, amigos míos,— contestó el du- que—Contando con tan decididos [defensores, es seguro el triunfo de nuestra causa. Oid, pues; tenemos aquí la lista completa de las casas donde moran esos herejes malvados que tantos males acarrean á este 216 LA MASCARA DE BRONCE reino, el primero, el más noble de la cristiandad... La ocasión, ahora es más favorable que nunca, pues si antes eran nada más que siete ú ocho mil los hugonotes que en París se albergaban son ahora muchos, muchísimos más... Grandes enjambres se hallan hoy aquí, por haber venido á presenciar las bodas del Bearnés, y más han venido después á fin de auxiliar á sus correligionarios, puestos en zozobra por la heri- da de Coligny. Unidos todos nosotros, sin embargo, ¿qué son ni qué re- — ¡ Lo juramos! ¡Muerte á los herejes! presentan veinte, treinta mil hugonotes, de entre los cuales si hay mu- chos de los de armas tomar, hay no pocos que jamás han empuñado más armas que la pluma, sin contar con que hay también muchas mu- jeres y niños? Un ligero esfuerzo por nuestra parte bastará para barrer esta inmundicia de la haz de la tierra, y restablecer la tranquilidad en Francia. — Cuanto antes, mejor, — exclamaron todos los presentes. — Alabo vuestro celo, pero se trata de un negocio, para el cual se ne- cesita tener formada profundamente la convicción de su justicia. Con- sulte cada uno con su conciencia y decida después. — No es menester, — respondieron los congregados. — Todos quere- mos la muerte de los hugonotes. LA MASCARA DE BRONCE 217 —¡Desde el más alto, al más bajo!— gritó un fanático. — No esperaba yo menos de vuestra lealtad, — respondió Guisa, — pero áun con eso, precisa que un juramento solemne nos ligue á todos en la noble empresa que juntos vamos á acometer. ¡Leales servidores del rey, católicos, campeones denodados de la religión y de la monar- quía! ¿Juráis por esta imagen de Jesús Gruciñcado matar sin piedad á cuantos herejes os caigan en las manos? —¡Sí! ¡Lo juramos! — gritaron con horrible ardimiento todos. — ¿Juráis no perdonar á nadie, ni al amigo, ni al hermano, ni al pa- dre, ni al viejo, ni al niño, ni á la virgen? — ¡Lo juramos! ¡Muerte á los herejes! — ¡Todos habéis jurado cumplir con vuestro deber! — exclamó Gui- sa.— ¡Dios os lo premie si así lo hiciereis, y si faltareis al sagrado jura- mento que acabáis de prestar, Él os lo demande! — ¡Ay del que tal hiciera! — exclamó uno de los nobles. — ¡Mil veces le sería preferible hallarse en lo más hondo del infierno que no arros- trar la venganza de que por parte nuestra sería objeto hasta pagar su felonía! — ¡El pueblo en masa demostrará de lo que es capaz cuando se trata de defender la santa religión católica y el trono de su rey! — dijo Cha- rrán, el preboste. — Más difícil me será, sin duda, contener su furor que no azuzar su coraje. — ¡Dios infundirá valor á todos nuestros bravos, sí! — exclamó Gui- sa.— Trátase de una obra en gloria y defensa suya y cuando de seme- jantes empresas se trata, no hay hombre que no se sienta poseído de sagrado ardimiento. ¡Pensad que al que perezca de entre nosotros le está reservada la gloria del cielo y á cuantos salgan triunfantes la gra- titud del rey, que sabrá corresponder cual se merece á lo que por él habrán hecho sus fieles vasallos y denodados servidores! —¿El rey tomará parte en la matanza?— exclamó el prohombre del gremio de los curtidores. — Sí... Él dará la señal desde palacio. Yo seré quien os guíe. — ¡Ah! Entonces conducidos",por tan experimentado caudillo, no hay miedo de que se nos escape de entre manos la victoria. TOMO II 28 218' LA MASCARA DE BRONCE — No para enseñaros á vencer sino para enseñaros á cumplir sin escrúpulo alguno lo que hemos acordado, iré yo á vuestro frente. Yo seré quien dé el primer golpe, y hasta que esté dado no seguiréis vos- otros mi ejemplo. Entonces, si alguien viene á deciros qué es lo que ha- céis, podréis decirle que lo mismo que por orden del rey hizo ya el du- que de Guisa. —Todos estamos decididos á todo, — repuso Charron.— Dadnos aho- ra las instrucciones necesarias para que al reunir cada uno á los suyos, sepa las órdenes que ha de comunicarles... Mas, ¿no será fácil acaso que algún hugonote pretenda escapar fingiendo que está de nuestra parte? — No, — dijo Guisa; — el distintivo de los leales será una manga blanca y una cruz también blanca en el sombrero. La hora, las tres de la mañana. Dará la señal la campana de la Greve, á la cual contestará la de San Germán de Auxerrois. Entonces, disponga cada vecino que se coloquen cuantas luces se pueda en las ventanas y... ¡Dios será con nosotros! ¡matad! ¡Quien tenga espada, con la espada; quien tenga ar- cabuz, con el arcabuz; quien tenga puñal, con el puñal! Nadie ha de escapar... Jóvenes y viejos, niños, mujeres... ¡perezcan todos! —Ni un hereje quedará para contarlo, — exclamó Charron. — ¡Ha llegado la hora! — murmuró un profesor de la Sorbone. — ¡Ay de Ramus! Los conjurados se levantaron y uno á uno fueron saliendo de la ca- pilla en el mayor silencio. IV A las once de la noche salió Guisa de su casa acompañado de algu- nos gentil-hombres y se dirigió hacia el Louvre, cuyas avenidas están custodiadas por fuertes piquetes de la guardia del rey. El duque encontró á Carlos^X, á Catalina de Médicis, al duque de Anjou y algunos palaciegos en una pieza que servía de juego de pelota, en el entresuelo del Louvre. Besóles las manos al rey y á la reina ma- dre y exclamó luégo: LA MASCARA DE BRONCE 219 — Señor, acércase la hora de la gran justicia. Desde mañana podrá descansar tranquilo V. M., sin temor á ver perturbado su reino por nuevas disensiones ocasionadas pór los que tanto han amargado los días de vuestra majestad. En esto un ujier anunció la llegada de D. Luís de Espinosa, envia- do confidencial del señor duque de Alba. Entró D. Rodrigo de Toledo en la estancia y todos, menos Catalina de Mediéis que le dirigió una graciosa sonrisa, parecieron sorprendidos de la presencia del recién llegado. — Gracias por vuestra puntualidad, caballero, — dijo la reina. — Ape- nas habréis tenido tiempo de recibir mi invitación y ya os halláis aquí. — Así deben cumplirse siempre las órdenes, señora, — replicó don Rodrigo. —El capitán Espinosa,— repuso la reina dirigiéndose á Carlos IX, — se presentó hace tres días en la corte enviado por el duque de Alba á fin de que V. M. tomara una resolución que decidiera de una vez la si- tuación de Francia respecto á España. Intentó ver á V. M. pero no le fué posible, por lo cual se decidió á pedirme audiencia á mí; escuchéle con el interés á que es acreedor tanto por venir de parte de quien viene como por sus personales prendas y roguéle no partiese hasta poder llevar al duque de Alba una contestación elocuente y categórica. Y para eso os he mandado llamar, caballero, para que vos mismo le di- gáis al señor duque lo que vais á ver con vuestros propios ojos. — Y espero que el duque quedará contento de la respuesta que ha- brá de llevar vuestra embajada, — repuso el rey con siniestro tono. — Ciertamente que sí,— repuso Anjou.— El pedía nada más que una cabeza de salmón y despreciaba las ranas y le daremos ranas y sal- mones á granel. Don Rodrigo, inclinándose con fría ceremonia, exclamó: — Podéis creer que trasmitiré fielmente á mi noble señor el testi- monio de esa determinación de que os habéis dignado hablarme. En aquel momento retiróse el duque de Guisa, volviendo á apare- recer al poco rato con yelmo, coraza y espuelas. 220 LA MASCARA DÉ BíiONCE — ¿Qué hay?— exclamó el rey. — Señor,— contestó el duque, — tengo el honor de venir á despedirme de V. M. antes de comenzar las vísperas y á recordarle se digne con- testar con otra campanada á la señal que hará Charron desde la Greve. Entonces con sorpresa del duque, exclamó Catalina: —Duque... ¿Habremos pensado lo bastante el golpe que vamos á dar?... Temo que los desórdenes de que va á ser teatro la ciudad no sean excesivos... El rey, helado de terror, repuso: — Duque... Esperemos... — ¿Qué es esperar? — exclamó Guisa con impetuosidad. — Los hugo- notes andan alborotados y sino les ganamos la delantera, harán ellos con nosotros lo que nosotros nos proponemos hacer con ellos. ¿Queréis que el peligro que nos amenaza se convierta dentro poco en tremenda realidad?... No... Es imposible ya retroceder... Estamos demasiado comprometidos todos. — Ni una palabra más, duque, — exclamó con ronco acento Car- los IX. — ¡Partid... y matad, matad sin compasión, hasta que la sangre llegue hasta mi lecho... — Así se hará, — exclamó el duque, y sin querer detenerse por más tiempo en la estancia, partió apresuradamente. V Eran las doce y media de la noche. El duque de Guisa y los gentil-hombres que con él iban, recogieron trescientos soldados de los que se hallaban apostados en el Louvre y se dirigieron todos á la Greve. Lo mismo la plaza que los malecones estaban atestados de multitud de gente armada, todos con una manga blanca y una cruz blanca también en el sombrero. — ¡Viva el duque de Guisa! — exclamaron las turbas al ver al procer á caballo. — ¡Viva nuestra santa religión! ¡Viva el rey! — contestó el duque. LA MASCARA DE BRONCE 221 Un inmenso clamor respondió á aquellas palabras, hasta que ha- biéndose dado la voz de ¡silencio! adelantóse Guisa hacia las filas de los católicos y con enérgica entonación, exclamó: — ¡Fieles vasallos del rey! ¡Honrados ciudadanos de Paris! Es la voluntad de S. M. el rey nuestro señor, que se extermine á los rebeldes hugonotes que tenemos como prisioneros en nuestra ciudad. Al oir que la campana de San Germán de Auxerrois conteste á la señal dada por la de Greve, será la orden de comenzar vuestra santa obra. A la sazón llegó un gentil-hombre, á escape .de su caballo, y diri- giéndose á Charron, exclamó: — No hay tiempo que perder... Tocad á rebato la campana muni- cipal. — ¡Gracias á Dios! —exclamó el preboste de los mercaderes, y segui- do de algunos armados, penetró en la Greve, oyéndose al corto rato el tremendo són de la campana municipal tocando á rebato. — Esperemos la señal que ha de dar el rey, — dijo Guisa. Pasaron algunos minutos, durante los cuales todo el mundo estaba suspenso, respirando apenas, hasta que de pronto estalló como un ru- gido inmenso. La campana de San Germán de Auxerrois había doblado tres veces, siguiéndole el toque de rebato de todas las iglesias. — ¡Viva el rey! — gritó la turba. — ¡Viva! — gritaron los que estaban en las casas, mientras ilumina- ban las ventanas con velas, cirios y linternas. — ¡A casa del almirante! — gritó Guisa. — ¡Mueran los traidores! — ¡Muera Coligny! ¡Al río los hugonotes! — vociferó la turba. VI Daba en aquel momento la una en el reloj del Louvre. El duque de Guisa, con el duque de Aumaley el bastardo de Angu- lema, varios gentil-hombres y los trescientos soldados que se había llevado de palacio, dirigióse á casa del almirante. Azoradas las guar- dias que allí habia, entregaron todas las puertas; huyeron los suizos 222 LA MASCARA DE BRONCE del Bearnés y mientras Guisa, Aumale y Angulema esperaban en el patio, introducíanse sus satélites hasta la propia cámara del noble almirante. Al punto los amigos que estaban en derredor de Coligny desnudaron sus espadas aprestándose á la defensa; pero eran más los recién entrados y asi en breve dieron cuenta de los sorprendidos hu- gonotes (1). El almirante, viéndose perdido, dejóse caer sobre su lecho fingién- dose muerto, pero arrojóse sobre él cierto monsieur Gousin , uno de los que acompañaban á Guisa y arrastrándole por el brazo que tenía he- rido disponíase á arrojarle por la ventana, cuando notó que Coligny se resistía, apoyándose de piés contra el alféizar. — ¡Ehj zorro fino! — exclamó Cousin. — ¿Con qué sabéis haceros tan perfectamente el muerto? Pues ahora veréis. Y diciendo esto arrojó al desdichado herido á un patio de la casa, donde se hallaba esperando el duque de Guisa. — ¡Ahí le tenéis monseñor! — exclamó Cousin.— ¡Hé ahí al traidor que hizo morir á vuestro padre! Guisa acercóse entonces al destrozado cuerpo del almirante y ex- clamó: — Hete ahí, pues, malvado; pero á Dios no plazca que yo ensucie mis manos en tu sangre. Y dándole un puntapié montó de nuevo á caballo, gritando: — ¡Valor! Ahora á los demás. ¡El rey lo manda! Apenas hubo consumado Guisa aquel horrible sacrilegio, acudieron los católicos señores que con él habían penetrado en casa de Colig- ny, y uno de ellos disparóle un tiro á la cabeza al desdichado. Los demás, no teniendo ocasión de martirizar en vida al almirante, pasáronle una soga por el cuello y le arrastraron por las calles. Un gentil-hombre (á quien sabe, quizás, si quiso imitar doscientos años después el sans-culotte que colocó al extremo de una pica la ca- beza de la princesa de Lamballe) cortóle la cabeza á Coligny y (1) Está tomada textualmente esta narración del Boletín de la matanza de San Barto- lomé, redactado en francés por el duque de Alba y circulado por éste á sus generales, según la copia encontrada por M. Gachard en los archivos de Estado de Mons. LA MASCARA DE BRONCE 223 llevándola clavada en la punta de su espada, paseóla por las calles gri- tando: — Hé ahí la cabeza del malvado que tantos daños ha causado al reino de Francia. Y como los del Parlamento tratasen de apoderarse del cuerpo de Coligny para someterle al suplicio dictado contra él, entablóse entre los corchetes y el populacho una lucha horrible de la cual resultó he- cho trizas él cadáver (1). VII Mientras con tan horribles circunstancias era asesinado Coligny, el rey, Catalina y Anjou, encerrados en el juego de pelota, hallábanse su- midos en una especie de estupor, del cual les hizo salir un pistoletazo disparado cerca del palacio, no se sabe por quién. —¡Oh, no!... ¡No! Estamos perdidos... Imposible...— exclamó el rey, estremeciéndose violentamente al oir el tiro. — No sé que tengo, — repuso Anjou. — ¡Paréceme que la sangre se me hiela!... — Sí... Un terror horrible se ha apoderado también de mí, — dijo Ca- talina.—¡Qué horrible determinación!... Señor... perdonadme... Aun es tiempo... Locos de espanto dirigieron en torno suyo la mirada los tres mi- serables, fijándose entonces Catalina de Médicis en la presencia del enviado del duque de Alba. — Caballero... por favor... — exclamó la reina. — Montad á caballo enseguida y partid en busca de Guisa, ordenándole de nuestra parte que suspenda la matanza. — Sí... Tomad..: mi sello, — repuso, el rey entregándole una sortija. — ¡Decid al duque que le mando no se derrame una gota de sangre!... Quedamos en que no se pondría la mano sobre nadie hasta haber sido muerto el almirante... Que se guarde bien de ello. (1) ... il fut tellement desmembré que jamáis ou n en sceut recnuvrer piéces, — decíales el duque de Alba al conde de Rossu y demás generales á sus órdenes. 224 LA MASCARA DE BRONCE — Señor, parto al momento, — exclamó D. Rodrigo de Toledo. Y saliendo apresuradamente de la estancia púsose la manga blanca y la cruz que la pidió á un soldado, montó en el primer caballo que —¡Matad! ¡Matad! esta es la voluntad del rey,- gritaba sin cesar el duque. encontró en el patio y haciéndose abrir el portal, lanzóse en busca del terrible duque, rebosando en indignación y vergüenza. Don Rodrigo encontró á Guisa cuando éste acababa de salir del pa- lacio de Coligny, rodeado de las fanáticas turbas que no cesaban de aclamarle. — ¡Matad! ¡Matad! esta es la voluntad del rey, — gritaba sin cesar el duque. Saltando por encima de los grupos y atropellando cuanto se le opo- LA MASCARA DE BRONCE 225 nía al paso pudo Toledo llegar al ñn hasta al duque á quien dijo, mos- trándole el sello real: — De orden de S. M., que os guardéis bien de intentar nada contra el almirante. Guisa, con altanero acento, replicó: —Decidle al rey que su orden ha llegado tarde. El almirante ha muerto ya y por todas partes ha comenzado la ejecución. Y sin añadir más, volvió grupas el duque á su caballo dejando al emisario abismado en la más horrenda confusión. No era, ciertamente, muy tierno el corazón del antiguo corsario, pero no pudo evitar que se le erizaran los cabellos mientras regresaba al Louvre á participar la triste nueva. A cada paso ofrecíanse á sus ojos las más odiosas escenas de carni- cería. Paisanos y soldados corrían de casa en casa degollando no solamente á los hugonotes, sino á otros meramente sospechosos de herejía. El siniestro campaneo parecía como que azuzase á los cató- licos á no tener piedad. De lo alto de las ventanas que no tenían luces, caían despedazados cuerpos y miembros sangrientos, no cesando ni por un momento los tiros, los ayes y las blasfemias. D. Rodrigo de Toledo, transida el alma de dolor, entró en la pieza donde se hallaba la familia real y exclamó: —La orden ha llegado tarde. Coligny ha muerto. Ahí tenéis el sello. — ¡Maldición! — exclamó el rey. — Ya no hay remedio... ¡A matar, á matar!... Faltando Coligny, ¿qué me importan ya los otros?... Perezcan todos... Capitán,— exclamó, volviéndose á don Rodrigo,— partid de nuevo y decid que maten... yo lo quiero... —Señor, — replicó don Rodrigo,— he accedido á ser nuncio de paz; ¡jamás consentiré en ser portador de órdenes de asesinato! —¡Vos!— exclamó Catalina.— ¡Vos, el enviado del duque de Alba que ha sembrado de cadalsos la infeliz Flandes! ¿Valía más Coligny que los condes de Egmont y de Hora?... —Señora,— respondió con entereza don Rodrigo,— el duque de Alba no ha mandado jamás asesinar á nadie... No ha hecho más sino que se cumpliesen las sentencias dictadas por el tribunal. TOMO II 29 226, LA MASCARA DE BRONCE — ¡Callad, salid en seguida de mi presencia! — rugió Carlos IX.— Habéis venido á concitar nuestros ánimos y os laváis ahora las ma- nos... — Vine á pediros lealtad, no exterminio, y ahora, nada me retiene ya aquí... El deber me llama en socorro de los que habéis mandado asesinar. — ¡Prended á ese hombre!— gritó Carlos IX. — ¡Ay del que se atreva á poner la mano sobre mí! — exclamó don Rodrigo, echando mano al puño de su espada. El rey, Catalina y Anjou, aterrados, refugiáronse en un ángulo del aposento, mientras D. Rodrigo de Toledo, lentamente, abandonaba la estancia. VIII Apenas Guisa hubo despedido á D. Rodrigo de Toledo con la res- puesta de haber llegado tarde la orden de suspender la matanza, diri- gióse al palacio de Telligny, yerno del almirante, entregándose allí las turbas á los más abominables excesos. Fueron invadidas después las moradas de Rouchefoucauld, amigo del rey, de Piles, de Pardaillan, de La Forcé, de Lespondillans, de Bricquemault, marqués de Retz, de- vastándolas y siendo asesinados y arrojados por las ventanas aquellos ilustres capitanes hugonotes, hasta el número de sesenta y dos. El pueblo por su parte entregábase al saqueo de las casas de los particulares, después de asesinar á sus moradores, que eran luégo arrojados al Sena. El profesor de filosofía, Ramus, sorprendido en su cama, era asesi- nado por sus discipulos, instigados por otros catedráticos de la Sorbo- na y arrojado su cadáver á la calle. El escultor Juan Goujon, descu- bierto en el taller donde cincelaba las estatuas del Louvre, caía cosido á puñaladas por la turba y era arrojado al río. Las calles estaban obstruidas por los cadáveres de los calvinistas; turbas de horribles mujeres iban en busca de los agonizantes para mar- tirizarles con los más espantosos tormentos, y no pocos de los asesi- LA MASCARA DE BRONCE 221 nos dejaban de entregarse por algún rato al placer de herir atentos al provecho de robar. La turba católica, ebria de vino y de sangre, desenfrenada, loca, mataba sin piedad, y tan ebrio como ella Carlos IX, mandó se fuese en busca de Enrique de Navarra y el principe de Gondé, para que se presentasen inmediatamente en el Louvre. El Bearnés, valiente hasta la temeridad, acudió con arrogancia al palacio real. — Me habéis llamado, y ya veis que he comparecido al momento, pero aún sin eso hubiera venido para pediros justicia: señor, las hor- das de Guisa han invadido mi casa, y sin respeto al lecho de la reina, de vuestra hermana, han matado también allí á los que se habían re- fugiado en aquel asilo inviolable... — Fué por orden mía, — exclamó Carlos IX. — Para nadie ha de ha- ber perdón: rey de Navarra, Condé, tres días de plazo tenéis para deci- diros á abjurar, y pasado éste, entended que os espera igual suerte que á los otros. — Nos damos por enterados, — replicó Enrique de Borbón, — aunque mal camino es la amenaza para hacer que yo desista de lo que pienso. En este momento entró un gentil-hombre, y dijo: — Señor, vuestra nodriza y vuestro cirujano van á pasar en breve por entre las dos filas de soldados que en el patio degüellan á los pri- sioneros que nos traen. — Di que les perdono, — exclamó el rey. — Mi nodriza es una exce- lente mujer, y no encontraría yo otro Ambrosio Pareo que me curara tan bien los diviesos. Los dos me harían falta, pero á cambio de ellos no faltarán otros, — y saliendo á la ventana, gritó como un furioso: — ¡Soldados! ¡Parisienses! ¡Matad, matad, matad! IX D. Rodrigo de Toledo, consternado, angustiado cruelmente al pen- sar que quizás á él era debido el horrendo espectáculo que presencia- ba, lanzóse á la calle deseoso de prevenir en cuanto estuviese de su 228 LA MASCARA DE BKONCE parte los horrores de aquella noche infausta. ¡Vano intento, sin embar- go! ¡Nadie atendía á sus órdenes! Por más que rogó, no pudo impedir que una horrible procesión de gente que venía arrastrando los cadáve- res de los sesenta y dos nobles hugonotes, los arrojaran al pozo del Pré-aux-clercs, donde era costumbre arrojar los animales muertos; vió como otro grupo se llevaba al muladar de Monfaucon los destro- zados restos del almirante, para colgarlos entre las carroñas que yacían por aquel lugar inmundo, y no podía menos de pensar que jamás se- mejantes monstruosidades hubieran podido ser perpetradas por ma- nos españolas. Abatido, desesperado, recorría las calles, cuando al llegar á una encrucijada, vió á una dama á caballo sin acompañamiento alguno, que gritaba: — ¡Deteneos! ¡Basta!... Púsose al momento D. Rodrigo junto á la desconocida, y exclamó: — Señora, no tengo el honor de conoceros, pero quien quiera que seáis, recibid el homenaje de respeto de este servidor vuestro. — ¡Ah! ¡Caballero, ved, ved' — exclamó la dama. — Corramos... qui- zás podamos salvar aún á alguno de esos infelices. La desconocida señalaba á don Rodrigo una horrible escena que ocurría en medio de la calle que tenían delante. Un joven yacía en tie- rra, cadáver ya, mientras que unos soldados se aprestaban á dar muer- te á una hermosa niña y á un anciano. Don Rodrigo lanzóse contra los asesinos, y les puso en huida, sal- vando á las dos víctimas. — Seguidme, — exclamó la dama, dirigiéndose al anciano y á la joven. — Nadie osará tocaros, y vos caballero, hacedme la merced de acompañarme. Obedeció don Rodrigo, y pudo notar fijándose por breves momen- tos en la desconocida, que era ésta tan hermosa como aristocrática. —Algo es algo, caballero,— exclamó la dama.— Que seamos los dos buenos católicos, no quiere decir que debamos ser dos fieras. ¿No os parece? — Ciertamente que sí, señora,— respondió don Rodrigo. LA MASCARA DE BRONCE 229 — ¡Calle! ¡No sois francés! En vuestro acento se conoce, — siguió di- ciendo la dama. —Lo habéis adivinado, señora, — respondió don Rodrigo. — Tengo el honor de ser español. — ¡Español! ¿Y salváis á los hugonotes? — ¿Por qué no? — Perdonad, pero no deja de ser extraño. Al fin y al cabo no se hace aquí más que imitar los procedimientos del señor duque de Alba con los gueuses. — Señora, el duque de Alba no ha ordenado jamás matar á nadie. Combate á los gueuses en campo abierto y si algunos, ó muchos han perecido en el cadalso, ha sido después de fallado su proceso por el Tribunal. — ¡Ah! Es verdad... El duque de Alba tuvo el buen acuerdo de ins- tituir el Tribunal de sangre... Es indudable que vale mucho saber guardar las formas. —Valga ó no valga, podrá llamársele cruel al duque de Alba, pero nunca asesino. —Habláis como un libro, caballero... ¡Lástima que el rey no estu- viera mejor enterado de como suele hacer sus justicias el señor gober- nador de los Países-Bajos! — Hubieran podido enterarle de ello tantos franceses como allí combaten contra mi noble general. — ¡Qué oigo! ¿Os halláis á las órdenes del duque? — Cábeme esa honra, señora, aunque eso no importa para que esté ahora ciegamente á las vuestras. Podéis mandar cuanto gustéis al ca- pitán don Luís de Espinosa. — Galante sois, caballero. — No por cierto... Sois buena, compasiva ¿qué más puede desearse? — Y vos valiente... No podéis creer cuanto me place haberos cono- cido... — Cosa que no puedo tener la satisfacción de decir yo, señora. — Es verdad... Y á buen punto me lo preguntáis... Hemos llegado ya á mi casa... Me llevaré á esos desgraciados y en cuanto á vos os 230 LA MASCARA DE BRONCE ruego hagáis lo posible por continuar salvando víctimas que podréis traerme, para que bajo mi amparo estén seguras. Esto no puede du- rar... Es horroroso... Tengo entendido que sólo se habia resuelto la muerte de los caudillos hugonotes y de los revoltosos, pero á nadie se perdona... Si esto sigue asi, van á pagar aún los mismos católicos... Y ahora, adiós, caballero... Siempre seréis bien recibido en mi casa... No os harán aguardar mucho, si dais vuestras señas, para que os reciba con el mayor placer la reina Margarita de Navarra. Atónito quedó don Rodrigo al oir aquel nombre y respondió: — Jamás olvidaré, señora, la noble conducta de V. M. en esta noche horrible. Guárdeos el cielo dilatados años en bien de vuestros subditos. — Caballero, — respondió alegremente Margarita,— bien necesito de vez en cuando hacer alguna buena acción para que el cielo me perdone mis pecados. La reina entró en su palacio, conduciendo de la mano á los dos in- felices hugonotes y D. Rodrigo de Toledo volvió de nuevo hacia donde se oía resonar la arcabucería. X Había adelantado algunos pasos, cuando oyó gran vocerío de: ¡Al arrabal de San Germain! ¡Mueran loa hugonotes! ¡Viva el rey! Don Rodrigo, poseído de súbita inspiración, volvió grupas y lan- zóse á escape hacia el arrabal. —¡Alto!— le gritaron algunos hugonotes.— ¿Quién vive? — ¡Francia! — respondió Toledo. — Pero urge lo que tengo que deci- ros. Los guisardos vienen hacía aquí. ¡Salvaos! Entonces adelantóse hacia él un hombre á caballo y al estar cerca le dijo: — ¿Son muchos los que vienen? — Muchos sí. Imposible que podáis defenderos. — Gracias por vuestro aviso, caballero. Jamás lo olvidaré. Veo que lleváis el distintivo de los católicos. Si alguna vez os halláis en peligro LA MASCARA DE BRONCE 231 entre los nuestros, decid que fuistéis quien salvó la vida á Montgomery y á los suyos. — Gracias, señor duque, — contestó don Rodrigo. — Considérome harto dichoso con haberos podido prestar este servicio. Montgomery pudo, en efecto, huir con su gente, siendo los únicos que lo consiguieron. Los que no pudieron seguir á su jefe, tuvieron ocasión de ver á Carlos IX, que armado de un enorme arcabuz de caza disparaba sobre ellos, aunque en vano, pues el arcabuz no podía alar- gar el tiro hasta donde ellos se encontraban. Al rayar el alba, seguía disparando todavía Carlos IX, experimen- tando gran regocijo cuando vió pasar por el río m(ás de cuatro mil cuerpos entre los que se ahogaban y los muertos. Cuando le dijeron á Catalina de Médicis, que habían perecido aquella noche quince mil personas, exclamó: — Sólo de seis me remuerde la conciencia. CAPITULO IV En Amberes No cesó aún la matanza en toda la mañana y tarde de aquel inolvidable día, llegando el desor- den á su colmo al ponerse el sol que á su salida había iluminado el cuadro de horror de que fuera testigo París la pa- sada noche. El desorden llegó á su colmo al oscurecer; como no quedaba ya nin- gún protestante vivo, comenzóse á matar católicos y á saquear sus ca- sas. Ninguna ocasión mejor para vengarse impunemente de un ene- migo, para deshacerse de un rival, para apoderarse de un dinero codi- ciado. El servicio del rey lo autorizaba todo; la causa de la unidad religiosa permitía que los católicos fervorosos pudiesen hacerse con lo que les faltaba, tomándolo de donde sabían habían de encontrarlo. Tales proporciones adquirió el escándalo que Charron, el preboste de los mercaderes, hubo de presentarse al rey haciéndole presente que París estaba entregado á una horda de salteadores; Carlos IX mandó TOMO II 30 234 ' LA MASCARA DE BRONCE entonces fijar un bando imponiendo pena de muerte á los bandidos y asesinos, al mismo tiempo que la fuerza pública salía á restablecer el orden; y aún no paró aquí la magnanimidad del rey, sino que dió las más severas providencias para que nadie fuera osado á continuar ma- tando hugonotes, debiendo contentarse los leales defensores del trono y del altar con custodiarlos rigurosamente. Pero buen caso hacían los católicos de los reales mandatos; aque- llos fieles vasallos y devotos ortodoxos eran más realistas que el rey y más papistas que el papa, y creían hacer obra meritoria, al par que temporalmente provechosa, continuando en su piadosa tarea. El pue- blo soberano hacía lo que le daba la gana, siguiendo el impulso co- municado desde arriba. La corte estaba aterrada. La idea de Catalina de Médicis, secun- dando las indicaciones del duque de Alba, era que se hubiese dado muerte á los jefes; pero, una vez desencadenada la fiera, la cosa ad- quirió proporciones horribles que la astuta florentina estaba muy lejos de esperar. El rey, que, según se recordará, había puesto por condición á la muerte de Coligny el que no se dejara un hugonote vivo que pudiese echárselo en cara, estaba ahora terriblemente desasosegado, viéndose acosado de remordimientos y atormentado por las más espantosas pe- sadillas. —¿Por qué matar á tantos?— exclamaba Carlos IX, dirigiéndose á su madre. — Y, como presa de delirio, murmuraba:— Allí... ved... esos cadáveres sangrientos... esos moribundos que nos maldicen... y una voz que grita: El rey lo manda... Mirad... aquellos ancianos... allí... una mujer... ved... aquellos niños que yacen en tierra... Me maldicen... Eran inocentes... mejores que yo... Muertos... Ya los han muerto... Al anochecer, cuando se le presentó Charron á pedirle el bando contra los que continuaban asesinando, la agitación del rey había ad- quirido proporciones alarmantes. Lloraba, arrancábase los cabellos, revolcábase por el suelo. — Señor,— exclamó el canciller Birague, la verdad es que V. M. no tiene absolutamente la culpa de lo que está pasando. El pueblo debe LA MASCARA DE BRONCE 235 cargar con la responsabilidad entera... Todo se ha reducido á una con- tienda entre la familia de Guisa y la de Chatillon... Lo mismo una que otra cuentan con partidarios exaltados, y nada más natural que ha- ber llegado á las manos... Por desgracia, no hemos podido evitar el derramamiento de sangre tan pronto como hubiéramos querido... — ¿Es cierto lo que decís, Birague? — exclamó Carlos IX, como si las palabras del miserable palaciego debiesen quitarle un enorme peso de encima. — Giertísimo, señor, — respondió Birague, — y ahora mismo voy á manifestárselo así á los gobernadores... — Sí, apresuraos, — contestó el rey; — escribídselo enseguida y decid- les que no quiero, que prohibo absolutamente que se ataque á los pro- testantes de las provincias... Decidles que no quiero que se proceda con violencia contra nadie; que castigaré el que unos subditos se subleven contra otros, y que refrenaré con mano fuerte á todo aquel que intente repetir los excesos de que, por desgracia, ha sido teatro mi corte. Birague se dió prisa á escribir lo que el rey acababa de manifes- tarle, por más que fué vano mandato (1); pero si la real carta no con- siguió evitar en provincias la repetición de los crímenes de que fué teatro la capital, en cambio... fué recibida con grande indignación por los parisienses, al paso que los Guisas enojáronse, con justo motivo, de la responsabilidad que el rey lanzaba sobre ellos. Al siguiente día, al presentarse Catalina de Médicis á su hijo, ex- clamó: —Es preciso que, ya que no es posible volver atrás, no descubráis ahora vuestra impotencia y debilidad al decir que los Guisas han po- dido matar en plena corte más de tres mil súbditos vuestros. No, no es así como debéis hablar; tratad de sacar todo el partido posible de la hazaña, y ya que, por más que intentéis, apareceréis como el prin- cipal responsable, arrojaos en brazos del partido católico y gloriaos de haber mandado llevar á cabo las ejecuciones. (1) Desde el 25 al 3 de Octubre hubo matanzas en una porción de ciudades. Aseguran algunos que la Corte envió órdenes en tal sentido, pero no parece esto probado; antes bien, es presumible que tales excesos enojaran al rey y á sus consejeros. 236 LA MASCARA DE BRONCE Aquel miserable rey de quien estaba apoderado ya la tisis que |de- bía conducirle al sepulcro dos años después era débil y tornadizo y escuchó y atendió las amonestaciones de su madre, si bien para des- decirse de ello al poco tiempo. Con todo, al ver el pueblo que Carlos IX se gloriaba de haber sido el ordenador de las matanzas, hízole una ova- ción. La popularidad del rey llegó á su colmo cuando fué á ver el ca- dáver deColigny, que la turba había ahorcado en el muladar de Mont- faucon. El Parlamento dió las gracias al monarca titulándole salvador del Estado, á cuya fineza correspondió Carlos IX infamando la memoria y la familia de Coligny y mandando que todos los años se hiciese una procesión en conmemoración de la de San Bartolomé; pretextó que se había visto obligado á mandar hacer aquel escarmiento para librarse de una terrible conspiración que había tramado contra él Coligny, y á fin de dar más visos de verosimilitud á semejante aserto, condenó á muerte é hizo subir al cadalso, como cómplices de la imaginaria cons- piración, á dos nobles protestantes que habían podido salvarse del hierro de los asesinos. Por lo dicho se comprende que las horribles matanzas ocurridas la noche del 24 de Agosto de 1572 no fueron la realización de un plan preconcebido, sino el resultado de una verdadera crisis de miedo, he- cho muy explicable estando al frente de la nación un mozalbete tan despreciable por su menguada inteligencia y falta de carácter como era Carlos IX. Ningún provecho sacó el rey de Francia de aquel crimen que jamás le perdonará la historia, pero en cambio aprovechóle gran- demente al duque de Alba según tendremos ahora ocasión de ver. II Luégo que D. Rodrigo de Toledo hubo dado aviso á Montgomery de la aproximación de los sicarios realistas, consiguiendo de esta suerte su salvación los hugonotes que se hallaban en el arrabal de Saint-Ger- main, personóse en el Louvre donde encontró á Catalina de Médicis luchando entre el terror de lo que por instigación suya estaba suce- LA MASCARA DE BRONCE 237 diendo y el refinado placer de ver tan cruelmente tratado al partido que tanto aborrecía y la aborrecía á ella. La reina no pudo menos de fijarse en el semblante sereno del en- viado español, y turbada por la acusación que claramente se leía en la mirada de don Rodrigo, exclamó: — Caballero, ya veis como han sido atendidas enseguida las indica- ciones que por conducto vuestro nos ha hecho el duque de Alba. Su- pongo nada tendrá que decir ahora sobre la lealtad de nuestra política, y que quedará plenamente satisfecho de nuestro proceder. —Señora, — respondió don. Rodrigo,— yo no sé si el señor duque de Alba quedará ó no satisfecho de lo que ha ocurrido aquí; solamente, sí, me permitiré haceros observar que el señor duque observa siempre las formas procesales, y cuando muere alguien no es por sorpresa, sino después de haber sido objeto de una sentencia legal. Palideció la reina y exclamó: — Las circunstancias no han permitido seguir esos trámites, caba- llero; se ha hecho justicia como se ha podido. — El señor duque de Alba hace siempre las cosas por sí mismo y no necesita que el pueblo cargue con las responsabilidades de sus actos. Es fácil que hayan perecido muchos inocentes esta noche. — En Francia hay ya precedentes de esto, — repuso fríamente la reina, — y cuando sucede algo como ahora solemos decir: «Dios reco- nocerá á los suyos.» —No he de contradeciros, señora; cada pueblo obra según mejor le parece. No dudo, sin embargo, que el señor duque de Alba habrá de admirarse de que después de haber obrado vuestro gobierno con par- cialidad harto excesiva en favor de los hugonotes, se haya manifestado ahora excesivamente riguroso. Es de creer, señora, que una vez com- prometido vuestro gobierno en este camino, no volverá atrás. — Paréceme que en vez de haber venido aquí á darnos las gracias por nuestro proceder y á felicitarnos por la heroica manera con que hemos extirpado la herejía, os permitís presentaros como acusador, y entended, caballero, que no costaría mucho que á vuestras acusacio- nes respondiese el rey de Francia de tal suerte que os fuera imposible repetirlas. 238" LA MASCARA DE BRONCE — No he venido aqui á acusar á nadie, señora; me he limitado á comparar los procedimientos que se han seguido en Paris y los que se siguen en los Países-Bajos contra los rebeldes. Y ahora, terminada ya mi misión, tengo la honra de pediros vuestro real permiso para vol- verme á Flandes á dar cuenta al señor duque de Alba de lo que aquí he visto. — Esperad un momento, — replicó Catalina de Médicis. — Seréis por- tador de una carta para él. — Estoy á vuestras órdenes, señora. La reina escribió una carta bastante larga, cerróla, sellóla y eutre- gósela al enviado. — Desearía de la bondad de V. M. se me diera un salvo-conducto, — dijo don Rodrigo. — Vuestra pretensión es muy justa, — respondió Catalina, y dirigién- dose á un escudero que se hallaba junto á la puerta, añadió: — Decid al canciller que se presente al momento. No tardó en comparecer Birague á quien enteró la reina del objeto de su llamada. El documento quedó extendido en breve, y al entre- gárselo á don Rodrigo, dijo Catalina: — Impórtame que el duque de Alba tenga cuanto antes en su poder mi carta. — Procuraré, señora, que quede cumplida vuestra orden tal como me mandáis. Al ser de día me pondré en camino. Don Rodrigo besó la mano á la reina, saludó al canciller y salió precipitadamente de palacio, sin notar que en pos de él salía también un gentil caballero, muy interesado al parecer en seguirle los pasos según el cuidado que ponía en no perderle de vista. Al atravesar las calles para llegar á su posada de la plaza Real su- bió de punto el horror que desde que había comenzado la matanza sentía el emisario; al rojizo fulgor de varias antorchas de viento, una turba de estudiantes arrastraba sin piedad á tres hombres y dos mu- jeres que acaban de ser arrojados por las ventanas de una casa de buena apariencia. Otro grupo, compuesto de hombres de patibulario aspecto, salía de un portal con grande algazara, golpeando á martilla- LA MASCARA DE BRONCE 239 zos en la cabeza á un venerable anciano á quien hacían rodar á punti- lladas. Resonaba á cada momento ruido de tiros dentro las viviendas; oiase el pesado caer de las víctimas que los asesinos precipitaban á la calle, y el campaneo de las iglesias se mezclaba en extraña confusión con las blasfemias de los matadores y los gritos lastimeros de los mo- ribundos. Multitud de hembras parecidas á furias del infierno recorrían las calles ostentando como trofeos de victoria tocas y sayas arranca- das á las religionarias asesinadas; un sacristán de estúpido y feroz semblante habíase revestido con la toga de un catedrático á quien ha- bía degollado, y un soldado, ébrio de vino y sangre, paseaba clavada al extremo de su pica la cabeza de una mujer. De pronto y cuando se hallaba cerca de su alojamiento, hubo de detenerse don Rodrigo para que pasara una brillante comitiva, que venía á todo correr, precedida de varios ginetes con blandones. El en- viado español reconoció á Guisa, y á Aumale, que seguidos de otros nobles católicos, seguían gritando: — ¡Matad, parisienses, matad! ¡El rey lo quiere! — ¡Viva Guisa! — respondía el populacho. Don Rodrigo, sin ánimos par-a resistir el espectáculo cobarde que se ofrecía á sus ojos, entró en su posada y se encerró en el aposento que ocupaba, sintiéndose devorado por la fiebre. Poco después, tomaba alojamiento allí mismo el caballero que le venía siguiendo desde el Louvre. III Así que amanecía, abandonó Toledo la ciudad, cuyas puertas pudo franquear á beneficio del salvo-conducto que había cuidado de que se le facilitara. Desde París dirigióse don Rodrigo al Havre, donde se em- barcó, juntamente con otro pasajero, para Amberes, en un estado de ánimo de cada momento más angustioso. No lograba el emisario del duque de Alba, apartar de su mente el recuerdo de la matanza, y levantábanse ante él acusadores y fantasmas, como si le salpicaran con su sangre. 240" LA MASCARA DE BRONCE Toledo se dirigió á su casa á todo escape de su caballo, encontrando á Blanca que le esperaba con ansiedad. La hermosa joven no había salido ni una vez en público desde que se hallaba en Amberes. Sus pasadas desdichas habíanle infundido como una especie de terror y se ...un soldado, ebrio de vino y sangre, paseaba clavada al extremo de su pica la cabeza de una mujer. estremecía á la idea de inspirar involuntariamente alguna nueva pa- sión. Pero teniendo á don Rodrigo á su lado ya no temía nada; lo que le aterraba era la soledad. No es de extrañar por lo mismo que á la vista de su dueño apareciese como transfigurado su semblante. — ¡Rodrigo! ¡Mi vida! — exclamó arrojándose en brazos del ca- pitán. — ¡Blanca de mi alma! — repuso Toledo. LA MASCARA DE BRONCE 241 La joven fijó sus grandes ojos azules en el rostro de su amado y no pudo reprimir un movimiento de inquietud. —¿Tienes algún pesar, mi Rodrigo?— preguntó.— ¿Qué ocurre, cuan- do en vez de la alegría infinita que creía ver reflejarse en tu rostro se me aparece cubierto de tristeza? — Por Dios, no, no es eso que crees, mi bien, — respondió Toledo. — Grandes son, sin duda, mis tristezas, pero aunque fuesen mil veces mayores, bastariame ver, no ya tu rostro divino, sino la sombra de tu cuerpo para disiparse. ¿Me amas como yo te amo, Blanca mía? — Te amo más que nunca,— dijo Blanca con ardiente entonación. — Te amo porque eres el más noble, el más generoso de los hombres... ¡Mi bien! ¿Quién no ha de honrarse con tu amistad si es un hombre? ¿Y qué mujer no ha de prendarse del más hermoso y perfecto caballero de estos tiempos? ¡Rodrigo! ¿Quién no ha de quererte, si además de ser valiente, gallardo y leal, eres tan bueno para con todos?... — ¡Quisiera Dios que -así fuese!— exclamó con amargura don Ro- drigo. — Por dicha, así lo quiere Dios, mi noble Rodrigo, mi bravo ca- ballero. — No todos podrán pensar como tú, sin embargo, — replicó Toledo, y lanzando un suspiro añadió: — ¡En mal hora quise venir á estas tierras!... — Déjanme confusa tus palabras, — exclamó Blanca. — ¿Qué mal has podido tú ocasionar nunca? Si alguna vez has dejado de ser el más bondadoso de los hombres ha sido para ser justiciero, nunca cruel. ¿Qué extraña idea puede atormentarte que te creas causante del menor daño á un inocente? — Y, sin embargo, tal es la causa de esa pesadumbre que has des- cubierto en mi alma. Témome que eternamente me persigan, Blanca, los más horribles, los más inextinguibles remordimientos... Funesto instante aquel... Paréceme que salgo de espantosa pesadilla y sin em- bargo, no fué sueño, no; fué horrenda realidad lo que yo vi... ¡Ay de mí! ¡lo que yo causé tal vez!... Blanca, entre admirada é inquieta, exclamó: TOMO II 31 242' LA MASCARA DE BRONCE —Habla, mi Rodrigo... ¿Cómo puede ser que tu noble alma tenga que acusarse de haber causado el menor mal á ningún inocente? — Dios solo sabe si es así, — exclamó Toledo presa de la mayor agi- tación...— ¡Inocentes, sí! Ancianos, mujeres, niños, honrados padres de familia... ¡Oh cuántas víctimas!... ¡Desgracia, desgracia sobre mí! —Cálmate, mi Rodrigo... Tú no puedes haber cometido ninguna in- dignidad... Y Blanca, desazonada al ver el fulgor con que brillaban ahora los ojos del capitán, y lo encendido de su rostro, acercó la mano á su fren- te encontrando que ardía. Por un momento llegó á temer la joven no se hubiese extraviado la razón á don Rodrigo, pero como si éste comprendiera el pensamien- to de su amada, repuso con amargura: — ¿Hay para creer que estoy loco, no es verdad? Y sin embargo, no son los fantasmas del delirio los que me trastornan, sino las visiones de mis sentidos, la inexorable aparición de las víctimas... — Serénate, mi bien... ¿Qué crímenes espantosos son los que de tal manera te tienen intranquilo? ¿Qné has visto? ¿Qué nuevas son las que traes de París? Don Rodrigo, palideciendo de súbito, sentóse; pasóse la mano por la frente, y con voz baja y casi entrecortada, teniendo cogida á Blanca por la mano y colocada á su lado, dijo: — Llegué á París y vi á la reina Catalina. El duque me había encar- gado le hiciera presente, que era preciso determinar de una vez la si- tuación de la corte de Francia respecto á nosotros, y decidirse por los insurrectos ó por los españoles. Hube de añadir que recordara las pa- labras que el duque le había dicho años antes en Bayona... ¡Quiso la suerte malhadada que la reina las recordara harto bien! Por breves momentos suspendió don Rodrigo su relación, hasta que, como si necesitara hacer un esfuerzo, prosiguió: —Estas palabras las ignoraba yo... Sí... á haberlas sabido, no hu- biera querido encargarme de recordarlas á la reina... Poco después... tocaba á rebato la campana de San Germán de Auxerrois, y el almi- rante Coligny era asesinado y arrastrado por las calles... LA MASCARA DE BRONCE 243 No pudo reprimir Blanca un ademán de horror. Don Rodrigo soltó entonces sus manos, ocultó su cabeza entre las suyas inclinándose al suelo, y con trémulo acento, repuso: — Aquella fué la señal de la matanza... Ya no hubo piedad para nin- gún hugonote. Millares de ellos caían al filo de los puñales ó atravesa- dos por el plomo de los arcabuces... No había perdón para nadie... Matábase sin misericordia... Los desdichados calvinistas eran cazados como fieras... Aquel ojeo era horrible... Aún lo veo... ¡Desgracia! ¡Desgracia! Blanca se había incorporado, y presa de terror habíase retirado al- gunos pasos. Levantó la cabeza don Rodrigo, y al notar que su amante, temblan- do de terror, parecía arredrada ante su presencia, exclamó con dolo- rosa exaltación: —Mira, mira como me castiga ya el cielo... ¡Huyes de mi! ¡te causo horror! Blanca, sin aliento, no acertaba palabras que pronunciar, cuando don Rodrigo, casi desfallecido de emoción, cayó á sus piés murmu- rando: — ¡Perdón! Entonces la joven sintió trocarse en profunda piedad la consterna- ción que la habían causado las nuevas de don Rodrigo, y abrazándose á su amante, exclamó en un transporte de adoración: —Levántate... levántate... es imposible que hayas tú podido ser causa de estos crímenes... El desgraciado capitán, como si hubiese escuchado una voz celes- tial, repuso: —¿Eso me dices? ¿No te doy horror, pues?... ¿Me amas?... — Como siempre, te lo juro, — respondió Blanca gravemente. — Sí; estás inocente de toda culpa... — ¡Angel mío!... Diciéndomelo tú, siento disiparse toda sombra de remordimiento. —Cumpliste con tu deber desempeñando el encargo que te confia- ron; la obediencia debe ser ciega en los hombres de guerra. Ni podía 244' LA MASCARA DE BRONCE ser ese tampoco el intento del duque de Alba... ¿Cuando un general es- pañol puede abrigarla horrible idea de pasar á cuchillo traidoramente á mujeres y niños? — Es verdad... El duque quería se hiciera justicia ejemplar en los jefes; mas de seguro nunca pudo prever que su indicación se interpreta- ra por una carnicería. Durísimo es el duque, pero nadie más escrupu- loso que él en seguir los trámites que señalan las leyes. Es soldado, pero sí es inflexible en la disciplina de sus tropas, en cambio entrega á los tribunales á los delincuentes políticos, á la Inquisición á los here- jes... No tienen Inquisición en Francia, pero quizás más les valiera que no sucumbir degollados á manadas como ha sucedido ahora. — Soy una pobre mujer ignorante de las cuestiones que se agitan en las naciones, pero imposible me parece que el rey de Francia se haya entregado á tales excesos de barbarie por complacer á España, y menos por complacer al Papa. Debió ser esta carnicería en beneficio de su trono, que no por consideraciones al extranjero. Soy veneciana y nadie mejor que los de mi país saben que la política no tiene en- trañas. > — ¡Ah! ¿Por qué no te llevé conmigo á París?— exclamó don Rodrigo. — ¡Si supieses que días tan horribles he pasado entregado á mis som- brías reflexiones! Pero tú me has devuelto la tranquilidad... Sí... Has desvanecido mis negros remordimientos... Cumplí con mi deber des- empeñando el cargo y además... hice lo que pude... — ¡Ah! ¡Bien sabía yo que no me lo habías dicho todo! — exclamó Blanca. —Sí... Yo salvé á muchos, puedo decirlo, puedo asegurártelo... Salvé todos los que estaban con Montgomery en el arrabal de San Germán... y si la reina Catalina no me mandó entregar á sus verdugos no fué, ciertamente, porque no hubiese dado yo motivo á ello con mis pala- bras, sino por temor, quizás, á una guerra, desde el momento en que hubiese atentado contra el embajador del duque de Alba. Esto fué lo que hice. — ¿Qué más necesitaba yo saber para sentirme más enamorada que nunca de tí, mi noble dueño? Cumpliste como bueno; hiciste todo el LA MASCARA DE BRONCE 245 bien que estaba á tu alcance y protestaste de la iniquidad. Ningún re- mordimiento puede inquietarte. Tu conciencia puede estar tran- quila. — Tranquila estará desde el momento en que con tus palabras me has devuelto la calma. Jamás olvidaré que te debo haber recobrado la estimación de mí mismo. Dábame horror... — Pues ya ves como no me lo has dado á mí, — exclamó ella; y, pa- sando sus brazos por el cuello de don Rodrigo, abrazóse á él estrecha- mente, mirándole con divina ternura. IV Una hora hacia que se encontraba en Amberes don Rodrigo, cuan- do manifestó á Blanca que debía continuar su camino para participar al duque el resultado de su viaje. — Llévame contigo, — dijo Blanca. — Ya ves que ahora no se corre el menor peligro. Tengo miedo sin tí, y, además... me siento sin fuerzas para continuar privada de verte. Un siglo me ha parecido el tiempo que ha durado tu ausencia. — Debo hacer precipitadamente el viaje á Bruselas, — respondió To- ledo,— y temo ocasionarte sobrada fatiga si conmigo te llevo. Yo pediré licencia al duque para regresar cuanto antes y pasar á tu lado algunos días. —¡Qué tristeza, entonces! Con ansia aguardaré tu vuelta. Despidióse Toledo de su bella, la cual salió al balcón, permanecien- do en él hasta perder de vista á su amado, quedando sumida después en extraña inquietud, que no sabía explicarse ella misma. Antes de partir de Amberes, enteróse don Rodrigo de que el duque había salido de Bruselas para Mons, y dirigióse, en consecuencia, á los cuarteles de los sitiadores de esta plaza, llegando allí dos días des- pués que el general, y cuando había cerrado ya la noche. Sin pérdida de tiempo, presentóse don Rodrigo al duque. — ¿De regreso ya, señor capitán? — preguntó el de Alba. — Decidme, pues, ¿qué nuevas me traéis? 246 LA MASCARA DE BRONCE — Señor, — respondió Toledo, — en cumplimiento de lo que me te- níais prevenido, y no pudiendo obtener audiencia de S. M. Cristianísi- ma, pedísela á la Reina madre, que me dispensó benévola acogida. Cuanto me ordenasteis la dijese, se lo dije; lo demás, no es de mi cuenta, ni creo tampoco, señor, que de la vuestra. — ¿Pues qué pasó? — exclamó Alba. —Llegué á París en el momento en que acababa de celebrarse el casamiento del rey de Navarra con la princesa Margarita; la población estaba agitada, y hugonotes y católicos mirábanse con mal reprimida cólera... Así pasaron dos días, hasta que, entrada ya la noche del 24 de Agosto, tocó á rebato la campana de San Germán de Auxerrois. Aquella fué la señal del exterminio. El almirante Coligny, á quien po- cos días antes habían dado un arcabucazo al salir del Louvre, fué de- gollado cuando yacía postrado en cama y arrojado por una ventana, suerte que cupo á todos los demás rebeldes y hugonotes que estaban entonces en la ciudad, sin dejar hombre á vida de todos los que lo "eran, excepto á monsieur de Montgomery, que se huyó con buen golpe de gente. Tal es lo ocurrido, señor. El rey, que en un principio había jurado vengar el atentado cometido contra el almirante, mudó repen- tinamente de parecer, y, oyendo los consejos del duque de Guisa y de su madre, ordenó la matanza, que el pueblo se apresuró á ejecutar con sin igual crueldad, con feroz placer. El duque de Alba, impasible, preguntó: — ¿Cuántos hugonotes paréceos habrán sido degollados? — No creo errar afirmando ser mas de diez mil. — Inesperadas noticias me habéis traído, capitán, y bien vale una coronelía el servicio que me habéis prestado. — Permitidme, señor, — exclamó don Rodrigo, — que no acepte mer- ced alguna por e'lo. Prefiero ganar la coronelía como un soldado que no como un simple mensajero. Alba miró fijamente á Toledo, y dijo con frialdad: — Como queráis, capitán. Después de lo cual, levantándose, y no pudiendo ya contener la ale- gría de que estaba poseído, exclamó: LA MASCARA DE BRONCE 247 —¡Hola! ¡Alférez Salcedo! Apareció un joven, que desempeñaba al lado del duque las funcio- nes de ayudante de campo, y saludó marcialmente. —Avisad se pongan inmediatamente, esta misma noche, cuatro pie- —¿Cuántos hugonotes pareceos habrán stdo degollados? zas de artillería bajo del arrabal de Bertaymont, y con ellas se hagan grandes salvas, que acompañará también la arcabucería de don Gon- zalo de Bracamonte, y si alguien os preguntase á qué vienen tales de- mostraciones de contentamiento, decid que es porque el rey cristianí- simo y el católico y leal pueblo de París procedieron á ejecutar cuantos rebeldes y hugonotes se albergaban en la capital la noche del glorioso día de San Bartolomé. Yo, ciertamente, hubiera procedido de otro mo- do, guardando siempre la retención; pero, como dicen los discípulos 248 LA MASCARA DE BRONCE de Loyola, el fin legitima los medios y no cabe negar que el fin del rey Garlos IX ha sido muy santo, y, sobre todo, muy provechoso para el negocio que aquí traemos... Estaba presente en la cámara el duque de Medinaceli y asintió á lo dicho por el noble procer. Apenas había salido Toledo de Ja cámara del duque, cuando pene- traba en ella otro caballero, recién llegado también al campamento. Poco después retumbaba en el silencio de la noche la salva hecha por las piezas de artillería, acompañada de las alborotadas aclamacio- nes de los sitiadores. Los de Mons, extrañados de aquel estruendo, respondieron desde la plaza, bien ajenos de atinar en el verdadero motivo de aquellas de- mostraciones. V El dia 30, esto es, seis dias después de las horribles vísperas pa- risienses, púsose la batería batiéndose Mons con 37 piezas, de las cuales reventaron seis los primeros días, no siendo este el único sinsa- bor que experimentaron los nuestros, pues recibióse también en aquel entonces la noticia de haberse sublevado Malinas, Terramundo y Ou- denarde y de que el príncipe de Orange venía en socorro de los sitiados al frente de un numeroso ejército. El duque tomó enseguida las providencias necesarias para impedir tal intento, dando pruebas de altísima capacidad militar, levantándose en el espacio de una noche una formidable trinchera y un fuerte en forma de estrella de cuatro rayos, destinados respectivamente á defen- der el frente de nuestros escuadrones y á impedir pudiese apoderarse el enemigo de una montañuela desde la cual podía batirse la plaza de armas española. El 8 de Setiembre descubrióse el ejército rebelde, que hizo alto á tiro de cañón del campamento nuestro en una campiña rasa, viéndose que lo constituían unos diez mil infantes y seis mil caballos, formados éstos en hermosos escuadrones. LA MASCARA DE BRONCE 249 Intentaron al siguiente día los rebeldes penetrar en Mons por la parte de Jemappes, pero fueron desbaratados por nuestros arcabuce- ros después de una reñida escaramuza, obligándoles á retirarse á la aldea de Freuvoi, á una legua de la plaza. Al rayar el día 10 el enemigo trasladó sus reales á Armeny, y ha- biéndolo sabido el duque, dispuso éste se diese una trasnochada á los rebeldes alojados en dicha aldea, lo cual verifico felizmente Julián Ro- mero con cuatrocientos arcabuceros. Los capitanes que entraron de van- guardia, «degollando los centinelas y cuerpos de guardia de los ene- migos,— dice D. Bernardino de Mendoza en sus Comentarios, — atrave- saron por todos sus cuarteles con los arcabuceros, donde fué mucha la cantidad de gente que mataron, sin los que acabó el fuego que nues- tros soldados pusieran en las chozas y barracas de sus cuarteles, des- barrigando asimismo muchedumbre de caballos, con tanta confusión de los rebeldes, que duró casi una hora el estar en su campo, sin darles lugar á que hiciesen escuadrón ni juntasen cuerpos de gente hasta en tanto que se hizo lá seña que estaba acordada para el retirarse, que era el tocarse una caja á la española; y con esto salieron los soldados de los cuarteles de los rebeldes, siendo los muertos más de trescientos, sin los heridos y ahogados que huyendo de los nuestros se echaron en n riachuelo que pasa por la misma aldea. De nuestra parte fueron muertos en la facción sesenta españoles...» Realizada con tanta fortuna la encamisada, retiróse don Fadrique de Toledo, que era quien mandaba el total de la fuerza, á la aldea de San Sinforien «y los rebeldes estuvieron en arma hasta el amanecer, que partieron con tan gran priesa, que dejaron plantados pabellones en los cuarteles y carros y parte del bagaje; no viéndose en él sino hombres muertos de heridas, y otros medio quemados y muchos caba- llos tendidos y gran cosa de armas sembradas por el suelo y quema- das, que era evidente muestra de ir casi deshechos y rotos los rebeldes, como de cierto lo iban, así por la gente que perdieron en el encuentro de los nueve (del día 9) como por la que en la encamisada se les había muerto, con que recibió mucho daño su ejército.» Luís de Nassau y M. de la Noue que estaban en la ciudad, viéronse tomo n 32 250 LA MASCARA DE BRONCE perdidos con tales derrotas de los que habían ido en su socorro y re- solvieron rendir la plaza, como así se verificó el día 23 de Setiembre mediante honrosas capitulaciones, después de tres meses de bloqueo y veintitrés días tan solamente de sitio.. La entrega de Mons produjo honda consternación en Malinas donde se había retirado el príncipe de Orange, y como le manifestasen á éste la extrañeza de que trayendo tan grande ejército, no hubiese podido socorrer la plaza, respondió «poderse mal aventajar ningún general con el duque de Alba en el campear ni acomodar sitio para combatir, por ser un gran soldado, y que desde el tiempo del emperador Carlos V él le conocía y ser estimado por tal de todas las naciones.» Como era de esperar, llegada la noticia de la capitulación de Mons áoidos de los rebeldes de Oudenarde y Terramunda, apresuráronse á rendirse á su vez. El duque se dirigió entonces contra Malinas, reco- brando de paso á Tillemont y Lovaina. Intentaron los sublevados hacer resistencia, pero en vista de haberse los nuestros apoderado de los arrabales, huyó Orange dejando desamparada la ciudad. Los españoles entraron al día siguiente en Malinas, «la cual saquearon como villa re- belada, que fué cosa que, aunque no lo tuvieran merecido muchos della, por haber ido en persona á llamar á los rebeldes y entregádoles después la villa, pudiera mal impedir ningún capitán el no saquearla los soldados, á causa de las muchas pagas que se les debían y necesi- dad que pasaban, que era tan grande, que en aquella ocasión ningún príncipe ni general los gobernara, á quien no perdieran el respeto si se les impidiera el saco; lo cual han hecho en otras muchas ocasiones que no tenían necesidad tan grande como entonces. Que es lo que por la mayor parte fuerza á la gente de guerra para perder la vergüenza en el no obedecer á sus superiores.» VI En todas las facciones que hemos dicho, tomó parte principal do Rodrigo de Toledo, deseoso de demostrar con sus promesas que pa algo más servia que para ser portador de advertencias al rey de Eran- : LA MASCARA DE BRONCE 251 cia, hasta que, luégo de tomada Malinas, pidió permiso al duque para pasar algunos dias en Amberes, á lo cual accedió de buen grado el de Alba, á quien no había disgustado nada la indignación que había de- mostrado Toledo por las matanzas de la noche de San Bartolomé, tal vez porque interiormente estaba poseído de iguales sentimientos, aun- que no pudiese hacerlos públicos. Púsose, pues, en camino el valiente capitán, aumentando de cada momento su anhelo por estrechar de nuevo á Blanca entre sus bra- zos. Palpitaba violentamente su corazón al ver desde lejos la ciudad; por fin, penetró en ella y dirigióse precipitadamente á su casa. Don Bodrigo sintió correr por sus venas un frío glacial, cuando después de llamar tres veces no obtuvo contestación alguna. Presa de ansiedad, dirigióse entonces en busca de un cerrajero y habiendo dado con uno, fuese con él á fin de que descerrajase la puerta, cuya opera- ción quedó . hecha en breves instantes. Toledo penetró en la casa, regis- tróla toda; Blanca había desaparecido. No se notaba en ningún aposento, indicio alguno de haber sufrido iolencia; las joyas estaban todas, sin faltar una; el lecho, permanecía intacto. ¿Cuánto tiempo hacía que Blanca había desaparecido? Un mes hacía que había recibido su última carta, hallándose en el sitio de Mons. Estaba al servicio de Blanca una mujer llamada Gúdula, de edad provecta, leal según todas las trazas y que jamás había salido de Am- beres. Don Bodrigo pensó que su primer cuidado debía ser buscar á dicha persona, y así lo hizo, practicando las diligencias que le parecie- ron de mayor eficacia. A los tres días de dedicarse á semejantes pesquisas, logró dar con ella: Gúdula, á quien encontró instalada en casa de un magistrado amberés, fidelísimo á España, le manifestó que á primeros de Setiem- bre se había presentado en casa de madama Blanca un caballero francés, que dijo ser amigo íntimo de don Bodrigo, participándole que éste había sido herido y conducido á Bruselas donde la esperaba, mostrando como testimonio de la veracidad de sus palabras el salvo- 252' LA MASCARA DE BRONCE conducto con que don Rodrigo habia partido de París, con el supuesto nombre de D. Luis de Espinosa. Aquella noticia produjo en don Rodrigo como una puñalada en mi- tad del corazón. Otra vez el huracán de la fatalidad le arrebataba á Blanca. Era indudable que el raptor debia haberse llevado á Blanca de Am- beres, pero ¿á dónde la habría conducido? Si era francés, probable- mente á Paris, pero Blanca no habría dejado de resistirse al ver que no se dirigían á Bruselas. Cuando menos habrían estado allí para cu- brir el miserable engañador las primeras apariencias. Don Rodrigo se dirigió, pues, á aquella capital, esperando poder adquirir tal vez algu- na noticia de su desgraciada amante. Llegado á Bruselas, comenzó por preguntar en todas las posadas si habían parado allí un caballero y una señora, francés él é italiana ella, pero en ninguna parte pudo obtener una contestación afirmativa. Fué á indagar luégo á los alquiladores de caballos y sillas de mano; nada sabían. 254 ' LA MASCARA DE BRONCE Así pasaron tres días. Don Rodrigo se presentó entonces al duque de Alba y le pidió licencia para ponerse en camino para París. —¿Y qué os lleva por allá, sobrino?— preguntóle con cierta sorna el astuto guerrero. — Negocios particulares; amoríos, en una palabra; pero no temáis, trataré de desquitarme á la vuelta del tiempo que entre tanto haya perdido. — Idos, idos, sobrino, — repuso el duque, — aunque bien podría ser que no acertaseis bien el camino, si es por lo que yo me figuro. Asombrado don Rodrigo, replicó: — Señor, ¿podríais decirme en qué os fundáis para pensar así? Algo debéis de saber entonces del negocio que me trae tan fuera de juicio. — Yo sólo sé que teníais en Amberes ciertos amores, y que por eso me pedisteis mi venia para pasar allí; supongo ahora que al llegar á la jaula habéis encontrado con que el pájaro había volado, ó lo habían cazado con liga... — Con liga lo cazaron, en efecto. — Pues bien; yo os aconsejo que en vez de marchar á París, os ha- gáis conducir á Gante. Quizás allí hallaréis á la avecilla que se os ha extraviado. — Gracias, señor. ¿Me concedéis, pues, permiso para trasladarme á Gante? — Sin duda alguna, sobrino, pero os ruego no os precipitéis... Hay que ir con cierto tiento, pues sentiría en el alma que por cuestión de una nueva Helena fueséis á encender otra guerra entre griegos y tro- yanos. Las cosas hay que hacerlas bien, siempre por supuesto, sin de- trimento del honor. — Seguiré fielmente vuestros consejos, señor, — respondió don Ro- drigo,— y espero imitaros asi en la prudencia como en el valor. Besó las manos el capitán á su general y tío, y partió al momento en dirección á la ciudad donde vió Carlos V la primera luz. Sin pérdida de tiempo dedicóse á recorrer los paradores y hoste- rías, sabiendo en breve que efectivamente habían estado en la Posada LA MASCARA DE BRONCE 255 Imperial un caballero francés y una señora de sorprendente belleza, y que después de haber permanecido dos días allí, se habían instalado en una casa de la calle del Obispo, atravesada por un canal, como tantas otras de aquella ciudad, lo cual la da un aspecto muy parecido al de Venecia. Un mozo de la posada se encargó de conducir á don Rodrigo al lugar indicado, servicio que el capitán retribuyó con inusitada esplen- didez. Retiróse el gañán, y Toledo llamó reciamente á la puerta. II Largo rato tardaron en abrir, hasta que por fin quedó franco el gó- tico portal por donde se entraba en la casa, apareciendo á los ojos de don Rodrigo un mocetón flamenco, de aire más estúpido que inteli- gente. Don Rodrigo penetró en el zaguán, y dijo al criado: — Llevadme á donde está vuestro amo, — dijo don Rodrigo. El flamenco demostró no comprender lo que el recién llegado decía, en vista de lo cual éste, que no tenía gran cantidad de paciencia que prestar, pasó adelante á pesar de los gritos del mozo, que no hablaba más que walón. Al ruido salió un caballero á la escalera, cuyos peldaños subía rá- pidamente don Rodrigo, y dijo en francés: — ¡Halte-lá! ¿Qui va-lá? — ¡Blanca! ¡Blanca!— gritó don Rodrigo, al par que desenvainaba su espada. El caballero en vez de adelantar retrocedió, pero antes de que pu- diera cerrar la puerta por donde había salido, ya don Rodrigo había penetrado juntamente con él en la primera pieza del piso, mientras en el interior resonaba un grito que Toledo reconoció al instante, seguido de la aparición de Blanca. — ¡Ah, miserable!- exclamó el capitán, — ¡Tú fuiste el ladrón! — Salgamos, — replicó el caballero, expresándose en correcto espa- ñol aunque con marcado acento extranjero. 256 ' LA MASCARA DE BRONCE — No; aquí mismo os podré matar. — Sea, pues, pero os juro habéis de pagar muy cara vuestra imper- tinencia. Los dos hombres, con el acero desnudo, trabaron enseguida enco- nado combate; era ágil y diestro el francés, pero interior á don Rodri- go. Una certera estocada de éste, le hacia caer al suelo á los tres mi- nutos con el pecho atravesado. — Me habéis vencido, —exclamó el francés.— Lléveos el diablo á vos y á esa catín... Y sin decir más, dióle un fuerte estremecimiento y quedó sin vida, quedando bañado por un mar de sangre el reluciente pavimento de madera. Blanca que durante el duelo había quedado muda de estupor arro- jóse á los piés de don Rodrigo y exclamó, loca de desesperación: — Mátame á mi ahora... Mátame de una vez... y sálvate... — ¿Matarte á ti? ¿Por qué? ¿/Vcaso no eres inocente? — repuso don Ro- drigo con dulzura, mientras levantaba del suelo á Blanca. — Inocente como siempre, pero como siempre'también esparciendo la muerte en torno mío... Inocente, sí, pero temblando que un día no seas tú víctima también de esa maldición que pesa sobre mí... Pero... huye, huye á lo menos, y si no quieres matarme déjame que me se- pulte en un convento donde nadie pueda verme... donde todos ignoren mi existencia. — ¿Huir yo? ¿Dejarte? ¡Loca estás cuando semejante cosa me propo- nes!... Pero hora es ya de que sepa yo el misterio que por tantos días me ha atormentado. ¿Quién era ese hombre? — Vino siguiéndote desde que saliste de París, portador de una car- ta de Catalina de Médicis para el duque de Alba, en que se te acusa- ba... ¡de lo mismo porque te amo más que nunca! ¡de lo mismo por- que no te aborrecí!... de haber procurado la salvación á Montgomery y los suyos, y de haber demostrado en presencia de la reina las más ardientes simpatías por las víctimas. Esta carta he visto yo, la he to- cado... —¿Y qué me importa á mi cuánto pueda decirle Catalina de Médi- cis al duque? LA MASCARA DE BRONCE 257 — En ella asegura la reina madre que á no ser por el carácter que revestías te hubiera entregado á las iras populares como á los demás hugonotes, pero que no dudaba que en grata correspondencia á haber accedido á lo que el duque deseaba, cuidaría éste de que tu cabeza ro- dara por las gradas del patíbulo en castigo de la irreverencia cometida y de tu manifiesta herejía. El caballero Trecourt, que así se llamaba ese hombre, fuese en pos de tí cuando saliste del Louvre, alojóse en tu misma posada; no te perdió de vista cuando te pusiste en camino para el Havre y se embarcó en la misma urca que te condujo á Amberes. Todo me lo refirió en sus más minuciosos pormenores... Cuando lle- gaste á Amberes y viniste á nuestra casa él aguardaba en la calle á que salieses... y me vió cuando me asomé al balcón para seguirte con mis ojos hasta el último momento... De ahí vino todo, de aquel fatal momento... Su deber le obligaba á seguir tus pasos; llegaste antes que él á presencia del duque, pero armado de aquella carta, surgió en su cabeza un pensamiento malvado... Entregó al duque la carta del rey de Francia notificándole la matanza, pero se guardó la que se refería á tí... Así que pudo volvió á Amberes y diciéndose portador de noticias tuyas, — ¿cómo no creerle si sabía donde vivía yo?— llegó á mi presen- cia: dijome que estabas herido, que debía seguirle á Bruselas, donde te hallabas, y para mayor crédito á sus palabras me mostró el pasa- porte que te habían entregado en París. — ¡Me lo robaron! — exclamó don Rodrigo. — Llegados á Bruselas quitóse la máscara el miserable... Díjome que había de ser suya ó que entregaría al duque la carta que se había reservado y me hizo leer... ¡Era tu sentencia de muerte! Resistí, im- ploré... ¡Todo en vano!... ¡Miserable!... Y diciendo esto rompió Blanca en amarguísimo llanto. — ¿Dónde está esa carta? — preguntó don Rodrigo después de un bre- ve silencio. — Yo no sé,— replicó Blanca: — Veamos, — dijo don Rodrigo. — Quizás la lleva encima. Registró las ropas del cadáver, pero nada encontró. — ¿Sabes si la tendría en algún mueble?— preguntó el capitán. tomo n 33 258 ' LA MASCARA DE BRONCE — Yo no sé... Busquémosla. Y ambos procedieron á reconocer las arquillas, cofres y armarios que había en la casa, siendo igualmente inútiles todas sus pesquisas. — Dejémoslo, — replicó don Rodrigo. — Yo hablaré al duque y le daré cuenta de lo ocurrido. Él sabía que el francés se encontraba aqui. — ¿El duque lo sabía?— preguntó Blanca, con cierta extrañeza. — Ciertamente, — replicó Toledo, — y bien puede decirse que á él le soy deudor de haberte encontrado. ¿Por qué parece haberte impresio- nado esta noticia? — Es que viniendo de Bruselas aquí encontramos por el camino á un capitán de alabarderos á quien, aprovechando un momento de des- cuido deTrecourt, pude decirle que si encontraba á don Luís de Espi- nosa le manifestara de parte de su amante que cuidase de su seguridad y á ser posible abandonara esta campaña, por haber quién estaba pronto á originar su. perdición. — ¡Un capitán de alabarderos! -repuso don Rodrigo. — Entonces se- ría él quien enteraría al duque de Alba del paradero del gentil-hombre francés, que te llevaba consigo pues eran alabarderos los que daban guardia al general en Bruselas. No hay más; me presentaré al duque, me justificaré y estoy seguro de que en vez de esa terrible pena que tanto temías, habrá de felicitarme y alabarme. Vamos, vamos, ya... Cuanto me correspondía hacer para vengarte á tí y vengarme yo, he- cho queda. — Vamos á donde quieras,— repuso Blanca. — Moriremos juntos si es la muerte la que te espera. Abrazáronse los dos amantes con ardiente efusión y se disponían á abandonar la casa cuando al llegar al zaguán se encontraron deteni- dos por un fuerte pelotón de soldados que acababan de llegar allí, guiados por el mozo walon. —Daos presos en nombre del rey,— exclamó el alférez que manda- ba la fuerza. — Estamos á vuestras órdenes,— respondió don Rodrigo. Algunos soldados subieron á las habitaciones superiores quedán- dose allí para custodiar el cadáver, mientras los dos detenidos salian LA MASCARA DE BRONCE 259 á la calle, donde vieron que estaba apostado en ella un piquete de ca- ballería. — Entregad vuestra espada al capitán, — dijole el alférez á Toledo, indicándole al jefe de la fuerza. —Sin reparo alguno, — respondió el preso. :¡i ! ,: , . —Entregad vuestra espada al capitán,— díjole el alférez á Toledo. El capitán, que lo era de guardias italianas, fijóse al parecer con extraordinaria atención en don Rodrigo y su compañera, y al ir á entregarle la espada el de Toledo, poniendo pié á tierra preguntóle: — ¿Vuestro nombre, caballero? — D. Luís de Espinosa, — respondió él. — Por un momento creí no fueráis otro, — repuso el capitán. 260 LA MASCARA DE BRONCE — Sino fuese descortesía rogaríaos me dijereis quien pensabais fuese yo. —No hay inconveniente alguno en manifestároslo: D. Rodrigo de Toledo. —Sino soy D. Rodrigo de Toledo, de fijo no hay quien más se le parezca, ni más camarada suyo que el que os está hablando, — contestó el antiguo corsario. — ¡Ah! ¡Entonces, si, sois vos! — replicó en voz baja el capitán. — Soy Guido Spinola, el yerno de vuestro mejor amigo, el conde de Valroger. — ¡Vos! — exclamó don Rodrigo. — Silencio; ya hablaremos, — contestó Spinola.— Ahora, prudencia, y dejad hacer. Nada temáis mientras estéis bajo mi responsabilidad; ni después tampoco. Vamos ahora al castillo. — ¿Ella también?— preguntó don Rodrigo. — Es imposible dejarla en libertad tan pronto,— contestó Spinola. — De todas maneras, no habréis de sufrir grandes molestias. Yo respon- do de los dos. III El capitán Spinola ofreció un caballo á Blanca y otro á don Rodri- go, y pusiéronse en marcha los tres, yendo Blanca en medio, seguidos tan solamente del piquete, por haber regresado á su cuartel el pelotón de infantería en virtud de la orden dada por el jefe. — Sé que se trata de un duelo, — dijo Spinola. — El mozo wálon que estaba de servicio en la casa, fué corriendo al primer puesto de guar- dia que encontró á dar parte de lo ocurrido. Por casualidad me halla- ba yo en el Hotel de Ville con mi gente; reclamóse nuestro auxilio, y ya véis, á tan extraña casualidad he debido el placer de dar con vos, después de haberos buscado inútilmente en el cerco de Mons. — ¿Estuvistéis, pues, allí? — preguntó con vivo interés don Rodrigo. — Ciertamente, y oía contar cada día proezas de un D. Luís de Espinosa, que ni por un momento pude sospechar fueséis vos... Y ahora voy á seros franco, capitán. A no haber visto con vos á vues- LA MASCARA DE BRONCE 261 tra gentilísima compañera, jamás cayera en la cuenta de que me hallara ante el mejor amigo del conde de Valroger. Sabía que era in- comparable la hermosura de Blanca, y no me fué difícil reconocerla. Por lo demás ¿quién sino vos podía merecer ser mirado por ella de la manera que os miraba? —Gracias, capitán,— respondió Toledo.— En medio de mi desgracia he tenido la suerte de topar con vos que, sin duda, haréis por abreviar los sufrimientos del cautiverio que nos espera. —Contad con que si de mí dependiera, ni por un momento hubie- rais permanecido detenidos, bastando de sobras vuestra palabra, pero estamos en tiempo de guerra y no se me perdonaría la menor contra- vención á la obediencia. — Ni yo había de admitir tampoco vuestra hidalga proposición, capitán. He obrado en justicia y nada puedo temer. —Con todo, precisa que déis bien vuestros descargos. El muerto es al parecer, persona de importancia, y por añadidura, grande amigo de S. M. Cristianísima. — Sólo sé que era un miserable, — contestó don Rodrigo. — Eso habéis de probar, capitán, — respondió Spinola. Hablando de esta suerte, llegaron al castillo, cuyo comandante se hizo cargo de los presos después de haberse enterado del aconteci- miento que había motivado su detención. — Hoy mismo le mandaré un propio al excelentísimo señor gober- nador capitán general, participándole lo ocurrido, — dijo el comandan- te,— y hasta que su excelencia decida, me permitiréis que os tenga debidamente custodiados. Inclinóse respetuosamente don Rodrigo en señal de asentimiento y respondió: — Si en algo os parece puede merecer consideración el capitán don Luís de Espinosa, ruégoos que sin dejar de ejercer la más rigurosa vigilancia consintáis en que no se separe de mí la dama que me acom- paña . — No veo en ello el menor inconveniente, — contestó el castellano. — Hasta que reciba órdenes del duque, en nada se os habrá de molestar 262 LA MASCARA DE BRONCE más que en teneros aquí detenidos. Por lo demás, podéis ir y venir por todo el castillo, sin cortapisa alguna. — Quedaremos eternamente agradecidos á tanta caballerosidad, ca- ballero,— replicó Blanca. Fué tal, en efecto, como había manifestado el digno castellano. Don Rodrigo y Blanca fueron tratados con las mayores muestras de consideración, sin que se les dejara sentir la menor señal de encon- trarse allí presos. Cuatro días tardó en llegar la contestación del duque de Alba al parte comunicado por el gobernador de Gante. El duque mandaba se dejase en libertad á Blanca y fuese conducido á Bruselas el capitán, para responder de los cargos que contra él re- sultaban por la muerte del conde Felipe de Trecourt, enviado especial de S. M. Cristianísima. El gobernador dispuso se efectuara sin tardanza la traslación, con- fiando el mando de la escolta al mismo capitán Spinola, que había sido el que se había hecho cargo del acusado desde el primer mo- mento. Don Rodrigo no pudo reprimir la alegría que le causaba tal dispo- sición, que le permitiría llevar á Blanca á su lado todo el camino. Púsose en marcha el piquete y llegaba á Bruselas á los dos días, sin haber experimentado en la jornada la menor molestia. Don Rodrigo fué encerrado en un cuartel y Blanca quedó instalada en casa de Amparo, residente en Bruselas desde que su marido había llegado al teatro de la guerra. IV Según pudo notar Spinola reinaba grande irritación contra el capi- tán Espinosa entre los familiares y servidores del duque, revelándose sobre todo la mayor exasperación en el reverendo padre franciscano que ejercía las funciones de confesor de Su Excelencia. A pesar de que la matanza de San Bartolomé había tenido, sin la menor duda, carácter meramente político, antojábaseles á muchos,— LA MASCARA DE BRONCE 263 y aún se les antoja hoy, — que el móvil de la carnicería había sido emi- nentemente religioso. Don Rodrigo fué entregado al Conseii des troubles, — el Tribunal de sangre de los pintorescos historiadores franceses, — con orden que se siguiese la causa con la mayor celeridad. La acusación era de muer* te violenta dada á un vasallo de S. M. Cristianísima, en detrimento de la buena armonía que de nuevo reinaba entre las dos coronas de Fran- cia y España, y por ende en beneficio de los herejes. Mas no paró todavía la cosa en esto, sino que estando sustanciándose la causa, llegó á manos del duque una carta de Catalina de Mediéis, que le fué entregada por dicho su confesor, manifestando éste que la víctima se la había confiado con encargo de hacerla llegar á manos del duque si antes del día 15 de Octubre no recibía orden de devolvérsela. Dicha^ carta contenía la más grave acusación contra el capitán D. Luís de Es- pinosa, haciendo constar su participación en la fuga de Montgomery, y quejándose acerbamente del descomedimiento con que se había atre- vido á contestar el emisario á la reina madre. El duque entregó la carta al Tribunal para que sirviera de pieza de convicción, causando profundo estupor á los jueces al enterarse de su contenido. Desde el momento en que el Tribunal tenía que entender en ella, podía asegurarse que no cabía esperanza alguna de salvación para el reo. Yacía Toledo rigurosamente custodiado, y hasta al cabo de ocho días no se le consintió que al través de una espesa reja pudiese hablar algunos momentos con Blanca. Las declaraciones le eran tomadas á don Rodrigo en el mismo calabozo, á las cuales contestó siempre con altivez y entereza. La vista se verificó sin la presencia del acusado, y como era de esperar, fué éste condenado á muerte por unani- midad. Desde entonces cesaron por completo las complacencias que hasta aquel día se habían tenido con Blanca permitiéndola hablar con don Rodrigo, y quedó éste aislado del mundo entero, entregado á los más dolorosos pensamientos. Porque, si bien jamás había conocido don Rodrigo lo que fuese el 264 LA MASCARA DE BRONCE temor de morir, dolíale que el hilo de su vida debiese romperse por aquel motivo; él, que había sido por tanto tiempo el terror de la pode- rosa reina del Adriático; él, que había desafiado mil veces los más te- rribles peligros; él, cuya espada había hecho diarios prodigios en aquella campaña, ¡verse condenado á morir en infamante patíbulo por las resultas de un duelo! ¡Morir por haber defendido su honor! Esto era lo que á don Rodrigo le tenia, nunca abatido, pero amargamente descorazonado. ¡En tal trance había ido á estrellarse! ¡Él, que tantas veces había debido batirse con hombres de alma violenta, sufrir la úl- tima pena por haber quitado su miserable existencia á un Trecourt! Don Rodrigo comprendía que si la sentencia dictada contra él podía estar basada en la ley, en manera alguna estaba conforme con la jus- ticia, y en su virtud estaba dispuesto á todo para evadir su cumpli- miento, á reserva de morir el mismo día en el campo de honor. Por la patria, estaba dispuesto á dar toda su sangre; no por un despreciable disoluto que le había robado á Blanca como hubiera podido robarle una joya cuya posesión se le hubiese antojado. Faltaban ocho días antes de que el duque debiese dar su aproba- ción á la sentencia, y tres que debería pasar puesto en capilla. Tenía once dias de tiempo para salvarse. Y aún, quién sabe, si al mismo pié del patíbulo no lograría romper sus ligaduras... Don Rodrigo de Toledo no había de morir á manos de golillas. V De tal manera se habían confundido las almas de los dos amantes, que por un fenómeno psicológico particular, puede decirse que cuanto pensaba y sentía don Rodrigo, repercutía al momento en el pensa- miento y el corazón de Blanca. También la joven se indignaba al considerar la causa porque debía morir Toledo, y estaba resuelta á todo antes de que se cumpliera la sentencia. El mismo día que don Rodrigo fué reducido á prisión, escribí á Montanchez desde el castillo de Gante, participándole lo ocurrido y LA MASCARA DE BRONCE 265 reclamando su auxilio; muchos días tardó en llegar la carta á su des- tino, á pesar de haber sido su portador un emisario especial, de quien pudo valerse Blanca gracias á la buena disposición que halló en el go- bernador de la fortaleza, pero no en balde acudió la veneciana en de- manda de los servicios del antiguo compañero del Máscara de bronce, pues al punto dejó Montanchez á Cósima para ponerse en camino. El conde de Valroger, después de pasar por Marsella, Lyon y Ver- dun, llegó á Bruselas en el preciso momento en que se notificaba á don Rodrigo la sentencia pronunciada por el Conseil des troubles. Su pri- mera visita fué para su hija, pero al par pudo ver también á Blanca, cuya permanencia en aquella casa ignoraba aún, como es natural. Puede comprender cualquiera la tiernísima escena que medió entre padre é hija al verse después de tan larga ausencia, y más áun al par- ticiparle Amparo, no poco ruborizada, cierto acontecimiento que hubo de llenar de alegría el corazón de Salvador Montanchez. Discreta Blanca, no quiso interrumpir con su presencia aquella dulce escena, y esperó á que el conde enterara á su hija del principal objeto de su viaje para comparecer en el salón. — ¡Blanca! ¡Vos aquí! — exclamó entre alegre y admirado el antiguo teniente de la Galera Negra. —Vuestra hija se ha servido concederme inapreciable hospitalidad en estas tristes circunstancias, — respondió Blanca. — No sabéis cuánto la debo. Gracias á ella no he llegado á apurar hasta las heces la copa del dolor. K — Ya sabéis que en vez de agradecerme nada, yo soy la que debo estaros reconocida, Blanca,— repuso Amparo.— A vuestro lado ha sido más llevadera la tristeza que me ha ocasionado la ausencia de Guido. — Recibí vuestra carta, Blanca, y emprendí inmediatamente la marcha para ponerme á vuestras órdenes. Aquí estoy: sabéis que po- déis disponer de mí en todo y por todo, sin reparo ni condición alguna. Decidme, pues, que hay que hacer. —Si no logramos evitarlo, dentro breves días rodará en el patíbulo levantado en la plaza de Bruselas la cabeza de D. Rodrigo de Toledo: esto es lo que hay. Salvarlo: esto es lo que nos toca hacer. TOMO II 34 266 LA MASCARA DE BRONCE — Paréceme que ante todo hay que dirigirse al duque de Alba en demanda de que haga estricta justicia. A nadie puede ocultársele que no es bastante motivo el que me participasteis en vuestra carta para matar á D. Rodrigo de Toledo. Nuestro amigo no querrá dirigirse al duque en súplica; conviene vayáis vos. — Iré, — contestó Blanca. — Iréis, sin duda alguna, — contestó Montanchez, — pero hombre es don Rodrigo capaz de rechazar la gracia que se le conceda si en algo ha de sufrir menoscabo su honor. Conviene que el duque de Alba anu~ le la sentencia del Tribunal, no que otorgue su perdón. — En ese sentido le hablaré al duque, — replicó ella. — Entonces, nada más hay que pensar por ahora, pero si el duque se negara... ya veríamos de apelar á otros medios. — Vuestras palabras me devuelven toda la confianza que estaba ya casi á punto de perder, Montanchez, — dijo Blanca. — Daré el paso que me aconsejáis y si no diera resultado ahora confío en vuestro valor. No es más difícil, ciertamente, arrancar á un preso de las garras del Conseil des troubles que de las garras del Tribunal de los Diez. — Pláceme que de tal manera penséis, señora,— contestó Montan- chez.— Es difícil tratarnos á nosotros como se trata á los demás. Por algo hemos navegado en la Galera Negra y hemos sido vireyes de Nápoles y embajadores en Venecia. Blanca, llena de ánimo, se despidió del conde y de Amparo y se dirigió al palacio donde se alojaba el terrible gobernador general de los Paises Bajos. VI Largo rato hubo de esperar la joven antes de ser admitida á au- diencia, hasta que por fin vino un ayudante del duque á invitarla á pasar al despacho de éste. Hallábase el duque de Alba en compañía de su secretario y del con- fesor, el cual, enterado de que una dama había pedido ver al duque para interceder por el capitán D. Luís de Espinosa, habíase apresu- LA MASCARA DE BRONCE 267 rado á ir á ver al de Alba para estar presente durante la entrevista. Estaba alhajado el gabinete con severo gusto y magnificencia, dig- nos del personaje á quien estaba destinado. El duque, revestido de co- raza, estaba sentado á una mesa dictando órdenes á su secretario, mientras el fraile, en pié, apoyado de codos en un sillón, parecía aten- to únicamente al momento en que se dejaría ver la dama de quien le habían hablado. La presencia de Blanca no hizo abandonar al duque su expresión severa, ni al fraile su rencorosa expresión. Sólo el secretario, joven y apuesto, pareció quedar como inmutado ante la hermosura de aque- lla mujer. Llevaba Blanca un traje de riguroso luto que realzaba todavía más su belleza. Acercóse al duque y arrodillóse á sus pies y con acento con- movido, exclamó: — Señor, á vuestras plantas acude una mujer en demanda de que vuestra rectitud corrija una injusticia dictada por el Conseil des trou- bles, contra el capitán D. Luís de Espinosa. — Levantad, señora, — respondió el duque, — y tened bien entendido que no se comete injusticia alguna en el territorio de mi mando. Estoy enterado perfectamente del negocio que os trae aquí y he de manifes- taros que si D. Luís de Espinosa ha merecido se pronunciara contra él la pena de muerte, es porque hay hartos motivos para que así haya debido hacerse. —Conozco yo muy bien á don Luís, señor, y sé por lo mismo que es incapaz de cometer acción alguna en menoscabo de lo que prescribe el más acrisolado honor. — ¿Sois su amante? — preguntó el fraile interrumpiendo á Blanca. — ¿Cómo queréis que os lo niegue? Sí; lo soy. — Entonces, ¿qué valor queréis que se dé á vuestra declaración? ¡Tal para cuál! — Señor, — repuso Blanca, demudado el semblante, dirigiéndose al duque, — he venido aquí para hablar al gobernador, no á ese fraile. —Es mi confesor, — señora,— repuso Alba, con cierto tono burlón; —el reverendo padre tiene derecho á enterarse de lo que hablo, pero 268 ' , LA MASCARA DE BRONCE de todos modos yo le ruego se abstenga por ahora de intervenir en el asunto que tanto os preocupa. El fraile hizo una mueca de desagrado y dirigió á Blanca una mira- da de profundo odio. — Aparte de la natural exageración de vuestros descargos en favor de D. Luís de Espinosa, — continuó diciendo el duque, — es evidente —Señor,— repuso Blanca, demudado el semblante, dirigiéndose al duque,— he venido aquí para hablar al gobernador, no a ese fraile. para mi, que se trata de uno de los más aventajados oficiales de nues- tro ejército y tanto es asi que á no haber mediado ese desdichado pro- ceso mandaría en la actualidad don Luís una coronelía de arcabuce- ros de á caballo. Con todo, por más que yo desee favorecerle en lo po- sible no puedo acceder á lo que me pedís. Pesan sobre él dos acusa- ciones á cual más graves en las cuales andan mezclados augustos nombres: nada menos que la muerte violenta dada al caballero de Tre- court, uno de los más íntimos amigos de S. M. Cristianísima y sobrino carnal del señor duque de Guisa, y el más imperdonable desacato á la reina madre madame Catalina, un verdadero crimen de lesa-majes- tad... Ya veis que perdonarle estos desaguisados á don Luís sería in- LA MASCARA DE BRONCE 269 disponernos con la Corte de Francia... Vos sois mujer é ignoráis completamente cuanto pesa en la balanza de la justicia la razón del Estado. —Si don Luís mató al caballero que decis fué porque ese caballero, á quien Dios haya perdonado, era un miserable, indigno de medir sus armas con las de don Luís, y si vuestro enviado faltó, como decís, al respeto á la reina Catalina, haríalo, sin duda, por creerse eco fiel de lo que vos hubierais pensado, dicho y hecho al ver la horrenda y co- barde carnicería que por orden del rey se , hizo en París la noche de San Bartolomé. — Yo me hubiera guardado muy bien de faltar al respeto á Su Ma- jestad,— contestó Alba, acompañando sus palabras con una sonrisa casi imperceptible. — Aunque tenga uno semejante intención, no puede estar seguro siempre, sin embargo, de que los reyes no tomen en diferente sentido las palabras que el que cree darlas el que las pronuncia. Quizás sepáis, vos, algo de esto, y si no lo sabéis, ruego á Dios no llegue algún dia que debáis recordarlo. — Parecéis muy familiarizada con el trato de los reyes, — contestó Alba, siempre con su sorna. — Soy de una nación donde no los ha habido nunca, pero donde quizás son mejor conocidos que en parte alguna, pues los embajado- res venecianos se encargan de estudiarles muy á fondo. — ¡Ah! ¿Sois veneciana?— exclamó Alba. — Tengo esa honra, — contestó Blanca, — y estad bien seguro de que á pesar de no haber reyes en Venecia no se castigaría allí á nadie tan sólo por complacer á un extranjero. — Creed que tengo un verdadero sentimiento en que D. Luís de Es- pinosa deba expiar tan irreparablemente los delitos de que aparece confeso y convicto, y para daros una prueba del interés que me ins- pira al par que del interés que en mi habéis dispertado con vuestra entereza, estoy dispuesto á detener el cumplimiento de la sentencia y exponer el caso á la clemencia de S. M. el rey Nuestro Señor. — Justicia pido y no clemencia, señor, — exclamó con energía Blan- 270 • LA MASCARA DE BRONCE ca, acordándose de la advertencia de Montanchez. — Piden favor los culpables, no los que no tienen nada de que acusarse. Con estupefacción de los presentes, en lugar de mostrarse airado el duque por aquella arrogante respuesta, mantúvose impasible y mos- tróse aún más deferente que antes con la dama. — Mucho empeño tenéis en que resplandezca la inocencia de vues- tro amante, — dijo Alba,— y esto es para mí de mucho peso en favor suyo. Os doy palabra de examinar detenidamente la causa y si á la verdad no hallo motivos para confirmar el fallo de los jueces, tened por seguro que saldrá libremente absuelto D. Luis de Espinosa. — ¡Oh, gracias, gracias, señor! — exclamó Blanca, deshecha en llan- to y arrodillándose de nuevo á los piés del duque. — Confío en vuestra justicia como si fuese en la de Dios... El duque hizo levantar á la llorosa dama y acompañóla de la mano hasta la puerta, despidiéndola con la más galante cortesía, después de lo cual volviendo á sentarse á la mesa, exclamó mirando al fraile: — Padre, temo que monsieur de Bruselas, no tenga que holgar el día que os figurabais. VII Al salir Blanca del palacio del gobernador, fuese corriendo á participar á Montanchez el resultado de su entrevista con el duque, cobrando los dos en consecuencia, las más halagüeñas esperanzas. Por su parte, el duque, según había prometido, revisó escrupulo- samente, al serle entregado al cabo de tres días, el proceso. La acusa- ción estaba basada sobre todo en las acusaciones del criado walon, pero desvirtuábanlas enteramente las declaraciones de D. Luís de Espinosa, que apelaba al testimonio del capitán de alabarderos á quien había rogado Blanca, al encontrarle en su camino, manifestase á don Luís que se pusiera en salvo por haber quien maquinaba su perdición. Defendíase asimismo don Luís, en el hecho de ser para él enteramente desconocidas las circunstancias del muerto, por no ha- berle guiado otro móvil que el de reparar como deben hacerlo los LA MASCARA DE BRONCE 271 caballeros el agravio que le había inferido al arrebatarle por la vio- lencia á la mujer amada, y finalmente, en cuanto á las quejas de la reina Catalina de Médicis, y á su delación de haber procurado poner en salvo á Montgomery, contestó que había creído hablar cual cumplía á un hombre de honor y obrar corno tenía obligación siendo cristiano, ya que lo hecho aquella noche no tenía escusa posible, y el mismo rey procuraba borrar de su memoria aquella mancha atribuyendo al pue- blo el horrible crimen cometido. Los jueces, empero, parecían haber hecho caso omiso de las decla- raciones del acusado y habían firmado todos la sentencia de muerte contra el reo, sin mencionar ninguno de sus descargos. El duque meditó largo rato y, por fin, estampó al pié del último folio en letra clara y vigorosamente trazada, estas palabras: No ha lugar á la ejecución de la sentencia, firmando, Yo el gobernador. VIII La desaprobación de Alba al fallo dictado por el Conseil des troubles, produjo inmensa impresión no sólo en el mundo oficial, sino en todo Bruselas. Nunca se había visto caso igual desde la constitu- ción de aquel cuerpo, y menester era que se hubiesen dado poderosí- simos motivos, para que el gobernador-presidente obrara de aquel modo. — El duque nos va á indisponer con Francia, — decían los entusias- tas de la San Bartolomé. — Los gueuses van á tomar esto por una debilidad en favor suyo, — añadían otros. — La religión está perdida. — Está perdido todo: la religión, el trono y hasta nuestro dinero, — prorumpían diciendo los más fanáticos ó tontos. Semejantes hablillas habían de llegar necesariamente á oídos del duque, siendo su confesor quien se encargó de la agradable misión de darle cuenta de ello. —No se habrá perdido nada, creedlo,— respondió Alba.— Nada nos 272 " LA MASCARA DE BRONCE importa que en París se enfaden ó dejen de enfadarse; soy perro viejo y sé que no ha de tardar mucho tiempo sin que Carlos IX y Catalina les hagan de nuevo carantoñas á los religionarios. Allí no se entienden ni hacen nada con concierto... A más de que no está la Magdalena para tafetanes, ni han de venir los franceses á intentar nada contra nosotros, escarmentados ya con lo de Mons. Dejemos esto: el capitán Espinosa hizo santamente en darle al otro la soberbia estocada que le mandó al otro mundo; al ñn y al cabo, M. de Trecourt se había valido de un medio harto villano para que pudiese ser perdonado. Todos tenemos el deber de defender hasta la muerte nuestra honra y nuestra dama. Y en cuanto á lo que el capitán se permitió decirle á la reina madre... inter-nos, pater... yo hubiera dicho lo mismo. El buen fraile, escandalizado con tamañas cosas como le había dicho el duque, salió de la estancia arrebatamente, lanzando de paso un tremendo puntapié á un pobre can que se estaba muy tranquila- mente acurrucado en un pasadizo. Bien puede decirse que aquel des- graciado irracional fué la inocente víctima que tanto ansiaba el fran- ciscano . Apenas llegado á conocimiento del Conseil del troubles el decreto del duque de Alba, fué puesto con exagerada premura en libertad el preso, aún antes de que Blanca pudiese presentarse en la cárcel para acompañarle á su salida. Don Rodrigo, luégo que hubo ido á abrazar á Montanchez, encami- nóse al palacio del gobernador, á fln de darle las gracias por su rectitud. Semejante paso en vez de disgustar agradó al de Alba, quien, dando á su sobrino un golpecito en el hombro, exclamó: — Por esa mujer que tanto os quiere, capitán, compréndese que despacharais tres monsieures y no uno solo. Con todo, un consejo os doy, y es que la guardéis y la tengáis muy recatada. Las moscas acu- den todas á la miel, y trabajo os mando si tenéis que comparecer cada, día ante el Conseil des troubles, por matar católicos enamorados. — Creed, señor, que provino todo de un solo momento que se dejó ver Blanca, pero áun eso habrá de evitar de hoy en adelante. Y ahora, LA MASCARA DE BRONCE 273 pídoos rendidamente, señor, que ya que vos debo la vida hagáis por- que la emplee gloriosamente en servicio de nuestra causa, allí donde más convenga un capitán resuelto á todo. — Por eso me dolía también os cortasen la cabeza, sobrino, — con- testó Alba, — pues de veras no sé de otro que de vos para realizar un plan que estoy meditando. — Mandadme al momento, señor, — repuso don Rodrigo. — Esperad algún tiempo todavía; yo os avisaré; en el entretanto olvidad un poco los laureles de Marte para entregaros á los placeres de Citerea. Eso sí; os aconsejo salgáis de Bruselas para no darles dentera á esos señores. Volveos á Amberes y allí recibiréis mis órdenes en sa- zón oportuna. Don Rodrigo hizo un profundo saludo al duque y salió del pa- lacio. Poco después, partía con Blanca para Amberes, dejando á Amparo y Montanchez en Bruselas, con promesa de que, á ser posible, el anti- guo teniente no se marcharía á Italia sin ver antes á su valiente ca- pitán. tomo n 35 Felices y dichosos más que nunca permanecían en Amberes don Rodrigo y su adorada compañera cuando á mediados de Diciembre, recibió D. Luís de Espinosa, orden de don Fadrique, de presentarse á tomar el mando de su compañía de arcabuceros á caballo, destinada al sitio de Harlem, cuya plaza, habiéndose rebelado cuando D. Her- nando de Toledo había abandonado las plazas de Holanda para acu- dir al cerco Mons, acababa de recibir ahora una fuerte guarnición de insurrectos. Componíase el ejército sitiador de 36 banderas de infantería espa- ñola, al mando de Julián Romero, 22 banderas de walones al mando de Noirquermes, Gapres y Ligues, 16 banderas de alemanes, 2 com- pañías de arcabuceros á caballo, españoles, 200 herreruelos (alemanes) de la corneta de Schenck y las dos compañías de lanzas de Pacheco y D. Antonio de Toledo. En aquélla época era ya Harlem una ciudad grande, estando defendí- 276 • LA MASCARA DE BRONCE da por antiguas murallas flanqueadas de torreones redondos y circuida en toda su extensión por un foso ancho y profundo y teniendo por la puerta llamada de Santa Cruz un rebellín. Parte de la ciudad estaba rodeada por un bosque y el resto salía á \a.estrange, que es «el camino que hacen cuando la marea se retira con la menguante de las dunas y arenales, la cual deja con la humedad la arena firme; y así se va por ella por camino tieso y muy apacible de andar en cualquier tiempo que sea, y los carros hacen por él gran diligencia.» Don Fadrique cuidó, por lo tanto, de tener constantemente vigilada aquella parte y no fué en balde su previsión, pues, á los pocos días, re- cibió aviso de venirles por allí socorro á los sitiados; el valiente gene- ral salió al encuentro de los que intentaban dicho auxilio y los desba- rató, degollando gran número, tomándoles 8 banderas, 4 piezas de campaña y todo el convoy. Nada más extraño, ciertamente, que el carácter de aquella guerra, en un país helado, cruzado á cada paso por ríos y canales, lagunas y pantanos y eternamente cubierto por espesa niebla. Rara cosa, cierta- mente, atacar lá caballería á los navios y, sin embargo, esto se había visto al comenzar aquel invierno, — uno de los más terribles, — cuando el capitán Rodrigo Pérez fué con el intento de apoderarse de unos bu- ques cerca de Amsterdam; los rebeldes, empero, rompieron el hielo al contorno de sus barcos, improvisando de esta manera un ancho y pro- fundo foso. «... y así de los navios como de los diques, — dice D. Ber- nardino de Mendoza, — tiraban á nuestros soldados, que andaban es- caramuzando sobre la mar y hielo, que estaba cubierto con más de un palmo de nieve, puestas una manera de espuelas de hierro, que acos- tumbran en el país, con dos ramploncillos en forma de puntas de dia- mante en una planchilla de hierro, la cual va en la planta y hueco del pié para afirmar en el hielo sin deslizar para poder combatir y cami- nar, habiendo para este efecto mandado el duque se hiciesen siete mil espuelas de munición.» ¡Curiosa memoria, ciertamente, la de haber los soldados españoles peleado un tiempo con patines! LA MASCARA DE BRONCE 277 II No parecía que Harlem debiese de oponer gran resistencia á los nuestros. Habíanse los españoles apoderado previamente del paso y fuerte de Asparendam,— acometido pasando sobre el bielo,— posición importantísima, que incomunicaba por tierra á aquella plaza con las demás ciudades, y esto les parecía feliz presagio de victoria. Alegrába- les además el reciente triunfo alcanzado al impedir les llegase á los si- tiados el convoy que les venía por laestrange; confiaban en la flaqueza que habían mostrado los soldados de los rebeldes al salir á escaramu- zar de la villa, prometiéndose que no tendrían brío para defenderle de aquel ejército que había allanado cuanto hallaba y se le ponía delante, y mucho menos los vecinos, por no ser gente acostumbrada á la gue- rra, si bien eran muchos en número. En consecuencia resolvióse, pues, no demorar el asalto y para no perder tiempo determinóse batir la plaza no por la parte más flaca, que era la que lindaba con el bosque, sino por el rebellín. Dióse, pues, principio al levantamiento de trincheras para plantar la batería, que era de 14 piezas. Rompióse ya el fuego el 18 de Diciem- bre, causando poco efecto en la muralla, y áun este poco efecto, apa- reció reparado enseguida, y sin tener en cuenta más que la impetuosi- dad de Noirguermes, desoyendo los prudentes consejos de Julián Romero, decidió don Fadrique dar el asalto al siguiente día. Así se hizo, en efecto, echándose al foso un puente hecho de pipas, por el cual arremetió D. Francisco de Vargas el rebellín, siendo rebo- tados los españoles con sensibles y numerosas pérdidas. Tratóse entonces de cegar el foso con tierra sin fagina y^ así se hizo gracias á un ingenioso sistema de trincheras que inventó el ingeniero Bartolomeo Campi, con lo cual «se pudo arrimar al rebellín para el zaparle, el cual los enemigos defendían con mucha entereza dedo á dedo, aprovechándose, así de su parte como de la nuestra, de todas las cosas que podían ofender, pasando muchas veces, por el estar tan cerca, que entre la tierra y reparos, siendo movediza, los picos, espa- 278 ' LA MASCARA DE BRONCE das y venablos para el herirse, y no pudiéndose aprovechar de los ar- cabuces, se servían de pistoletes. Ofendiéndose de una y otra parte con el echar agua caliente, pero hirviendo, plomo derretido, ceniza, fuego y otras cosas semejantes que en defensa de baterías se acostumbran; y de esta suerte se vino á ganar el rebellín á los rebeldes, desamparán- dole de todo punto el 17 de Enero (1573), los cuáles, en perdiéndole, fortificaron la puerta de Santa Cruz, terraplenándole con tierra y fa- ginas, y para que estuviese más incorporado y fuerte el terraplén, lo afirmaban con gruesas maderas encarceladas unas en otras.» No podían los españoles evitar que los de Harlem consiguiesen re- cibir socorros, pues cada noche tenían que rechazar las salidas de los sitiados, aprovechando entonces estos la ocasión. Dichos socorros les venían en trineos, en cada uno de los cuales po- dían ir seis hombres, ó carga equivalente. Habían entrado ya en la ciu- dad cuarenta y seis de ellos conduciendo doscientos soldados y gran cantidad de municiones, cuando una noche llegó otro convoy mucho más importante, puesto que se componía de dos mil hombres,— fran - ceses, ingleses, escoceses y alemanes, — con gran cantidad de víveres y municiones, pero era tan espesa la niebla, que á pesar de tener puestos fuegos y fanales en la torre de la iglesia y sonar las campanas, extra- viáronse la mayor parte, yendo muchos á dar en el campamento de los españoles. El clima favorecía sin embargo á los holandeses, pues aprovechán- dose de estar helados los lagos, caminaban sobre ellos los socorros, siguiendo cada vez distinta ruta, por manera que los españoles no po- dían sorprenderlos como no fuese cerca de la villa, donde se hallaban ya al amparo de la muralla, teniendo además los sitiadores que acudir en semejantes ocasiones á defender las trincheras de las acometidas que para causar diversión, les hacían los sitiadores. Así pudieron re- cibir estos copiosos refuerzos de gente, víveres y municiones. No se interrumpían á todo esto los trabajos de minas que hacían los nuestros por las murallas, habiéndose confiado tal cometido á al- gunos mineros de Lieja, avezados á ello por dedicarse á la extracción de la hulla, viniendo á su vez con contraminas los de dentro; la sitúa- LA MASCARA DE BRONCE 279 ción, sin embargo, hacíase de cada vez más crítica para don Fadrique, pues la horrible temperatura que reinaba ocasionaba numerosas vícti- mas en su ejército, mientras no pocos soldados desertaban por falta de pagas y otros sucumbían en las continuas escaramuzas que tenían que sostener noche y día con los cercados. En cambio, conocíase cuán gallardos se hallaban éstos con los refuerzos que incesantemente les llegaban, ascendiendo ya á cuatro mil los soldados que defendían Har- lem, sin contar más de dos mil vecinos armados, entre ellos los arca- buceros de los gremios ó cofradías, acostumbrados al tiro por dedicar- se á él constantemente desde luengos años los días de fiesta, loable costumbre perpetuada hasta nuestros días en los países alemanes é instituida de algunos años á esta parte en la vecina república. Previendo los de Harlem que una vez venido el deshielo les sería de gran dificultad recibir socorros, construyeron cantidad de navios de remo en forma de galeras, dentro de la misma villa, para salir con ellas, luégoque fuese el tiempo, por el canal que conducía á Harle- mermer, á orillas de un lago, donde no podía entrar ningún barco es- pañol, á causa de tenerse para ello que derribar un dique y estar vigi- lados éstos por los poderosos navios tripulados por gueuses del mar. Penetrado don Fadrique de semejantes intenciones, decidió dar un nuevo asalto, pero malogróse no menos que el anterior, creciéndose, en cambio, con tan señalada victoria el enemigo, ya muy en superior número al de los sitiadores. Cualquiera hubiera en semejante ocasión, levantado el sitio, pero tal era el coraje de los soldados que juraron no obedecer á don Fadrique si tal cosa mandase. Y sin embargo, constá- bales á aquellos valientes que Harlem contaba con el más decidido apo- yo de toda Holanda, excepto Amsterdam, siempre fiel á España, apoyo que llegaba hasta el extremo de haberse encargado las ciudades veci- nas del mantenimiento de las mujeres ancianas y niños de la plaza si- tiada, que se había descargado de ellos enviándolos á los pueblos de los contornos, no quedando allí más que los hombres hábiles para em- puñar las armas. III No podía el duque de Alba, por más que le doliese, enviar socorros 280 • LA MASCARA DE BRONCE de gente á su hijo, teniendo que atender á tantas partes con guarnicio- nes que contuviesen á los holandeses, atentos á alzarse al menor des- cuido, y empleados nada menos que ocho mil hombres en mantener libres las comunicaciones de los sitiadores para que no pudiesen care- cer de víveres y les llegasen las pagas. Los de Harlem fortificábanse de cada día más, levantando nuevos medios de defensa y ofensa, de los cuales se enteraban los españo- les mediante un ingenio inventado por un ingeniero español llamado Orito, consistente en una caja blindada que se izaba hasta lo alto de un árbol de navio y desde el cual podia dominarse el interior de la mu- ralla de Harlem. Los sitiadores, rivalizando en agudeza con los españoles y como hu- biese llegado ya la primavera, siendo difíciles las comunicaciones por el hielo, imaginaron comunicarse con los del fuerte del Higo, Sasen y Leyden, — á orillas del lago Harlemermer, del que hemos hablado ya,— por medio de palomas mensajeras, lo cual fué causa de que los españoles las hicieran una guerra á muerte, consiguiendo matar ó cap- turar no pocas, lo cual les era de grande utilidad por no cuidar los ho- landeses de comunicarse en cifra. Don Fadrique, llegado ya Abril y viendo que la cosa se iba cada día de mal en peor, disminuyendo el número de sus tropas cuanto au- mentaba el de los contrarios, envió á D. Luís de Espinosa á conferen- ciar con el duque, su padre, á propósito de la conveniencia de levantar el sitio. Púsose don Rodrigo en camino para Nimega, donde se hallaba el de Alba y una vez en su presencia, hízole presente la triste situación del ejército sitiado y el temor de que los soldados no se amotinasen el me- jor día por las muchas pagas que se les debían y el rigor inhumano con que se peleaba, sabiendo que no había cuartel para nadie, siendo ahor- cado todo el que caía prisionero, además de la imposibilidad de poder salir airosos de la empresa desde el momento en que por su exiguo nú- mero era imposible tener del todo cercada la ciudad. — ¡Eso os envía á decir don Fadrique!— exclamó el duque, arreba- tado de sublime cólera, — Pues contestadle que cuando no es su opinión LA MASCARA DE BRONCE 281 el no levantarse ni rendir la villa, ¡no le tengo yo por hijo! ¡no! ¡no es hijo mío quién tal piensa! — Señor, — apresuróse á decir Toledo interrumpiendo al duque. — Don Fadrique no ha pensado jamás eso. Envíame solamente para que le deis consejo. —Pues mi consejo es que antes de pasar por semejante afrenta muera en el asedio, y cuando él falte vendré yo á mantenerlo, y cuan- do faltemos ambos la duquesa, que vendrá de España á lo mismo. Eso debéis decirle á don Fadrique. —Se lo diré, — señor. —Entonces, nada más os detiene aquí. Podéis retiraros. — Parto al momento, señor. Yo sé cuanta alegría ha de ocasionar á don Fadrique y á todo el ejército lo que os habéis dignado manifes- tarme. Así fué, en efecto; trasmitidas textualmente á don Fadrique las pa- labras de su ilustre padre, y sabedoras de ellas los soldidos, no pareció sino que hubiesen recobrado todos la seguridad de que en breve había de caer en sus manos la heroica ciudad, cuya resistencia tan inesperadamente había venido á disiparla excesiva confianza que se habia tenido en un principio. En esto, con haberse deshelado las aguas, combatíase ahora por mar y tierra, no cesando ni un solo día las escaramuzas con los de Harlem, más atrevidos de cada instante en sus rebatos, en uno de los cuales, pereció de un arcabucazo en la cabeza el ilustre ingeniero Bartolomeo Campí, «que fué gran pérdida, — dice D. Bernardino de Mendoza, — así para las cosas deste sitio como para el servicio de su majestad, por ser uno de los raros hombres de nuestro tiempo en su arte y el mejor que, á juicio del duque, acomodaba la sciencia de las matemáticas á la manera de guerra que ahora se acostumbra para la fortificación, máquinas y otras cosas.» En uno de los combates por mar, el conde de Bossa entró en el lago de Harlemermer, roto ya el dique, y desbarató la escuadra ene- miga que debió refugiarse al amparo del fuerte del Higo y de los alma- cenes de Sasen, que los holandeses tenían muy bien fortificados, siendo TOMO II 36 282 • LA MASCARA DE BRONCE el resultado de tal empresa, cerrar á los de Harlem la entrada de víve- res por agua. A compás de tales ventajas marítimas, apretaban las de tierra el ...pereció de un arcabucazo en la cabeza el ilustre ingeniero Bartolomeo Campi cerco, á pesar de la inferioridad numérica en que se hallaban y de las incesantes escaramuzas, no siempre desventajosas para ellos, á que les obligaban los sitiados. IV El aliento que con esto cobraban los españoles trocóse en irritante exasperación, con ocasión de una verdadera baladronada que los LA MASCARA DE BRONCE 283 rebeldes creyeron ser muestra de bravura y de coraje; tal fué que, no contentos con haber arrojado algunos panes á nuestros soldados para demostrarles que no les inquietaba gran cosa la cuestión de víveres» colocaron en su batería, en són de mofa, algunas imágenes de bulto que por milagro habían quedado enteras después del rompimiento que de ellas se había hecho en las iglesias. «Demostración, — dice D. Ber- nardino de Mendoza, — que indignó á nuestro campo y en particular á la nación española, por el celo que ha sido Dios servido que tenga en las cosas que tocan al culto divino y conservación de la religión católi- ca; del cual movido un soldado que se hallaba en las trincheras, viendo el haber puesto en desprecio una imagen de bulto los rebeldes en la batería donde tiraban los nuestros muchos arcabuzazos, y estar más afuera de la batería que los demás y en parte donde se podía tomar, arremetió corriendo la batería arriba á la imagen, que asió; y por ser tan grande y pesada, y llover arcabuzazos de los de dentro, se abrazó con la imagen, echándose á rodar por la batería abajo, tra- yéndola desta manera á las trincheras.» Viendo los rebeldes que se les iba apretando el sitio, intentaron hacer levantar el campo á los españoles cortándoles los caminos por donde recibían los víveres, pero no les salió bien tal intento, an- tes bien, ellos fueron quienes debieron pensar en poner tasa á su ración. Pocos sitios, ciertamente, ofrecen como el de Harlem por los espa- ñoles, más curiosas particularidades por el empeño con que por una y otra se combatía. Hacían los nuestros trabajos de zapa que los sitiados inutilizaban con sus contra-minas; comunicábanse los de Harlem con sus auxiliares marítimos, mediante palomas y fuegos; atrevíanse los sitiadores á acercarse tanto á la plaza, que se apoderaban de las vacas que los de la villa sacaban á pacer debajo de la arcabucería de las for- tificaciones; hacían uso también los españoles de balas de fuegos artificiales que tiraban con trabucos, para que cayendo dentro del recinto, donde había muchas casas pajizas, se pegase fuego. El conde de Bossu á su vez, ganaba victoria tras victoria naval en el lago de Harlemermer, acabando por tomar el fuerte del Higo, — 284 " LA MASCARA DE BRONCE frente al cual, habían levantado los españoles otro que creyeron del caso llamar de la Higa, — pérdida que sumió á los sitiados en la mayor consternación, ya que era motivo de no poder esperar #a ningún socorro por agua, ni de hombres ni de municiones, teniendo, como tenían, gran necesidad de pólvora. No por eso se entregaron, sin embargo, á la desesperación ni per- dieron la esperanza, imaginando que, ya que no podían recibir la pólvora como antes, saliesen para traerla ciertos individuos muy prác- ticos en saltar los pantanos y burlar así la vigilancia de los sitiadores; avisados los nuestros, sin embargo, de semejante género de auxiliares organizaron una especie de cuerpo de contra- saltapanos que salían á su encuentro y les impedían el paso. V A primeros de Junio llegaron al sitio de Harlem, cinco mil soldados procedentes de Lombardía, al mando del capitán Pedro de Paz, con el cual pudo hacerse mucho más riguroso el cerco. Hallándose,. pues, tan cerrada la plaza y como don Fadrique esti- mara que á los de dentro les iba escaseando la pólvora, decidió dar el tercer asalto. Empleóse esta vez un ingenio curiosísimo, cual fué que sobre la popa de un navio se levantó un castillo, del cual, una vez arrimado á la muralla, caía»un puente. El navio, á bordo del cual se embarcaron doscientos arcabuceros, salió por un canal al foso," género de asalto usado en la antigüedad, siendo una de las ocasiones más memorables en que de él se hizo uso cuando la toma de Siracusa, donde murió Ar- quimedes. No se llegó, sin embargo, á utilizar aquella máquina de guerra por cuanto, en ocasión en que habían reventado algunas minas puestas por los españoles, sin éxito alguno por haber hecho á su vez otras contraminas los sitiados, descolgóse, á favor de la humareda para no ser visto, un sargento escocés, el cual presentándose á don Fadrique, juróle por su vida, que la plaza podría sostenerse sólo por breves días LA MASCARA DE BRONCE 285 á causa de la falta de víveres. Mas ni aun viéndose reducidos á comer cueros de vaca, caballos, pan de simiente de nabos y cáñamo querían capitular todavía los sitiados, esperando los socorros que, según los partes que les traían las palomas, debían recibir en breve. Asi fué, que trataron de dar diversas veces encamisadas, ó sorpresas nocturnas, á los españoles, aunque sin conseguir su objeto. Visto, sin embargo, que no llegaba el esperado socorro, salieron el día 1.° de Julio el burgomaestre y algunos capitanes á parlamentar, pero tan excesivamente favorables para ellos eran las condiciones que pedían que no fué posible llegar á un acuerdo. En su vista dispuso don Fadrique para el siguiente día un cuarto asalto, el cual fué esta vez de mucho mayor efecto que ninguno de los anteriores, y quien sabe si hubiera sido decisivo á no haberse levantado de pronto una espantosa tempestad de viento que obligó á los combatientes á dejar las armas, impidiendo al propio tiempo que el navio pudiese entrar en el foso. Al amanecer el día 3 vióse que los sitiados habían izado una ban- dera negra en lo alto de la torre de la iglesia, seña dirigida á su escua- dra para significarle el supremo trance en que se hallaban. No se veía señal alguna, sin embargo, de que los sitiados debiesen recibir lo que esperaban, hasta que el día 6 de Julio supo don Fadrique, poi el parte que traía una paloma capturada, que los socorros les llegarían el día 8, y por otra paloma, cogida también, que el socorro, en número de cinco mil hombres con gran cantidad de víveres y municiones, llega- ría aquella noche, fingiéndose atacar á los españoles por el fuerte del Higo, pero en realidad por el bosque. Con tales avisos, tomó don Fa- drique las medidas oportunas para desbaratar á los que venían. Alerta la gente, colocóse en el camino de Menepat que era por don- de debían venir, según participaban en los papeles que traían las pa- lomas, y á las dos de la noche oyóse, en efecto, gran ruido de caballos. Era un escuadrón de ciento de éstos, que iba de vanguardia, siguién- dole tres mil infantes holandeses y zelandeses, mil ingleses, franceses, escoceses, walones y flamencos, una corneta de herreruelos, seis piezas de campaña y gran cantidad de carros con pólvora, cuerda, vino, cer- veza, carne salada y otros víveres. 286 LA MASCARA DE BRONCE Muy ajenos de pensar que los españoles estaban acechándoles in- ternáronse por el bosque los del socorro, cuando de pronto se rompió contra ellos terrible fuego de arcabucería, cargóles la caballería espa- ñola y en poco tiempo fueron puestos en derrota y perseguidos por los sitiadores, muriendo más de 1.500 infantes y no salvándose ni uno solo de los soldados que iban á vanguardia, además de lo cual cayeron en poder de los españoles catorce banderas, la artillería y todo el convoy. VI El malogro de aquel socorro dejó sumidos en la mayor consterna- ción á los cercados, mas á pesar de verse perdidos, ni aún entonces que- rían pensar en rendirse aquellos heroicos defensores, intentando salir de la plaza y dejar solamente en ella á las mujeres y niños; pusieron éstos, sin embargo, el grito en el cielo y no pudo verificarse la cosa, por lo cual al siguiente día, 10 de Julio, tratóse de salir todos, acor- dándose que fuesen siete banderas de vanguardia, la mayor parte de arcabucería, á quien siguiesen el burgomaestre con los vecinos que traían armas y sus mujeres é hijos, y á retaguardia fuesen nueve com- pañías de soldados, noticioso de lo cual, don Fadrique, envióles un oficial para participarles que se tendría misericordia con cuantos qui- siesen quedar en la villa, si es que no preferían salir de ella sin armas. Contestaron holgarse más de quedarse que no de salir desar- mados, si bien se sabia ya que los que se habían hallado en Mons y en otras partes y hecho juramente de no tomar las armas contra el rey de España, no gozarían de ninguna gracia. Había allí un capitán llamado Border, que era uno de los que esta- ban comprendidos en este caso, por lo cual, lleno de desesperación mandó á un arcabucero, soldado suyo, que lo matase, y no querién- dolo hacer disparóse él mismo un pistoletazo á la sien, cayendo en tierra sin vida. Por fin, el 14 confirmóse el acuerdo de la rendición, en cuya virtud debía aprontar Har lem 100.000 florines antes del tercer día y 140.000 den- tro los tres meses siguientes. Además de esto, quedaron obligados cuan- LA MASCARA DE ' BRONCE 287 tos tenían armas á entregarlas en la casa de la villa, previniéndose que los paisanos se recogiesen en el monasterio de Sye, las mujeres en la catedral y los soldados en la iglesia de Blanquenis. En cuanto á los soldados culpados de haber quebrantado el jura- mento prestado en Mons de no hacer de nuevo armas contra España, y á los ministros y predicantes de los herejes, dispuso don Fadrique fuesen pasados por las armas, si bien á última hora conmutó la pena á los que eran de nación alemana, á condición de no volver á pelear á favor de los rebeldes. Y por cierto que no parecieron agradecer gran cosa los dichos alemanes la magnanimidad de don Fadrique, pues como éste dispusiera que les acompañase una escolta hasta internarlos en su país, pernoctando á los pocos días en una aldea de la costa fueron los de la escolta atacados por los azules, apresurándose los alemanes á reunirse de nuevo con los insurgentes. Hemos creído conveniente referir con algunos pormenores este sitio, por no ser muy conocido de la generalidad, á pesar de constituir uno de los más brillantes timbres de gloria en los fastos de las proezas realizadas por nuestro ejército. Nueve meses permanecieron los nues- tros sufriendo las más crueles penalidades en medio de aquel clima glacial y en un invierno excepcionalmente riguroso; combatiendo siem- pre con desventaja, pues, los de la plaza no venían á las manos con los sitiadores sino cuando les estaba bien, á menos de no combatir con verdadera temeridad como así se hizo, en prueba de lo cual, vióse allí lo que pocas veces ha sucedido en un sitio, y fué morir ó quedar heridos los principales jefes. Por fin, merced al brazo de hierro de don Fadrique, digno hijo del duque de Alba, consiguióse salir del empeño, no sin tenerse que reconocer la bravura, inteligencia y fortaleza de ánimo de que dieron muestra los sitiados. VII No mostraron, sin embargo, el menor abatimiento los rebeldes, á pesar de la pérdida de una tan importante plaza como era Harlem, antes bien, tuvieron ánimos para sitiar algunas plazas de las islas de 288 LA MASCARA DE BRONCE Walckeren y la de Tolen en Brabante que se habían mantenido leales, rindiendo las primeras y siendo ahuyentados de la otra, cuyo mal su- ceso no les impidió, sin embargo, tomar por escalada San Geertruyeer- berge, en el mismo Brabante. Luégo de rendida Harlem, el duque de Alba partió de Nimega para apresurar la armada que se aprestaba en Amsterdam para ir á combatir los navios rebeldes que tenían bloqueada la ciudad para impedir su comercio, mientras don Fadrique enviaba á monsieur de Noirquermes á rendir á Alckmaer. Salió la armada española á mediados de Agosto, al mando del conde de Bossu, y después de varios combates en que los españoles alcanzaron la victoria, comenzó el 8 de Setiembre una serie de gruesas escaramuzas que duró cuatro días, retirándose siempre el enemigo á la vuelta de Enchusen, donde recibió grandes refuerzos. El 12, á medio día, la armada gueuse presentó la batalla á Bossu, pero al salir éste á embestir la almiranta enemiga, pusiéronse en huida hacia Amsterdam todos los navios de nuestra armada, excepto dos naos, una de ellas al mando del capitán Tejeda, que allí perecieron gloriosamente; combatía Bossu contra cuatro navios y á todos les llevó arrastrando la corriente hacia el dique entre Eedam y Horn, donde encallaron. Los marineros alemanes que iban en la galera del conde pasáronse á los navios enemigos, y aquel puñado de valientes españo- les que quedaba ni lado del almirante, resistió largas horas el aborda- je, causando terribles pérdidas á los azules. Admirado de tanto heroís- mo y alarmado por la mucha gente que le mataban, envióle á decir el almirante rebelde á Bossu, se rindiese en buena guerra. No tenia más remedio Bossu que capitular y así lo hizo, á condición de que no se haría daño alguno á su persona y que los prisioneros serian can- jeados. De la numerosa tripulación con que antes de la batalla contaba la galera, no quedaban mas que cuarenta soldados, la mitad muy mal heridos. El conde fué conducido á Horn con sus gentiles hombres, el capitán Corcuera, herido, y once soldados españoles, haciéndole entrar delante LA MASCARA DE BRONCE 289 de todos los prisioneros, habiendo demostrado gran pecho y entereza en presencia de la muchedumbre de gente de los contornos que había acudido á verle, «la cual le decía muchas injurias y oprobios, tra- tando tan bárbaramente á los españoles que llevaban atados uno con otro con cuerdas, que las mujeres llegaban á darles de bofetones.» Gran pérdida fué, ciertamente, la de aquel valeroso é inteligente capitán, y asi lo sintió el duque de Alba, en cuyo fuerte ánimo, produjo la mayor consternación. VIII La expedición enviada para rendir á Alckmaer, confiada á mon- sieur de Noirquermes, según antes expresamos ya, no dió resultado alguno por presentar la villa muchísima mayor resistencia de la que se esperaba, en vista de lo cual, ordenó el duque á don Fadrique fuese él con la guarnición española que había en Harlem, apaciguado ya cierto motín que había habido allí con ocasión de la falta de pagas, — mal crónico al parecer, en las guerras que hacemos los españoles lejos de la península. Convenía la posesión de Alckmaer por ser la llave para entrar en el Waterland, ó tierra de agua, es decir, aquella parte de Holanda más notable por sus pantanos, lagunajos y canales. Don Fadrique, llegado allí á mediados de Setiembre, comenzó en- seguida á batir la villa con diez y seis cañones, intentando el asalto algunos días después, aunque sin éxito, por lo cual, y como llegase á noticias del duque de Alba que los rebeldes proyectaban romper un dique á fin de anegar el campamento español, mandó aviso á su hijo de que levantase el sitio. No fué menester, sin embargo, romper dique alguno para alcanzar el resultado apetecido, pues, cayeron tales luvias que quedaron convertidos en lagunas los prados, viéndose en- nces confirmada la razón de llamarse aquel país el Waterland. Retiráronse los españoles, alojándose en los contornos de Harlem Egmont, no sin pasar hambre durante algunos días, y don Fadri- ue fuése á Amsterdam donde se hallaba el duque su padre, no sin mucha salud. TOMO II 37 290 LA MASCARA DE BRONCE El de Alba dispuso que las tropas se alojasen en los contornos de las plazas de Holanda ocupadas por los rebeldes, con lo cual, queda- ban asediadas las villas, y el ejército sobre el país y lugares que solía ocupar el enemigo. En tal estado se hallaban las cosas, cuando el duque pidió licencia á Felipe II para volver á España, como así le fué otorgado, lo mismo que al de Medinaceli, que había hecho igual peti- r ~-r- ^-j?f;r.s ' ^^r^rrry-^iw^^ . . .quedaron convertidos en lagunas los prados ción, siendo nombrado en su lugar gobernador de los Países Bajos el comendador mayor de Castilla D. Luis de Requesens, á la sazón go- bernador y capitán general de Milán. El 17 de Diciembre de 1573 partía de Bruselas el duque de Alba en compañía de su hijo don Fadrique, emprendiendo el viaje á España por Lorena, Borgoña, Saboya y Piamonte y embarcándose en Génova, después de ocho años de ausencia de su patria. Al encargarse D. Luís de Requesens del mando de los Países Bajos, encontróse con que se le debían muchas pagas al ejército, principal- mente á los españoles de los tercios viejos y á la caballería ligera, y en cuanto al estado en que se hallaban las cosas de la guerra, vió que era LA MASCARA DE BRONCE 291 urgentísimo socorrer las plazas de la isla de Walekeren y de otras islas de Zeelandia, y librar el castillo de Ramekin del sitio que le habían puesto los gueuses. El principal peligro estaba, sin embargo, en la insubordinación de las tropas, la cual solo el duque de Alba era capaz de dominar. En tal escollo debía estrellarse su habilísimo sucesor, excelente diplomático pero de carácter sobrado conciliador. Muerto el ilustre Requesens, pudo verse palpablemente, — dice un eminente historiador y distinguido ge- neral,— do que valían el genio, la pericia y la severidad de carácter del que, no mucho después, cargado de años, afligido de toda especie de dolencias y en desgracia con su soberano, había de entregarle la corona de Portugal, tras una corta campaña, coronada por la admira- ble victoria de Alcántara.» Llegado á España el duque retiróse á su castillo de Uceda, alejado de la corte y sin que el Escurialense se dignara mostrarle la menor se- ñal de agradecimiento por haberle conservado los Países Bajos y cum- plido fielmente, — y hasta con exageración, — las órdenes que de él ha- bía recibido al ser nombrado para reemplazar á Margarita de Parma. IX Erale D. Rodrigo de Toledo harto adicto á su egregio pariente para continuar en los Países Bajos no estando ya á su órdenes y así pidió permiso á D. Luís de Requesens para retirarse, como le fué concedido. Había D. Luis de Espinosa desempeñado brillantísimo papel en el sitio de Harlem y últimamente en el de Alckmaer y no podía acha- carse ciertamente á falta de bríos la resolución de abandonar la cam- paña. Eran, por otro lado, tanto mayores los deseos que tenía don Ro- drigo de alejarse de los Países Bajos en cuanto temía no poder conte- nerse algún día al oir las murmuraciones de que era objeto el duque por parte de ciertos personajes que habían sido un tiempo sus más ras- treros aduladores, aunque ningún caso hiciese el general de sus inte- resadas lisonjas. A primeros de 1574, hallábase don Rodrigo en Amberes, al cabo de 292 ' LA MASCARA DE BRONCE cinco meses de ausencia, pues habia estado allí al volver del sitio de Harlem, no pudiendo Blanca expresar la alegría que le causaba la re- solución de su amante. — Creo haber hecho lo bastante para que se me conceda el más^ completo indulto, — dijo don Rodrigo. — Batíme en Lepanto y he estado dos años peleando en Flandes. Don Juan de Austria y el duque de Alba pueden dar razón de mí. Mucho será que no atienda el rey Felipe II á lo que en mi favor le hablarán uno y otro 'general. — Aunque así no fuera, — repuso Blanca, — ¿qué nos puede importar á ambos? Nada ambiciono más que tu amor; oscuro ó glorioso has de ser para mí siempre el mismo; mi Rodrigo, mi amor. Ancho es el mun- do para que los dos podamos caber en él. Si no nos es dado vivir en Es- paña ni en Venecia, habitaremos en alguna retirada ciudad de Italia, y cuando eso no fuese, ofrecerianos Roma inviolable asilo. Tengo yo allí poderosos valedores. — Ciertamente que donde quiera que yo te vea, será allí el cielo para mi, pero si pudiera yo hacer que ciñeras tu frente con la corona de marquesa de Villasol y moraras en el viejo palacio de mis mayores ro- deada de aquellos leales servidores tan adictos á mi familia, creería colmada mi dicha en la tierra y nada ambicionaría ya. — ¡Morar en tu casa! ¡Vivir allí, bajo el techo donde naciste! ¡Ah! ¡Si esto pudiese ser, creo me daría miedo la felicidad que experimentaría. —Ciertamente que habrá de ser así, mi bien. Nada pido que no sea en estricta justicia. Pocos días después, trasladábanse ambos á Bruselas para despe- dirse de Amparo, que continuaba allí; y emprendían luégo el camino de España, haciendo el viaje por iguales etapas que había hecho el duque de Alba. Al llegar á Génova fueron los dos amantes á visitar á Montanchezy á su esposa. El conde de Valroger, terminada la misión que le había llevado á Bruselas cuando la prisión de su amigo, y no pudiendo pro- longar más su estancia allí había regresado á Génova al lado de Cósi- ma, mostrándose de cada día más prendados uno de otro. — Sois tan felices como merecéis, amigos míos, — exclamó don Ro- LA MASCARA DE BRONCE 293 drigo hondamente conmovido al adivinar la vehemencia con que se que- rían los dos esposos. — No os he de negar que somos muy felices, en efecto, — respondió Cósima, — pero no os afirmaría yo á esto, á no estar segura de lo mu- cho que lo sois también vosotros. — Solo una nube turbará nuestra felicidad, — replicó don Rodrigo, — y será no poder vivir todos bajo un mismo cielo; vosotros tenéis ya ahí vuestra casa; voy yo ahora en busca de la mía, allá en los montes de Toledo. — Espero, sin embargo, amigo mío, -contestó Montanchez, — que alguna vez tendré ocasión de abrazaros en vuestro castillo de Villasol si allí pensáis retiraros, pues tengo decidido al regreso de mi Amparo y de su marido, hacer con todos ellos y Cósima un viaje á España. — Imaginad cuánta no será nuestra dicha el día que esto se realice, —respondió don Rodrigo. Después de haberse abrazado con efusión los dos amigos y con no menos ternura Blanca y Cósima, fueron el antiguo Máscara de bronce y su hermosa compañera á despedirse de Michelotta y el Vicentino, á quienes encontraron instalados en una preciosa quinta de los alrede- dores de la ciudad. También ellos eran felicísimos y se mostraban de cada día más enamorados. Aparte de esto, no pudo menos de quedar sorprendido don Rodrigo, del aire distinguido que desde Ja última vez que tuvo ocasión de verla había adquirido su antigua confidente. La Michelotta habíase transformado en una elegante y discreta dama, que hacía ho- nor al buen gusto del Vicentino. — Nos hallamos aquí perfectamente, — le decía el pintor á don Ro- drigo,— pero, os lo confieso, encuentro á veces á faltar el cielo de Vene- cia. Verdad es que faltando de allí mi Lelia es posible no sea tan bello como antes. — Yo haré por manera de que un día ú otro puedas satisfacer tu anhelo,— le interrumpió diciendo la Michelotta, — pero no podrá ser esto ínterin no suba otro partido. Tengo demasiadas cuentas pendien- tes con los que están ahora en candelero, 294' LA MASCARA DE BRONCE — Tiempo habrá para que podáis realizar vuestra aspiración, ami- gos mios, — les respondió Toledo, — aunque no creo, Vicentino, que hoy por hoy os preocupe gran cosa el cielo de Venecia, cuando tenéis á vuestro lado una esposa á quien tanto amáis y tanto os ama á su vez. Ese es el mejor cielo, amigo, aunque no haya nadie que acierte á pin- tarlo. — Decís bien, mi noble amigo, — contestó el artista. — Todos los pro- digios que hace la luz en las lagunas y en la atmósfera que baña Ve- necia no pueden compararse con el encanto de una cara como la de mi Lelia ó la de vuestra Blanca. Pocos días más permanecieron en Génova los dos viajeros, embar- cándose á mediados de Marzo con rumbo á Cartagena donde desem- barcaron á primeros de Abril. Nuestro héroe se presentó al gobernador, que continuaba siendo el el mismo de quien recibiera el nombramiento de capitán, y le pidió un certificado que acreditara la identidad de D. Luís de Espinosa y Don Rodrigo de Toledo; obtenido lo cual continuaron los dos amantes su camino hacia Toledo. CAPITULO PRIMERO Villasol Estaba asentado el castillo de Villasol, de cuyo nombre tomaba orí. gen el marquesado de D. Rodrigo de Toledo, en la cima de un elevadí- simo picacho de la sierra de Mohedas, en medio de un paisaje impo- nente por su salvaje aspecto. Levantado por los moros en tiempo de la Reconquista reunía el doble carácter de fortaleza y palacio, siendo di- fícil imaginar que dentro de aquellos muros robustísimos existiesen preciosas estancias labradas con el más exquisito gusto, destinadas á abrigar la vida muelle de los aristocráticos gobernadores del castillo. Una sola vereda, escarpadísima, conducía al edificio arrancando del fondo de un vallecillo surcado por un arroyo, que en la época de las lluvias se convertía en impetuoso torrente, estando el resto rodea- do por espantosos precipicios. 296 ' LA MASCARA DE BRONCE La fortaleza ocupaba toda la meseta del picacho y sus murallas asentadas sobre las rocas continuábanse con la cortadura del abismo. El lado Norte, que era el accesible, estaba á su vez defendido por un profundo foso abierto en la peña viva, que sólo podía ganarse por medio del puente levadizo que cerraba el portal. La fortaleza, obra del siglo ix, estaba rodeada por un primer recin- to almenado, dentro del cual se levantaba una alta torre octogonal flanqueada por otras tantas tor recillas y circuida á su vez por otra mu- ralla redonda, de mayor altura que la exterior. En el espacio comprendido entre las dos murallas que miraban al Norte hallábase la plaza de armas; á lo largo denlos dos muros latera- les había los cuerpos de guardia y las caballerías, respectivamente á derecha é izquierda, y en el trozo que quedaba entre las dos murallas del Mediodía veíase un vasto cobertizo bajo el cual yacían amontona- dos multitud de materiales de construcción. Apenas se divisaban ningún hueco desde el exterior; la luz pene- traba en las ocho torrecillas á través de estrechas saeteras y en la to- rre por algunos ajimeces poco más anchos, aunque sí más largos. Angosta era también la puerta de entrada, de estilo árabe-bizantino, coronada por el escudo de armas de los Villasol, conquistadores de aquella fortaleza en tiempo de Alfonso VI, y algo más baja y ancha la de la torre, más moderna, en forma de arco de herradura. La vetusta construcción había adquirido en seis siglos un color par- duzco; el tiempo había ido corroyendo los sillares y con el semi-aban- dono en que yacía la fortaleza habíase desarrollado una espesísima vegetación que obstruía el paso, apareciendo tapizadas de yedra la ma- yor parte de las torrecillas, alfombrándose de cambroneras, cardos y plantas parásitas los patios y coronándose de jaramagos, pitas y zar- zamoras las almenas. Desde lo alto de las murallas dominábase inmensa extensión de escarpadas montañas, cubiertas unas de abundante vegetación, secas y peladas otras, dejando ver sus descarnados peñascos de berroqueña y pedernal. Los bosques que cubrían las faldas y laderas de los mon- tes más cercanos, formaban como un mar de verdura que desde lo LA MASCARA DE BRONCE 297 alto de la encumbradísima torre parecía de un tono azulado. A veces, serpenteando por un angosto valle, veíase reflejar la corriente de un riachuelo ó despeñarse con ímpetu un torrente desde lo alto de alguna escarpadura, produciendo una nota como metálica en medio de la masa verduzca de las selvas. La naturaleza imperaba allí produciendo una impresión única, de la cual no venía á distraer ninguna obra del hombre; el castillo mis- mo, desde abajo, aparecía como un informe hacinamiento de rocas sobre rocas, cuando no quedaba oculto por las nubes que bajo él se cernían sobre el valle. Era una soledad majestuosa, donde el hombre parecía ausente en absoluto. II Años hacía que el castillo estaba confiado al cuidado de algunos guardas, antiguos soldados que á las órdenes de D. Juan de Toledo, padre de don Rodrigo, habían peleado en Pavía, Mulberg y Argel, bajo las banderas de Carlos V. Muy de tiempo en tiempo habían llegado hasta allí noticias del señor; pero ahora hacía ya cuatro años que nada sabían de él los custodios de la fortaleza; los cuales teniendo más que lo suficiente con lo que rendían las cortas de árboles que alguna vez hacían, la caza con que brindaban los bosques y las hortalizas que producían algunas tierras labrantías anejas á la propiedad, no se ha- bían preocupado gran cosa de la suerte de su amo, entendiendo que si había muerto, alguien cuidaría de avisárselo. No fué poca su sorpresa, por lo tanto, cuando una mañana de Mayo de 1574 vieron aparecer un gentil caballero, y una dama, que seguidos de algunos escuderos subían por la angosta vereda que con- ducía al castillo. Al punto se asomaron en las almenas que coronaban la puerta de la muralla todos los servidores que había en el castillo, en número de quince,_entre grandes y chicos, y hombres y mujeres. — Por mí ánima, que es el señor marqués, — exclamó de pronto el que desempeñaba las funciones de alcaide. TOMO II 38 298 - LA MASCARA DE BRONCE — Sí... él mismo... — ¡El señor marqués!— contestaron los demás, Gomo si se les habla- ra de un aparecido. — Sin el menor género de duda. Aprisa, bajar el puente enseguida. Todo el mundo á buscar las armas y á formar... ¡Pardiez, que bien hubiera podido su excelencia avisar que venia aquí!... Ahora... ahora, nada ya, sino que Dios nos la depare buena. Hay que ponerle á mal tiempo buena cara y prepararse á todo evento... ¡Floja va á ser la cólera de don Rodrigo cuando se encuentre esto del modo que verá! Bajado el puente, salieron por él ocho hombres y formaron en la poterna, armados con alabardas, esperando el momento de que llegara el señor para presentarle las armas, mientras que el alcaide, sin po- der dominar la violenta agitación de que estaba poseído, paseábase á grandes pasos por el oscuro pasadizo abovedado por donde se entraba en el castillo, deteniéndose cada vez en el dintel de la puerta, para es- tar á la mira á medida que se iban acercando los viajeros. Ocho años hacía que Fernán González no había visto á D. Rodrigo de Toledo, pero con su vista de lince habíale reconocido al momento á pesar de la distancia. Sólo don Rodrigo, en efecto, era capaz de cabal gar con aquella soltura por el ágrio sendero que conducía al castillo; la dama que iba con él seguíale con lentitud, pero mas aún los escuderos, algunos de los cuales habían optado por apearse, prefiriendo hacer el camino á pié que no montados. Ya faltaba poco para llegar á la poterna, cuando Tristan, descubrién- dose y agitando en una mano la gorra con plumas que llevaba, gritó con potente voz: —¡Viva el señor marqués! — ¡Viva! — gritaron los ocho armados y las mujeres y niños que desde las almenas presenciaban la subida de los viajeros. Don Rodrigo se quitó el sombrero y saludó á los que le habían aclamado. Fernán, animado con aquella muestra de benevolencia, bajó al en- cuentro de los que venían y cogiendo casi á la fuerza la mano de su señor, besóla, después de lo cual y haciendo una profunda reverencia LA MASCARA DE BRONCE 299 á la dama, pidióla permiso para llevar de las riendas su cabal- gadura, á lo cual contestó la señora con una graciosa señal de asenti- miento. Pocos minutos habían transcurrido cuando la comitiva llegaba á la plazoleta que precedía al castillo. Los armados presentaron sus ala- bardas y don Rodrigo, al frente, penetró por el portal, seguido de sus acompañantes, apeándose al llegar á la plaza de armas, mientras Fer- nán hincando la rodilla en tierra ofrecíale aquel apoyo á Blanca para hacerlo á su vez. — ¡Ya estamos! — exclamó alegremente don Rodrigo dando la mano á su compañera, la cual, de un ligero salto se encontró en tierra sin tocar apenas con la punta de su pié la rodilla del criado. — ¡Hermoso sitio! — contestó Blanca, mirando la imponente masa de la torre.— ¡Cuántas veces he soñado transcurría mi existencia en un lugar como éste! —Veremos de hacer algo habitable este nido de águilas,— contestó don Rodrigo. — Con mi ausencia, naturalmente, no ha habido medio de cuidarlo mucho. Bastante han hecho estos leales servidores con no dejarlo abandonado. — Señor, jamás desesperamos de vuestra vuelta, — contestó Fernán. — Durante vuestra ausencia hemos hecho lo que hemos podido para no tener que desamparar el castillo; hacéos cargo de nuestra situación y decid que nos tocaba hacer más que confiar en que un día ú otro habríais de parecer por aquí y remediar los males que el tiempo irro- gaba de continuo en este solar. * — Yo os doy gracias por vuestro proceder, — respondió el marqués, — y sabré recompensar con creces la firmeza que habéis demostrado permaneciendo fijos en vuestro puesto. Conviene ahora, que cuanto antes desaparezcan todas las malezas que se han ido aquí acumulando y sea este castillo digno de ser habitado por la ilustre dama á quienes todos desde este momento debéis obedecer como á vuestra ama y se- ñora. Y ahora, retiraros ya todos, y vos, Fernán, acompañadnos á la torre. El mayordomo haciendo una profunda reverencia precedió á don 300 LA MASCARA DE BRONCE Rodrigo, Blanca y los tres escuderos que con ellos hablan venido y abriendo la puerta de la torre comenzó á subir por la ancha y húmeda escalera que conducía á los pisos superiores. Llegados al primero apareció ante sus ojos un delicioso patio porti- cado de estilo morisco, en cuyo centro se veia un vasto algibe de már- mol. Cruzaron el patio y halláronse en una preciosa pieza de arteso- nado techo y pavimento de mosaico, iluminada por una alta y estrecha ventana de dos arcos sostenidos por tres pares de delgadas colum- nillas. La sala estaba casi del todo desamueblada, no viéndose mas que algunos viejos sillones de baqueta y un reclinatorio, polvorientos hasta lo sumo; en cambio no parecía faltar ningún retrato de los mu- chos que en las paredes estaban colgados desde siglos. A uno y otro lado del aposento abríanse dos estrechos corredores que conducían á otras tantas piezas situadas en las torrecillas, cuya forma circular te- nían. Todas las estancias hallábanse en igual estado de desnudez, siendo escasísimos los mueles que allí habían quedado. Don Rodrigo no dió, sin embargo, la menor muestra de extrañeza siquiera por- el despojo de que habían sido objeto las habitaciones, pensando que de algún modo habrían tenido que componérselas sus servidores para per- manecer allí sin salario ni mantenimiento. La verdad era que el mar- qués de Villasol había emprendido aquel viaje bien persuadido de que no había de encontrar á nadie en el castillo, que daba ya por medio desmantelado. — ¿No podríais proporcionarnos una cama, por mala que fuese, donde pasar la marquesa unas cuantas noches, algo mejor que no en el suelo?— dijo Toledo al mayordomo. — ¡Oh! Ciertamente que sí, señor marqués, — se apresuró á respon- der Fernán. — Cierto que será de todo punto indigna de su excelencia pero, al fin, valdrá más que no dormir en tierra. Y no sólo para la se- ñora marquesa sino para vos también, señor marqués. — Gracias; con que haya una para doña Blanca es bastante,— con- testó el dueño. La visita duró largo rato recorriendo el marqués y Blanca todos los aposentos de aquel piso de la torre, y prescindiendo misericordiosa- LA MASCARA DE BRONCE 301 mente de inspeccionar los de los criados, que se habian refugiado en los pisos altos, respetando por un resto de pudor las habitaciones del dueño. Instalada Blanca en una cama, sino lujosa, cómoda, y acomodado . . .que la gente procediera activamente a arraucar toda la mala yerba. . . el marqués en un lecho de tablas que le hacía recordar el de sus cam- panas en Flandes, pasóse la primera noche; como es natural pareció extrañarse la gente del castillo de que habiendo dado don Rodrigo el titulo de marquesa á la dama no compartiera con ella su lecho, con ser asaz grande, pero creyeron sería, sin duda alguna, moda que ha- bría visto don Rodrigo en el extranjero y en esto pararon las murmu- raciones. 302 ' LA MASCARA DE BRONCE Ya de mañana dió orden el marqués de que la gente procediera activamente á arrancar toda la mala yerba que con profusión había ido creciendo por los patios, salvándose únicamente la yedra gracias á la intercesión de Blanca, y así pasaron tres ó cuatro días durante los cuales pudieron darse cuenta los servidores que si don Rodrigo había sido muy indulgente con la devastación que habían hecho en el mobi- liario y con el descuido mostrado en dejar tomar tanto incremento á las malezas no parecía ser de muy fácil contentar en materia de que cada uno cumpliese con su obligación; mandábales como hubiera po- dido hacer al frente de una compañía de soldados y cuando acertaba á reprender á alguien hacíalo con tan espantable severidad que más de alguno de aquellos pobres gañanes creyó que quizás no sería el marqués de Villasol, sino el mismísimo diablo el que se había entrado daxondón en el castillo. Cuando quedó desembarazado todo, partió un escudero para Tala- vera de la Reina con cierto encargo de don Rodrigo, compareciendo de nuevo á los tres días, seguido de una docena de carretas tiradas por perezosos bueyes á los cuales seguían algunos mulos. Las carretas se detuvieron al pié de la vereda, dando orden entonces don Rodrigo de que bajaran seis criados á ayudar a los traginantes á subir la carga, parte de la cual era conducida por los mulos. Mucho duró la operación hasta que, por fin, al caer el día quedó terminada del todo. Lo que el escudero había traído de Talavera, era un ajuar completo y lujoso para las habitaciones del primer piso, las cuales quedaron al día siguiente transformadas en vistosos salones atestados de suntuosos muebles. La vida de los dos enamorados parecía haber alcanzado, por fin, la plenitud de la dicha tranquila y sin nubes á que ambos aspiraban. Don Rodrigo acababa de recibir la noticia de haber logrado su rehabilita- ción en el título de marqués de Villasol, debiéndolo en no poca parte al duque de Alba que desde su retiro de Uceda se había interesado vi- vamente por él. El rey Felipe había accedido, por fin, á olvidar la pa- sada hecha por su antiguo embajador en Venecia y su falta de respeto á la reina Catalina, imponiendo por única restricción del indulto, que LA MASCARA DE BRONCE 303 en tres años no se dejara ver por la corte don Rodrigo, á fin de que el enviado francés no tuviera que decir de tamaña benignidad. La real prohibición alegró, sin embargo, á don Rodrigo más bien que le entristeció, pues le evitaba el fastidio de alternar con la mogi- gata corte del Escorial, en la cual reinaba al par que el más hipócrita disimulo, la más depravada corrupción. — Aquí transcurrirán para nosotros como un soplo esos tres años de destierro, — exclamaba don Rodrigo una tarde, hallándose con su amada en la estancia que ocupaba ésta en una dé las torrecillas del Norte. é —Toda la vida hemos de pasar aquí,— repuso Blanca, abrazándose con efusión á su amante. — Sí... La vida entera... — dijo Toledo. — ¿Qué nos importa el mundo á nosotros? Harto hemos tenido que sufrirle. Nada hemos de echar de menos en esta soledad. Pronto ha de ser trocada en delicioso jardín la tierra próxima al castillo. — No... Déjalo todo como ahora está, — contestó Blanca. — ¿A qué fin- gir? La naturaleza es bastante bella por sí sola. — Entonces, si te contentan esas sombrías florestas y esos espesos bosques, nada haré por quitarles su salvaje aspecto. Serás tú entre todo lo que nos rodea la flor suprema, el incomparable modelo de be- lleza hecho por Dios. — No me hables así, mi bien; seré siempre nada más que tu es- clava. — Ha llegado la hora en que no puede serte ya lícito emplear tales palabras,— exclamó dulcemente don Rodrigo.. —¿Tú no sabes? — ¿Qué?— exclamó Blanca, sin poder reprimir la emoción que le ha- bía causado la frase de su amado. — Suele venir aquí, todas las fiestas de guardar, un anciano fraile que dice la misa para que la oigan las gentes del castillo. Mañana, por lo tanto estará aquí, pero algo más hará que decir la misa. Bajó los ojos la joven, palideciendo su rostro, de aquella blancura mate que le hacía semejar á una creación de la estatuaria griega. — Si... Mañana, mañana... serás mi esposa, — repuso el marqués con ternura de león enamorado. 304 LA MASCARA DE BRONCE — ¡Rodrigo! — murmuró Blanca, estremeciéndose. —Soy aquí el dueño,— siguió diciendo Toledo.— Aquí nací, aquí na- cieron mis antepasados, aquí están sus sepulcros. En ningún lugar mejor puedo consagrar mi unión contigo, mi bien, mi prenda adorada, mi idolatrada Blanca. No hay temor de que aquí nos persiga todavía la fatalidad. Esta tierra de Castilla no inspira las pasiones que tu Italia. Todas las cabezas se bajarán en tu presencia sin que nadie sea osado á levantar sus ojos hasta la mar quesa de Villasol. Hallaste como en medio de un inmenso claustro, donde la hidalguía es la principal reli- gión. Es esta la tierra de los leales, donde sería tan extraña una de esas pasiones de que allá en lejanas tierras has sido víctima, como oir de pronto blasfemar á un santo, como ver que el sol retrocede en su carrera, como no amarte yo hasta la muerte. — Yo no merezco lo que tú quieres hacer, — exclamó Blanca supli- cante;— no soy digna de que tanto me honres; ni te lo pido, ni jamás me he atrevido á imaginarlo, desde el día fatal en que por segunda vez volví á la vida... — ¡Oh Blanca, mi bien, mi alma! — repuso don Rodrigo, con apasio- nado acento; — mañana va á realizarse el más ardiente deseo de mi vida; mas no creas que quiera yo mantener encerrado en este recinto de piedra el título de esposo tuyo con que me honraré dentro breves horas, sino que aspiro á que el mundo entero sepa que eres tú mi ado- rada mujer. Pronto lo habrán de saber nuestros amigos de Génova y Yenecia y pronto lo sabrá la corte de España. Con ser tu esposo, respondo yo de todo tu pasado... ¡Ay del que se atreva á decir una palabra en menoscabo tuyo! Duermen el sueño de la muerte los profa- nadores de tu sér... La muerte es callada; única solución que cabía. Sólo uno vive... pero éste huyó para consagrarse á Dios... Sin duda las penitencias le habrán acabado también. Una violenta ráfaga de viento penetró en la estancia á través del ajimez, cuyas pintadas vidrieras estaban abiertas, y con el ímpetu levantó un tapiz flamenco, representando la caída del Angel rebelde. El tapiz se retorció, caracoleó y arrolló con furiosa agitación y por fin volvió á quedar tendido, produciendo un ruido seco como el de una serpiente al desenroscarse. LA MASCARA DE BRONCE 305 Blanca miró asustada el tapiz, exhaló un grito y cayó desvanecida en brazos de su amante. III Alarmado don Rodrigo por aquel inexplicable desmayo, puso en práctica cuantos medios se le ocurrieron para hacer volver en sí á Blanca, como al fin consiguió, aunque al cabo de largo rato. —¡Luz de mis ojos! — exclamó Toledo.— ¿Qué ha podido motivar tu desvanecimiento? ¿Creeste no hallarte segura aún dentro los muros de mi castillo? ¡Oh, vuelve en tí y mírate rodeada de quienes velan por tí sin descanso, noche y día! ¿A qué temer? El mundo entero reunido no sería bastante á apoderarse de este sitio, á no venir á caballo de las águilas. ¡Serénate, mi bien, Blanca, Blanca de mi corazón! La joven presa de convulsivo temblor, exclamó: — No sé que me ha dado... Un vértigo... Sin duda el exceso de mi felicidad... Pero, no, no es que yo tema, ¿qué puedo temer á tu lado? No... á tu lado no he tenido miedo jamás... Perdóname, Rodrigo... — ¡Ay de mí! Te he afligido al recordante tristes memorias... Torpe he andado, ciertamente... Y, sin embargo, si algo hubiera sido menes ter para apresurar nuestro casamiento, motivarialo este desvaneci- miento de ahora... ¡Cuán buena eres, ángel mío! Vése la delicadeza de tu alma en todas ocasiones. Nunca habrá llevado nadie con la dignidad que tu el nombre de Villasol, glorioso como pocos, pero no superior al tuyo, sin embargo. La noble descendiente de los Alvianos prestará nuevo lustre á nuestros blasones. ¡Ah! Si pudiesen hablar estos ante- pasados míos, cuyas figuras aparecen en torno nuestro, verías como nos bendecirían, como nos prodigarían sus caricias... Porque todos ellos fueron como yo; todos amaron como nadie y se casaron, sin aten- er más que á los impulsos de su corazón. — En tí se ve bien patente la nobleza de todos ellos; pero á buen eguro que ninguno de tus abuelos hubiérase dignado tomar por espo- á quien tan desgraciada ha sido como yo. — Te engañas en esto, vida mía... Mis ascendientes obedecieron TOMO II 39 306 LA MASCARA DE BRONCE sólo á la voz de su conciencia y no admitieron jamás otro juez que ellos mismos en asuntos de dignidad y honor. Muchas historias podría referirte de sorprendentes enlaces habidos en mi familia... Sin atender á las amenazas de los partidarios de Isabel la Católica, casó D. Ramiro de Toledo con la dama más fiel de D.a Juana de Trastamara, cuando estaba ya perdida la causa de la infeliz Beltraneja, prefiriendo la con- fiscación de sus estados á faltar al j uramento prestado á la que reconocía por legítima reina; su hijo, abuelo mío, dió su mano á una joven meji- cana, dama de la corte de Moctezuma, y mi padre, desafiando la ven- ganza del emperador, casóse con la hija de uno de los hombres más importantes de la Santa Junta de Avila, muriendo gloriosamente en Villalar. Siempre en mi raza se ha obedecido á la voz del corazón, despreciando la opinión ajena. Pero, de seguro, sí, ninguna de esas mujeres podría igualársete en nada, si vivieran; tú habrás sido no ya solamente la más bella, sino la mejor de todas, la más angelical, la más discreta, la más enamorada... — Tus palabras van á volverme lo que nunca he sido... ¿Cómo no sentirme orgullosa de verme amada de tal modo por el más noble ca- ballero español? ¡Bendito el día que mis ojos te vieron! ¡Bendito el mo- mento en que, al verte, sentí henchírseme de amor por tí el corazón! Bien sabes que no atendí á que fueras noble para amarte... Creíte gon- dolero, como tú me creíste nicolotta, y, sin embargo, ni por un mo- mento me acordé de la distancia que nos hubiera separado, á ser ver- dad lo que tan solo era apariencia. Te adoré ¡más aún! cuando surgie- ron insuperables obstáculos á nuestro amor, cuando mi padre quiso obligarme á que te olvidara, lleno de odio hacia tí, por ser español.... ¿Qué me importaba á mí lo que fueras? También yo, como tú, amé sin escuchar mas que los impulsos de mi alma... te amé con todo mi cora- zón, y tanto te amo, que quisiera fuese eterna la vida para vivir eter- namente á tu lado... Sí; quisiera que convirtiéndose en realidad las ficciones de los cuentos encantados, nos transformáramos en algo im- perecedero, inmutable, y que por los siglos de los siglos fuéramos como dos árboles, como dos piedras, como dos estrellas, ajenas á todo cui- dado, ni otro pensamiento, ni otra acción, mas que amarnos, amarnos siempre, siempre, siempre... LA MASCARA DE BRONCE 307 — ¡Vida mía! — repuso don Rodrigo, estrechando á Blanca contra su corazón... iv ;>> „ . . Iba descendiendo el sol hacia su ocaso, y no tardó en quedar á os- curas la morisca estancia. Los dos enamorados abandonáronla enton- ces, y se dirigieron á lo alto de la torre para presenciar la salida de la luna en su lleno. El astro apareció rojizo, enorme, bañando en una claridad como sangrienta el inmenso panorama que se divisaba desde las almenas. Salía de la masa oscura de los bosques como una niebla de oro, y percibíase un indefinible susurro semejante al de un mar de hojas. Al cabo de algún tiempo desapareció, sin embargo, aquel tono de púrpura, y la luna derramó su claridad argentina, dulce. Don Rodrigo miró á su compañera, y quedó inmutado. Nunca, nun- ca le había parecido tan bella. Iba Blanca vestida toda del color de su nombre, asemejando la marmórea estatua de alguna de las antiguas castellanas aparecida aquella noche de primavera para respirar los efluvios de la resurrección de la naturaleza. Cubría su cabeza con una toca bordada de oro y pedrería, y, como siempre, adornaba su gar- ganta un collar de perlas. Los diamantes de la toca brillaban con des- tellos centelleantes, y el oriente de las perlas reflejaba con tonos na- carados de suavísimo fulgor. Una brisa, cargada de perfumes, embalsamaba el ambiente. Sola en el cielo, eclipsando las estrellas, iba elevándose la luna, bajo la bó- veda azulada, ocultándose el astro de vez en cuando tras nubes de oro. De pronto, oyóse en la espesura un ruiseñor, cuyos trinos llega- ban, límpidos y penetrantes, á lo alto de la torre, y, como si aquella hubiese sido la señal, pronto le siguieron otros y otros, hasta formar embelesador concierto. Era tan deleitosa la armonía, que los dos amantes permanecieron como arrobados largas horas. Parecía que el bosque se había anima- do, y que aquellos trinos eran la expresión de los amores que en su seno se formaban, la marcha nupcial de las parejas enamoradas que, 308 LA MASCARA DE BRONCE á la luz de la luna, celebraban sus himeneos; la narración de las cari- cias de las flores, del murmurar de los arroyos, del zumbar de las abe- jas, del revolotear de las mariposas en el silencio de la noche. ¿Cómo imaginar tanta magnificencia esplendorosa en medio de las soledades de aquellos montes? De lo íntimo del pecho de los dos aman- tes pareció surgir un grito de admiración ante el espectáculo de la na- turaleza, y sus almas, arrebatadas por la atracción misteriosa que emanaba de la tierra, confundiéronse en el concierto universal de la noche espléndida, iluminada por la clara luna de Abril. V''- 4: /, - -v ; Alboreaba apenas, cuando la campana del castillo rompía, con inu- sitado repiqueteo, el silencio de la comarca, en medio de la cual estaba asentada la fortaleza. Por un movimiento de curiosidad natural, y como se susurrara por los pueblos vecinos que de nuevo habitaban en el castillo sus antiguos dueños, dispusiéronse á trasladarse allí, para oir la misa, no pocos tá- llanos, como con bien poca cortesía eran llamados los pobres labra- dores, amén de alguno que otro finchado hidalgo, deseoso de lucir la importancia de su persona ante el noble marqués de Villasol. Asi fué que, á las dos ó tres horas de haber comenzado el campa- neo, veíase desde las almenas del castillo subir como un hormiguero por la tortuosa senda que desde la cañada iba empinándose en zig-zag hasta el foso. Cuantos iban llegando, quedaban asombrados ante el completo cambio que notaban en el aspecto del castillo, si antes imagen de la desolación y el abandono, verdadero tesoro ahora de maravillas del arte. Don Rodrigo, en efecto, había dispuesto el derribo de las cons- trucciones pegadas al lienzo oriental, que habían servido un tiempo de cuerpos de guardia, habiendo aparecido bajo las paredes derruidas una preciosa galería árabe, sostenida por esbeltísimas columnas, cuya pared estaba formada por mosaicos de preciosos colores y oro. El patio interior de la torre había sido restaurado á su vez con sin- LA MASCARA DE BRONCE 309 guiar acierto, quedando circuido también por una galeria que recor- daba exactamente el Patio de los Leones de la Alhambra. Habíase de- rribado la techumbre que le separaba del patio, de igual estilo, que había en el primer piso á la llegada del dueño, pudiéndose admirar — |Esto es la gioria del cielo!— decíanse aquellos buenos vecinos con esto la majestuosa armonía que formaban las tres filas de arcos superpuestos que encerraban aquel sitio. La multitud fué admitida á visitar las estancias, mientras llegaba la hora de la misa, subiendo de punto la admiración de aquellas sen- cillas gentes al contemplar los tapices, los armarios, los vargueños, las lunas, las sillerías, las lámparas, las mesas, los lechos, los cofres^L los cuadros y las arquillas de que con profusión estaban alhajadas las habitaciones. 310 LA MASCARA DE BRONCE — ¡Esto es la gloria del cielo! — decíanse aquellos buenos vecinos; — ¡no parece sino que ha aparecido todo esto por arte de encanta- miento! Por fin llegó el momento de la piadosa ceremonia. La misa se ha- bía retrasado más de una hora á causa de una larga conferencia que habían celebrado don Rodrigo y el fraile franciscano que se encargaba de celebrar el santo sacrificio los días de precepto. Ello es, que una vez hecha la señal con la campana entraron los forasteros en la capilla, habilitada en una estancia de la planta baja de forma ovalar, siguién- doles luégo las gentes de la casa. Ya todos en su sitio, dos escuderos hicieron abrir paso y vióse entrar á don Rodrigo y á la hermosa dama que con él había venido, ambos ricamente vestidos, yendo á arrodi- llarse en sendos reclinatorios de terciopelo, colocados en el presbi- terio. Un murmullo de admiración acogió la presencia del caballero y la señora, no tardando en correr la voz de que la rica hembra llamada Doña Blanca, iba á casarse al concluir la misa con el noble señor don Rodrigo de Toledo, marqués de Villasol. Y así fué: terminada la misa acercáronse al altar los dos jóvenes y previas las ceremonias de ritual bendecía el fraile su unión, entre los vítores de la muchedumbre propensa siempre á acompañar con su en- tusiasmo las alegrías de los poderosos como á cebarse cruelmente en ellos cuando les persigue la desgracia. Don Rodrigo quiso mostrarse espléndido con los que de tal manera se asociaban á su dicha y mandó agasajar á cuantos se hallaban pre- sentes; los hidalgos creyeron del caso presentarse á ofrecer sus respe- tos á la dama, pero ni uno solo hubo que no se sintiese turbado al ver- se en su presencia. — Por Dios Nuestro Señor, — decíanse al salir, de regreso á sus pue- blos,— que no parece sino que D. Rodrigo de Toledo se ha traído por mujer á la gran reina del Catay ó la ilustre princesa de Trebionda. No impone ciertamente más respeto que doña Blanca la mismísima ma- jestad de la Reina Nuestra Señora, que Dios guarde. LA MASCARA DE BRONCE 311 VI Transcurrían los días en Villasol con celeridad vertiginosa, sintién- dose los jóvenes esposos como arrebatados por el torbellino de su feli- cidad. El sagrado nudo que ahora les unía parecía asegurarles más que nunca la duración de su dicha y ser muralla poderosa para conte- ner los embates de la adversa suerte. ¿Había sido verdaderamente vida de esposa, la que había tenido Blanca con Paolo Riccioli, su verdugo y su víctima? ¡Ah, no, mil veces no! — respondíase Blanca.— Aquello había sido una horrible pesadilla, un enlace aceptado bajo el peso de la fatalidad, un sacrificio impuesto por el deseo de evitar mayores males; habíase resignado á dar por vá- lido el matrimonio con Riccioli para huir de aquella suerte de extravío moral en que se hallaba, hundiéndose de cada vez más en los peligros. Necesitaba un salvador, un defensor y tomó á Riccioli, como el náu- frago se aferra á la tabla de salvación. Pero ahora no era así; ahora era la honrada y casta esposa de don Rodrigo de Toledo, la marquesa de Villasol, ante la cual todos tendrían que prestar acatamiento, redimida no de sus culpas sino de sus des- gracias por el heroico soldado que se había cubierto de gloria en Mons, en la Esclusa, en Harlem y en Asparendam. Todos sabían que la dig- nidad y el honor de D. Rodrigo de Toledo llegaban hasta el extremo de no callar ante los reyes lo que sentía su ánimo generoso y no era tampoco un secreto para nadie que D. Juan de Austria y el duque de Alba le contaban en el número de sus más ilustres amigos, el uno por lo que había hecho en Lepanto, el otro por lo que había hecho en los Países Bajos, y,— aunque no lo decía en voz alta,— por lo que había he- cho en el palacio del Louvre de París. Y D. Rodrigo de Toledo era el que más la había amado, el único que la había amado de verdad... El no había sentido como fra Ridolfo remordimiento alguno por lo hecho... Si fra Ridolfo había apostatado, había sido sacrilego y ladrón por ella, fuélo por necesidad, cuando don Rodrigo, si se dedicó al corso, fué por desesperación, por desahogar su 312 LA MASCARA DE BRONCE odio contra los que habían ocasionado su desgracia. Y si Riccioli la había querido por esposa, era porque además del amor mediaba en ello el interés de partido, y bien había demostrado que no era tanto su amor como el de don Rodrigo al quererla hacer suya á la fuerza... Jamás hubiera obrado asi Toledo, antes bien hubiera buscado en la muerte ó en el claustro un remedio al desdeñado amor. De los otros, ¿qué había que pensar? Habían sido las mariposas imprudentes que quieren quemarse acercándose á la llama abrasadora, que habían de- jado otros amores por aquel, cuando don Rodrigo no había conocido nunca otro amor que el suyo, cuando desaparecida ella, jamás intentó buscar olvido en otro amor... Bien sabía Blanca el carácter que habían tenido las intimidades de don Rodrigo y la noble Cósima... Nunca don Rodrigo experimentó por ella otro sentimiento que el de la más inma- culada amistad; cariño de gigante á débil niño, de violenta águila á Cándida paloma, no de hombre á mujer. Y al pensar en esto sentíase consolada Blanca de todos los pasados infortunios y aún llegaba imaginarse que para tener derecho á tanta felicidad como experimentaba habíale impuesto Dios aquella larga se- rie de pruebas de las cuales había salido por extraño modo más se- diento que nunca de amor el corazón, más espléndida que nunca su belleza. Arcano extraño, que solo por milagro se explicaba; pero del cual no podía dudar porque se lo reconocía á sí propia y porque lo sen- tía interiormente sin necesidad de que el cristal de una fuente ó el cla- ro espejo de una luna veneciana se lo pusiesen ante los ojos. Por su parte don Rodrigo quedaba á veces como asombrado de sentirse rodeado de tanta felicidad; Blanca era suya, y de cada mo- mento comprendía más lo inagotable que era el tesoro de cariño que su esposa guardaba para él. Y como afanoso de rescatar el tiempo de las desgracias, de los dolores, de los martirios, de las infaustas des- venturas que le habían perseguido y atormentado, quería precipitar ahora los goces, las delicias, los encantos que por espacio de cinco años habían sido para él como el suplicio de Tántalo, como la perse- cución de la fugitiva sombra, como el vano espejismo del desierto. Toda la energía guerrera de su pecho habíase trocado ahora en LA MASCARA DE BRONCE 313 amorosa vehemencia; adoraba á Blanca con locura, con delirio de fa- nático, y adorábala literalmente, cual si fuese divinidad del cielo que se hubiese dignado tomar terrestre forma. Había inventado para ella una etiqueta verdaderamente oriental; nadie podía mirarla caraá cara, nadie podía hablarla más que de rodillas, nadie, sobre todo, podía tocarla ni una hebra de las telas de su vestido; y á medida que más la endiosaba, más quería endiosarla, más quería realzarla, y de buena gana hubiera partido á América en busca de un imperio que rendirle á sus piés si no hubiese podido más en él la vehemencia de su adora- ción que su ambición misma. Villasol se había ido transformando en un palacio maravilloso; era un continuo ir y venir de arquitectos, escultores y pintores que á porfía convertían aquella morada en un tesoro de obras de arte. Ningún gran señor, á no ser el duque de Alba, podía competir con él en punto á opulencia y esplendidez. Las grandes riquezas heredadas á las cuales se añadían ahora los pingües rendimientos que le daban sus estados, hacían de don Rodrigo uno de los más ricos nobles de España. En busca siempre de artistas que embellecieran con sus obras la encantada residencia de Villasol, oyó decir que había llegado hacía poco tiempo á Toledo un pintor de peregrino mérito; traído allí en virtud de misteriosas circunstancias, pero de quien se contaban tales prodigios de pincel que no menos que con el mismo Ticiano merecía ser equiparado. Y tanto era así que más de cuatro expertos maestros habían tomado por obra del insigne anciano de Cadore un cuadro del novel pintor titulado Los soldados repartiéndose las vestiduras de Jesús. Don Rodrigo, interesado vivamente por semejantes noticias, dió orden de buscar enseguida en Toledo al afamado artista y hacer que viniera á su castillo. No tardó muchos días en ver cumplido su deseo; un escudero en- viado á la ciudad regresó al castillo en compañía de un joven de unos veinticinco años, de enérgica fisonomía, y en cuya mirada ex- traña, ardiente y sombría, parecía reflejarse como un indicio de lo- cura, si es que no lo era de genio. — ¿Qué me queréis?— preguntó con brusquedad el recién llegado. tomo n 40 314 LA MASCARA DE BRONCE — He oído celebrar con los mayores .extremos vuestra habilidad de pintor, — respondió afablemente don Rodrigo, — ydariame por honrado con que quisiérais dejar en este sitio algunas muestras de vuestro re- conocido talento. No he deciros lo que habéis de pintar; á vuestro arbi- trio lo dejo, en la seguridad de que habréis de sobrepujar aún á lo mismo que me figuro. — Acepto, — respondió con igual rudeza que antes el artista. — Por Dios, que no estoy acostumbrado á que se me trate de este modo. Haré por vos lo que hasta ahora no se haya visto todavía, salido de mi pincel. —Yo os agradezco la intención,— contestó don Rodrigo.— Pero de- cidme; bien se ve en vuestra habla que no sois español. — Cierto que no; soy griego. Domenico Theotocopuli, para servir á vuestra excelencia, aunque podéis abreviar mucho llamándome el Greco, como solían hacer las gentes en Venecia. — ¡Ah! — exclamó don Rodrigo. — ¿Habéis vivido en Venecia? — Y no por pocos años. Fui discípulo del Ticiano, aunque no tardó en tener celos de mí como los tenía del pobre Tintoretto y de cuantos amenazaban rivalizar con él. Mas... parece que os ha sorprendido mucho mi respuesta. ¿Qué de extraño tiene lo que he dicho? —No os negaré que me ha sorprendido algo, en efecto, encontrarme en estas soledades con un artista que pueda llamarse veneciano... — ¡Bah! El arte es como el amor,— contestó el Greco.— No tiene patria. Pero... ¡pardiez! que si tanto os asombráis vos de que haya puesto los piés aquí quien por espacio de veinte años se cansó de pasear en góndola por delante del León de San Marcos y de comer friiure en los bodegones del Ghetto, más lo estoy yo ahora... ¡Oh, prodigio! Ved... Un Ticiano, un Veronese, un Vicentino... ¡Santísima Trinitá, un Gior- gione!... ¿Podré saber qué habéis dejado en Venecia, caballero? — Verdad que me he llevado mucho de allí... En aquel momento entró Blanca. El Greco hizo á la recién llegada una profunda cortesía, y conti- nuando la conversación, dijo: —Os llevásteis lo mejor, señor marqués. CAPITULO II El Gr-reco Las palabras del artista causaron profunda impresión en don Rodrigo, el cual mirando fijamente á Domenico, exclamó: —Decíais que me había llevado lo mejor de Venecia. — No hay más que mirar á vuestra esposa para poder asegurarlo, — respondió el pintor haciendo una ceremoniosa reverencia á Blanca. — Conque ¿sabéis que soy veneciana? — replicó la Alviano. — Tuve el honor de veros muchas veces por allá, — contestó el Greco. — Entonces, no sería extraño me vieséis también á mí, — agregó don Rodrigo. — A la verdad, no puedo decir que me sea desconocido vuestro ros- tro... Que os he visto antes de ahora, no tiene duda, pero no atino cuándo ni dónde. 316 " LA MASCARA DE BRONCE — En Venecia sería también, — replicó Toledo. — Estuve yo allí por algún tiempo de embajador de S. M. Católica cerca la Serenísima Re- pública. —¡Vos! — exclamó el Greco, sin poder reprimir un movimiento que revelaba la mayor sorpresa. — ¿Qué os asombra? — repuso don Rodrigo. — Entonces, — siguió diciendo Domenico, — ¿seríais vos?... — mas así que iba á continuar, interrumpióse de pronto. — ¿Por qué os detenéis? — repuso Toledo.— Podéis hablar sin reparo alguno. — Seríais vos... ¡el Máscara de bronce! — Acertasteis. Pareció quedar profundamente inmutado el Greco al oiría respuesta de don Rodrigo, hasta que por fin, dejándose llevar de un arranque de entusiasmo, exclamó cogiendo por las. manos á Toledo: — ¡Ah, capitán! ¡Si supierais cuantas veces os busqué para pelear á vuestro lado! También yo tenia agravios que vengar; también yo había recibido hondas, mortales heridas en el alma... —¿Vos?— replicó don Rodrigo. — Sí... Eternamente me dolerá la horrible injusticia de que fui vícti- ma. Me robaron, me vendieron... ¡infames! — Extrañas cosas decís, ¿qué os sucedió, pues, en Venecia? El Greco, pálido, tomó asiento como si se sintiese desfallecer, ro- deándole al momento don Rodrigo y Rlanca; pasó empero en breve aquel desvanecimiento y el artista, con voz sorda, -repuso: — Hace dos años, acababa de abandonar yo el taller del Ticiano... Habíame enamorado locamente de una mujer que debía ser mi perdi- ción... No... jamás ha amado nadie como amaba yo á mi Angélica... ¿Gonocisla?... Angélica Moreoni... — Sí, — repuso don Rodrigo gravemente. — Comprendo que bajo su poder sufrierais los más dolorosos martirios. — El Senado de Venecia había abierto un concurso para premiar al autor de la mejor Adoración en que los reyes magos estuviesen representados bajo la figura de los dux Dándolo, Luís Mocenigo y LA MASCARA DE BRONCE 317 Gritti. Puse manos á la obra con febril ardor; quería ser yo el que obtuviese el premio; quería conquistar la gloria; todos los artistas acu- dían á mi casa para admirar la obra. El Ticiano me abrazó; el Tinto- retto me llamó el nuevo Miguel Angel... Yo estaba orgulloso, loco de placer; ansiaba la gloria para rendírsela á los piés de Angélica, y con la gloria anhelaba la fortuna que me había de venir... ¡Oh, qué bella, qué hermosa aparecía mi amante en figura de la Virgen! A pesar de la gravedad de la situación, no pudo don Rodrigo repri- mir una ligera sonrisa al escuchar el extraño tipo de virginidad de que había echado mano el Greco para su Adoración. — Comprendo vuestra burla, señor, — dijo el artista. — Pareceos que la liviana hermosura de la plaza de la Herberia debía ser un singular modelo... y sin embargo, no hice yo más de lo que hacían y están haciendo los demás pintores, excepto Miguel Angel y el Correggio... No son mucho más de adorar ciertas Madonas de Leonardo de Vinci, de Rafael ó de Andrea senza errori, de lo que era mi Angélica, y sin embargo, ¿quién se negará á reconocerlas por sublimes dechados de pureza, de castidad, de maternidad divina? Aquellos modelos sufrieron una transfiguración al acrisolarlos el arte... — Habéis interpretado mal mi sonrisa y os pido mil perdones por ello, amigo mío,— repuso don Rodrigo. — Era que al referirme vos de que género era el modelo de que os habíais servido, recordaba yo otra modelo, de grata memoria para mi mujer y para mí; algo podría deci- ros de ella el Vicentino. — ¡El buen Vicentino! Un alma de ángel, señor... ¡Todos los cama- radas hubiesen sido como él!... Mas, prosigo lo que os iba contando cuando os hablaba de mi cuadro... — Y dando el Greco un suspiro con- tinuó diciendo: — Mi Adoración, como os estaba refiriendo, había cau- sado viva maravilla... ¿á qué ocultarlo con hipócritas rodeos? pero al lado de los nobles espíritus que no tenían reparo en reconocer mi mérito,— ¡fugaz, ay de mí! — había quien sentía retorcerse en su cora- zón podrido mil víboras ponzoñosas, las víboras de los celos, de la envidia, del odio... y ese villano, ese envidioso... era un poeta, un artis- ta, que no pudiendo por de pronto arrebatarme la gloria trató de 318" LA MASCARA DE BRONCE arrebatarme mi amor... un poeta, digno émulo del Aretino infame, que publicaba contra mí viles libelos como los publicaba el Aretino contra el gran Tintoretto y que, como él, contaba con altas, con potentísimas protecciones. Pietro Galliera, que así se llamaba el envidioso, indujo á uno de los inquisidores de Estado á robarme á mi amante ofreciéndola oro y... conociendo á Angélica, inútil es que os diga si lo consiguió... Mas no se contentó con eso todavía, sino aquella misma noche en que, loco de desesperación corría yo por Venecia en busca de mi bien, pe- netraba en mi casa el vil ladrón y destrozaba mi obra á puñaladas... Allí le encontré, allí le sorprendí, cuando con rabia diabólica perpetraba el crimen... Ciego de ira, asile por el cuello, le hice caer al suelo de rodillas y el miserable, pidiéndome perdón, me lo reveló todo.. Me habían robado á la vez amor y gloria... ¿qué hacer? apreté, apreté... y lanzando un ronco gemido cayó al suelo... — Bien hicistéis, Domenico, — exclamó don Rodrigo. —Quedé en mi taller como alelado, mirando estúpidamente los gi- rones del desgarrado lienzo cual si fueran pedazos que me hubiesen arrancado de las entrañas... Estaba como clavado en el suelo... Aquel miserable... ¡Ah! ¿Porqué había de haberse muerto tan pronto?... Y sentía yo en mi corazón horrible rabia porque le hería, le golpeaba, le abofeteaba y no daba muestras de dolor... Fui un torpe en matarle tan aprisa... El Greco pasó las manos por su frente calenturienta, y continuó di- ciendo: — De pronto acudió á mi mente el recuerdo de la inñel... Sabía al fin donde estaba... en el palacio de Alviso Ziani, del terrible inquisi- dor... Mas, ¿qué me importaba á mí que fuese en casa de un inquisidor? Corrí allí... Estaban cerradas las puertas... Esperé á que rayase el día y abriesen... Entonces, como un malhechor, me introduje allí. . . «Soy un servidor del tribunal... Conducidme al momento á presencia de messire,» exclamé cuando me salieron al paso los criados... Hiciéron- lo... Y la vi... La vi... y en vez de matarla... di un grito... y no sé más sino que desperté en el hospital de locos... en una covacha, cargado de cadenas, rodeado de inmundicias... LA MASCARA DE BRONCE 319 Y al decir esto tomó tal expresión el rostro del Greco que no cabía duda que se hallaba próximo á verse atacado de terrible delirio. — Serenaos, mi querido Domenico, — exclamó don Rodrigo. — Blan- ca,— repuso luégo dirigiéndose á la marquesa,— tañe un poco el laúd... Eso le hará bien á nuestro amigo. Apresuróse ella á obedecer, y dejó oir una suave melodía á cuyos acordes pareció calmarse la agitación de Domenico Theotocopuli. Pronto cambióse su excitación en suave tristeza y brotó de sus ojos un raudal de lágrimas. La crisis había sido vencida, como en otro tiempo cesaba la locura del pintor Hugo van der Goes, al són de melodioso canto. II El Greco fué conducido á un aposento donde estaba ya todo dis- puesto para instalarse cómodamente en él, y no tardó en conciliar el sueño. Don Rodrigo dió orden de que dos servidores le velaran sin que él lo notase, y al siguiente día supo que el huésped había estado toda la noche soñando alto, muy agitado. Bien se conocía en su rostro la tempestad de la víspera; don Rodrigo cuidó de que no insistiera en referir el final de su triste historia, y á fin de distraerle invitóle á acompañarle á una cacería, armándole con los correspondientes arreos y entregándole una escopeta, igual á otra que él llevaba. — Soy torpe para tirar, — contestó el artista, mientras se internaban por la espesura de un bosque precedidos de dos soberbios lebreles y seguidos de algunos monteros. — No importa; yo os enseñaré... Tendré el gusto de ver vuestro Mentor de caza comunicándoos los principios que sobre el tiro de escopeta dictó el ilustre capitán Pedro Navarro. — ¡Ya para qué! — exclamó el pintor... — Los dos murieron... Llevó- selos la peste... mientras yo estaba en la casa de locos... Fueron los primeros que arrebató la horrible muerte negra... — Dejad de evocar esas tristes memorias... Ved, ved qué hermosa 320 • LA MASCARA DE BRONCE se nos presenta la Naturaleza... ¡Esa no os engañará nunca y el amor que brinda es inextinguible, cierto, eterno! —¡Oh, si! No engaña... por algo no tiene corazón. Como la veo aqui, agreste, imponente, terrible, la he contemplado risueña y voluptuosa en las llanuras de Lombardía; sublime al atravesar los Alpes; ardien- temente hermosa en Provenza, salvaje y poética en los Pirineos, triste y grandiosa en las Castillas... Estas fueron las etapas de mi viaje cuando logré escaparme de las aborrecidas lagunas... Ya nunca más he de volver á verlas... —Alabo vuestra resolución, caro pintor. Cuando menos hallaréis en Toledo lealtad incomparable en cuantos se llamen amigos vuestros, y si por dicha lográis inspirar amor á una mujer, más firme será su cariño que estas rocas inconmovibles sobre que está levantado mi cas- tillo... Sea España vuestra nueva patria; tenéis segura aquí la gloria, segura la fortuna... ¿qué mucho que podáis tener por cierta la feli- cidad? —Sería imperdonable descortesía llevaros la contraria... vuestro generoso proceder conmigo, el interés que me demostráis, la simpatía que desde el primer momento he sentido por vos, animinme á creer que, sin duda, aún podré conocer lo que es la dicha... — Pláceme veros abrigar tan justas esperanzas y ahora... mirad... hacia allá... Preparad la escopeta... Los perros han levantado alguna pieza... ¡A ver si le dais! En aquel momento apareció un corzo por entre la espesura; apuntó el Greco é hizo fuego, cayendo la res sin vida. —¡Buen pelotazo! — exclamó don Rodrigo. Enardecidos los dos cazadores fueron internándose de cada vez más en los bosques cobrando numerosas piezas hasta que, observando don Rodrigo que el sol estaba próximo á su ocaso, exclamó: — Pardiez, que es hora ya de que nos volvamos al castillo. Va á cogernos aquí la noche si no apresuramos el paso. Blanca estaría in- quieta. — Razón tenéis, marqués,— respondió el Greco.— Hay que ir de prisa. LA MASCARA DE BRONCE 321 Pusiéronse en marcha los cazadores, dejando atrás á los monteros, cargados con la caza que se había cobrado y no sin tropezar diversas veces llegaron al pié del sendero que conducía á Villasol, cuando de pronto comenzaron á ladrar furiosamente los perros. — ¿Quién andará por ahí? — exclamó don Rodrigo, extrañado. — Debe ser algún ciervo que habrá metido ruido al huir por esas breñas, — respondió el Greco. — No... los perros no ladrarían de este modo... Detuviéronse don Rodrigo y su compañero, prestando atento oído y al cabo de algunos momentos, dijo el marqués; bajando la voz: — ¡Ah!... Ved... Son los lobos. Veíanse relucir en la oscuridad como ocho áscuas. — Cargad la escopeta, — repuso Toledo, — y tratad de no hacer ruido al levantar las llaves. Ambos cazadores procedieron á la indicada operación. — Si os es igual, — dijo el Greco, — tirad vos también con mi escope- ta, pues no estoy seguro yo de mi puntería. — Esta bien. Dadme ya. Y mientras apuntaba con su escopeta tenía la otra entre piernas. Sonaron con brevísimo intervalo dos disparos y oyéronse horribles aullidos que repercutieron siniestramente en la noche, al mismo tiempo que se percibía sordo rumor por entre los matorrales. — Creo que los lobos se habrán retirado de momento,— repuso To- ledo,— pero de fijo nos seguirán. Pero no podemos separarnos de aquí... Los monteros podrían correr peligro á su vez. Don Rodrigo llevó á sus labios la trompa de caza, produciendo un toque especial que fué contestado por otro, lejano. No tardó mucho en verse relucir de nuevo las áscuas. —Han venido más, — murmuró el marqués. — A ver si les ahuyenta- os de nuevo; lo malo es que nos quedan poca pólvora y pocas balas... Habrá que aprovecharlas. Prepararon de nuevo las armas los cazadores, quedándose con ambas don Rodrigo y de nuevo hizo fuego, repitiéndose iguales aulli- dos que antes, aunque formando más numeroso concierto esta vez. TOMO II 41 322" LA MASCARA DE BRONCE — No conviene prodigar los tiros, — dijo Toledo.— Veremos si se acercan más. — No importa que nos falte pólvora, — repuso el Greco. — Tenemos los cuchillones. Sonaron con brevísimo intervalo dos disparos y oyéronse horribles aullidos que repercutieron siniestramente en la noche — ¡Pardiez! Os felicito, amigo. Sois un valiente. ¿Sabéis tirar el cu- chillo? — Aprendílo en mi mocedad, bien que jamás me he encontrado en trance que hubiera sido menester. De pronto, dos lobos que se habían ido acercando cautelosamente aparecieron á cuatro pasos de los dos hombres. — ¡Eh! ¡Ahí están! — gritó el Greco como poseído de feroz coraje...— ¡A ellos! LA MASCARA DE BRONCE 323 Y sin aguardar á ver si don Rodrigo seguía, lanzóse sobre uno de los lobos, clavándole el cuchillo de monte en mitad del cuello, mien- tras la otra fiera huía velozmente. Ya en esto resonó muy cerca el cuerno de caza con que los monte- ros habían respondido á la primera señal, desapareciendo á la vez las áscuas. No tardaron en reunirse todos, enterándose los recién llegados del apurado trance en que se habían visto don Rodrigo y su compañero. — Somos seis y ya no se atreverán, — exclamó un montero, — pero si su excelencia no se opone, gustaríame ver cuantos lobos han que- dado ahí tendidos. Por ahora veo uno aquí. — Veamos, pues, los demás, — replicó don Rodrigo. El montero sacó de su bolsillo pedernal y yesca, echó lumbre, aproximóla á algunos tacos secos de esparto y amontonando ramas encendió una hoguera. Don Rodrigo y el Greco guiaron hacia donde habían disparado y encontraron cuatro lobos, palpitando todavía. — ¡Famosa montería hemos hecho, señor pintor, — exclamó don Ro- drigo. —Puedo aseguraros,— repuso el Greco,— que es ahora la primera vez que me siento dichoso desde hace muchos años. — Es que vale más habérselas con lobos que con hombres, — replicó Toledo. III Al llegar los cazadores á mitad de la subida, encontráronse sor- prendidos cuando á favor de la espléndida luna de Abril, divisaron á Blanca que bajaba seguida de numerosos criados. — ¡Rodrigo! — exclamó la joven desde lejos al distinguir el grupo. — ¡Blanca!— respondió Toledo. Detúvose entonces la castellana y el marqués se adelantó ha- cia ella. — ¡Qué sobresalto me ha ocasionado tu tardanza! — exclamó la dama al hallarse en brazos de su enamorado esposo. 324- LA MASCARA DE BRONCE — No ha sido culpa nuestra ciertamente; hemos debido detenernos por algún tiempo abajo en la cañada, esperando á que llegaran los monteros. Buena caza hemos hecho... — Ciertamente, señora,— repuso el Greco que acababa de reunirse á la pareja. — El marqués ha muerto cuatro. — Cuatro corzos, — dijo interrumpiéndole don Rodrigo. — Vaya porque fuesen corzos, — replicó el pintor. — Y nuestro amigo, uno, que valió por los cuatro míos, pues fué á cuchillo y no con escopeta. — ¡Bravo, señor Domenico!— exclamó Blanca. — Cinco lobos como cinco potrillos,— dijo á esto uno de los monte- ros, hablando con sus camaradas que venían detrás; de buena nos libró el señor marqués. Estremecióse Blanca al llegar a sus oídos aquellas palabras y abra- zándose estrechamente á don Rodrigo exclamó con acento de terror: —¡Me engañabas! ¡Eran lobos! — ¡Bah! ¿Qué más tiene? — dijo el Greco. — Vuestro marido está acos- tumbrado á matar fieras... Lo malo es que siempre se escapa alguna. — Pues, ved, que tampoco tenéis vos floja la mano, — contestó Tole- do.— Le cortáis el gaznate á un lobo como quien estrangula á un envi- dioso. Poco después sentábanse á la mesa los marqueses y el pintor, rei- nando la más cordial alegría. El Greco parecía olvidado enteramente de Angélica, y don Rodrigo no parecía acordarse de que hubiese lobos en la sierra de Mohedas, ni en el mundo entero. IV — Desde hoy pongo manos á la obra,— dijo Domenico, al presentar- se á don Rodrigo la mañana siguiente, — y ya no vais á verme hasta que esté concluido el cuadro que pienso pintar, cuyo asunto os ruego de- jéis á mi elección por esta vez; después, pintaré cuanto me indiquéis, aunque sea... un mapa-mundi. LA MASCARA DE BRONCE 325 — ¡Que me place vuestra intención, Domenico! — contestó el mar- qués.-Libre sois de pintar lo que mejor os cuadre. — Gracias, mi noble amigo, — repuso el Greco; — tendré el honor de avisaros cuando llegue la ocasión de que veáis el lienzo. Cumplióse estrictamente lo que el pintor había dicho, y no le vieron de días los marqueses, encerrado en su aposento, del cual no salía mas que á la madrugada para volver al corto rato, comprendiéndose que trabajaba no pocas horas de la noche, según el consumo de cirios que hacía. Mientras el Greco se entregaba con tanto ardor al trabajo, pasaban los días en dulcísima ociosidad corporal para los dos esposos, á quie- nes apenas si bastaban las veinticuatro horas del día para repetirse que se idolatraban. Habían sido tan desgraciados antes, que no creían jamás bastante compensado su pasado, sufrir con el gozar presente. Por fin, cuando hacía ya un mes que no habían visto apenas al que debía ser el ilustre fundador de la escuela de Toledo y maestro afortu- nado de los Tristan y Mayno, quedaron una mañana agradablemente sorprendidos al ver al Greco que, presentándose ante ellos, en ocasión en que se hallaban conversando dulcemente, exclamó, lleno de emo- ción: — Cuando vuecencias quieran dispensarme el honor de ver mi cua- dro, no tienen más que ordenármelo. — Al instante, amigo mío, — respondió don Rodrigo. — No podéis figuraros la impaciencia con que esperábamos llegara este instante. V El Greco, agitadísimo, condujo á los marqueses á la estancia que ocupaba. Todo aparecía allí en el mayor desorden. En un rincón de la sala veíase un gran caballete, del cual sólo asomaban los soportes, oculto el resto bajo una cortina. — Veamos, pues,— exclamó don Rodrigo. El Greco, dominado por extraordinaria agitación, corrió la cortina que ocultaba el lienzo colocado en el caballete. 326 • LA MASCARA DE BRONCE No pudieron los dos esposos contener un grito de asombro, mara- villados ante el espectáculo que se ofrecía á sus ojos. Domenico Theotocopuli habíase excedido á si mismo; el cuadro re- presentaba una Aparición de Jesús ü la Magdalena, presentando res- — ¡Es un portento lo que habéis pintarlo aquil— exclamo don Rodrigo pectivamente una y otra figura los rasgos de don Rodrigo y de Blanca. Nada más noble, más dulce, más divino que Jesús, todo bondad y amor, mientras que la Magdalena, arrodillada á sus pies, realizaba el tipo de la belleza humana, sublimada hasta lo ideal, é impregnada, al par, de la más deliciosa ternura. — ¡Es un portento lo que habéis pintado aqui! — exclamó don Rodri- go.—¡Un abrazo, amigo Domenico! LA MASCARA DE BRONCE 327 — Os doy las gracias por el retrato que de mí habéis hecho,— dijo Blanca á su vez. — Así quería yo que me representasen. Pláceme con- templarme en figura de Magdalena... ¡Así pudiese yo alcanzar la glo- ria del cielo como parece ha de lograrla esa figura! — No sé cómo expresaros mi profundo agradecimiento por la bené- vola acogida que habéis dispensado á mi obra, — exclamó el Greco. — Vuestros elogios son el más alto premio á que podía yo aspirar. — Cuando os mandé llamar, — dijo don Rodrigo, — creí se trataba de un pintor ilustre, pero nunca imaginé llegare á tanto el poder de vues- tro genio. No cambiara yo por ese cuadro todos los que tiene el rey de España y los que tengo yo. — ¡Por Dios! Me confundís con tantas alabanzas, señor marqués, — contestó el Greco. — Aceptad esa obra en prueba de mi devoción hacia vuestra persona y de mi afecto hacia vuestra esposa, pero no queráis ver más de lo que hay. — Pienso, Greco, que esa Aparición habrá de ser admirada por la posteridad en los siglos de los siglos, y que á vos será debida la in- mortalidad de nuestros rasgos corporales. Habéis legado una obra maestra á los venideros. ¡Feliz vos que seréis objeto de veneración mientras exista el arte; felices nosotros también, ya que prolongaréis nuestra existencia exterior por larguísimas centurias! — Si eso fuese, deberíase tan solo al profundo sentimiento que me embargaba mientras mis manos guiaban al pincel; á no ser por esto, no hubiese resultado mi obra tan excelente como tenéis la bondad de asegurarme que es. Por largo rato permanecieron los dos modelos examinando su obra, en la cual descubrían nuevas bellezas á cada momento; ya un casi im- perceptible detalle de las facciones, ya la sorprendente exactitud de un contorno, ya la brillantez del colorido, ya la extraordinaria verdad de la perspectiva; pero lo que más maravillaba de la obra era la ex- presión de las dos figuras, no pareciendo sino que el Greco había adi- vinado lo que se habían dicho don Rodrigo de Toledo y Blanca Alvia- no al encontrarse de nuevo después de su larga y dolorosa au- sencia. 328 • LA MASCARA DE BRONCE No hay para qué decir si se mostraría espléndido el marqués de Vf- llasol en remunerar al hábil artista que tal recuerdo les legaba. El pre- sente fué hecho con toda la delicadeza que era de esperar del noble don Rodrigo, y consistió en un precioso jarro de cristal de Murano colmado de oro, cuyo contenido aparecía disimulado por un pañuelo bordado por Blanca con esta leyenda: Al Greco, sus amigos Rodrigo y Blanca. VI Había llegado el momento de partir, lo cual hizo el artista no sin la mayor tristeza, como claramente se revelaba en su rostro, más tras- tornado de lo que correspondía, dada la situación. — Espero no será la última vez que tengamos el placer de veros hospedado en el castillo, — dijo don Rodrigo al despedirse del pintor. — Vuestra presencia será siempre motivo de la mayor satisfacción para nosotros. — Gracias, mi noble amigo,— contestó el artista con voz profunda- mente embargada por la emoción; — yo tendré también por día descha- lada ventura aquel en que pueda disfrutar de nuevo de vuestra franca y espléndida hospitalidad. Multitud de encargos que dejé pendientes, me obligan á regresar á Toledo, pero siempre recordaré con inefable gratitud esos días que he pasado á vuestro lado y aprovecharé la pri- mera ocasión que se presente para venir de nuevo á gozar algunas horas de incomparable delicia. Dos escuderos del marqués escoltaron al Greco hasta Talavera, donde les despidió el pintor por haber encontrado ocasión de conti- nuar su viaje á Toledo en compañía de varios caminantes que se diri- gían al mismo punto. Llegado á la ciudad recibió al momento multitud de visitas de los admiradores con que contaba ya allí , los cuales no pudieron menos de mostrarse quejosos por haber prolongado tanto su ausencia. — Verdad es, — contestó el Greco procurando disimular la impor- tancia que para él había tenido aquel viaje en el cual había producido LA MASCARA DE BRONCE 329 una obra maestra que consideraba digna de parangonarse con la ma- lograda Adoración. — Harto me entretuve; se pasaban los días sin sen- tirlo, siempre de caza ó entre las más variadas diversiones. — Pues nadie diría cupiera eso que decís en medio de aquella sierra de Mohedas por donde no pasa sino el que se pierde, — replicó un joven discípulo. — Dígase ó no se diga, lo que os he contado es lo cierto, — respondió el Greco tratando de cortar la conversación. — Y ahora, basta ya de devaneos; pondréme á trabajar como un negro y ya veréis si sabré yo aprovechar el tiempo perdido. Y así fué, efectivamente; en breves días pintó el Greco una Nativi- dad y un Descendimiento, con destino á la catedral. El discípulo que había interpelado antes á Domenico á pretexto de la extrañeza de existir diversiones en los montes de Toledo, no pudo menos de fijarse en la belleza con que el maestro había representado á la Madre de Dios en uno y otro cuadro, exclamando: — Pardiez, señor Greco, que si habéis visto mujeres como esa en vuestro último viaje, voyme enseguida para la sierra eñ busca de se- rranas tan hermosas. — ¿Estás loco, Tristan? — repuso el maestro sin poder disimular su turbación. — ¿De dónde sacas tú que yo había visto mujeres como esa en mi excursión? —No vayáis á tomarme por brujo zahori, — replicó Luís Tristan; — fijábame solamente en el cambio que se nota en el tipo que habéis elegido ahora para representar la Divina Madre. Nunca he visto de vos que prestarais ese rostro al de la Virgen. — ¿Acaso no te gusta así? —Creo que me gusta demasiado, pero perdonadme, señor Greco, si me atrevo á deciros que más que la Inmaculada Señora, paréceme esa figura de la Natividad una Venus del Ticiano, púdicamente vestida, y esa Dolorosa del Descendimiento una Magdalena del Veronés. Mi espíritu español no puede concebir así á la Reina de los Cielos. El Greco, pálido de emoción, repuso: — ¿A qué negarte que tienes razón, Tristan?... Pues mira... desde TOMO II 42 330- LA MASCARA DE BRONCE luégo te declaro que en vez de ser yo tu maestro puedes ser tú maestro mío... Yo estoy demasiado curtido ya para aprender de nuevo mi oficio, pero en Dios y en mi ánima te juro que has de ser tú un gran pintor y que entenderás como pocos la realidad. Por lo demás... esa figura que tanto te ha llamado la atención, no es de raza española... es una reminiscencia de Venecia... Trataré de olvidar todo aquello en lo sucesivo... — No hagáis tal, maestro. Bastará con que pintéis figuras tan her- mosas como esas en cuadros de más apropiado asunto, y yo os pro- meto que de fijo van á gustar los lienzos en que pintéis Venus, Medeas, Ariadnas, Lelas y Helenas, que no todas las Circuncisiones, Anuncia- ciones, Transubstanc ¿aciones y Purificaciones que os encargan á porrillo. —¡Jamás! No quiero... No... ¡¡no quiero!! Y el Greco, presa de inexplicable exaltación, cogió un pincel, pasólo por los colores todos de la paleta, y borró con violencia el rostro de las dos Vírgenes. —¡Qué habéis hecho!— exclamó Tristan. — He seguido tus consejos, tus sanos, tus virtuosos consejos, — re- plicó el Greco con cierta dolorosa ironía...— Esa cara, en efecto, no era la propia... Es ella demasiado hermosa... ¿Eh?... ¿Qué he dicho?... ¿Me has oído, Tristan? ¿Has oido lo que he dicho yo?... Habla... Luís, habla... Tristan, consternado por creer que el Greco estaba dominado por el delirio, exclamó: — Maestro, habéis dicho cosas excelentes... Pero precisa que os tranquilicéis... Retiráos... El descanso os hará bien. Y cogiendo del brazo á Domenico trataba el futuro maestro del gran Velázquez de llevarse al Greco del taller. — ¡Eh! ¿Qué me quieres tú? — exclamó con rudeza el Greco desasién- dose de su discípulo.— ¡Mira! ¡Mira! ¿Conque no te gustaba? ¿Conque tan ciego eres que no has sabido caer rendido ante el trasunto de la belleza soberana de la... El Greco se interrumpió de repente con espanto, y lanzando una carcajada estridente, exclamó: LA MASCARA DE BRONCE 331 — ¡Ja! ¡ja! ¡ja!... ¿Queréis saberlo, eh?... Pues... no... Mira... ya está borrado... ya está negro... Gracias, Tristan,.. Me había vendido... y me has salvado... Y ahora... ahora... ¡chist!... ¡chist!... — ¡Maestro! — exclamó ansiosamente Tristan al ver al Greco con las facciones desencajadas y acometido de un terrible ataque con- vulsivo. Hallábanse solos los dos hombres en la casa y Luís Tristan, turba- do al encontrarse en tan crítica situación, no sabía que partido tomar, teniendo harto trabajo con sostener al pintor. Por fin, pudo á duras penas trasladarlo á una cama que había en una pieza inmediata y sa- liendo á la ventana comenzó á dar gritos de ¡socorro! A las voces del joven acudieron algunos vecinos, yendo uno de ellos á buscar á toda prisa á un médico. Largo rato tardó en comparecer el galeno, que pausadamente venía á caballo de su muía; descabalgó y al llegar al dormitorio tomó el pul- so al enfermo, pidió las orinas, — lo cual no pudo ser, — y después en tono doctoral, dijo: — Gravísimo. Si con una copiosa sangría y una buena purga no se cura este mal, ya pueden prepararle al enfermo habitación en la casa del Nuncio, si es que no va á parar al Campo-Santo. Es evidente que existe aquí una /renitis, ocasionada por una mala destilación de los humores del cerebro; infausta destillatione . — iLe parece eso á su merced, señor doctor? — atrevióse á decir uno de los circunstantes. — A mí no me parece nunca nada, sino que cuando digo una cosa es como si- la dijera el infalible Hipócrates; profiero sentencias, no pa- receres, y mi sentencia de ahora es que esa frenitis que padece el Gre- co es mala, pésima, incurable. Con todo, sangremos y purguemos. Así lo aconseja Hipócrates en su libro De frenite... del cual poseo el único ejemplar que se conoce, y por cierto que no me costó poco trabajo dis- putárselo al doctor Vallés y al doctor Mercado que lo compraban á peso de oro, en Alcalá, pero yo les vencí... como los venzo siempre. De pronto el Greco cambió de color y en vez de la encendida rubi- cundez de antes adquirió su rostro extremada palidez. 332' LA MASCARA DE BRONCE —¡Se muere!— exclamó Tristan. — Ved... Está bañado en un sudor frío como el hielo... — ¡Sangradle! — replicó el doctor. — Agitar de humor um vitio et de us quibus phlebotomia competit. Por lo demás, nadie mejor que Pe- pete, el barberillo de enfrente, para las flebotomías, ¡es un águila! Uno de los vecinos partió corriendo en busca de Pepete, quien com- pareció al corto rato, procediendo sin dilación á sangrar al enfermo, larga manu, según le advirtió el doctor. Aquel conato de degüello no pareció mejorar gran cosa al paciente que comenzó á murmurar palabras entrecortadas, presagio del terrible delirio de que debía ser presa toda la noche. Al siguiente día y muchos más continuó sujeto el pobre enfermo á las porfiadas flebotomías del doctor y Pepete y á las fementidas pur- gas del boticario y el doctor, quedando abatidísimo, pero sin que por eso cesara el delirio que acababa de rendirle. VII Luís Tristan habíase constituido en cariñoso enfermero de su maes- tro, velándole casi cada noche. Hacia ya una semana que duraba la dolencia y hallábase á solas el joven toledano al lado del paciente cuando de pronto tarareó el Greco una melodía dulcísima, de sabor italiano, y, ¡cosa extraña! quedó luégo plácidamente dormido. La melodía era fácil, sencilla. Luís que la había escuchado con grandísima atención consiguiendo retenerla en la memoria, fué en bus- ca de una guitarra y ensayóla á la sordina, para que pudiese recor- darla cuando quisiese escribióla en un papel, con signos convenciona- les pero perfectamente comprensibles para él. Al despertar el Greco al cabo de algunas horas de sueño reparador pareció hallarse mucho más sosegado que la víspera y así pasó todo aquel día hasta que al llegar la noche reprodújose el delirio con la in- tensidad de siempre. Tristan, entonces, fué en busca de la guitarra y dejó oir la melodía que la víspera había oído entonar al enfermo. El efecto fué maravilloso: el Greco dejó de mostrarse agitado; escu- LA MASCARA DE BRONCE 333 chó la dulce música como arrobado y quedó dormido con igual tran- quilidad que la noche anterior. — Está visto que le prueba más al maestro el tañido de la guitarra que no las caricias de la lanceta. No dejó, empero, de sorprenderle á Tristan la poderosa influencia que aquella canción ejercía en el espíritu de su maestro, recelando que tras ello no se ocultase algún misterio que no podía penetrar. Aquello era extraño, y no menos extraña la exaltación del Greco al hacerle no- tar su discípulo predilecto la incongruencia del rostro que había pin- tado á las Vírgenes de la Natividad y el Descendimiento con el carácter divino que debía la figura. ¿Qué había en el fondo de todo aquéllo? ¿A quién había visto el Greco durante su permanencia en los agrestes montes de la sierra de Mohedas? Él era hombre de violentas pasiones según acusaba en su exterior; muy joven, pues, no contaba más allá de unos veinticinco años; de buena presencia, tan capaz de sentir una pasión como de inspirarla. ¿Por qué no había de andar enamorado el Greco? Era natural que exis- tiese alguna mujer á quien él amase, pero en todo caso, esa mujer érale de todo punto desconocida á Tristan; no se le conocía al Greco ningún amor en Toledo. Y ahondando más, pensaba Tristan: — Si esa mujer á quien ama mi maestro es la que le ha inspirado aquellos rostros que en mal hora borró por mi mal aconsejada censu- ra, no es difícil que deba de andar desesperado el pobre hombre, por- que á la verdad, la tal modelo tiene cara de diosa y deben serle bien indiferentes las adoraciones de los míseros mortales. Terrible cosa debe ser sentirse preso en las redes de una mujer así... Mientras en tal guisa estaba meditando cierta mañana, midiendo á grandes pasos el vasto taller contiguo al dormitorio del enfermo fijóse por casualidad en una arquilla colocada sobre una mesa, donde guar- daba el Greco sus joyas y papeles. Jamás había visto abierto aquel lindísimo mueble, de nogal con incrustaciones de plata, pero á la sazón reparó que tenia puesta la llave, sin duda por haberle sorprendido al Greco la enfermedad antes de que pudiese retirarla, 334 LA MASCARA DE BRONCE Impulsado por invencible atracción acercóse Tristan al precioso armario y abriólo, palpitante de emoción el pecho. Pronto podría hacerse el inventario de lo que]allí había guardado: un jarro de cristal de Bohemia, cubierto con un finísimo pañuelo de encajes; varios aderezos de gusto oriental, cartas y una cartera de apuntes. Llevado de sus gustos de artista, tomó Tristan la cartera y abrióla. ¡Oh, sorpresa! Todos los cartones que allí estaban guardados con- tenían lo mismo; la cabeza de mujer que les había pintado el Greco á sus vírgenes: de perfil, en escorzo, de tres cuartos; la figura de cuerpo entero, en las mismas posiciones; estudios de manos, de boca, de ojos, referentes, á no caber duda, á la misma, y nada más. ¿Dónde había recogido el Greco aquellos apuntes? ¿Dónde había visto á aquella mujer? Esto se preguntaba Tristan sin poder apartar los ojos de les carto- nes, hasta que por fin temeroso de que el enfermo no fuera á arrojarse de la cama y le sorprendiera, cerró la cartera y dejóle de nuevo en el sitio donde estaba. Poseído, empero, de creciente curiosidad, de verdadero afán por penetrar en aquel secreto, acercóse Tristan al lecho del enfermo y viendo que continuaba dormido, volvió al taller y continuó su examen. Fijóse entonces en las cartas: algunas, por su aspecto, parecían viejas; no las quiso leer; los cartones que había visto eran nuevos, fla- mantes; buscó entre los papeles algún papel que le pareciese reciente y no tardó en hallarlo. Era una carta; la letra de hombre. No obstante, abrióla. Firmábala D. Rodrigo de Toledo; la fecha Castillo de Villasol. Hablábale de los buenos recuerdos que de él conservaban; de la admi- ración que había causado Jesús y la Magdalena á un amigo que había ido á visitarles y terminaba enviándole los más gratos recuerdos de Blanca y los suyos. —¡Blanca!— murmuró Tristan.— ¿Será ella? Cogió entonces el pañuelo de encajes en el cual había visto algunas letras, desdoblólo y leyó: Al Greco, sus amigos Rodrigo y Blanca. LA MASCARA DE BRONCE 335 — Ella es, — repuso Tristan. — Gente rica, que regalan jarros llenos de doblones y los ocultan con zarandajas de trapo. ¡Pobre Greco! En aquel instante, el enfermo despertando, exclamó á grandes voces: — Yo maté al lobo cuerpo á cuerpo... ¿Creíais que erais más valiente que yo?... Tristan cerró la arquilla y entró precipitadamente en el cuarto. — Señor Greco,— exclamó, — calmáos. Blanca acaba de llegar. El Greco miró á Tristan, volvió la cabeza á uno y otro lado y bal- buceó: —¿Ella? ¿Ella aquí?... Y temblando con terrible agitación, dijo á Tristan, en tono bajo: — Véte tú... Déjanos... Es la Magdalena del otro... La Virgen que tú viste... la mía... la mía... CAPITULO III Fray Ramiro Tristan, sobrecogido de espanto por su descubrimiento, acongojado como si hubiese violado un secreto, no acertaba á moverse del lado del enfermo. — ¿Qué?... ¿No te vas?... — exclamó el Greco. — Mira que ella está aquí... ¿Qué va á decir si la hago aguardar? —Maestro, — balbuceó Luís, — es que... me había figurado yo eso... no... no es lo que creíais... — ¡Mientes! — rugió el Greco; — está aquí... sí... ¡aparta!... Y el Greco, haciendo un violento esfuerzo, incorporóse en la cama. Oyóse llamar en aquel momento. —Por Dios, maestro, no os mováis... — exclamó Tristan con angus- . — Vuelvo al instante. tomo ii 43 338 LA MASCARA DE BRONCE Y dejando al Greco envuelto de manera que no pudiese escaparse fácilmente de entre las sábanas, corrió á abrir. A la pálida claridad del alba, vió Luís entrar á un hombre y una mujer. Descubriéronse ambos, y Tristan sintió que la sangre se le helaba en las venas. La mujer que acababa de traspasar los umbrales de aquella casa era la misma cuyo rostro había visto ya en los cuadros y los cartones del Greco. Sabedores los marqueses de Villasol de hallarse el Greco en peligro de muerte, habían ido á Toledo á visitar al enfermo. II No podía Tristan disimular su turbación, clavados los ojos en Blan- ca cual si se hallara fascinado por ella. Preguntó don Rodrigo por el estado del paciente, y Luís, como si volviera en si, respondió: — ¡Ah!... Señor,... sí... está muy malo... —Quisiéramos verle,— dijo el marqués. Turbóse Tristan, y, balbuceando, repuso: — Bien... Entrad... pero quizás la señora... ella no... — ¿Por qué? — contestó extrañado don Rodrigo. — Uno y otro senti- mos por el Greco la más profunda estimación... Creedme; estoy seguro que va á alegrarse mucho de vernos, y que esto le hará bien. —Es que... está que no le deja el delirio... — ¡Pobre Domenico! Razón de más, entonces... Vamos, guiadnos, buen amigo. Luís, sin saber qué hacerse, tropezando á cada paso, acompañó á los recién llegados hasta la estancia en que yacía el enfermo. Hallábase el vasto aposento casi oscuro, iluminado tan sólo por el opaco resplandor de dos cirios. Entraron don Rodrigo y Blanca, sin distinguir apenas el lecho, cuando un apagado rumor de ropas que se agitaban les hizo dirigirse á aquel sitio. LA MASCARA DE BRONCE 339 El Greco, pálido, desencajado, habíase colocado de rodillas en la cama, apretábase los muslos con las manos y adelantaba la cabeza ha- cia el grupo, clavando sus ojos, desmesuradamente abiertos, en Blan- ca, silencioso, absorto. La joven sintió estremecerse. La mirada del Greco lo expresaba todo. Iba ella vestida con un traje morado y llevaba cubierta la cabeza con una toca blanca. Embarazada por aquel mutismo y turbada por la fijeza de aquellos ojos, alargó una mano al enfermo, quien la cogió con timidez, temblando, pero sin separar por eso su mirada del rostro de la hermosa aparición. — ¡Domenico! — dijo á la sazón don Rodrigo. — Vamos... acostaos... ¿Cómo os encontráis? El Greco soltó suavemente la mano que tenía en la suya y miró á don Rodrigo con angustia. — ¡Señor! . . . — exclamó. — ¿Vos aquí?. . . — Sí... Estábamos inquietos por vuestra salud, y hemos querido convencernos de que el mal no reviste la gravedad que en un principio habíamos temido... Conque, se trata de que os pongáis bueno pronto, y nos acompañaréis por algunos días en nuestro desierto, donde, de seguro, con la pureza de los aires y la vida de campo, recobraréis las fuerzas... — Señor... — respondió el enfermo. — ¡Cuánto os agradezco vuestra bondad!... ¿Y no os moveréis ya de aquí hasta que esté yo bueno? — Si eso ha de contribuir á que sea más rápido vuestro restableci- miento, sin duda que así lo haremos. Estoy facultado por el goberna- dor de Toledo para viajar por su jurisdicción cuantos días me conven- ga. Pensábamos regresar hoy mismo á Villasol, pero ya que os parece ha de serviros de algo nuestra compañía, permaneceremos aquí cuan- to tiempo sea necesario. — Entonces, ¿qué más se requiere para que en dos días me ponga enteramente bueno? Vuestra presencia ha sido para mí la mejor me- dicina. En esto, habíase salido Tristan del aposento, y escribiendo algunas 340 LA MASCARA DE BRONCE lineas en un papel, cerrólo cuidadosamente, y lo entregó á un criado de la casa para que lo llevara á su destino. — Queda convenido, pues, mi querido pintor, — decia entretanto el marqués, — que nos estaremos aquí hasta que podamos llevaros con. nosotros. ¡Y cómo nos alegraremos de que nuestra visita os haya po- dido ser de algún provecho! — No dudéis que habrá sido como decís... — contestó el Greco. — Creo que estoy curado ya. Blanca, pálida y acongojada por las miradas que el pintor no cesa- ba de dirigirla, dijo: — Temo no os fatigue una conversación demasiado larga... Tratad de descansar ahora... Ya entraremos luégo... — ¿Queréis iros? — exclamó el Greco con anhelosa expresión, en que se descubría imponderable súplica. —No, no nos iremos,— respondió don Rodrigo; — pero sí os suplica- mos no habléis más... Blanca tiene razón; podría perjudicaros una con- versación demasiado larga. — Os aseguro que no hablaré palabra,— repuso el Greco. Así fué: los dos esposos se acomodaron cerca del lecho del enfermo, hasta que al cabo de una hora notaron que el Greco quedaba dormido, saliéndose entonces de la estancia. Al verlos Luis Tristan en el taller, dejó los pinceles con que daba la última mano á un cuadro colocado sobre un caballete, y dirigiéndo- se al marqués, le dijo: — Ha sido en verdad milagroso el efecto que le ha ocasionado vues- tra visita. No hablaba antes dos palabras en razón, y parece que ha podido conversar con vos con toda la serenidad de un cuerdo. — En nada he podido conocer que no hablase como cualquiera de nosotros. No es extraño, sin embargo; la novedad de la impresión habrá obrado benéficamente en su estado mental. — Pues podéis creer, señor, que el maestro estaba bien loco, loco de remate, temiéndome no os reconociera y os acogiera de otro modo que como he visto. — A pesar del corto tiempo que permaneció en nuestra compañía, LA MASCARA DE BRONCE 341 — dijo don Rodrigo, — pudo convencerse el Greco de la sinceridad de nuestro afecto y no dudo que al recordar el cariñoso acogimiento que recibió en Villasol habrá experimentado una emoción propicia á cal- mar su desasosiego. —Es fácil que sea como vos decís, — replicó Tristan. Uno que hubiese observado el continente de los tres personajes que formaban el grupo, hubiera visto á don Rodrigo lleno de noble digni- dad y tranquila confianza; sonrojada á Blanca y entre malicioso y preocupado á Luís Tristan. No pudiendo Blanca dominar la agitación de que se hallaba poseí- da, dijo: — El Greco parece hallarse tranquilo ahora. Vámonosy volveremos después. — Temo que si le dejamos y despierta, — contestó el marqués, — no vaya á empeorar. ¿Duélete quizás, permanecer aquí? — Estando tú, ¿cómo puedes imaginar eso?— repuso Blanca. Apenas había acabado la joven de pronunciar estas palabras cuando apareció en el dintel de la puerta uno de los criados de don Rodrigo, diciendo: — Señor marqués, pide por V. E. un oficial enviado por el gober- nador. Don Rodrigo, contrariado por tal aviso, pidió permiso á su esposa para dejarla por un momento y salió del taller, no sin que el rostro de Luís Tristan revelara como cierta maligna satisfacción. Apenas quedaron solos Blanca y el joven toledano, dijo éste brusca- mente: — Señora, el Greco os estaba llamando en su delirio; témome no seáis vos la causa inocente de su mal. No sé por lo tanto que aconse- jaros, si permanecer aquí ó ausentaros. Vos decidiréis. Vuestra pre- sencia puede hacerle mucho bien ó mucho mal. Que os ama, es segu- ro. Que no podéis corresponderle, lo es todavía más. —¿Qué haríais vos?— contestó resueltamente Blanca. — Me iría. — Pues eso haré. 342 ' LA MASCARA DE BRONCE — Dios os lo pague, señora. Gomo sois la mujer más hermosa que he contemplado nunca, así sois también dechado de bondad y de pru- dencia. No faltará quien se encargue de que el Greco os olvide. Pero partid. — Hoy mismo, — repuso Blanca; — á todo trance. En aquel momento entró el marqués expresando en su rostro mal disimulado disgusto. —¡En mal hora se le ha ocurrido al general pensar en el santo de mi nombre! — exclamó don Rodrigo. — Acaba de comunicarme la orden de partir enseguida con pliegos para el Escorial. Bien me he excusado, pero no ha admitido réplica y hoy mismo he de ponerme en camino. ¿Cómo dejar ahora á nuestro pobre amigo? Trátase del real servicio y no es dable excusar el mandato. — No podéis desobedecer la orden, — exclamó vivamente Luís Tris- tan. — Yo sabré disculparos con el Greco. — Fácil habrá de seros eso, — apresuróse á decir Blanca. — Ciertamente; ha recobrado lo bastante la razón para que se haga cargo de la imposibilidad en que os halláis de poder permanecer aquí. Creo además, que cuanto podía esperarse de vuestra visita está conse- guido ya. Podéis partir sin pesar alguno y si vuestra estancia en la corte ha de ser breve, témome que ocasión tendréis todavía de encon- trar al Greco yaciendo en su lecho. Yo le iré entreteniendo hasta vues- tra vuelta. — Confío, pues, en vos, — dijo don Rodrigo, — y si por fortuna antes de poder verle de nuevo desease trasladarse á Villasol, tendrían ya orden allí de tratarle como si estuviésemos nosotros. No he de deciros que lo mismo se entenderá respecto á vos. — Gracias, señor, — respondió Tristan. No podía ocultar Blanca la impaciencia que sentía para salir cuanto antes de aquella casa; pero no reparaba en ello don Rodrigo, profun- damente afectado al verse en el caso de tener que abandonar á su amigo. Poco después bajaban por la Puerta de Visagra don Rodrigo, Blanca y algunos criados, y cruzaban el puente de Alcántara em- prendiendo el camino de Madrid. LA MASCARA DE BRONCE 343 III Habían dado las doce en el reloj de la Catedral cuando el Greco, despertando del dulce sueño en que había quedado sumido, llamaba á grandes voces á Luis Tristan, . . . abandonando la compañía de un fraile con quien estaba departiendo en un rincón del taller. —¡Maestro! ¿qué os ocurre?— preguntó el inteligente discípulo de Domenico, abandonando la compañía de un fraile con quien estaba departiendo en un rincón del taller. — ¿Dónde están, pues? — exclamó el Greco como gimiendo. —¿Quiénes? 344 ■ LA MASCARA DE BRONCE — ¿No los has visto? Los marqueses. — Soñáis,— respondió Luis con el mayor aplomo. — ¡Miserable! — rugió el pintor. — ¿Quieres negarme que están aquí D. Rodrigo de Toledo y... El Greco se detuvo como si temiera pronunciar algún otro nombre. —¿Y quién más, vamos á ver? — dijo Tristan. Pero en vez de responder dejóse Domenico caer en el lecho como rendido, rompiendo en dolorido llanto. Acercóse Tristan al desgraciado doliente, y apretándole con efusión una mano repuso: — Maestro, mi bien amado maestro, sólo hay aquí un amigo vues- tro que desea le deis vuestro consentimiento para entrar. — ¿Y á mí qué me importan todos los amigos si no está... Y de nuevo se calló el Greco el nombre que iba á pronunciar. —En este caso, no le diré que pase á fray Ramiro. — ¿Fray Ramiro está aquí? — exclamó con viveza Domenico. — El mismo, pero ya que tan poco caso hacéis de los que os quie- ren, le diré que no estáis para recibirle. — ¡Oh, sí!... Que pase, quiero verle... Enseguida... Anda, Luís, dile que no me abandone también él... Pero ya Luís había salido más que de prisa á participarle al fraile que podía pasar adelante. Encaminóse el religioso hacia la estancia y momentos después se encontraba á la cabecera del enfermo. Era el recién entrado hombre de unos sesenta años, verdadero tipo de hermosura ascética; despejada frente, ardientes ojos, blanca barba, pálido, flaco, enérgico, ocultando mal bajo su sayal de francis- cano y su continente austero, la resolución de su aire y la viveza de sus sentimientos. —¡Padre! ¡Padre! — exclamó el Greco sollozando. —He venido á veros, hijo mío, sabiendo que os hallabáis ya mucho mejor,— contestó fray Ramiro.— Podréis, por lo tanto, escuchar algu- nos saludables avisos que pensaba dirigiros, y creo os han de ser no menos provechosos para la salud del alma que para la del cuerpo. LA MASCARA DE BRONCE 345 — ¡No sabéis como está mi alma, padre mió! — exclamó el Greco. — Pienso que están asaltándome todas las tentaciones del infierno; pienso que el demonio juega conmigo haciéndome las más horribles burlas para sumirme en la desesperación y hacerme dudar de si soy criatura hecha por Dios ó vano fantasma, todo humo, todo mentira. —Criatura de Dios sois, hijo mío, y una de aquellas que más se ha complacido en adornar con ricos dones la soberana Omnipotencia. Dios os favoreció con peregrino talento para que le honraseis con las "obras de vuestro ingenio y con hermoso corazón para que le adoraseis como se merece y pusieseis parte de él en cuanto hiciereis para inducir á adorarle á los demás. — ¿Luégo no sueño, padre mío? ¿Luégo, vivo con la vida de los mor- tales, como viven los demás hombres? — Cierto que sí; el delirio habrá forjado en vuestra mente extrañas visiones. ¡Ha sido tan honda la perturbación de vuestro espíritu! — Entonces, ya con que me aseguráis que no sueño, os diré que esta mañana han estado aquí el marqués de Villasol... y otra persona. ¿Por qué no están ahora? Exijo de vos me contestéis lealmente, padre. —Con lealtad os contestaré, Domenico. El marqués de Villasol y su honrada esposa han estado aquí esta mañana y si no están ahora es porque han partido y si han partido es porque, sabedor yo del peligro en que os hallabais de perder el alma y quizás la vida con ello, he tenido medio de hacer que se alejaran. — ¡Se han alejado! — murmuró el Greco. — ¡Así cumplió el marqués la palabra que me había dado! — El marqués es militar; no es más que coronel y no puede desobe- decer ningún mandato que reciba del maestre de campo á cuyas órde- nes se halla. Don Rodrigo ha cumplido con su deber antes que con su gusto y ha hecho bien. Dios se lo premie. Guardó silencio el Greco, como si temiera que el fraile profundizara en el secreto que guardaba en su pecho y que no creia de nadie cono- cido. El fraile, sin embargo, no parecía resuelto á observar igual re- serva y continuó diciendo: tomo n 44 346 ' LA MASCARA DE BRONCE — Cuando tales determinaciones me he permitido tomar, será sin duda porque me asistirán graves razones para ello. A no ser tanta mi estimación, mi afecto hacia vos, ¿qué me importaba á mí que doña Blanca estuviera lejos ó cerca de vuestro lado? Estremecióse el enfermo al oir aquel nombre y miró al fraile como azorado. — Sin embargo, quizás en estas tribulaciones porque habéis pasado se encierra aún un beneficio de la Providencia, — continuó fray Ramiro. — Tal vez Dios se ha valido de ese medio para magnificar todavía más vuestro talento, para aguzar vuestra inspiración, para encaminar vues- tras inclinaciones por otro camino más apropiado á enaltecer su gloria y á aumentar la vuestra. El dolor purifica el corazón, Domenico; tem- pla la alegría excesiva, hace ver las cosas por su lado más verdadero... ¡Todo es dolor en este valle de lágrimas! ¡Sólo son mentira las satis- facciones que uno cree encontrar en la vida! Pintadme hermosas caras y bellos paisajes... ¿qué sacará el alma de su contemplación más que olvidarse de las cosas de la vida inmortal y aferrarse más álos de esta miserable y perecedera existencia? Así hacéis que el arte descienda á ser puro regocijo de los ojos, mera diversión material y no potente medio de apología religiosa, sagrado faro para salvar á los que nau- fragan embestidos por el temporal de la duda, de la incredulidad. Si vuestro pensamiento estaba embargado sin cesar por el recuerdo de una hermosura humana en vez de sentirse elevado hacia lá contem- plación de las cosas divinas, ¿cómo os atrevíais á representar esas cosas en. vuestros cuadros? ¡No sabéis cuán grave profanación era la que cometíais! ¡Poner allí donde sólo había lugar para figurar la su- prema pureza inmaculada, la inefable virginidad de María, el rostro de una criatura humana, si casta, no por eso exenta de carnal atractivo, de fango impuro! ¿Pensáis en lo horrendo de esta profanación, hijo mío? ¿Obligar á los fieles á adorar bajo la forma de la Madre de Dios, no la concepción augusta que vuestra mente hiciera de la esencia de la Virgen, sino la efigie de vuestro ídolo amoroso, el trasunto de la que hubiérais deseado fuese vuestra amante?... ¡Horror, Domenico! ¡Horror! Puédese alcanzar así la admiración de los paganos, no la aprobación de la Iglesia, jamás la salvación del alma. LA MASCARA DE BRONCE 347 Ante aquel torrente de elocuencia hallábase el pobre pintor como sobrecogido de espanto. — Sin contar,— continuaba el implacable predicante, — que de des- cubrirse vuestra secreta pasión ibáis á sembrar el deshonor y la infe- licidad en un matrimonio que afortunadamente puede citarse como modelo de armonía y mutua estimación. ¡Poner los ojos en el fruto del cercado ajeno! ¡Y en qué fruto, pobre Domenico! Hermoso por de fuera como pocos y tentador quizás como ninguno, pero guardado por terri- ble Argos que os hubiera matado sin misericordia al primer indicio de merodeo! ¿Y.os parece que ese es el fin para que estáis llamado? ¿Os pa- rece que Domenico Theotocopuli, el Greco, ornamento del arte, debe acabar su vida asesinado en una encrucijada y en la flor de su edad, cuando le espera la aclamación de los fervientes admiradores de su talento y le sonríe la esperanza de legar á la posteridad con su nombre ilustre centenares de lienzos en que resplandezcan por igual la fe del cristiano y la habilidad del artista?... ¡Ah! ¡Volved en vos, hijo mío! Dios ha querido valerse de la visita de esta mañana para que recobra- rais la razón que parecía habérseos extraviado por una visita igual. No hay que volver atrás ahora. Todo se acabó. Olvidadla, y á falta de un amor insensato, imposible, deshonroso, pensad en la gloria, en esa gloria de Miguel Angel y Alonso Berruguete, en esa gloria austera, in- maculada de quienes fueron al par que ilustres artistas, verdaderos santos, y convertid á ella ese ardor que sentíais por una humana cria- tura, al fin y al cabo, polvo, corrupción, miseria, como somos todos. Lanzó el Greco un hondo suspiro. En su semblante no se observaba ya el extravío de los días anteriores, sino como una honda tristeza, como un melancólico abatimiento. Así pasaron algunos minutos al cabo de los cuales, recobrando el Greco toda su energía, exclamó con vehemencia: — ¡Sea, sea pues, lo que vos queréis, padre Ramiro! Apartaré para siempre con horror los ojos de toda hermosura profana; maldeciré la be. lleza, huiré de cuanto pueda despertar en mi ideas de alegría. Buscaré la inspiración en la fealdad; mis cuadros darán espanto y ninguna de mis figuras se parecerá á las que vemos en el mundo terrenal donde nos 348 LA MASCARA DE BRONCE encontramos. Seré el pintor de la verdad despojada de toda gala, de todo atractivo; no brillará el color en ninguno de mis lienzos, apagaré cualquier vivacidad que pudiera deslizárseme; todo aparecerá muerto, monótono, sombrío. Habré arrancado de mi cabeza el ideal bello... Yo os juro, padre, que nadie habrá de enamorarse de las mujeres que yo pinte ni contemplar con pecaminosa voluptuosidad mis cuadros... Aún á éstos les he de quitar la forma que podría recordar que en otros del mismo tamaño se han pintado hermosas escenas... Romperé mi pa- leta veneciana, arrojaré los pinceles con que alguna vez he acariciado la forma femenil... Si queréis, mandaré retirar de la Catedral el cuadro de Los soldados repartiéndose las vestiduras de Jesús... Es profano, es demasiado profano... El artista cristiano no debe encender los de- seos de los fieles devotos... La fealdad debe ser su ideal... —No os digo tanto, hijo mío,— exclamó fray Ramiro— Con que la intención que os guíe sea santa y cristiana, es lo bastante; Dios quiere que le honren también poniendo de relieve la belleza de sus creaciones. Lo que es abominable, lo que es digno de condenación es que se traten los asuntos sagrados como podría tratarse un asunto gentílico; pintar Venus en vez de Vírgenes, representar á Jesucristo como si se tratara de un Júpiter, dar a los venerandos misterios de nuestra religión el ca- rácter de escenas mitológicas. ¡Ah! ¡Maldita la hora en que el demonio arrojó á Italia esa semilla pagana que en tan breve tiempo ha fruc- tificado! ¡Ya no aparecen por allí Cimabues ni Frá Angélicos cuyas manos asemejen guiadas por ángeles! ¡La oleada del gentilismo lo in- vade todo!... Pues bien: halle esa oleada un valladar en nuestra Espa- ña; conservemos aquí la tradición católica, el verdadero arte cristiano, triste, austero, y sed vos el porta-estandarte de esa fuerte resistencia. Después de lo que os ha sucedido, aconsejariale yo á otro que no fué- seis vos, que buscase el consuelo en el claustro; pero á vos os digo: consolaos en el arte, Greco, esas grandes pasiones que alentáis con- vertidlas en piadosos cuadros; inspiráos en el dolor, en la amargura... Ningún maestro os guiará mejor para realizar la obra que de vos espe- ro y de que sois capaz. — Así lo haré,— contestó el Greco. — Verdad es que no podría ha- LA MASCARA DE BRONCE 349 cerlo de otro modo. Todo ha muerto para mí; el campo no me mos- trará ya más su verdor; las mujeres serán para mí como peligrosas asechanzas, de las que me guardaré cautelosamente; sólo las frías pie- dras de la Catedral, sólo la contemplación de los frailes cuando dis- curren silenciosamente por sus claustros, sólo la lectura de los ascéti- cos y la meditación en las miserias de la tierra, serán mis inspirado- res. ¡Me he arrancado el corazón, padre! ¿De qué me sirve ya el ta- lento? —No es preciso el talento para ganar el cielo, hijo mío; basta con la buena voluntad, con la fe, con la caridad, y en esto debéis poner vuestro principal empeño. — Mi arte será como pretendéis que sea, — replicó el Greco. — ¡Italia tendrá un artista menos! — En cambio España tendrá un artista más, — replicó fray Ramiro; — y no os pese de ello, Domenico. ¡Quién sabe si seréis vos el glorioso tronco de donde saldrán un día artistas que aventajen á los más glo- riosos con que se honra la patria que dejasteis para venir á acogeros á esta noble tierra! Quedaron silenciosos los dos hombres, entregado cada uno á bien distintos pensamientos, y al caer la tarde retirábase fray Ramiro, de- jando al Greco al cuidado de Luís Tristan. IV Sintióse harto embarazado el joven al hallarse á solas en presen- cia del maestro, ya que á su intervención se debía el brusco desenlace que había tenido el drama que indudablemente se preparaba. Al oír que los marqueses de Villasol se disponían á permanecer al lado del Greco todo el tiempo que éste quisiese, comprendió el peligro que amenazaba, y mandó avisar á fray Ramiro, grande amigo y pro- tector de Theotocopuli, indicándole la conveniencia de que procurase se ausentasen de Toledo el marqués de Villasol, y por ende, su es- posa. El fraile corrió al Alcázar donde estaba alojado el gobernador, y, 350 ' LA MASCARA DE BRONCE sin revelarle el verdadero motivo, hízole presente la necesidad de ale- jar de la ciudad á don Rodrigo, al cual, por otra parte, colmó de elo- gios, enalteciéndole como podría hacerlo su más apasionado admi- rador. El gobernador le manifestó al solicitante que no podía haber llega- do en mejor ocasión, pues necesitaba Una persona que, á su elevada representación, reuniese la más acrisolada lealtad. Nadie, por lo tan- to, mejor que D. Rodrigo de Toledo. Estas explicaciones le comunicaba el fraile á Luís Tristan, cuando el Greco le había llamado al mediodía, acongojado por no ver á su lado á la adorada aparición que con su presencia parecía haberle devuelto la salud. Temía ahora el discípulo que el Greco no adivinara algo, y asi se puso en guardia, para que no pudiera tacharle de ser causa de su do- lorosa situación; nada sospechaba, empero, el pintor, por más que fray Ramiro le hubiese manifestado con tan ruda franqueza la participa- ción que le cabia en el inesperado alejamiento de don Rodrigo. El buen Tristan, que sentía por el Greco una verdadera adoración, trató de compensar, con mayores cuidados todavía que antes, el vio- lento disgusto que había causado á su maestro; lo cual no pasó des- apercibido para el pobre enfermo, que, al ver el esmero con que le asistía Luís, exclamó: — En medio de la pena que me abruma, me ha concedido Dios el consuelo de poder tenerte á mi lado, mi querido Luís... Pero, ¿no lo sabes? — ¿Qué he de saber, señor Domenico?— respondió Luis. —Pues has de saber que ya no vas á tomar más rabietas porque pinte caras hermosas en mis cuadros. Fray Ramiro me lo ha prohi- bido. Ya no te escandalizarás más de que mis Vírgenes sean divinida- des de hermosura, como lo eran también por su esencia... Ahora se- rán feas, feísimas todas, como la más repugnante vieja del Zocodover, y ya no serán mis Cristos nuevos Antinoos, sino pobres crucifljados, desprovistos de toda seducción. Todo habrá de ser triste, empañado, fofo, muerto. LA MASCARA DE BRONCE 351 — Me parece bien, — contestó Luis con aplomo... — ¿Que te parece bien has dicho? —contestó el Greco, asombrado. — Sí; cada cosa debe tratarse según su carácter. A nuestros paisa- nos no les entrará ningún cuadro religioso si no les mete como cierto espanto. Aquí no hemos llegado todavía á conciliar á Jesucristo con Belial, como han conseguido los italianos. Las cosas religiosas deben tratarse con respeto; mucha sombra, mucho gris, poco color, nada de seducción en las figuras. Entre un Cristo de Berruguete ó de Siloee, y uno de esos Cristos bizantinos, de espantable catadura, que han que- dado por muestra de un arte bárbaro en muchas iglesias y ermitas de nuestro país, infundiría mayor veneración el Cristo bizantino, ho- rrendo y monstruoso, que no el Cristo de Berruguete ó de Siloee. — Quizás tengas razón. — La tengo, y la tienen también los que prefieren aquellas obras groseras más que no las bien esculpidas estatuas de nuestros ilustres modernos. En medio de su estolidez, poseen un mérito inapreciable y es el de su misteriosa procedencia, el de su antigüedad incontestable. Son obras medio maravillosas, poseedoras de estupendas tradiciones; no tenéis mas que recordar lo que se cuenta de nuestro Santo Cristo de la Vega... Id les con cosas bonitas á los devotos, y gritarán profanación. —Tus palabras me llenan de estupor y al par no puedo menos de reconocer el fondo de verdad que encierran, — contesto el pintor. — ¿De qué sirve, entonces, el arte de reproducir en todo su hechizo la belleza terrenal, si no puede aplicarse á hacer más simpática la pintura reli- giosa? ¿Por qué nos ha puesto Dios tantos ejemplos de hermosura de- lante de los ojos, como si con ellos quisiera darnos una lejana é imper- fecta idea de la Belleza Suprema, si en virtud de tus ideas y de las del P. Ramiro, he de borrarlas de mi imaginación como hechuras de Satán? — Pues no hay más, maestro. A mi modo de ver la pintura religiosa debe ser lo que os he dicho; nada de riqueza de color, nada de formas elegantes y seductoras, nada que distraiga la atención del asunto prin- cipal; son cuadros para mover á devoción, para inspirar meditacio- nes; conformaos con no salir de este círculo; por desgracia, — si es que 352 • LA MASCARA DE BRONCE no es por ventura,— créoos escarmentado de tal modo que dudo haya nadie más á propósito que vos para continuar la tradición mística. ¡A un lado la escuela veneciana con sus espléndidos colores y sus formas opulentas y su paganismo exuberante! Devolvédnosla pintura austera, ingénua, de la Edad media, más verdadera en los pormenores, igualen la intensidad de la expresión, y si por acaso creéis que os sobran colores en vuestra paleta, ejercitaos en el retrato, pero no os arries- guéis á tratar asuntos como el Ticiano para que no os desviéis del ca- mino de la pintura ascética en que seréis el primero. — He escuchado tus consejos como quien escucha á un maestro, en vez de sufrir las impertinentes observaciones de un discípulo. Sin duda que obraré como dices; así se lo he manifestado ya á fray Ramiro. Ya que queréis que abandone todo ideal de hermosura, ¡vive Dios, que nadie habrá de enamorarse de mis ficciones de mujer! Mis cua- dros aparecerán tan extraños, tan supra-térrestres, que me conformo desde ahora con que la posteridad diga al hablar de mí:— ¡El Greco! ¡Ah, estaba loco! — Porque ya que me priváis de inspirarme en el sol de la belleza, me inspiraré ciertamente en la luz celeste, pero no res- pondo de que alguna vez, al crujir mi corazón despedazado por el dolor, no se retuerza mi pincel en rasgos violentos, como el reflejo de las llamas del infierno, y no se escapen de mi paleta los lívidos tonos que alumbran el abismo en que yacen los desesperados, y no se mez- clen los colores en revuelta confusión como las torturas de los que sufren en el purgatorio. Así serán mis cuadros, así lo veo yo, así les verá la posteridad y dirá... ¡El Greco! ¡El Greco! ¡Estaba loco!... Rendido el pobre convaleciente por la vehemencia con que había hablado, dejóse caer desplomado sobre los almohadones de la cama, presa de desvanecimiento. V Luís Tristan conmovido ante el dolor de su maestro, atendióle con solícito cariño hasta conseguir que volviese en sí, dejándole así que vió que cerraba sus párpados un sueño que prometía ser reparador. LA MASCARA DE BRONCE 353 Salió al taller y al poco rato oyóse llamar discretamente á la puerta. Apresuróse Luis á abrir y entró una mujer que al ver al joven des- cubrió el rostro, tapado antes bajo un manto. — Dios te ha traído sin duda,— exclamó el pintor.— Hallábame tan triste, que á no venir tú ahora, de fijo no hubiera podido contener mi llanto. —¿Tan afligido estabas, mi buen Luís?- respondió la joven con ter- nura. — Si... Ha sido un dia el de hoy inolvidable para mí por las emo- ciones que he debido experimentar. El pobre Greco... Y no pudiendo contener más sus lágrimas, dió rienda suelta á ellas el acongojado Tristan. La joven acercándose más á él preguntóle: —¿Pero qué ha pasado? ¿Se ha puesto peor el maestro? — No... Mejor está, sin duda que mejor, pero aunque así sea, no pue- do menos de acusarme de haber obrado con sobrada crueldad con él... yo creo que le hemos arrancado el corazón... Pero... no me arrepien- to,— exclamó de pronto Tristan recobrando su energía; — iba en ello el honor de Greco, su porvenir, su gloria, su existencia misma quizás... El desdichado hallábase enamorado locamente de una mujer cuya belleza fascina, pero que al par inquieta... ¡Como me he estremecido al verla en persona después de haberla contemplado en efigie!... Hon- rada y digna debe ser estando enlazada con quien lo está... pero da miedo... Parece que ante ella haya abierto hondo abismo donde deba caer el que se acerca demasiado... Sí... un abismo... Da miedo aquella mujer, Leocadia... El Greco hubiera perecido... Yo he querido salvar- le... Adiviné aquel amor funesto, insensato, loco, y avisé al P. Ra- miro... Ya están fuera los dos... ella... ella y su marido... ¡Por aquí no vuelvan! El pobre Greco ha quedado con el corazón traspasado de dolor al ver desaparecer la ocasión que se le presentaba de tener cerca á su ídolo... Ha sido preciso que el P. Ramiro y yo le distrajéramos, infiltrándole la idea de otra pérdida que le hiciese olvidar la de aquella mujer.. Amarga medicina, pero que... nos ha resultado saludable... TOMO II 45 354 • LA MASCARA DE BRONCE Creo que el Greco siente ya más ahora no poder pintar según su voca- ción que no el no poder verá Blanca... á ella... El caso estaba en apartar de su mente aquel recuerdo... Conseguido esto, veremos si se pasará adelante en lo demás. — Cierto que sí, Leocadia,— respondió Tristan.— Tu presencia nos sera preciosa —¡Pobre Greco! — En mal hora fué á Villasol á pintar los retratos de los dueños. De allí volvió herido de muerte... Enfermó enseguida... Yo lo descubrí todo... y me horroricé. ¡Desde entonces, qué de angustias ha pasado! ¡Si el marqués llegaba á sospechar algo!... Y asustábame no menos la idea de ver á mi maestro dominado por una pasión que debía esteri- lizar sus hermosas facultades. Por eso no dudé, no... La mascara de bronce 355 Leocadia, dejando ver á la luz de la lámpara que pendía del techo su rostro moreno, de negros ojos y correctas facciones, al par severo y dulce, exclamó: — Dios verá la rectitud de tus miras y recompensará el sacrificio que el pobre maestro se ha impuesto. Ahora, si en algo crees que puedo ayudarte yo á concluir la buena obra comenzada, sabes que lo haré. — Cierto que sí, Leocadia,— respondió Tristan. — Tu presencia nos será preciosa. Creerá al verte que ha bajado un ángel del cielo... ¿Y cómo no, si lo eres? — Agrádame que eso me digas, más que otra cosa, pero ¡ojalá fuese cierto, así como es natural expresión de tu cariño! — ¡De mi cariño! ¡No! De mi amor, de ese amor que te tengo, de ese sentimiento celeste de que gozo al saber que me amas. Tú desvanece- rás las negras sombras que en la mente de Greco ha dejado el recuer- do de aquella mujer fatal... Creo que si te oye creerá que Dios te en- vía, y cuando le digas que te amo, que me amas, que nos amamos, querrá tal vez sentir lo que sentimos nosotros y buscará una mujer que se te parezca, ya que igual átí, tan buena, tan adorable, no existe. — No existe quien pueda amarte como yo, — respondió Leocadia con pasión. — Eso es todo. Los dos enamorados acercáronse al lecho donde descansaba el Gre- co. Este había vuelto á despertarse y miró con vivo interés á la recién llegada. —Señor Domenico, es Leocadia que viene á veros, — exclamó Tristan. — ¡Ah! — respondió el Greco reparando en ella. El pintor permaneció un rato mirando fijamente á Leocadia y lan- zando un suspiro, exclamó: — De fijo no me reñirías, Luís, si pintáramos esa cara á nuestras Vírgenes. ¡Bendígate Dios, hija mía! ¡Feliz el que merece tu cariño! CAPITULO IV Felipe II Partieron de Toledo don Rodrigo y Blanca poseídos de bien distin- tos sentimientos, pues si al primero dolíale en extremo haber tenido que abandonar á Domenico, por quien sentía viva estimación, respira- ba la marquesa como si se hubiese librado de un enorme peso, ate- rrada por la idea de que el Greco no fuera causa de alguna nueva catástrofe, añadiéndose una víctima más á las que había dejado ino- centemente en su camino. Así pasaron dos días, al cabo de los cuales divisaron las torres y la soberbia cúpula del Escorial. La imponente mole, que se ofrecía por primera vez á los ojos de don Rodrigo, produjo en el ánimo de éste sin igual impresión. — Nunca se ha visto mayor conformidad, — dijo á Blanca, — entre el carácter de un edificio y el de su dueño. Llegados al monasterio, dejó don Rodrigo instalada á su esposa en una celda de la hospedería y dirigióse á las habitaciones ocupadas por el rey, á fin de pedirle audiencia. 358 LA MASCARA DE BRONCE — Conque ¿sois vos D. Rodrigo de Toledo? — preguntóle el duque de Feria, jefe de la guardia. —Como he tenido el honor de deciros,— replicó el marqués de Villa- sol.— Me ha enviado aquí el gobernador de Toledo, con pliegos que deben ser entregados con urgencia á S. M. — No habéis de tardar mucho en verle,— contestó el duque. — Espe- rad aquí en el entretanto sino os es demasiada molestia. — Muy al contrario, — contestó el marqués. Aguardó don Rodrigo en la antecámara á que le llegara el turno de penetrar en la Real cámara, y no pudo menos de sentirse conmovido al ver la sencillez de que se rodeaba el monarca que disponía, bien puede decirse asi, de la suerte de ambos mundos. II Posible es que la posteridad, que tanto ha maldecido de aquel rey no haya sido justa al lanzarle sus ardientes anatemas. Como soberano, como hombre y como caballero valia más, sin duda, Felipe II que todas las demás testas coronadas. «Confrontad sus hechos más censurables cort los de Isabel de Inglaterra,— dice un distinguido escritor, — tan encomiada de muchos, y con los del reformador Guillermo de Orange, casado de segundas nupcias con una monja, y de seguro no hallaréis en la vida del monarca español los rasgos de refinada maldad que amenguan la de sus rivales.» Lo que hay, es que se ha querido juzgar al Escurialense según las ideas del día y esto es un disparate garrafal, pues hay que considerar á los hombres dentro del medio en que vivie- ron, es decir, con relación á su tiempo, y no medirles coa un criterio absoluto ó el que predomina en determinado momento histórico, como dicen los filósofos tontos, que no siempre han de traerse á colación frases de los malos novelistas. ¿Por qué ha de negarse que Felipe II tuvo notables y frecuentes arranques de magnanimidad, que desdeñó las vanas supersticiones, que rindió culto á la virtud y al saber, que fué religioso con sinceridad, que protegió las ciencias, las letras y las artes, difundió las luces, aten- LA MASCARA DE BRONCE 359 dió al bienestar de sus pueblos, llevó á cabo útiles reformas y fué admi- nistrador celoso, diplomático profundo, estadista de excepcional talento? No reneguemos de nuestro pasado haciendo coro á los historiadores protestantes, que no pueden perdonarle á Felipe II haber sido el azote de sus antepasados. De no seguir España la política que siguió ¡quién sabe si existiría hoy como nación! Cada monarca colocóse en el lugar que le correspondía: admiremos á Isabel de Inglaterra, pero no por- que resultase vencido en la contienda dejemos de admirar al hijo de Carlos V. Creemos que el lector leerá con gusto algunas anécdotas, sacadas de buenas fuentes, relativas al calumniado rey del D. Carlos de Schi- ller y de todos nuestros liberales cortos de vista. La leyenda nos ha querido hacer creer que era Felipe II un mo- narca adusto, tétrico, siempre de mal humor. Pues bien; el rey, sin estar siempre alegre como unas Pascuas, era hábil músico y compla- cíase con frecuencia en tañer la vihuela, en cuyo manejo era muy diestro, habiéndole enseñado á tocar dicho instrumento el famoso músico granadino Luís de Narvaez. Era también poeta á sus horas y en su juventud había justado con admirable gallardía. De su agudeza, baste recordar la historieta del soldado, que mientras se estaba edificando el Escorial criticaba la for- ma de un ángulo. Acercósele el rey y preguntóle: — ¿Qué es ángulo?— á lo cual el soldado, confuso con la interrogación, quedóse sin saber qué responder. —Angulo es,— replicó Felipe II,— hablar de lo que no se sabe. Vamos á transcribir ahora algunas anécdotas entresacadas de au- tores coetáneos por un diligente historiador de nuestros días, el cual ha conservado el lenguaje de los escritos originales y ha variado úni- camente la ortografía: «Hablaba bien S. M., y oía con modestia maravillosa, mostrando severidad con clemencia, gravedad con blandura, benignidad con im- perio. Fué eficaz en el oído y vista; venerable en la grandeza de su dig- nidad en público y en su cámara. Su habla era real, fácil, grave, breve y llana, usada con tantas sentencias, que no tienen número sus apo- 360- LA MASCARA DE BRONCE tegmas. Volvía el rostro cuando se decía mal de otros, y á las adula- ciones decía: «Dejad eso y decir lo que importa.» «Cierto astrólogo presentó al rey un libro en que daba razón de una figura que había levantado acerca del príncipe, declarando las influen- cias del cielo y astros al tiempo de su concepción y nacimiento, y lo que se podía esperar de su vida. Felipe lo recibió, y poniéndolo sobre un bufete, despidió con gravedad y agradecimiento al astrólogo. Mas apenas hubo éste dejado la estancia, rompió el libro hoja por hoja, y dando las iluminaciones y figuras que lo adornaban á uno de su cá- mara, dijole:— Tomad; que esto podrá ser de provecho, y esotro no.» «Habiendo huido de la Corte Don Gonzalo Chacón, hermano del conde de Montalban, porque encontraron en su posada á una dama de la princesa doña Juana, hizo el rey apretadas diligencias para buscar- lo; pero en mucho tiempo no se supo de él, gracias al refugio que le dió en su monasterio el Guardián de recoletos franciscos de la Aguile- ra. Descubierto y conducido preso á Madrid, declaró el lugar de su re- traimiento. El rey entonces mandó al alcalde Salazar que trajese á palacio al Guardián, al cual le dijo: — Fraile, ¿quién os enseñó á no obe- decer á vuestro Rey, y á encubrir tal delincuente? ¿Qué os movió? — El Guardián levantó con humildad los ojos, y respondió sencillamente: — La caridad.— AI oirlo, dió dos pasos atrás Felipe, y mirándolo, repitió: — La caridad, la caridad... — Suspendióse un poco, y volviendo la vista al alcalde, se expresó de esta manera: — Enviadle luégo bien acomoda- do á su convento; que si le movió la caridad, ¿qué le hemos de hacer?» «Habiendo escrito una carta muy larga de su mano, y pidiendo al secretario Santoyo que le echase polvos de la salvadera, Santoyo, que estaba medio dormido, en lugar de tomar la salvadera, tomó el tintero y lo derramó sobre la carta que se había escrito con harto cuidado, tiempo y desvelo. Viendo S. M. lo que había hecho el secretario, le dijo con una paz admirable: — Esta es la salvadera, y este es el tintero; — y como Santoyo se acongojara mucho, le dijo: — Esperaréis más, — y se puso á copiar la carta.» LA MASCARA DE BRONCE 361 «Una noche, yéndose á dormir después de muy cansado, al tirar la cortina, el sumiller de Corps vió la cama descompuesta, porque no la habían hecho los criados de cámara, y con una notable paz y tranqui- lidad aguardó que la hiciesen, y reprendiendo este descuido el conde de Buendía, estuvo S. M. atento y dijo á los ayudas: — Razón tiene el conde; que si en vuestra casa sucediera, dierais voces hartas.» «Tan amigo era de la paz y de que sus ministros fuesen apacibles con los litigantes, que dando la Presidencia de Castilla al doctor Juan Rodríguez de Figueroa, le mandó que mudase la condición, pues la te- nía poco dulce.» «Llevándole Santoyo unas consultas de unos corregimientos, iba consultado un don Fulano, hijo de Fulano, y el rey tomó la pluma y borró el don, diciendo: — Désele el corregimiento con condición que no se llame don, pues su padre no le tuvo, y ningún hijo se debe preferir á su padre.» «Escribiendo al marqués de Mondéjar, gobernador de Nápoles, le dijo que era necesario gobernar de manera que no se quejasen todos de él, aludiendo á lo que dijo otro rey: — Forzoso será que los malos rnos aborrezcan: lo que á nosotros toca es proceder de manera que «Aborrecía á los lisonjeros y mentirosos notablemente: en cuya ra- zón sucedió que estando S. M. un día en San Lorenzo el Real mirando el retrato de D. Luís Méndez de Haro, que había sido de su cámara, considerándole atentamente se entristeció, y volvió á hablar con los circunstantes que le acompañaban, y dijo estas palabras:— No supo el mundo lo mucho que yo quise y estimé á D. Luis Méndez de Haro, por dos cosas, entreoirás que tuvo para estimar: la primara, que jamás le hallé mentira; y la segunda porque no le conocí lisonja.» «Jamás permitió dar aviso de su parte á los jueces en negocio suyo, tomo n 46 362 ' LA MASCARA DE BRONCE dejando al fiscal en manos de su juicio, y de sus letrados ni menos para cosa que desease fuera de tribunal quiso (habiendo parte en ma- teria de hacienda) que se dijese que gustaría de ello el rey, porque sa- bía que el manifestar su voluntad los príncipes es una tácita violencia para los ánimos.» «En una grave consulta sobre un negocio de hacienda real, dijo ásu consejero Velasco: — Doctor, advertid al Consejo, que en caso de duda, siempre sea contra mí.» Creemos que el lector habrá podido formarse cargo de quién era Felipe II, con mucha mayor exactitud en vista de esos rasgos que no trazando aquí un retrato suyo, sacando á colación todos los lugares comunes de rigor cuando se habla del demonio del Mediodía. La ver- dad es que Felipe II es una figura sin par, la más culminante tal vez entre todas las de nuestros reyes, — una vez llevada á cabo la unidad española. — Fué, sin duda, la personificación del régimen absoluto, pero en lo que puede tener de grandioso el absolutismo. Por lo demás, no vaya á creerse que fuese absoluto porque era católico. Mucho más ab- soluta que él fué Isabel de Inglaterra, tipo de ingratitud para con su real cuñado que tamo la había protegido. Para terminar transcribire- mos lo que de él dice un historiador extranjero, no afecto ciegamente á las cosas de nuestra España: «Profundo, severo, amigo de la sole- dad, trabajador incansable, talento ilimitado, todo lo veía con sus pro- pios ojos; tenía gran tacto para elegir generales y ministros; en los cuarenta y dos años que duró su reinado, fué España el centro de la política, y causó más perjuicios á sus enemigos con las intrigas que con las armas. No se le hablaba sino de rodillas; rara vez se dejaba ver de los grandes, pero en cambio recibía á un hijo del pueblo y sa- ludaba á cualquier villano que encontrase. Devoto extraviado, pero de buena fe, creíase destinado por la Providencia para extirpar la herejía y dedicó á este fin su vida entera... Mas por combatir las ideas de su época arruinó á su pueblo...» Arruinó á su pueblo por no haber salido en bien de su empeño, pero no por eso se nos ofrece menos digna de admiración la voluntad LA MASCARA DE BRONCE 363 de hierro con que llevaba á cabo su idea fija. Prescindamos de las mi- serias que puedan descubrirse en la vida de los soberanos que se han elevado sobre el nivel de las medianías, y no reparemos en lo que nada explica, sino en lo que es resultado de su gobierno ó direc- ción. Alejandro, César, Cárlos V, Felipe II, son demasiado grandes Felipe II para que vaya á fijarse la atención en los chismes históricos que co- rren respecto á ellos; por encima de las liviandades del hijo de Filipo, por encima de las flaquezas de César, de las extrañezas del monje de Yuste y del burlado amante de la princesa de Eboli sobresale la me- moria de la misión civilizadora del primero, de la admirable creación política del segundo, de la monarquía casi universal de Carlos de Gan- 364 " LA MASCARA DE BRONCE te y de la poderosa reacción contra la Reforma, nunca provechosa á España. Porque, en caso de haber sentido Espafia la necesidad de una Reforma, hubiérala podido hacer ella por cuenta propia, sin ir á re- molque de Lutero ó de Calvino, el fanático asesino del sublime Miguel Servet. Dicho esto, reanudemos el hilo de nuestra narración. III Introducido don Rodrigo de Toledo á presencia del rey Felipe II, hallóse frente á un hombre de unos cuarenta y ocho años, de severo aspecto, vestido con una ropilla negra y llevando pendiente del cuello el Toisón de Oro. La frente era alta, despejada, y tan grandes como penetrantes los ojos, á cuya mirada escrutadora nada parecía deber escapar. Era de blanco color, de constitución mediana y mostrábase tempranamente canosa la barbilla rubia. Igual austeridad que en su persona advertíase en la estancia que ocupaba el rey de España; era, más que un salón, una celda espacio- sa, cuyas paredes estaban cubiertas con tapices en que se veía borda- do el escudo de los Austrias. Una mesa cargada de papeles, y detrás de ella una silla de baqueta, rematada en una corona real; un monu- mental brasero y un taburete eran los únicos muebles que se veían en la estancia. D. Rodrigo dobló una rodilla en tierra así que hubo entrado en la pieza, levantóse, y, haciendo tres reverencias, llegó á corta distancia de donde estaba Felipe II, hincándose entonces de nuevo. — Levantad, marqués, — dijo Felipe II. — Pero, ¿cómo osáis presen- taros en la corte, cuando yo decidí permanecierais alejado de ella por tres años? —Señor, — exclamó don Rodrigo, ya en pié;— he obedecido á las ór- denes de vuestro gobernador de Toledo, que se ha servido mandarme pusiera en vuestras reales manos estos despachos. Y, diciendo esto, alargó don Rodrigo al rey un voluminoso pliego. —En tal caso, y siendo en mi servicio, nada tengo que reprende- ros. Esperad. LA MASCARA DE BRONCE 365 El rey rompió la nema que sellaba la carpeta, y leyó lo que decían los papeles, sin que se transparentase en su rostro impasible el efecto que le causaba la lectura. Terminada ésta, dijo el rey: —Es negocio que requiere mucha meditación. Ya os avisaré cuando . . . Alargo don Rodrigo al rey un voluminoso pliego necesite de vos para llevarle la contestación al gobernador. Lo que sí os aconsejo es que no os dejéis ver demasiado. En la hospedería se está bien, y si sois aficionado á pinturas podréis pasar tres ó cuatro días como en clausura, muy distraído. —Así lo haré, señor,— respondió don Rodrigo. El marqués salió de la real cámara con igual ceremonia que al en- trar, y volvió á la celda donde había dejado á Blanca. 366' LA MASCARA DE BRONCE IV Al hallarse solo Felipe II, sentóse á la mesa y leyó nuevamente los despachos que había traído de Toledo el marqués de Villasol, mur- murando repetidas veces: — Es grave... Es grave... Preciso será que, en virtud de las facultades de zahori de que goza todo novelista, digamos de lo que se trataba. El 30 de Mayo de 1574 había muerto en París Carlos IX, á los veinti- cuatro años de edad, lleno de remordimiento y de turbación con el re- cuerdo de la San Bartolomé, debilitado por abundantes hemoptisis y en el último grado de consunción, dejando por regente del reino á su madre, hasta que llegase su hermano. Cuéntase que en su agonía exclamaba: «¡Cuánta sangre y cuánto cadáver! ¡Ah, qué consejos tan infames he seguido!>> Tres meses después empuñaba el cetro de Francia Enrique III, rey de Polonia, de cuya corte había escapado vergonzosamente en los mis- mos momentos en que Turquía amenazaba con la guerra. á aquella he- roica nación. Verdad es que hizo bien en huir, pues es fácil le hubie- sen echado sino, cansados ya los polacos de aquel mequetrefe, á pesar del corto tiempo que hacia le habían elegido por el rey. Desde el primer momento se vió que Enrique III de Valois. si hermo- so, elegante y simpático en su exterior, era un vil canalla, incapaz de ninguna resolución viril, un muñeco vicioso, un libertino desenfrena- do é incapaz. «Manifestaba siempre una extremada afición á las fiestas y rome- rías, creyendo de este modo alcanzar el cariño popular,— dice un emi- nente historiador francés, — pero se olvidaba de la guerra, del gobier- no y de todo negocio de gravedad é importancia; pasaba los días enteros en adornar á su esposa (éralo una hija del conde de V ande- moni, prima de los Guisas) y á sus favoritos; tenia una afición decidi- da por los perros y los papagayos, y recorría las calles con hábito de penitente y el látigo en la mano. Católicos, protestantes y políticos (ve- LA MASCARA DE BRONCE 367 nian á representar éstos lo que llamamos hoy «mestizos») publicaban á porfía sus torpezas, sus hábitos afeminados y orientales, sus indignos desordenados favoritismos, sus ocupaciones bajas y pueriles. Finalmen- te, aún no hacía seis meses que estaba en Francia, y su conducta había sido tan increíblemente loca y deshonrosa, que se había borrado todo el brillo del vencedor de Montcour, convirtiéndose en un objeto de desprecio universal, y había desvanecido la postrera aureola del tro- no. Los hugonotes y los señores ó políticos pensaban sacar partido de semejante rey para poner en planta sus designios de independencia, y los católicos creían que iban á sustraerse de la humillación con aquel jefe, y que debían buscar su salvación fuera del trono.» A todo esto, era evidente que el rey no tendría el menor escrúpulo en hacer traición á los católicos si los hugonotes encendían una nueva guerra, sospecha que no tardó en verse confirmada. Levantáronse de nuevo los protestantes, que habían hecho liga con los políticos, acaudillados por el duque de Alenzon, hermano del rey y heredero presunto, pero derrotóles Guisa en Fismes, adquiriendo con esto un ex- traordinario incremento de popularidad y el honroso apodo de acuchi- llado por haberlo sido en una mejilla en aquel combate; bien que en úl- timo resultado vino á ser suyo el provecho, por haber entrado en ne- gociaciones con ellos Catalina de Médicis, temerosa del ascendiente de Guisa. En virtud de estas componendas obtuvieron los hugonotes ex- traordinarias concesiones, entre otras la de pagarles tres millones y medio á los alemanes mercenarios que les habían ayudado en la gue- rra; la rehabilitación de la memoria de Coligny, Montgomery, La Mole y Coconnas, la libertad de cultos y de enseñanza, la creación de tribu- nales calvinistas, la cesión de muchas fortalezas de seguridad en el Mediodía, etc., etc. No pudieron los católicos contener un grito de indignación al saber las humillantes condiciones con que se habían hecho las paces; el pueblo, exasperado, opúsose en todas partes á que se cantase el Te- Déum; finalmente, por iniciativa de los Guisas y sirviéndoles de agen- tes los jesuítas, creóse una liga formidable que debía concluir con los Valois hundiendo en el vientre de Enrique III el puñal del dominico Jacobo Clemente. 368 LA MASCARA DE BRONCE V Para pagar á los alemanes mercenarios los tres millones y medio convenidos, fué preciso vender 200.000 libras de renta de los bienes del clero. Inútil es decir, si semejante medida exasperaría á los inte- resados, con justicia, hallándose con tan enorme suma de menos, pero no era solamente el clero, sino la Francia entera la que se sentía in- dignada al tener que pagar los cuantiosos impuestos decretados para recompensar á los rebeldes. El descontento creció de tal modo, que se formó la liga á que más arriba nos hemos referido, clandestina aún. De sus intenciones le daba cuenta el arzobispo de Amiens á su «hermano el de Toledo,» y no poco le interesaba ciertamente que este lo supiese. El primado español, creyóse en el caso de enterarle al rey de lo que se estaba tramando y á este efecto entregó el despacho al gobernador para que lo hiciera llegar por seguro conducto á las reales manos: tal fué la misión desempeñada por el marqués de Villasol. Decíale, pues, el cardenal á S. M. que se había formado una Liga católica que abrazaba toda la Francia, con el lema de Una fe y una ley para el reino, establecida, para conservar las leyes y la reli- gión antigua de la monarquía; que los que pertenecían á la Unión consagraban á este objeto su vida y haciendas y juraban no retirarse de ella bajo pena de muerte, y que encontrándose ya con un tesoro inagotable y un ejército admirablemente organizado, disponíase á hacer pública su existencia y á proclamar rey de Francia al duque de Guisa, reivindicando los derechos que tenía su familia al trono como descendiente de Carlomagno. Añadía el de Amiens que el plan era hacer sentenciar al duque de Alenzon (ó de Anjou), hermano del rey y heredero presunto, por ser aliado de los herejes, imitando el ejemplo del rey católico respecto á su propio hijo; emplear todas las fuerzas de la Liga en exterminar á los hugonotes y que el duque de Guisa hiciera encerrar al rey en un convento como lo hiciera su a ntecesor Pepino con Chilperico. El arzobispo liguero participábale también al de Toledo que el LA MASCARA DE BRONCE 369 papa estaba enterado de todo y que no se dudaba de que ayudaría al de Guisa á subir al trono, rogándole interpusiera á su vez su valiosa influencia con el rey católico para que obrara de igual suerte, en la seguridad de que no se trataba de una conspiración mezquina y pobre sino de un gran movimiento y de una asociación poderosa por su nú- mero, el entusiasmo, los recursos y la unión de los adherentes, con fin determinado y un solo jefe, por cuyas órdenes todo se movía como un solo hombre. Felipe II meditó largo rato y exclamó por fin: — La fe es incompatible con la casa de Valois, y es preciso que baje del trono. Sin embargo, hay que dar tiempo al tiempo... Mi hija es biznieta de Enrique II y si Anjou muriese, la más próxima heredera de Enrique III... ¡Quién sabe!... Borbón, además de hereje, es sólo pariente en grado vigésimonono del rey de Francia... Nunca se ha heredado en tales condiciones... Sí; dejemos que el tiempo haga su obra... Mi corona abarcando España, Francia y Portugal... extermi- nada la herejía en Inglaterra y los Países Bajos... ¿por qué no? Y Felipe II cerró de nuevo los labios y volvió á abismarse en su meditación, hasta que de pronto se estremeció, tomando otra vez el despacho y repasando los ojos por su contenido. — ...hacer sentenciar al duque ele Anjou, heredero presunto por ser aliado de /os herejes, imitando el ejemplo del rey católico respec- to á su propio hijo... — exclamó repitiendo con amargura esta frase del despacho. — ¡Ah! ¡Necios!... ¡eso se figuran! Lleno de agitación, abandonó el rey el sillón en que estaba sentado y comenzó á pasear á grandes pasos por la celda. — Dios se sirvió disponer de su vida, — murmuró prosiguiendo su monólogo... — ¡Téngale Él en su santa gloria!... No hice lo que creen, no le mandé sentenciar, sino que le perdoné de la pena de muerte á que le condenó el Consejo de Castilla, y sin embargo, deber mío era como rey... deber mío, sí, castigar á un rebelde, á un hereje, á un reo de lesa majestad, ya que olvidé como padre y como esposo lo que me- tocaba hacer... Quería matarme, usurpar mi reino y ponerse al frente de los gueuses; intentó asesinar al buen duque de Alba cuando vino á tomo n 47 370 LA MASCARA DE BRONCE tomar mi venia para marchar á los Países Bajos á refrenar la insurrec- ción... ¿qué menos podía yo hacer que ponerle guardias de vista? Mu- rió por sus excesos, por la violencia de su carácter, no porque yo lo mandase... y, sin embargo,... quizás Dios me tenga en cuenta no ha- ber dejado se ejecutase el fallo de la ley. — Siete años hace, y, sin embargo, paréceme que fué ayer, — siguió diciendo el rey, — cuando entré sin luz y sin armas, á las once de la no- che, en el cuarto del principe y me preguntó Carlos si venía á quitarle la libertad ó la vida. — «Ni una ni otra; — le contesté,— tranquilizaos.» — ¿Y cuando mandé recoger al príncipe? Después de cuatro meses de haber hecho rogar á Dios en todas las iglesias que me inspirase y guia- se... No era el caso, ciertamente, para menos... Tratar de asesinarme, ponerse luégo en Flandes para que los rebeldes se gobernasen como mejor quisiesen, comprometer á D. Juan de Austria y á Pescara para que se declarasen á sü favor... ¿Qué más podía maquinar aquel des- venturado?... ¿Quién le imbuyó aquel odio que sentía contra mi, odio terrible que no desarmó siquiera á los piés de su confesor y le privó de la absolución?... ¿Era odio por envidia, por ambición? ¡Envidia! ¡Cuán- ta no sentía en su pecho! ¿Acaso por envidia no trató de asesinar tam- bién á don Juan?... Después, bien lo sé... Guillermo de Orange ha hecho propalar los más horribles rumores... ¡Ah, mi pobre Isabel!... Al recuerdo de la hermosa reina á quien tanto había amado pare- ció que le faltaban á Felipe II las fuerzas para seguir hablando y sen- tándose de nuevo ocultó la cabeza entre las manos, y lloró. VI Así transcurrieron ocho días, al cabo de los cuales recibió don Ro- drigo orden de presentarse al rey. Llegado el marqués á presencia del soberano, entrególe éste un pliego cuidadosamente sellado y le dijo: — Como muestra de mi aprecio á vuestra persona os levanto desde ahora la prohibición de parecer en la Corte. Libre sois de fijar aquí ó en Madrid vuestra residencia si esto os acomoda. LA MASCARA DE BRONCE 371 — Os doy gracias, señor, por vuestra benignidad. Hallóme bien en mi castillo, aunque dispuesto siempre á emplearme en servicio de Vuestra Majestad. — Entonces, — dijo Felipe II, — y si no os ha de pesar hallaros fuera dariaisme una señalada muestra de vuestra adhesión á mi persona yendo de gobernador á Valencia de Alcántara." No está muy segura la frontera portuguesa y necesito allí un hombre que esté al tanto de cuánto puedan tramar nuestros vecinos. Nadie mejor que vos, anti- guo diplomático y hombre de guerra, para semejante mando. Además se necesita] para ello pertenecer á una de las órdenes militares y vos sois caballero de Santiago. — Vuestros deseos son órdenes terminantes para mí, señor, — repuso don Rodrigo. — Entonces os agradeceré partáis cuanto antes. Y alargando el rey á don Rodrigo unos papeles que tomó de sobre la mesa, añadió: —Ahí tenéis con vuestro despacho de gobernador el de maestre de campo... — Gracias, señor, — exclamó el marqués con digna modestia. —Era justo recompensase yo vuestro comportamiento en Lepanto i y en los Países Bajos. Además, el pasaporte. Como veréis, está trazada ya la ruta que habéis"de seguir. — Partiré al momento, señor,— dijo don Rodrigo. Besó el marqués la regia mano y salió de la cámara. VII Después de dar cuenta á Blanca del viaje que tenían que empren- der pasó don Rodrigo la vista por el pasaporte, sorprendiéndose de que se le trazara un itinerario algo extraño, desde el momento que no tenía que pasar por Toledo, marcándosele como etapas Escalona, Ta- lavera, Oropesa, Puente, Trujillo, Cáceres y Valencia. Esto no le hubiera sorprendido, sin embargo, á saber que con los pliegos que había traído del gobernador de Toledo había una respe- t 372 ' LA MASCARA DE BRONCE tuosa solicitud del arzobispo al rey en demanda de que se procurase hacer que no volviese por al li don Rodrigo en algún tiempo, por razo- nes que en nada redundaban en desdoro suyo, sino antes bien al ob- jeto de que pudiese ver turbada la tranquilidad de su hogar. Ajeno, sin embargo, el marqués de sospechar que tal fuese el moti- vo, mostró viva contrariedad por no poder despedirse del Greco, á bien que Blanca le distrajo pronto haciéndole presente que sin duda debería de estar ya curado según la mejoría que había experimentado el día que le visitaron: — Quiera Dios que así sea, — replicó don Rodrigo, — pero cuando me- nos ya que no puedo visitarle yo á nuestro buen amigo, escribiréle que perdone mi involuntaria falta. Así lo hizo el marqués, entregando luégo la carta á un correo de gabinete, con viva contrariedad de Blanca que hubiera deseado no tu- viese Domenico noticia alguna de su paradero. Los dos esposos se pusieron en camino una fría mañana de Enero de 1576, seguidos de dos caballeros que debían ejercer respectivamen- te los cargos de secretario y aposentador, y de varios criados de su servidumbre personal. Muchos esfuerzos debía hacer don Rodrigo para disimular la tris- teza que le ocasionaba tener que ir á desempeñar el gobierno que con visos de destierro le había conferido el rey, pero animábale la idea de que tal vez lograría dejarlo pronto para retirarse de nuevo á su casti- llo ó bien para acompañar á los Países Bajos á D. Juan de Austria si como se susurraba estaba destinado á reemplazar á D. Luís de Reque- sens. En cambio, no podia ocultar Blanca su alborozo, libre ya del temor de que el Greco pudiese envolverla, quizás, en una irreparable desdi- cha. Aquella hermosa criatura temblaba á la idea de encender alguna nueva pasión, y hubiera deseado ocultarse á las miradas de todos, me- nos á las de su esposo. Los dos caballeros que con ellos iban no parecían muy propensos á ello; ambos eran de edad ya provecta, educados en la rígida escuela del duque de Alba, y más preocupados de devociones que de galanteos. LA MASCARA DE BRONCE 373 El viaje, largo y monótono, realizábase sin otra novedad que las que provenían de las incomodidades aneja? á semejante viajata; nada más pobre ni atrasado que el país por donde atravesaban; por aque- llos desiertos caminos sólo se acertaba á ver, de cuando en cuando, algún fraile que, al lento paso de la perezosa muía en que montaba, aparecía como gráfica personificación de la España monástica y som- bría de aquella época. En esto sucedió que, al hallarse á mitad de la etapa, entre Puen- te del Arzobispo y Trujillo, y en ocasión en que atravesaban el puerto de San Vicente, sintióse don Rodrigo bastante gravemente indispues- to, para que fuese preciso suspender la marcha y buscar un albergue donde poder ser atendido. Por suerte, brindaba allí cerca su hospitalidad un monasterio de benedictinos, perdido en las soledades de la imponente sierra de Vi- lluercas, donde las montañas alcanzan tal elevación que causan vér- tigo. VIH Instalado el marqués en una humilde celda, fué asistido al momen- to por un monje, discípulo de la insigne escuela de ciencias médicas del inmediato monasterio de Guadalupe. El fraile examinó con suma atención al enfermo, y vióse claramen- te, en la expresión que tomó su rostro, que no auguraba muy bien del término que pudiese tener la enfermedad. —El señor marqués ha pillado unas calenturas que mucho me temo no vayan á ser malignas, —exclamó. — En fin, probaremos si, con el auxilio de la divina misericordia, bastarán mis cortos conocimientos á combatir el mal y sanar al paciente. — ¿Paréceos que serán, pues, unas calenturas malignas lo que tiene el señor gobernador? — preguntóle el caballero secretario á fray Pedro Pablo Pereda, pues así se llamaba el digno benedictino. —No me lo parece, sino que os lo afirmo, — contestó el interpelado. —No mienten los signos: ved el semblante cadavérico del enfermo; el 374* LA MASCARA DE BRONCE pulso desigual, pequeño, débil, intermitente; la asfixia; ese desasosie- go; esa ansiedad, síncopes, desmayos, postración, sudores fríos; esa respiración difícil; ese sueño profundo; esa sed inextinguible, y los signos que revelan los humores... No hay duda, el enfermo está de mucho, de muchísimo peligro. El fraile atendió desde el primer momento con tanta solicitud como habilidad á don Rodrigo, poniendo en práctica los medios entonces empleados para combatir dicho mal, frecuentísimo en aquellos tiem- pos. — Sin dejar pasar la ocasión, se ha de emprender la cura, — habíale dicho á Blanca, que sin consuelo miraba á su esposo postrado en el humilde lecho en que yacía.— La menor tardanza acarrea en estos ca- sos el mayor peligro; la dilación sería peligrosísima. En consecuencia, había ordenado fray Pereda una dieta rigurosísi- ma, principiando por practicar una sangría al enfermo, habida en consideración su robustez, y propinándole luégo un emético; usó luégo grandes cantidades de polvos de flores de manzanilla, el opio constantemente y buenos remedios tónicos al fih. Tal era la manera de tratar las intermitentes perniciosas en el siglo xvi, antes de que se conociese el especifico empleado hoy. Sea como fuese, ello es que el enfermo pudo librarse de las garras de la muerte, por más que el estado de profundo abatimiento en que quedó le impedía poder continuar sin dilación su camino. IX —Sin duda contrajisteis esa enfermedad mientras andabais por los llanos, siguiendo por las orillas del Tajo, — habíale dicho fray Pereda al marqués, un día que paseaban por los bosques de las cercanías. — El río forma allí muchos charcos, y nada más fácil que coger unas in termitentes. Ahora, lo que os conviene es permanecer algún tiemp en estas alturas respirando el aire vivificante de que aquí se goza, y después tiempo habrá para que os consagréis á los graves negocios de vuestro cargo. LA MASCARA DE BRONCE 375 — Sería inferiros un desaire imperdonable no aceptar la hospitalidad que me ofrecéis, después de deberos la vida, — respondió el marqués. — Estoy á vuestras órdenes, y no me iré de aquí hasta que vos consin- táis en ello, tanto más en cuanto me place extraordinariamente este sitio. — No se me extraña lo que decís, — contestó el monje.— De mí sé de- ciros que no cambiara yo mi retiro por el mejor palacio del mundo, y no ciertamente porque disponga aquí de muchas comodidades, sino que temería me había de faltar en otra parte lo que aquí tengo: la tran- quilidad de espíritu, vagar bastante para la contemplación y el estu- dio, y el espectáculo de la Naturaleza tal como se ofrece aqu i á nues- tra vista. — ¿Hace mucho os retirasteis á este monasterio? — Puede decirse que desde mi niñez no me he separado de él, ex- cepto en el tiempo que estudié medicina en Nuestra Señora de Guada- lupe. Grande escuela, ciertamente, establecida en un edificio grandioso y magnífico, y dotada de vastas y concurridas enfermerías; explican allí profesores elegidos de entre lo mejor, con obligación de enseñar la ciencia á todo el que quiere aprenderla. . . Y no sólo esto, sino que, por especial concesión de Su Santidad, es permitida allí la apertura de ca- dáveres. En ninguna parte pueden formarse mejores anatómicos que allí, y muchos han salido, en efecto, de sus aulas desde el año 1322 en que fué fundada... Pero, me distraía de nuestro asunto... Dígobs, pues, que apenas cumplidos los veinte años, entré aquí de lego y profesé á los veinticinco. Tengo ahora cuarenta, y jamás se me ha ocurrido echar de menos nada. — Os envidio, padre, — replicó don Rodrigo. — Bien se ve pintada en vuestro rostro la apacibilidad de vuestra alma. — En cambio,— replicó sonriendo con cierta sorna el P. Pereda, — jurara yo que no ha sido vuestra vida un modelo de tranquilidad... Ha- bréis, sin duda, guerreado... — Estuve en la Alpujarra, Lepanto y en Flandes,— contestó el mar- qués. — Buen cristiano: habréis matado, pues, muchos mahometanos y luteranos. 376- LA MASCARA DE BRONCE —Algunos, — replicó sonriendo don Rodrigo. — Y áun, áun... quien sabe si habrá caído allá y acullá algún cris- tiano... — Quizás... — ¡Ya veis! Con eso ya es más difícil transigir. — Lances de la vida, padre. — Por supuesto que no dudo tuvieseis vos la razón siempre. — Eso creo. — Pero áun así... Todos somos hijos de Dios, hermano. Hay que es- tar siempre en guardia contra las tentaciones del diablo, porque no dudéis, señor marqués, que el diablo ha sido quien os movió á enviar al otro mundo á esos pobres cristianos... ¡Ved cuán grave pecado no es matarle á uno para que vaya á sufrir las penas eternas del in- fierno! — Obedeceré vuestras prudentes amonestaciones, padre, — contestó sonriendo don Rodrigo, — aunque no veo ya con que cristiano pueda yo andar á cintarazos. — Creed que rogaré á Dios, diariamente, que así sea. — Y yo lo haré también, padre, os lo prometo,— contestó don Ro- drigo,—aunque no dudo que vuestras oraciones habrán de ser mejor escuchadas de Dios que no la de este miserable pecador. — Pecadores miserables somos todos, hijo, — dijo el fraile lanzando un ruidoso suspiro,— y aún quien sabe si más miserables todavía nos- otros, obligados á ser pobres, castos y humildes por nuestros votos, que no los demás que ningún voto han hecho. Malo es un seglar malo, pero un fraile malo, es pésimo. Con todo, perdóneme Dios si no creo pertenecer yo á este número... Ved... ahí... en ese árbol, se ahorcó hace trescientos años un fraile de nuestro monasterio que apostató para hacerse bandolero, raptor, asesino... — ¡Bah! Hay más frailes virtuosos que bandoleros,— repuso don Ro- drigo, como si le desagradara la conversación, — y más que mueren en olor de santidad que no ahorcados. — Es verdad, pero no puedo pasar nunca por este sitio sin recordar el lamentable hecho que os he referido y que consta puntualmente re- LA MASCARA DE BRONCE 377 gistrado en nuestras crónicas. ¡Quiera Dios no suceda nunca igual! — ¿A ménf— contestó don Rodrigo, á quien decididamente molesta- ban aquellas palabras. El P. Pereda varió de asunto y los dos amigos regresaron al mo- nasterio muy engolfados en ciertas disquisiciones sobre el Concilio de Trento. TOMO II 48 CAPITULO V Mística Mientras tan apaciblemente transcurrían los días en San Benito de Villuercas ocurría algo mucho menos bucólico no muy lejos de allí, en lo más intrincado de aquella frondosa y pintoresca serranía. En la misma ocasión en que se hallaban departiendo tan amistosa- mente en el bosque don Rodrigo y el digno P. Pereda, un coche de colleras que había salido aquella tarde de San Vicente veíase amena- zado, al salir del puerto, por una gavilla de malhechores, que apun- tándole desde lejos con los mosquetes al mayoral, habíanle obligado á detenerse. No pareció inmutarse gran cosa el auriga, manchego hecho ya á tales trances, y así detuvo las muías que tiraban del vehículo y echó pié á tierra lo mismo que el zagal. 380 LA MASCARA DE BRONCE Dos bandoleros se aproximaron entonces á la portezuela del ca- rruaje y obligaron á apearse á los que iban dentro, que eran dos da- mas de señoril aspecto y un caballero anciano, harto achacoso para poder demostrar el menor brio. Apenas si á los acongojados viajeros les habían quedado fuerzas para gritar ¡socorro! cuando surgió de entre la espesura un peregrino que lanzándose entre los sorprendidos caminantes y los bandoleros, exclamó haciendo cara á éstos: — ¡Atrás, canalla! Sorprendidos los ladrones no tardaron, sin embargo, en echar de ver que su agresor no llevaba ninguna arma, por lo cual se arrojaron valerosamente sobre él, trabándose una desesperada lucha entre el pe- regrino y los foragidos, presenciado con espanto por las damas y el anciano y con perfecta indiferencia por los zagalones. Por fin, á pesar de su admirable bravura hubo de rendirse el gene- roso protector de los viajeros á la superioridad del número y una vez bien amarrado por dos de los bandidos, uno de la cuadrilla que pare- cía ser el capitán, hombre de aspecto ferocísimo, díjole: — La bolsa ó la vida. Echad ahí cuánto traigáis. El peregrino se encogió de hombros y dijo: — No traigo nada. — ¡Ah! ¿Con que estáis de humor para gastar bromas? — No estoy de humor ni para eso ni para otra cosa. Os digo que nada traigo. — ¡Ea! pues, ya que os resistís vais á ver lo que os pasa. Y haciendo una seña á uno de la cuadrilla retembló la sierra con el estruendo de un formidable mosquetazo. El peregrino cayó al suelo, sin dar un grito. Acto continuo, y para lo que pudiera servirles, despojáronle de su hábito los bandidos, apareciendo vestido por dentro con humilde tra- je, registráronle todo y hubieron de acabar por convencerse deque era verdad que nada traía, á no ser algunos papeles que no se dignaron quitarle. Seguros ya de que nada tenían que temer por aquella parte, dedicáronse á saquear el vehículo, á toda satisfacción, arrebatando de LA MASCARA DE BRONCE 381 paso cuantos objetos de valor traían encima sus víctimas, que con lá- grimas en los ojos pedían á los ladrones la vida, á trueque de que se llevasen cuanto les viniese en ganas. Por fin, cuando no hubo mas que robar, el capitán de la cuadrilla dió la voz de retirada. Mayoral y zagal subieron al coche, instaláronse de nuevo en él los viajeros y prosiguieron su camino, dejando al peregrino sobre el cam- po, sin que nadie cuidase de su suerte. II Cerró la noche, fría, húmeda y oscura. La sierra estaba sumida en el mayor silencio. El peregrino, acribillado el cuerpo de proyectiles, volvió en sí y ex- haló un débil gemido. Abrasábale la sed, por lo cual trató de llamar. ¡Vanos esfuerzos! Sólo el eco respondía á sus lamentos. Así pasaron largas horas de angustia durante las cuales el desdi- chado parecía poner especial empeño en ahogar sus gritos. El cielo, sin embargo, no quiso dejar sin auxilio aquella muda de- sesperación, antes bien acudió en su socorro cuando menos lo es- peraba. Rompía el alba cuando acertó á pasar por la carretera un fraile que procedente de la Cartuja de la Jara se dirigía á San Benito. Iba caballero en una muía, con las alforjas bien repletas. El fraile reparó en el mal herido caminante, desmontó y se acer- có á él. — ¡Hermano! — exclamó, — ¿Estáis herido? —Sí,— respondió el viajero con voz apenas perceptible. — ¡Jesús! Si estáis todo chamuscado. ¡Valiente manera de despa- char la gente al otro mundo! Ya supongo quiénes habrán sido esos bandidos; la gente de Pedro el Renegado. —No sé, padre. — No me llame padre, hermano soy; nada más que hermano, el hermano Gabino, de la Cartuja de la Jara. 382 " LA MASCARA DE BRONCE — ¡Ah! ¡De la Cartuja de la Jara! — Sí; un convento muy bueno si tuviese un Guardián de manga algo más ancha que la que tiene; pero en fin, no murmuremos de nuestros prelados. ¡Ea! hermano, vaya, un traguito del añejo; con esto os re- pondréis por de pronto. Y acercó su bota á los labios del herido que bebió con avidez. No tardó en colorearse algo su semblante, disipándose la lívida pa- lidez que antes tenía. — ¿Os encontráis mejor?— preguntó el hermano Gabino. — Mucho mejor, sí. — Tanto como mucho no es probable, pero algo, un poquito, lo creo muy bien. Vaya, voy á curaros ahora. ¿Tendréis ánimo? —Sí. — Bueno, pues. A lo que estamos. Y el hermano Gabino, con tanta presteza como cuidado, despojó al herido de la ropilla que llevaba, rasgando luégo su camisa hasta poner al descubierto la espalda. —Por de pronto no os sacaré las balas porque eso es cuestión del cirujano, pero os aplicaré un poco de bálsamo samaritano á esas heri- das. Eso os hará bien. Y el lego preparó al momento el famoso bálsamo, cosa harto fácil puesto que se consigue mezclando simplemente aceite y vino. En un momento estuvieron cubiertas las heridas con trapos empa- pados en la mixtura. El hermano Gabino echóle la ropilla al cami- nante sobre los hombros, dejándole libres los brazos y tomándole luégo por la cintura, dijo: — ¡Ea! esperaréis aquí á que vaya por un bayarte á San Vicente... — No, no; tengo fuerzas bastantes para montar á caballo. Iré á la grupa. — ¿Tan fuerte os encontráis? —Sí. — En este caso, mejor que mejor. ¡Ea! subid. El lego ayudó al desconocido á montar en la muía y enseguida montó él. LA MASCARA DE BRONCE 383 — Arrimaos bien á mí; no me pesaréis por eso. Perfectamente. ¿Váis bien? —Sí. — Pues andando, á paso de canónigo. Y la muía se puso al paso con toda la lentitud imaginable. III Al llegar los viajeros á un vallecillo desde el cual se divisaba un hermoso edificio levantado cerca de la cumbre de una de las vecinas montañas, dijo Gabino: — Vamos, ahora podréis estar á toda satisfacción. Os dejaremos en el Hospital del Obispo y allí estaréis asistido á cuerpo de rey, pues es una hospedería aquella, dependiente de Nuestra Señora de Guadalupe, que puede citarse como vivo ejemplo de vita bona. — ¿Y no podríamos acabar la jornada hasta vuestro monasterio? — ¡Hombre de Dios! Si no puede su merced con sus huesos ¿cómo quiere pasar más adelante? — Sea como gustéis. — Tanto más, en cuanto que todo lo que en nuestra casa es estre- chez y ayuno, aquí es un gaudeanus continuo. — Bueno. — Ved, ya hemos llegado. A ver como nos apeamos. Puso pié en tierra primero fray Gabino y alargó sus brazos al he- rido que bajó difícilmente, mostrando en su semblante el vivísimo do- lor que experimentaba. Cogido del brazo del lego, adelantaron ambos hacia la portería. —¡La paz de Dios sea en esta casa!— exclamó el fraile, tirando del cordón de la campanilla. — Y en la de todos, — contestó una voz que denotaba en su propieta- rio excepcionales dotes de bajo profundísimo. — Abrid hermano Nicolás, pronto pronto. — Voy enseguida, hermanito Gabino. ¿A que bueno por aquí? La puerta se abrió mientras el hermano Nicolás decía aquellas pa- labras. 384 • LA MASCARA DE BRONCE — Aquí venimos con este buen hombre, — repuso Gabino,— á quien he encontrado mal herido ahí en la sierra... — Sea bien venido su merced. — Sí; conviene cuidarle mucho. Está hecho una criba de balazos. —¡Santo Dios! — El tenía deseos de no detenerse hasta nuestra santa casa, pero con sólo verle se comprende que no es posible que eso haga. —Hermano, — dijo á esto el herido dirigiéndose á fray Nicolás, — hacíalo por no ocasionar aquí tanta molestia. —Nada de eso, hermano; todos somos hijos de Dios y debemos ayu- darnos en las tribulaciones que Él nos envía para probarnos y hacer- nos más dignos de la eterna gloria. Vamos, os conduciré á la enferme- ría y allí estaréis cuidado á cuerpo de rey. El herido se apoyó en brazos de los dos legos, yendo entre ambos, y caminó fatigosamente hacia el aposento nombrado por fray Nicolás. Fué llamado al momento el cirujano de la hospedería, quien quedó asombrado de que llevando el paciente tanto mal se quejase tan poco. — Os han metido en el cuerpo medio barril de balas, clavos y dados de hierro, — exclamó,— pero con paciencia y la ayuda de Dios mucho será que no logremos quitaros del cuerpo esos maldecidos fragmentos. Y sin más preámbulo procedió á la delicada operación de extraer el sinnúmero de proyectiles que habían penetrado en el dorso del pe- regrino. El herido resistió heroicamente aquella dolorosa maniobra, que- dando, sin embargo, como exámine después de terminada. La fortuna había sido que el tiro había sido disparado algo de lado y noperpendicularmente, con lo cual, ninguno de los proyectiles había penetrado en las cavidades del tronco. IV El digno cirujano, brillante discípulo de la escuela de Guadalupe, asistió con tanto esmero como asiduidad al paciente por espacio de dos larguísimos meses, al cabo de cuyo tiempo dióle por felizmente curado. LA MASCARA DE BRONCE 385 El herido permaneció algunos días más en el Hospital del Obispo y por fin, se despidió de los buenos padres sin manifestarles á don- de iba. Una mañana de Setiembre, de madrugada, empuñó un largo palo y se puso en camino á través de la sierra, llegando al cabo de dos jor- nadas á la Cartuja de la Jara. El caminante descansó á la sombra de un castaño y esperó á que se pusiera el sol. Ya las sombras de la noche comenzaban á envolver las montañas, cuando el peregrino enderezó sus pasos al convento. La campana del Monasterio tocaba el Angelus. El viajero se arrodilló y rezó el Ave-María. Levantóse luégo, pasóse la mano por la ardorosa frente y con paso rápido caminó hacia la iglesia. Entró en la portería y la primera persona á quien vió fué al herma- no Gabino. — Bien venido seáis, — exclamó el lego, sin esperar á que el recién llegado le deseara las buenas noches. — ¡Ea! sentaos, sentaos.. Pero, amiguito, veo que tiene su 'merced una salud de hierro, pues á no ser su merced no sé que otro cristiano se salvase de aquellas desaforadas heridas. — Dios ha querido conservarme la vida, — contestó el caminante,— y á Él pienso dedicar los últimos días de mi existencia. — ¡Qué! ¿Pensáis acaso en meteros cartujo? — No es otra mi intención, hermano. — ¡Ave María Purísima! — ¿Acaso soy yo de diferente condición que vos? — Si habláis en puridad, de diferente condición os responderé que somos, puesto que vos queréis meteros fraile y yo no quise jamás se- mejante cosa, sino que me metieron. — Vuestra humildad demuestra que debéis ser un religioso ejem- plar. —Creed, sin embargo, que hubiera sido más ejemplar casado. — Os chanceáis, hermano Gabino. TOMO II 49 386' LA MASCARA DE BRONCE — Creed que no... Pero ya veo que no conviene hablar de tan espi- nosos asuntos. Non licet. Y así os pregunto: hermano, ¿se le ofrece algo de momento en que pueda servir á su merced? —Pues claro está que sí; y sino, ¿á qué vendría haberos molestado? — Nada de eso, hermano. —Al moméuto. hermauo — Tendréis, pues, la bondad de decirle al P. Guardián que hay aquí un... viajero que solicita verle para un negocio de altísima im- portancia para este miserable pecador. —Al momento, hermano. El lego salió de la portería con [gran prosopopeya, dejando solo al misterioso forastero. V Era aquel lugar apacible por extremo. LA MASCARA DE BRONCE 387 El viajero se acercó á una ventana y contempló por algunos instan- tes el panorama que á su vista se ofrecía. En el horizonte empezaba á salir la luna, que estaba á la sazón en su lleno. Todo el paisaje aparecía iluminado con una claridad verdosa ex- traña. Veíanse á lo lejos los altos picos de Miravete, Villuercas y Guada- lupe, cubiertos de verdura negruzca, y allí cerca el valle, sumido en tenebrosa lobreguez. Una fresca brisa, cargada con los aromas del bosque, acariciaba dulcemente el rostro del peregrino. El cielo era de un azul purísimo, como transparente. Oyéronse en esto los acordes del órgano, y á poco una gran sal- modia. Rumor de pasos anunció á fray Gabino. — Hermano, — dijo al visitante, — el P. Guardián aguarda á su merced en su celda. Sígame. VI El forastero fué en pos del lego, hasta llegar á un largo corredor, ébilmente alumbrado por ,varias mortecinas lámparas, al cabo del ual, entró en una vasta estancia, casi desnuda de muebles, pero de everísimo aspecto. No tenía más ajuar que dos sillones de baqueta, una tosca mesa de pino sostenida por travesanos de hierro, una cama de tablas y un jer- gón, y en las paredes un crucifijo y un cuadro al óleo representando San Bruno. El aposento estaba iluminado por un cirio colocado en un cande - ero de madera sobre la mesa. Detrás de ésta estaba sentado el P. Guardián, varón de venerable aspecto, viejo, pero de vivísima y penetrante mirada, doblado por el peso de los años y debilitado por las mas crueles penitencias. — Hijo mío, — exclamó con voz grave y dulce, — queríais verme, se- 388 ' LA MASCARA DE BRONCE gún me ha anunciado fray Gabino, para tratar de un negocio de im- portancia. Aquí me tenéis ya. ¿Qué puedo hacer por vos? — Padre, — repuso el visitante, con voz austera;— soy un náufrago del mundo, y he venido aquí en busca de un refugio. Deseo profesar en este monasterio. — No hay en ello inconveniente alguno, cumplidas las formalidades que se requieren para el caso. — Se cumplirán, padre mío, si me ayudáis con vuestra miseri- cordia. — Bien comprendo que tratándose de persona cual aparecéis ser, no he de haceros reflexión alguna acerca de la trascendencia de vuestra determinación. — Padre mío, yo oiré gustoso cuanto os dignéis decirme, pero mi resolución es irrevocable. —Así lo creo. Y, decidme, ¿qué os ha movido á preferir este con- vento á otro cualquiera? — No lo sé, padre, pero siento irresistible vocación á profesar en una Cartuja. —¿Estáis bien enterado de lo estrecho de nuestra regla? — Lo estoy. El P. Guardian exclamó de pronto: —Perdonad; ¿seríais vos el caballero á quien encontró mal herido fray Gabino en las cercanías del puerto de San Vicente? — El mismo soy. Y ahora hacedme la merced de enteraros de estas cartas que traigo para vos... — ¡Ah! Y el P. Guardián tomó las cartas, leyéndolas, sin que aparecie- ra en su rostro la menor muestra del efecto que le producían. Sólo después de acabada la lectura clavó en su interlocutor una mirada se- mejante á una hoja de acero toledana, según lo penetrante, y no, tam- bién, sin cierto asomo como de indignación y escándalo. El visitante, sin embargo, no pareció reparar en la expresión de aquella mirada, dada la humildad con que tenía fija la vista en el suelo. LA MASCARA DE BRONCE 389 — Hijo mío, — repuso el P. Guardián, con acento ligeramente tem- bloroso;— mucho me complacería ser prelado de tan fervoroso monje, cual indudablemente habréis de seguir siendo, pero reitéroos la pre- gunta de si podéis darme razón de vuestra preferencia por esta santa casa, habiendo tantas otras en que se albergan ejemplares religiosos que fueron antes cumplidos caballeros, sabios y artistas de insigne mérito ó esforzados militares, siendo así que aquí somos todos humil- dísimos siervos de Dios, sin letras, sin grandes protecciones, ni rela- ciones... — Llegó á mi noticia la rigidez extremada con que se observan aquí los rigurosos preceptos de la orden, la dureza de las penitencias, lo frugalísimo del trato, y esto me movió. — Lo celebro, pero insisto en que me reveléis si tenéis algún otro secreto motivo para querer profesar aquí. — Ninguno, padre mío. — ¿Y os sería indiferente en este caso profesar en otro? — Mucho me dolerá verme arrojado de este asilo por vuestra noble mano, padre mío. — No, no os arrojo, hijo... Sólo deseaba saber cómo os habíais fija- do en la Cartuja de la Jara, en vez de otra, para terminar allí vuestros días, consagrados al servicio del Señor; pero supuesto que ningún mo- tivo más que los que habéis dicho os obliga á ello, nada más tengo que oponeros. Seréis admitido con los brazos abiertos, hijo mío, y que el Señor continúe haciendo de vos un religioso ejemplar... — Así espero que habrá de ser, padre mío; tales son mis pro- pósitos. — Quedaréis por esta noche albergándoos en la celda de los legos, y mañana haréis conmigo confesión general. — Sí, padre mío. — Con los papeles que me habéis traído, serán bien pocas las for- malidades que será preciso llenar. ¡Quiera Dios que encontréis en este monasterio un definitivo refugio contra las tempestades del mundo! La orden de que soy indigno fraile ha contado hasta el día muchos santos y bienaventurados; ningún traidor ni falso apóstol. Cuento que 390 ' LA MASCARA DE BRONCE vuestro ingreso en ella habrá de aumentar su prez, y que ganaréis el cielo, haciéndolo ganar también á muchos de los que á vos se acer- quen en demanda del socorro espiritual. Id, hijo mío; preparaos bien para la confesión que habéis de hacer mañana, y que el cielo se digne inspiraros una súbita resolución si es que no os sentís con bastantes fuerzas para consagraros á la vida dura, monótona y exclusivamente ascética que habréis de hacer aquí. Recogeos en vuestro interior, me- ditad, pesad bien la importancia de los votos que queréis hacer, y re- cordad que desde el momento que traspaséis los umbrales de la clau- sura y se cierren tras de vos las puertas del monasterio, todo recuerdo mundanal será mortal pecado, todo resabio de terrenal pasión tre- mendo sacrilegio, toda remembranza de cualquier perecedera criatura delito horrible que os abriría de par en par las puertas del infierno. Dios: hé ahí el único pensamiento consentido dentro las paredes del convento; Dios y sólo Dios. Ni padres, ni hermanos, ni hijos, ni ami- gos, ni pasados amores, podrán ocupar un solo instante vuestra men- te. Aquí se vive sólo para morir y no puede abrigarse otro afán que el de servir á Dios y ganar la salvación eterna. — Pensaré en cuanto me habéis dicho, padre mió. —Si; hacedlo, y que Dios os ilumine. El desconocido se despidió del P. Guardián besándole la mano y dejando al digno prelado sumido en cierta especie de estupor, con vislumbres, sin embargo, de desagrado. VII Amaneció el nuevo día, despejado, sonriente. El forastero se acercó al confesonario que tenía en la iglesia del convento el P. Guardián y permaneció alli más de tres horas. Terminada la confesión recibió la Eucaristía, que le dió el mismo confesor. No tardó el seglar en despojarse de su traje para ceñirse al cuerpo el sayal de la Cartuja. Por la tarde llamóle el P. Guardián y quedándose con él á solas en su celda, dijole: LA MASCARA DE BRONCE 391 —Hermano Jacobo (que tal era el nombre que había tomado el re- cién entrado) quiero daros ahora algunos saludables avisos é instruiros de varias provechosas cautelas qne de no poco le servirán, si las tiene siempre delante de sí, para llegar á ser verdadero religioso (el Guar- dián recalcó mucho el acento al decir estas palabras) y llegar en breve á mucha perfección; consejos y advertencias tanto más preciosas en cuanto no son míos, sino que trasmitiólos el beato fray Juan de la Cruz, tan experimentado en achaques de este linaje. —Os escucho, Padre mío, — respondió el hermano Jacobo. — Hermano, si en breve quiere llegar al santo recogimiento, silen- cio espiritual, desnudez y pobreza de espíritu, donde se goza el pací- fleo refrigerio de espíritu y se alcanza unidad con Dios, y si quiere al par librarse de todas las astucias y falacias con que el demonio no habrá de dejar de perseguirle todavía, conviene que se ejercite, pero muy al pié de la letra en lo que voy á decirle ahora. — Padre, os prometo que seguiré cuantos consejos queráis darme, — respondió fray Jacobo con extremada humildad. — Sepa, pues, hermano, que todos los daños que el alma puede re- cibir nacen de los tres enemigos que tenemos, mundo, demonio y car- ne. Escondiéndose de estos, no hay ya más guerra; el mundo es menos dificultoso, el demonio más oscuro de entender; pero la carne es más tenaz que todas, y que á la postre se acaba de vencer, junto con el hombre viejo. Pero si no se vencen todos, nunca se acaba de vencer el uno; que á la medida que uno venciese, hermano, los irá ven- ciendo á todos en cierta manera. —Así lo entiendo, padre. —Oiga ahora, hermano Jacobo, las cautelas que ha de tener para librarse perfectamente del daño que puede hacerle el mundo. La pri- mera,—y al decir esto clavó sus ojos el P. Guardián en los del herma- no Jacobo, como si quisiera escrutar el fondo de su conciencia, — es •que acerca de todas las personas tenga su merced igualdad de amor igualdad de olvido, ya sean deudos, ya sean otra cosa... El hermano Jacobo bajó los ojos y humedeciéronse sus ojos al oir aquellas palabras. 392 ' LA MASCARA DE BRONCE Quite, hermano, el corazón de éstos tanto como de los otros... —Sí, padre, si, sólo viviré por Dios y para Dios. —No ame, hermano, más á una persona que á otra, porque errará... —¡Bien sabéis si he errado entonces, padre mío! —Sólo debemos amar más que á otros al que á Dios ama más que otro ninguno, ¿pero cómo saber esto?... — ¡Ay, padre! ¡Yo amo á quien quiera mucho á Dios, pero no menos quise á... otro! —Olvide, hermano, los tristes días del pasado. Dediqúese á vivir desde ahora en santo recogimiento... LA MASCARA DE BRONCE 393 — Sí, padre, sí. — Si esto no hace, hermano, aún está á tiempo; huya de este mo- nasterio, porque no sabrá ser nunca buen religioso ni podrá llegar en manera alguna á la perfección, y si en esto quiere darse alguna licen- cia, tiemble, hermano, porque será que el demonio le engaña... — Bien comprendo que esto sería la verdad, creyendo engañarme yo mismo. — Otra cautela que ha de tener, hermano, es aborrecer toda manera de poseer... Palideció horriblemente fray Jacobo al oir esto, y bajó como abru- mado la cabeza. —Mire, hermano, pero no sólo ha de mirar con desprecio las rique- zas,— siguió diciendo el P. Guardián, — sino aún las cosas que el mundo cree necesarias; ningún cuidado ha de tener para llegar á la perfec- ción ni de comida, ni de bebida, ni de vestido, ni de otra cosa criada, ni del día de mañana, empleando ese cuidado en otras cosas más altas, que es el reino de Dios, el no faltar á Dios. — Todo me es bien indiferente hoy lo de que habéis hablado, padre mío, — exclamó fray Jacobo, como queriendo librarse de un peso que le estuviese ahogando. — Mucho tiene, pues, adelantado, hermano, y nada perderá con esto, pues como su Majestad dice en el Evangelio, no ha de olvidarse de nosotros el que tiene cuidado de las bestias, y en esto adquirirá, hermano, silencio y paz sensitiva en el sentido. Y ahora voy á hablarle de una tercera cautela, cual es la que debe guardar en el convento acerca de los religiosos... — Padre, os escucho y seguiré fielmente los sabios avisos que os dignéis comunicarme. — Hermano Jacobo, esta cautela de que voy á hablarle, por no te- nerla muchos no¡ solamente perdieron la paz y bien de su alma, sino que vinieron y vienen ordinariamente á dar en grandes males y peca- dos. Guárdese, hermano, con toda guarda, de poner el pensamiento y menos la palabra en lo que pasa en la comunidad, que sea ó haya sido de algún religioso en particular; no de su condición, no de su trato, TOMO II 50 394 LA MASCARA DE BRONCE no de sus cosas, aunque más graves sean, ni con color de celo ni de remedio, sino á quien conociera de derecho decirlo á su tiempo; y jamás se escandalice ni maraville, hermano, de cosas que vea ni en- tienda, procurando guardar su alma en olvido de todo aquello, pues si quiere mirar en algo, aunque viva entre ángeles, hermano, parece- ríanle muchas cosas no bien, por no entender la sustancia de ellas. No ha de faltarle, hermano, algo que tropezar en este convento, pues nun- ca faltan demonios que procuren derribar á los santos... Estremecióse el hermano Jacobo al oir aquellas palabras, y sintió correr por sus venas un frío glacial. Dominóse, empero, á los pocos mo- mentos, pero no sin que el P. Guardián hubiese dejado de advertirlo, puesto que no apartaba un punto sus ojos del semblante del no- vicio. — Héle hablado, hermano, de las cautelas que debe tener para li- brarse de las tentaciones del mundo, y le instruiré ahora de lo que debe hacer para librarse de las asechanzas del demonio, más antes he de darle un aviso general, que no se le ha de olvidar, y es que á los que van camino de la perfección, ordinario estilo es engañarles so es- pecie de bien, y no les tienta so especie de mal; porque saben que el mal conocido apenas le tomarían, y así siempre ha de recelarse, her- mano, de lo que le parezca bueno, y mayormente cuando no interviene obediencia. Tome de tales cosas consejo de quien lo puede dar. — Así lo haré, padre. — Dicho esto, voy á manifestarle cuál es la primera cautela en par- ticular, y es que jamás se mueva á cosa, por buena que parezca y llena de caridad, ahora para su merced, ahora para cualquier otro de dentro ó fuera de casa, sin orden de obediencia, fuera de lo que de orden esté obligado, pues Dios más quiere obediencia que sacrificio. —Estoy acostumbrado á ello, padre mío. — Tiene su merced razón, hermano. Y ahora, bien sabe Dios cuanto me pesa tener que hablar de este su indigno siervo, pero al fin, por su divina misericordia soy el prelado de esta casa... — Padre, estoy acostumbrado también á saber lo que debo á mis superiores. LA MASCARA DE BRONCE 395 — Vuestra discreción me releva de tocar este punto enojoso, y por ello os doy las gracias, pasando ya desde ahora á hablarle de la ter- cera cautela contra el demonio, y es que de corazón procure humi- llarse siempre en el pensamiento, en la palabra y en la obra, holgán- dose más de los otros que de sí mismo. De esta manera vencerá en el bien el mal que echará lejos el demonio y traerá alegría de corazón, ejercitándose siempre en lo que menos le caiga en gracia ásu merced. Sea, hermano, siempre más amigo de ser enseñado de todos que que- rer enseñar al menor de todos. — Ha sido siempre esta inclinación natural en mí. — Y ahora voy á terminar hablando á su merced de otras tres cau- telas que debe tener para vencerse á sí mismo y á la sagacidad de su sensualidad. Es la primera que para librarse de todas las turbaciones é imperfecciones que se le pueden ofrecer acerca de las condiciones y trato con los religiosos, y sacar provecho de todo acaecimiento, con- viene que entienda, hermano, que no ha venido al convento sino para que todos le labren y ejerciten, y que todos son oñciales que están en el convento para eso. En segundo lugar conviene que jamás deje de hacer las obras por el sinsabor que en ellas hallare, si es necesario que se hagan, ni las haga su merced por el sabor que le dieren si no convienen tanto como las desabridas, y finalmente, y aquí pongo pun- to á mis recomendaciones, no ponga nunca los ojos en los ejercicios espirituales, en lo sabroso de ellos, sino en lo trabajoso y desabrido de los mismos. Teniendo presente y cumpliendo en cuanto le sea posible lo que le he dicho, logrará, hermano, ser un ejemplar religioso, y ha- llará en la otra vida el premio á sus virtudes. — Yo haré, padre mío, por cumplir al pié de la letra cuanto os ha- béis dignado enseñarme, y si no lo alcanzare, culpa será de mi flaqueza que no de mi voluntad. VIII El grupo formado por los dos religiosos era, á la verdad, para ins- pirar á un piadoso pintor el más tierno de sus cuadros. 396 ' LA MASCARA DE BRONCE Veíase reflejada en el rostro del P. Guardián como una sobrenatu- ral inspiración, y aparecía el semblante del hermano Jacobo como ba- ñado por consoladora luz, contrito, la mirada humilde, cubierto el rostro por mística palidez, realzada por la luenga y sedosa barba por la que corrían ya no pocas plateadas hebras. —Bien comprendo, hermano, — siguió diciendo el P. Guardián cubriendo, por decirlo así, al lego con una mirada de inmensa piedad, — las tormentas y batallas que le han arrojado á los umbrales de esta casa, cual arroja el mar á la playa los restos de la zozobrada embar- cación. Precisa, pues, que todo lo dé al olvido y que de hoy en adelan- te le baste Jesús crucificado, sin otras cosas; con él padezca y des- canse; no descanse ni pene sin él, procurando estudiar en quitar de sí todas las propiedades é inclinaciones hasta deshacerse de sí mis- mo (1). — Sí, padre mío; yo trabajaré, yo estudiaré sin cesar y no me de- tendré hasta aniquilar en mí por completo el sentimiento de mi perso- nalidad, hasta no ser más que una partícula sin nombre, un rayo tenue y sin carácter propio de los que emanan de la divinidad. — Corazón tenéis de sobra para ello, hermano Jacobo, — respondió el Guardián. — ¡Hijo mío: tú que á tantos has vencido, tú que tan fuerte eres, tú que tanta energía encierras en el fondo de tu alma, vence tus recuerdos, el recuerdo de tus desdichas y de tus pasiones y aspira á ser el más fervoroso amador de Dios como lo fuiste de una terrenal criatura! ¡Bendígate Dios, hijo mío! ¡Bendígate la Santa Virgen! ¡Ben- dígante todos los Santos y bienaventurados! ¡Bendígante los coros de los ángeles y .querubines! ¡Bendígante los hermanos de la orden que gozan ahora de los esplendores de la celestial morada! Y si jamás desfallece tu corazón, si jamás tu ánimo se conturba, si jamás sientes faltarte el apoyo de la fe, el aliento de la esperanza, el firmísimo ^sos- tén de la resignación, ven sin tardar á mis brazos y yo te salvaré, yo pediré entonces á Dios que me ilumine, que nos ilumine á todos y que (1) Los avisos y cautelas que da el P. Guardián á fray Jacobo, están tomados casi lite- ralmente de entre los que escribid San Juan de la Cruz, habiendo preferido hacerlo así para que resulte más adecuado el lenguaje empleado por el digno superior de la Jara. LA MASCARA DE BRONCE 397 no consienta que un alma como la luya encerrada en tan escogido vaso, se pierda lastimosamente! ¡Hijo mío' Lloraba el P. Guardián y levantándose de su asiento abrió sus bra- zos al hermano Jacobo, que derramó á su vez dulces lágrimas, sintién- dose como transportado á una esfera infinitamente superior á la en que se agitan los míseros mortales. IX Desde entonces fué ejemplarísima la vida de fray Jacobo. Era el buen lego verdadero dechado de humildad y paciencia cris- tiana. De propia voluntad escogía siempre las faenas más penosas y las ocupaciones más serviles del convento. Y no era sólo exteriormente como manifestaba su humildad y obe- diencia, sino que en su mismo interior no era menos obediente y humilde. Siempre con los ojos bajos, puede decirse que no conocía ni siquie- ra de vista á los frailes de la comunidad, tanta era la abstracción en que vivía. El pasado represen tábasele tan sólo en los sueños, pues si estando en su cabal razón le asaltaba alguna punzante memoria, corría al punto á orar ó bien entregábase á duras penitencias ó á pesadísimas faenas y con ello ahuyentaba la traidora remembranza. Había enflaquecido mucho desde su ingreso en el monasterio, pero sin perder por eso la hermosura de sus facciones. Sólo la expresión había cambiado, tornándose admirablemente dulce en vez de ios rasgos de altivez que en ella se advertían antes. Engolfado siempre en místicas meditaciones, no atendía para nada á las bellezas de la naturaleza que rodeaba el monasterio, ni siquiera en la apacibilidad de la vida que llevaba. El hermano Jacobo vivía tan espiritualmente como puede concebir- se dentro de una envoltura corporal. No existía para él el mundo exterior. 398 LA MASCARA DE BRONCE Su caridad era excesiva, su frugalidad llegaba á sobrepujar á la de los demás cartujos. Era grandemente aficionado á la lectura de la Imitación y estaba largas horas meditando en ciertos pasajes que parecían inspirados para los que se encontraban en su propio caso. A veces, sin embargo, tropezaba con frases y conceptos que le sumían en verdadera confu- sión, y acababa por sentirse los ojos llenos de lágrimas. Tal sucedía con este trozo, referente al maravilloso efecto del divino amor. «Gran cosa es el amor y gran bien sobre todo; él solo hace ligero todo lo pesado y lleva con igualdad todo lo desigual, pues lleva la car- ga sin peso, y hace dulce y sabroso todo lo amargo. »E1 nobilísimo amor de Jesús nos anima á hacer grandes cosas, y siempre mueve á desear lo más perfecto. »E1 amor quiere estar en lo alto y no ser detenido por cosas bajas. »E1 amor quiere ser libre y ajeno de toda afición mundana, para que no le impida su interior vista, ni se embarace en ocupaciones de provecho temporal, ó caiga por algún daño ó pérdida. »No hay cosa más dulce que el amor, ni más fuerte, ni más alta, ni más ancha, ni más alegre, ni más cumplida, ni mejor en el cielo ni en la tierra; porque el amor nació de Dios, y no puede aquietarse con todo lo criado sino con el mismo Dios. »E1 que ama, vuela, corre, alégrase, es libre, no es detenido; todas las cosas da por todo, y las tiene todas en todos; porque descansa en un sumo bien sobre todas las cosas, del cual mana y procede todo bien. No mira á los dones; antes se vuelve el dador de ellos sobre todos los bienes. »E1 amor muchas veces no sabe modo, mas excede á toda manera. »E1 amor no siente carga, ni hace caso de los trabajos, antes desea más de lo que puede; no se queja que le manden lo imposible, porque cree que todo lo puede en Dios. Pues para todo es bueno y muchas cosas ejecuta y pone por obra, en las cuales el que no ama desfallece y cae. LA MASCARA DE BRONCE 399 »E1 amor siempre vela, y durmiendo no se adormece; fatigado no se cansa; angustiado no se angustia; espantado no se espanta; sino que como viva llama y ardiente luz, sube á lo alto con seguridad. Si alguno ama, conoce lo que dice esta gran voz: gran" clamor en los oídos de Dios el abrasado afecto del alma que dice: — »Dios mío, amor mío, tú, todo mío y yo tuyo. »E1 amor es diligente, limpio, piadoso, alegre y deleitable, fuerte, sufrido, fiel, prudente, espera largo tiempo, es varonil y nunca se bus- ca á sí mismo, porque haciéndolo así luégo cesa de ser amor. El amor es muy mirado, humilde y recto; no es regalado, liviano, ni entiende en cosas vanas; es sobrio, firme, casto, reposado y recatado en todos sus sentidos.» Fray Jacobo sentíase extrañamente conmovido al leer estos pasajes y por más que se proponía no volver á fijar la vista en ellos, daba la casualidad que siempre que abría el libro se le presentaba aquella página. X Algunos de los salmos que se cantaban en el coro impresionábanle asimismo con no menor viveza, encontrándoles un sentido que con- cordaba admirablemente con el estado de su espíritu, pero de todos ellos ninguno como el Miserere. También él, como David, había ma- tado... también debía pedir perdón áDios, sino de un adulterio cuando menos de un rapto... En su vida material era frugalísimo, con no poca admiración de fray Gabino que encontraba disparatadamente corta la ración que se le daba, pero cuya deficiencia tenía buen cuidado de remediar median- te secretos suplementos. Era fray Jacobo austero en su figura, pero de dulcísimo trato para con todos; de muchos años no se habia visto un monje más obediente, ni más sufrido. ¿No sentía alguna vez desfallecimientos? Sí, ciertamente; ¡y qué an- gustias tan atroces entonces! 400 • LA MASCARA DE BRONCE Generalmente sucedíale esto cuando más ajeno estaba de pensaren lo pasado. A más, sumido en fervorosa oración á la Madre Dolorosa, creía ver transfigurada la imagen y aparecer otra en su lugar... Una virgen de rubios cabellos y azules ojos, tierna, melancólica, cuyas mejillas sur- caban gruesas lágrimas. Otras veces volvía la cabeza con espanto creyendo oirse llamar por su antiguo nombre... Todo esto le producía una sensación de estrujamiento en el cora- zón y entonces tenía que salirse del templo y correr á su celda y des- ahogarse allí en un río de lágrimas, hasta que pasada la terrible crisis volvía á orar y quedaba como en suave éxtasis. La lucha era encarnizada entre su pasado y su presente. El P. Guardián le encontraba á veces ojeroso, pálido, sonriendo tristemente y comprendió todo lo que pasaba y se estremecía al pen- sar en lo formidable que sería una explosión de aquel volcán si algún imprudente venia á remover las cenizas que lo ocultaban. Asi es que, sin saberlo fray Jacobo, había dado orden terminante al portero para que jamás nadie llegase á él sin verse antes con el su- perior. Fray Jacobo salió para el monasterio, pero áun entonces habia quién le vigilaba. Los demás frailes, gente poco trabajada por los dolores del mundo y que habían tomado aquella vida como hubieran podido dedicarse á otra cualquiera ocupación, no se daban cuenta de aquellos cuidados del guardián y llegaban á suponer, á falta de otra razón, si fray Jacobo no tendría quizás alguna vena de loco. Lo poco comunicativo que era y el estado de abstracción mental en que le veían siempre daba pié á que todos se cuidaran poco de aquel hermano. Sólo fray Gabino parecía estudiarlo con interés y más de una vez manifestó como cierto temor de su pacífico cofrade, fijándose en que fray Jacobo echaba á veces unas miradas que parecían rayos. Nuestra Señora de G-uadalupe Restablecido don Rodrigo de la enfermedad que en tan grave trance habia puesto su vida, hablan continuado él y Blanca el interrumpido viaje á Valencia de Alcántara, á cuyo punto llegaron sin nuevos obs- táculos que en torpecieran su camino. Claramente comprendía Blanca que el mando conferido á su esposo era un simulado destierro, encubierto bajo el honroso pretexto de vigi- lar la frontera y de requerirse para el gobierno de aquella plaza la ca- lidad de pertenecer á una de las órdenes militares, en cuyo caso se ha- llaba don Rodrigo, pero no parecía éste abrigar iguales presunciones que su esposa, y ni por un momento pudo creer se ocultara ningún se- creto designio en la elección hecha en él por el monarca. La población era hermosa: asentada sobre un cerro, rodeada por n anfiteatro de lomas y peñascos que la separan de Portugal, rodeada e fuerte muralla, con buenas calles y algunos grandiosos edificios, tomo ii 51 402 LA MASCARA DE BRONCE entre ellos los conventos de Santa Clara y de San Francisco, no podía desearse, ciertamente, mejor sitio para continuar la vida tranquila que la feliz pareja estaba haciendo en Villasol. Predominaba, naturalmente, en la población la influencia frailuna; el gobernador se vió rodeado al momento por una verdadera corte de Padres, á los cuales supo, sin embargo, mantener á distancia en cuan- to á mezclarse en las cosas de su incumbencia. Aparte de las visitas de los frailes, recibía don Rodrigo las de los hidalgos de la ciudad, muy orgullosos de tener por gobernador de la plaza á personaje de tan es- clarecida estirpe y famosa historia, pues el eco de las hazañas de don Rodrigo había llegado hasta allí, como hasta á la mayor parte de España. Así pasaron algunos meses, hasta que un día recibió una carta del capitán general de Estremadura, invitándole á acompañarle en la ro- mería á Nuestra Señora de Guadalupe y manifestándole que el rey ve - ría con sumo placer esta nueva prueba de la religiosidad de sus ser- vidores. No pareció halagarle mucho á don Rodrigo el tal viaje, pero con- tando con que tal vez esto le proporcionaría el placer de ver de nuevo á los buenos padres de San Benito de Villuercas, dispúsose á empren- der la marcha para reunirse en Cáceres con el general. Pero si don Rodrigo se mostraba dispuesto á hacer el viaje, no pa- recía que Blanca se aviniese tan fácilmente á ello, puesto que no pudo disimular la contrariedad vivísima que esto le causaba, no sin extra- ñeza de su amante esposo, que trataba de niñerías aquellas aprensio- nes; pero, con todo, como de costumbre, obedeció sin oponer la menor objeción y se dispuso á acompañará su esposo, ya que ^tantos eran los deseos de éste por que lo hiciera. Preparado todo, salieron de Valencia de Alcántara á mediados de Febrero, á fin de encontrarse en Guadalupe el 26 del mismo, día de la festividad de aquella Virgen, acompañados de su secretario y de va- rios caballeros de la ciudad. LA MASCARA DE BRONCE 403 II Era el tiempo frío en extremo, lluvioso y triste. Blanca, siempre divinamente hermosa, con aquella hermosura pagana y escultural que tan infeliz le había hecho, asemejaba una deidad extraña, transporta- da á un país de todo punto ajeno al carácter que revestía su belleza. Ni el paisaje, ni el cielo, ni la estación se avenían con su aspecto; hu- biérase dicho que era una estatua de Fidias trasladada y dejada en me- dio de una soledad agreste. No hubiera querido ella ver más horizontes que las paredes en que estuviese encerrada con Rodrigo, ó bien, como en Villasol, solamente el cielo, arriba, y allá abajo, á sus pies, como un mar verdoso, indistin- to. Dolíale ahora tener que ser vista en las paradas, y temía, más que todo, exponerse á la contemplación de las multitudes que se sabía iban á reunirse en el célebre santuario. Hacían el viaje los dos esposos en un coche de colleras, y, con la proximidad en que constantemente se hallaban, hubo don Rodrigo de reparar en la tristeza de que Blanca estaba poseída. Procuró él tran- quilizarla, tachando de pueriles sus temores, á lo cual contestó la her- mosa joven tratando de sonreírse. Aquel esfuerzo, sin embargo, no pasó desapercibido para don Ro- drigo que exclamó bruscamente: — ¡Habla! ¿Por qué tal pesadumbre? ¿Qué sabes? ¿Quién osa cruzarse en tu camino? — ¡Oh, nadie! Nada sé, te lo juro, — apresuróse á contestar Blanca. — Es que siento como cierta nostalgia de la soledad... ¡Somos tan felices cuando permanecemos aislados del mundo entero! Bástame hallarme entre las gentes, para sentirme angustiada. ¡Quiera Dios que pronto podamos regresar á Villasol y no salir ya nunca más de allí! — ¡Angel de mi vida!— repuso don Rodrigo. — ¿Cómo es posible no idolatrarte más, mucho más aún de lo que te amo, oyendo tus pala- bras? Tu amor es demasiado... No soy digno de tantos extremos de adoración... 404 LA MASCARA DE BRONCE — He sido tan desgraciada, que la menor alteración en el curso de mi existencia hace surgir ante mis ojos horribles fantasmas... ¡Ah! ¡No te separes jamás de mi lado, mi Rodrigo! ¡Me moriría de terror! —Serénate, mi bien,— contestó don Rodrigo.— Escribiré á mis va- ledores á fin de que S. M. me releve pronto de este cargo y me conceda licencia para retirarme para siempre del servicio, y entonces ya nun- ca, nunca más saldremos de nuestro nido. — ¡Gracias, Rodrigo! Tus palabras me devuelven la tranquilidad. ¡Oh, que dicha! Vivir á tu Jado, morir en tus brazos... —¡Calla! ¡Morir tú! ¡Oh, no! Antes faltaré yo... Quiero que me so- brevivas para llorarme. Moriré mejor si sé que tú has de venir á rezar sobre mi tumba. — No sabes el dolor horrible que me quieres al desear esto... Pero... puesto que de tan tristes cosas estamos hablando he de dirigirte ahora un ruego... Nunca había querido hablarte de ello... Perdóname si me atrevo ahora. — Cuanto me pidas, sabes que han de ser órdenes para mí y que jamás me negaré á tus deseos, aunque á la verdad, difícil me sería re- cordar ocasión alguna en que me hayas manifestado desear algo. — Quisiera, pues, mi Rodrigo, que si ves mi muerte me lleves á enterrar en Venecia, en el panteón de mi familia. Ya que en vida haya estado separada de mi padre, reúnanos la muerte. — Te juro que así lo haré, — exclamó don Rodrigo, cubriéndose su rostro de palidez. El marqués de Villasol sentíase, en efecto, profundamente contur- bado, como si se le hubieran contagiado aquellos terrores que asalta- ban á su esposa. III Éí gobernador y su comitiva llegaron á Cácerés sin accidente algu- no, reuniéndose allí con el Capitán general y prosiguiendo al día si- guiente su camino hacia el término de su peregrinación. Blanca permanecía en la mayor reserva durante el viaje, dejándo- LA MASCARA DE BRONCE 405 se ver raramente de los que formaban el acompañamiento de los que presidian la piadosa romería, entre los cuales figuraban varios obis- pos. Era en aquel siglo objeto de profundísima veneración aquella Virgen. Por fin, al cabo de cinco jornadas y á las primeras horas de la tar- de divisáronse á lo lejos las torres del insigne monasterio, pertene- ciente á la sazón á una comunidad de jerónimos. Nada más imponente que el paisaje que se desplegaba á su vista. Allá, á corta distancia la encumbrada sierra de Villuercas, el magní- fico acueducto que surtía de aguas á la población (1), el río Guadalupe, ora deslizándose majestuosamente tranquilo, ora espumeante por entre la frondosidad de la serranía y ai pié del cerro de Altamira el pueblo, en cuyo centro se levantaba el santuario. Los viajeros atravesaron por un valle entre bosques de naranjos y limoneros, cuyos aromas embalsamaban deliciosamente la atmós- fera y penetraron en la villa. El monasterio, de planta cuadrada, rodeado de fuertes muros flan- queados por torres y coronado por una hermosa cúpula erguíase en lo alto de una meseta, precedido de una suntuosa gradinata. Todos los presentes, con los prelados á la cabeza, subieron la gra- dería y llegados al atrio del templo entonaron el Ave maris stella. Inmenso concurso seguía á los proceres, que eran recibidos por la comunidad. No tardó aquella masa inmensa en invadir el templo cuyas cien lámparas de plata brillaban con espléndida claridad, bañando en dulce luz las tres naves de la iglesia. En la capilla mayor veíase iluminada con profusión de cirios la mi- lagrosa tabla representando á la Madre del Salvador; cuadro que una piadosa tradición atribuye á San Lucas. El órgano rompió en triunfales armonías y la multitud, arrodillada, respondió á las letanías que entonaban los frailes en el coro. No había corazón que no se sintiese conmovido; erá la adoración (1) Fué destruido en tiempo de la guerra de la Independencia. 406 " LA MASCARA DE BRONCE de todo un pueblo, el religioso tributo rendido por los fieles á la Vir- - gen querida, protectora de los navegantes, dispensadora de la salud, consoladora de las tribulaciones. Acercábase la noche; cesaron los cánticos y el pueblo se retiró en silencio, acogiéndose los unos en la hospedería, otros en las casas y acampando los más al aire libre. Era tan dulce la temperatura en aquel lugar, que podia prescin- dirse de albergarse bajo techado, á pesar de hallarse en el rigor del invierno. Don Rodrigo se reunió con Blanca, que había asistido á la ceremo- nia cubierto el rostro con un tupido velo, y fueron ambos á alojarse en casa de un hidalgo donde tenían señalado su hospedaje. IV Era Pedro Gastuera un honrado ganadero de la localidad, septuage- nario, antiguo compañero de armas de Hernán Cortés, fuerte y ágil to- davía; vivía en compañía de su mujer y una hija y no pasaba día sin que dirigieran todos los más fervorosos votos á la Virgen para que dispensase su protección á un hijo que tenían en Nueva España. Aquellas buenas gentes recibieron con la mayor cordialidad á los forasteros brindándoles con las escasas comodidades de que disponían: mullida cama, aseada mesa y algunos muebles de mayor antigüedad que mérito, entre otros un sillón en que el digno huésped asegurábase había sentado Enrique IV, gran protector del monasterio. — ¿Os habéis podido avenir, pues, á vivir encerrado en estas sole- dades después de haber corrido tantos países? — preguntóle don Rodri- go á su huésped mientras sus mujeres preparaban la cena. — Cierto que sí; aquí puedo meditar sobre las vanidades del mun- do... No podéis figuraros lo que me afligió la ingratitud con que se portó el emperador con el grande D. Fernando Cortés... ¿Cuándo lle- garía él á valer lo que el otro? — Ved que soy soldado del rey y que no puedo yo consentir se hable mal del emperador, — repuso don Rodrigo sonriendo. LA MASCARA DE BRONCE 407 — Entonces, no veo que podáis hacer mucha carrera. Precisamente el Rey Nuestro Señor no gusta gran cosa de que se alabe demasiado á Carlos V... — Muy enterado estáis de cómo andan las cosas en la Corte. — Si lo estáis vos, ya veréis que no me equivoco... Pues, volviendo á lo que decíamos, sí, me hallo aquí muy á mi gusto, y aunque no fuese más que por estar tan cerca de la Virgen y poderla rogar por mi hijo, me hallaría bien. El hombre, cuando joven, debe correr mundo, y cuando los huesos se le endurecen, hacer vida de conejo. ¿No pensáis así? — Yo haría desde ahora esa vida que decís... ¡Ojalá no tuviese que salir nunca de mi conejar! — Ved que no se me extraña eso. Joven sois, pero apostaría á que si no habéis estado en Indias, poco menos habréis debido correr. Bien se echa de ver en vuestra cara. —Realmente, algo he corrido. —Y ¿por dónde? ¿Por la Alpujarra, quizás? — Por la Alpujarra y por otras partes. —¡Hola! ¿Sería quizás que hubieséis guerreado en Flandes? — De allí vine cuando lo dejó el duque. —Mil norabuenas. Entonces ya sabéis lo que es batirse; yo os gano, sin embargo, en una cosa, y es en haber visto el mar. — Pues también lo he visto, y más que eso, me he batido en él. —¿Dónde? — En Lepan to. Castuera abrió un palmo de ojos y alargando su callosa mano ádon Rodrigo, exclamó: — ¡Permitidme que estreche vuestra mano! Honróme con tener en casa tal valiente. — ¡Bah! — repuso don Rodrigo; si habéis estado en Otumba... — No que no... — Entonces estamos iguales. — Hice toda la campaña y de buena gana hubiera seguido sirviendo al emperador á no haberle dado aquel mal pago al marqués del Valle 'e España... Porque, no, no se merecía aquello Don Fernando... 408- LA MASCARA ÜE BRONCE — Dejad eso; no hay que fiar gran cosa nunca en la gratitud de los monarcas. Pero poco debe importaros ya á vos eso, puesto que vivis feliz y libre. — A Dios gracias, no puedo decir que tenga que menester de la sol- i Permitidme que estreche vuestra mano! Honróme con en casa tal valiente dada del rey; con todo, suyas son mi hacienda y mi vida si las pide, sin perjuicio del servicio de Dios. — Sois un buen vasallo. —Pienso á fuer de buen español y de católico rancio. Pero del rey abajo, ninguno. La conversación, fiel reflejo de las ideas reinantes en aquella época, LA MASCARA DE BRONCE 409 quedó interrumpida por la llegada de la hija del patrón, que vino á anunciar quedaba servida la cena. V Poco después sentábanse á la mesa los dos viejos, don Rodrigo y Blanca, mientras la joven atendía á los menesteres. Era la hija de Pedro Castuera una garrida doncella de diez y ocho abriles, de tez trigueña, negros ojos, blanquísimos dientes y esbelto talle; de alegre condición, según lo que expresaba el rostro, y no poco amiga de charlar, según debía demostrarse en lo sucesivo. — ¿Les ha gustado á sus señorías la función? — dijo mientras les ser- via á los huéspedes uno de los platos. — Sí, mucho nos ha gustado, — contestó don Rodrigo. — Pocas veces he visto una romería tan concurrida, por más que el monasterio se merezca ser visitado como pocos. —Verdad que ha venido mucha gente; había quien ha hecho el viaje desde Sevilla y áun de más allá. —Pues vendría del fin del mundo, — exclamó Castuera. —No de tan lejos; de Palos de Moguer— replicó Isabel, que así se llamaba la muchacha. Frunció el ceño Pedro Castuera, y repuso: — Marineritos tenemos. — ¿Y por qué no? — siguió diciendo la muchacha. — Ellos más que nadie le están agradecidos á nuestra Virgencita que Ies libra de pere- cer en las borrascas. — Yo sé por qué me digo lo que digo, — replicó Pedro. — Déjala, hombre, — contestó su mujer... — ¿Por qué no ha de que- rerle? — Es demasiado joven todavía, —dijo Castuera...— No faltaba más sino que después de quedarnos sin hijo, se nos marchara también esa arrapieza... — Y volviéndose á Isabel, dijo gruñendo: — Pues á lo que veo buen provecho has sacado de la romería, fijándote nada más que en el marinerito... tomo n 02 410 LA MASCARA DE BRONCE — Padre, he estado con toda la devoción que exigía el caso... Que á mí me gusten los marineros de Moguer... — De Palos de Moguer, — interrumpió diciendo Pedro Castuera. — De¡Palos,eso es, — continuó Isabel, — pues que me gusten á mi aque- llos marineros, no quiere decir que no sea también devota de los frai- les. Bien le he besado la mano á fray Jacobo, y poco trabajo me ha costado abrirme paso para llegar hasta él. — Ya ves, — dijo la esposa volviéndose á su marido. — Eso está muy bien, — contestó Pedro... — Le he besado la mano y, ¿creeréis que estaba temblando como un azogado? — Es un santo. — Todos lo sabemos; pero, ¡qué pálido, qué ojeroso le he visto! Su mano ardía... De fijo tenía el buen padre una Horrorosa calentura. Conque, ya veis que de algo más me he cuidado que de escuchar mo- risquetas de marinero... — ¿Luego hay en Guadalupe un fray Jacobo que goza fama de santo? — preguntó don Rodrigo. — No, señor; no pertenece á la comunidad de Guadalupe, sino á la de la Cartuja de la Jara, pero es igual; todo el mundo le conoce á veinte leguas á la redonda,— dijo Castuera. — Dícese que obra milagros. — Varón de rara santidad, entonces, — repuso don Rodrigo, son- riendo. — Pues él os miraba, — exclamó Isabel. — A todas partes miraría,— replicó la madre. — Para eso tiene los ojos, — añadió Pedro. —Claro está que no es ciego, — contestó Isabel, — pero no suele mi- rar nunca á nadie. Blanca, que desde un principio de la conversación había sentido cierto inquieto malestar, no pudo disimular su turbación, cubriéndose de extremada palidez su semblante. —Habéis de mostrarme al reverendo Padre Jacobo, niña, — contes- tó don Rodrigo, sin fijarse en la alteración del semblante de su es- posa. LA MASCARA DE BRONCE 411 Pero en lugar de contestarle, dijo Isabel, dirigiéndose á Blanca: — Señora, ¿os sentís mal?... Don Rodrigo reparó entonces en el demudado rostro de su mujer, y dijola por lo bajo: — Por Dios, Blanca... ¿qué tienes? —¡Oh! Nada... Esos desvanecimientos que experimento á veces... Pronto se pasará... Pero, quisiera retirarme... — Al momento... Tranquilízate; verás como mañana te encontrarás ya bien. Don Rodrigo, sombrío, acompañó á su esposa á la estancia donde tenían dispuesta la cama, y luégo que la hubo dejado acostada salió de nuevo al comedor, donde permanecían aún los dueños é Isabel. —Suele mi esposa padecer de esos vahídos, — dijo don Rodrigo, — pero por fortuna se desvanecen enseguida... ¡Estaba tan cansada de la marcha de estos días! —Tenéis por mujer la más hermosa dama que jamás hayan podido ver ojos humanos,— exclamó á esto Isabel. — Jamás olvidaré aquel rostro... — Gracias por la lisonja, bella niña... — contestó don Rodrigo. — Y ahora, permitidme que os recuerde mi deseo de que me mostréis ma- ñana al santo varón de quien decíais me había mirado... — Nada más fácil... Yo os acompañaré al santuario, y en el momen- to del ofertorio podréis verle. —Mucho os lo agradeceré. ¡Quién sabe si ese fraile resultará ser co- nocido mío! — ¿Por qué no? — exclamó Castuera. — A. lo mejor se encuentra uno con que un compañero de armas, un calaverón, ha trocado la vida mundana por el retiro del claustro, y cosa es ya sabida que cuanto más pecador ha sido uno en sus mocedades, más ejemplar se muestra una vez metido fraile. Diéronse las buenas noches los presentes y retiróse cada uno á su dormitorio. 412 LA MASCABA DE URONCE VI Al siguiente día reconocíanse en el rostro de Blanca las huellas de una noche de insomnio. La desdichada, asaltada de continuo por es- pantosos terrores, no había logrado desvanecer ciertas ideas que le atormentaban con la angustia de una pesadilla. Y, sin embargo, ningún motivo concreto, ni el más ligero indicio podían abonar aquellos temores, aquella inquietud de que á todo mo- mento se hallaba poseída. Sólo cuando permanecía en Villasol, tras los fuertes muros del castillo, creíase libre de toda desventura. Con ser tan grande el mundo, sólo allí se consideraba en seguridad. Por su parte, don Rodrigo, que en un principio había atribuido jus- tamente á vanas imaginaciones el recelo de Blanca, comenzaba ya á temer no reconociesen algún fundamento, y sentíase agitado por las primeras ráfagas de un sentimiento que con facilidad podía tornarse horribles celos. Nada dejó traslucir, sin embargo, aquella noche, es- perando con ansia llegase la luz del día para que Isabel le mostrara al misterioso fraile que, según ella, le había mirado con insistencia. Aparentando, pues, una tranquilidad que estaba muy lejos de sen- tir, salieron de la casa los dos esposos é Isabel, á corta distancia ésta detrás de ellos, y entraron en el santuario antes de que comenzaran los oficios. No tardó el templo en verse lleno por la multitud de gentes que ha- bían acudido á la romería. Cuando ya el concurso estuvo colocado, atravesaron por el centro de la nave del medio los frailes y sacerdotes que tenían su puesto en el coro. Isabel, con sorpresa, vió que fray Jacobo no estaba entre los que habían pasado. Esperó á que los religiosos saliesen de nuevo del coro para ir á la capilla mayor en el momento del ofertorio, y la misma ausencia. Ob- servólos á todos, uno por uno, cuando regresaron á su sitio, y pudo convencerse de que el santo varón no parecía. LA MASCARA DE BRONCE 413 Entonces se lo manifestó á don Rodrigo, quien, en lugar de mos- trarse indiferente á la noticia, pareció, al contrario, experimentar la mayor contrariedad, subiendo también de punto la agitación de Blan- ca al comprender de lo que se trataba, pues harto bien sabía que Isa- bel les había acompañado expresamente con aquel objeto, motivo que tanto la había trastornado la víspera, durante la cena. Anhelaba don Rodrigo terminase cuanto antes la ceremonia á fin de indagar algo relativamente á la desaparición del virtuoso padre, y así hizósele interminable el tiempo que tardó en concluir el oficio, sin parar mientes en la tierna solemnidad que revestía ni en el impo- nente espectáculo que presentaba aquella multitud donde el noble se confundía con el plebeyo, rendida ante la imagen veneranda de la Santa Madre de Dios. Por fin, como todas las cosas de este mundo, tuvo término la reli- giosa ceremonia, cuya duración había agravado lastimosamente un interminable sermón, predicado por una notabilidad oratoria de Pla- sencia; salió del templo el concurso, desfilaron las comitivas, salieron los frailes y quedó la iglesia sumida en el mayor silencio. VII Una vez hubo don Rodrigo dejado en casa á Blanca salió de nuevo n busca del superior de la comunidad de Jara, á quien encontró en la hospedería del monasterio. Mandó pasarle aviso y el prelado le recibió inmediatamente. —Perdonadme, padre mío si vengo á molestaros con un ruego que quizás encontraréis impertinente, — dijo don Rodrigo. — Podéis hablar, caballero, — contestóle el prelado; — en manera al- guna podéis ser ocasión de causarme la menor molestia. — Es, pues, el caso, que por cierto deseo que estoy casi tentado de decir fué una revelación, hubiera deseado aprovechar la estancia del padre Jacobo en Guadalupe á fin de confesarme con él, habiendo teni- do el sentimiento de no encontrarle. —Ciertamente,— contestó el Guardián dirigiendo á don Rodrigo una 414 LA MASCARA DE BRONCE mirada profundísima;— el P. Jacobo ha tenido que regresar precipita- damente á nuestro monasterio á causa de ineludibles obligaciones. Con tcdo, sin que trate yo de disminuir en lo más mínimo las peregrinas virtudes que adornan á nuestro digno hermano, puedo aseguraros que otro cualquier religioso las reúne en el mismo grado que él y que igua- les frutos sacaréis de acercaros á uno que á otro al intento que habéis dicho. Además de que fray Jacobo no goza por desgracia de la mejor salud, y esto ha hecho que tuviese yo que dispensarle del cargo de confesor. — Será como decís, — contestó don Rodrigo, — pero creed que me pesa no haber podido descargar con él el peso de mis culpas. — No será muy grande ese peso, caballero, — contestó sonriendo el P. Guardián...— Pero, aunque así sea, aprovechad la ocasión pre- sente, feliz como ninguna, para acercaros al tribunal de la penitencia, pues entiendo que sería indisculpable descuido en tan cristiano caba- llero como vos no apresurarse á ganar la indulgencia plenaria conce- dida á cuantos hemos tenido la inapreciable dicha de poder asistir á esta peregrinación. — No dejaré de hacerlo, padre mío, — respondió don Rodrigo. — Muy acordadamente obraréis, — repuso el prelado, — y ahora, y sin que lo toméis á pueril achaque de vanidoso, os recomendaría tam- bién asistiérais al sermón que he de predicar esta tarde. — Tendré el mayor gusto en ello, padre mío, — contestó cortesmente el marqués. — Entended que yo predico siempre no para regalo de oídos, sino para salvación de almas. Mucho me guardaré de suponer que se en cuentre la vuestra en peligro de perdición, pero, ¿quién de nosotros s halla en el caso de desaprovechar los avisos de los buenos cris- tianos? — Cierto estoy de que habré de sacar mucho fruto de vuestra predi cación, padre mío, — contestó don Rodrigo. Besó la mano el marqués al P. Guardián de la Jara, y salióse del monasterio agitado el corazón por los más violentos presentimientos. LA MASCARA DE BRONCE 415 VIII No muy resuelto á cumplir la promesa hecha de aprovecharse de la inapreciable ventaja de ganar indulgencia plenaria confesando y comulgando, fué en cambio puntualísimo don Rodrigo á la cita que implícitamente le había dado el P. Guardián invitándole á oir el ser- món que debía predicar aquella tarde; dejó á Blanca en compañía de los huéspedes y aprestóse á escuchar atentamente lo que decía el Su- perior de la Jara, pensando que quizás podría descubrir algo del mis- terio que indudablemente encerraba la brusca partida de fray Ja- cobo. Había mucha menos concurrencia en el templo que por la mañana, sin duda por tener ya bastante sermoneo los fieles con la soporífera plática que el digno arcipreste de Plasencia les había largado durante los oficios. Subió al pulpito el cartujo, reinó profundo silencio y dió comienzo á su oración, viéndose pronto que hablaba con vehemencia no acos- tumbrada y con una animación que contrastaba con la exigüidad del auditorio. Había tomado por tema de su sermón la apología de la caridad, inspirándose en la epístola de San Pablo á los corintios. — Charitas patiens est, benigna est; charitas non ceniulatur, non agit perperam, non inftatur: La caridad es paciente, es benigna; la ca- ridad no es envidiosa, no obra precipitadamente, no se ensoberbece, — repetía, y partiendo de aquí pintaba los males que de no tener cari- dad dimanaban, las desgracias que de ello se ocasionaban, los irrepa- rables daños que se seguían. Pero donde subió de punto su elocuencia, fué al comentar el versícu- lo siguiente: Non est ambitiosa, non gucerit quce sita sant, non irri- tatur, non cogitat malum: No es ambiciosa, no busca sus provechos, no se mueve á ira, no piensa mal. — ¡Non irritatur! — exclamaba.— ¡Y cuántas veces la ira ciega, mal- dita, deshonrosa, viene á usurpar el puesto que correspondía á la mi- 416 . LA MASCARA DE BRONCE sericordi'a, á la piedad! ¡Hombre sin caridad, aparta tus manos de! arma homicida y abrázate á tu hermano y en vez de inferirle mortal herida que le bañe en sangre, báñate tú en un mar de lágrimas! ¡Mira, mira al inocente, al desdichado, juzgado, no por un corazón cristiano, sino por un corazón gentílico, por un corazón despojado de toda cari- dad, de todo amor al prójimo! Cuando debía brotar de tus labios un raudal de palabras de perdón, escupes tan solamente horribles impre- caciones y abrigas designios de muerte. La falta de caridad te vuelve ciego, nubla tus ojos, cierra tus oídos... ¡Maldito quien deja imponerse tal ceguera! ¡Anatema sobre quien desoye la voz de la clemencia y atiende sólo los gritos del furor! Non cogitat nialum, no piensa mal el alma cristiana, el alma inflamada en el fuego divino ¡de la caridad. La recelosa suspicacia, la enconada malignidad le son ajenas. La luz de la caridad le libra de ir á oscuras imaginando amenazadores fantasmas allí donde sólo existen miserias y dolores... ¡Cuántas veces no ha su- cedido que el hombre, ciego de cólera, henchido de malos pensamien- tos, dominado por falaces quimeras ha dado muerte á su hermano; á su hermano, triste víctima de la fatalidad, pobre náufrago de la vida, infeliz desterrado cuyo solo crimen ha sido la adversa suerte, la perse- cución malhadada de la desgracia! ¡Tened caridad todos vosotros, hijos míos! Yo os lo ruego, yo os lo imploro... Os lo imploro de rodillas... (y al decir esto, arrodillóse, en efecto, el P. Guardián) Vedme... No á Dios, no á la Virgen me dirijo, sino á vosotros... Desarmad vuestra diestra... ¡Perdón, hermanos míos, perdón para los desgraciados! ¡Ca- ridad con los que tanto la necesitan!... Las lágrimas impidieron por algunos momentos continuar al ora- dor, hasta que de pronto, levantándose y recobrando su energía, ex- clamó: — Habeisme oído implorar vuestro perdón, habeisme visto pediros de rodillas que no os dejéis arrebatar por la ira ni tentar por los ma- los pensamientos; os lo he pedido... os lo mando ahora á todos, en nombre de esa ley de la caridad que nos obliga á todos los cristianos. Y si alguno fuese tan soberbio que desoyera mis súplicas y mis man- datos; si alguno estuviera tan poseído de infernal orgullo, de satánica LA MASCARA DE BRONCE 417 ira, que despreciase mis consejos y persistiese en sus propósitos, ten- ga entendido que incurrirá en anatema, que será indigno de llamarse cristiano y que jamás podré ver en él un caballero, sino un asesino... ¡Paz, paz, hermanos míos! ¡Compadeced á los desgraciados; compa- deced áun á los delincuentes; compadeced, sobre todo, á los que apa- reciendo delincuentes son honrados! No os pido ya que perdonéis las injurias, aunque sea deber vuestro, sino que no toméis por injurias lo que sólo son efectos de la adversidad... ¡Hay muchos desgraciados en el mundo! ¡No les aflijáis más odiándoles, cuando sólo se merecen un abrazo, un beso de paz! El predicador, inquieto, parecía vacilar en dar por terminada su plática, hasta que, por fin, resolvió volver á la carga, exclamando: — Aquí termino... Quiera Dios que haya conseguido sacar de mi predicación todo el fruto que yo espero... Gran desgracia sería que el iracundo no cediera, que el porfiado se obstinara, que el soberbio no desistiera... Yo os digo, hermanos, que no tenéis razón si no abando- náis todos y cada uno el rencor que á otro profesarais... Dios os tenga en su santa guarda, hijos míos... El orador paseó una mirada por su auditorio, y de pronto, empu- ñando el crucifijo que tenía al lado, exclamó, con patético acento: — ¡Hermanos, hijos míos! ¿Me juráis todos, por esta sagrada ima- gen, perdonar á cuantos os hayan ofendido, no- desearles mal... no buscarles?... — ¡Sí, juramos! — exclamaron cien voces, entre raudales de llanto. — Dios os lo agradecerá, hijos míos... Pero, ¡ay del que no haya es- cuchado mi palabra! ¡Caiga sobre él la cólera de Dios! ¡Maldígale la di- vina Providencia! Estremecióse don Rodrigo de Toledo al oir aquellas palabras. Ha- bía sido el único que no había despegado los labios al jurar todos los presentes. IX Por buenas y santas que fueran las intenciones del digno P. Guar - tomo n 53 418 • LA MASCARA DE BRONCE dián, ello es que el sermón, en vez de apaciguar á don Rodrigo, no había hecho mas que exacerbarle sus sospechas. No tenía duda: el enemigo había estado allí. El enemigo era... frá Ridolfo. Kf w rr' -: 1 m Él —¡Hermanos, hij^s mios! ¿Me juráis todos, por esta sagrada imagen, perdonar á cuantos os hayan ofendido, no desearles mal. . , no buscarles?. . . Frá Ridolfo en España era una provocación; era la negra sombra que seguía tras él, dispuesto á arrebatarle su felicidad. Un frío sudor corría por el cuerpo del desgraciado. Aquellos temores de Blanca tenían, pues, un fundamento... Blanca sabía que frá Ridolfo se hallaba cerca de ellos. Presunción infundada, puesto que Blanca no sabía nada, limitán- LA MASCARA DE BRONCE 419 dose á temerlo todo, en fuerza á la tenacidad con que le había perse- guido el infortunio. El caballero permaneció largo rato en el templo, sin darse cuenta de que se hallaba allí. Su cabeza ardía... Las palabras del P. Guardián repercutían en sus oídos como el eco de una cobarde súplica, de una impotente ame- naza. ¡No, no cedería! ¿A qué venían aquellas conminaciones? ¿Luego sabía el P. Guar- dián quién era él, los agravios recibidos, todo su pasado?... ¿Cómo le miraría entonces? ¿Cuánta burla no le merecería?... Don Rodrigo llegaba entonces á confundir en un mismo odio á su ofensor y al que pedía gracia para él. Una nube de sangre le nublaba los ojos. Salió de la iglesia, y dirigióse precipitadamente á una casa de las que estaban á la entrada del pueblo. Había allí un corro de alegres romeros presenciando el espectáculo que ofrecían varias parejas entregadas á los placeres del baile. Dirigióse hacia uno de los mozos, y preguntóle: — ¿Has visto si ha salido del pueblo esta mañana fray Jacobo? — ¿Quién es fray Jacobo? — preguntó el patán. — Un fraile joven, guapo, de aire resuelto... Cartujo, del convento de la Jara. — Entonces sí le he visto, porque "no se ven frailes cartujos tan guapos como ese que decís. Ha partido en la propia muía del P. Guar- dián... Famosa bestia... —¿A qué hora ha partido? — Hará como dos horas. Apretó los dientes con rabia don Rodrigo. El P. Guardián le había engañado, pues. Fray Jacobo no había par- tido aún á la hora á que había ido á preguntar por él. — ¿Cual es el camino de la Cartuja?— repuso don Rodrigo, de cada vez más sombrío. — Por ahí debéis tomar, — contestó el gañán señalando á la derecha; 420 • LA MASCARA DE BRONCE — llegaréis al Puerto de San Vicente, y ya al salir de allí os encontraréis en la Jara. —Toma,— dijo don Rodrigo, alargándole un doblón. v: x El caballero marcbó apresuradamente, con ánimos de ir á buscar su caballo, cuando al llegar cerca de su casa se vió detenido por el P. Guardián, de la Jara. —¿Dónde vais?— exclamó el fraile, cerrándole el paso. —Dejadme,— rugió don Rodrigo. — ¡Vive Dios, que no ha de ser!... ¡No sigáis!— exclamó enérgica- mente el religioso. — ¡Paso! — gritó el marqués... — ¡Ved que estoy loco!... ¡No os fiéis de un hombre que sólo vive ya para vengarse! —¡Desdichado!... — ¡Paso! — No... ¡Mil veces no! Seguidme, por Dios, seguidme... —¡Ira de Dios!... ¡Paso!... Y don Rodrigo, empujando brutalmente al fraile, franqueóse el ca- mino, no sin grave escándalo de los que habían presenciado el atro- pello. Jadeante llegó á su casa, donde encontró reunidos á Pedro Castue- ra, su mujer é Isabel, poseídos del mayor asombro. — ¡Blanca! — gritó. Miráronle entonces con estupor aquellas pobres gentes. — ¡Blanca! — repitió don Rodrigo, angustiado. Adelantóse entonces Isabel, y exclamó: — Señor... Doña Blanca ha partido hace una hora... sola... á ca- ballo... — ¡Maldición! — rugió Toledo. Y lanzándose por la escalera montó en su negro potro y partió á escape de la villa, camino de la Cartuja. CAPÍTULO VII En las tinieblas Era frá Ridolfo, sí. Habia visto á Blanca y á don Rodrigo en la romería, y de pronto, - como apagado volcán que de pronto estalla, sintióse como rodeado de llamas, como devorado por abrasador incendio; loco, aterrado. Presa de horrible alucinación había contemplado á Blanca rodeada de diabólicos esqueletos que en torno suyo danzaban haciendo chas- quetear sus huesos, arrojando por sus vacías órbitas negra huma- reda, lanzando con sus desencajadas mandíbulas roncas carcajadas. Eran las víctimas de aquella mujer predestinada á causar la muerte á cuantos se la acercaban, víctimas cuyo número no sabía fray Jacobo, cuyos nombres no conocía, pero que por extraña intuición veía surgir en pavorosa muchedumbre. Y sin embargo, en vez de mostrarse aterrada Blanca con aquel tremendo cortejo, parecía sonreirles á todos, como la reina de la muer- te cá sus víctimas. 4221 LA MASCARA DE BRONCE Y le miraba á él... á él también... Y en aquella mirada parecía de- cirle ella: Ven... Frá Ridolfo, el austero penitente que huyendo de la fama que de sus virtudes en el convento de San Giuliano de Aquila corría por toda Italia había pasado á España recomendado por sus superiores para morir desconocido y olvidado en una Cartuja de los montes de Toledo, encontrábase ahora con que aquellos cuatro años de vida ascética, de maceraciones, de ayunos, de cilicios, de duras penitencias no habían conseguido matar en su corazón el amor funesto que Blanca le había inspirado en su enterramiento. Amor nacido en la lobreguez de un panteón y que debía acabar ¡condenación! en el infierno. El desdichado quiso resistir, sin embargo. Apenas hubieron termi- nado los oficios á los cuales asistió oculto tras la espesa reja del coro, sin atreverse á seguir á los demás frailes en el momento del ofertorio, cuando corrió al encuentro del P. Guardián y se arrojó á sus piés, lívi- do, cubierto de un sudor frío, seca la garganta, sin voz para balbucear una palabra. El noble monje, sin necesidad de ninguna explicación, comprendió lo que pasaba; hizo levantar á fray Jacobo y le estrechó con desespe- rada vehemencia entre sus brazos. Por fin, haciendo un esfuerzo, mirando Con angustia al Guardián, y con voz sorda pudo exclamar: — Está aquí... —Partid, partid al momento, — había exclamado el Padre. — Yo os salvaré... ¡Valor, valor, hijo mío! Pero, partid al momento... Tomad mi muía... Alejáos... Yo estaré con vos mañana... Y entre tanto, reci- bid mi bendición, la bendición que os doy con toda mi alma, con toda mi fe. Y el Guardián, sosteniendo á fray Jacobo, semi-desfallecido, bendí- jole con imponente majestad. —Partid, hijo mío... ¡Rezad! ¡Rezad sin cesar! Era la una de la tarde. Fray Jacobo, acompañado del Guardián, bajó á un patio del mo- nasterio donde estaban paciendo varias cabalgaduras. LA MASCARA DE BKONCE 423 — Montad en esa, — dijole el Superior señalándole una arrogante muía, mientras le alargaba unas alforjas. Obedeció fray Jacobo. — Y ahora, Dios os guíe... Esperadme mañana al medio día en la Cruz de nuestro término, y hasta que volvamos á vernos, orad, orad? hijo mío. El Angel de la Guarda os acompañe... El Guardián cogió una de las manos del fraile y la estrechó con ve- hemencia, después de lo cual arreó á la muía. El animal arrancó á la carrera, perdiéndose de vista al corto rato fray Jacobo tras una revuelta del camino. II Había andado ya buen trecho el desventurado cartujo, cuando de súbito se detuvo, apeóse, dejó asegurada la muía en un olivar y em- prendió vacilando la vuelta de Guadalupe. —Una vez... una sola vez... la última... — murmuró. Temblaban todos sus miembros cual los de un miserable criminal que ve levantarse á corta distancia el patíbulo en que han de ajusti- ciarle. Era su palidez como cadavérica; desencajados los ojos, fijos en las casas del pueblo, avanzaba sin darse cuenta de lo que le rodeaba, sin ver que algún gañán al cruzarse con él en su camino le miraba con estúpido terror. Así llegó hasta el pueblo. Era la hora en que don Rodrigo estaba escuchando el sermón que predicaba en el santuario el P. Guardián. Vió á una mujer y preguntóle le indicase si sabía dónde se hospe- daba D. Rodrigo de Toledo. — No sé quién es, — replicó la estremefla. —Es un caballero... á quien acompaña una dama... muy her- mosa... — ¡Ah! Entonces querréis decir el gobernador de Valencia de Alcán- tara. Ved, allí. Y diciendo esto señalábale una casa que estaba algo más arriba, formando esquina con un estrecho callejón. 424 • LA MASCARA DE BRONCE El fraile^ encapuchado hasta el punto de que apenas era posible verle el rostro, dirigióse hacia allí, deteniéndose á cada paso, vacilan*- do como si se opusiera á su marcha invisible obstáculo. Rápidamente dió la vuelta á la esquina encontrándose en el calle- jón, solitario, lóbrego. Vió un arco en el fondo y encaminóse hacia allí. Luego, á la derecha, divisó un campo al cual daba la fachada pos- terior de la casa, y adelantó hacia el campo. No había nadie. El fraile se colocó bajo un árbol y miró á la casa. Hacía rato que se encontraba allí, absorto, conteniendo su respira- ción, extrañamente tranquilo, cuando una bandada de palomas fué á posarse sobre la baranda de un mirador. Un extraño estremecimiento circuló por todo su cuerpo. Abrióse el balcón y salió una mujer. El fraile, tambaleándose, adelantóse, echóse atrás el capuchón y exclamó: — ¡Blanca! Resonó un grito estridente. Las palomas huyeron azoradas, el balcón quedó desierto y vióse des- aparecer la visión. Fray Jacobo. palpitante, sintiendo silbar en sus oídos como el eco de desencadenado huracán, arrebatado por el vértigo, huyó sin volver la cabeza, sin saber por dónde se iba, tropezando á cada paso contra los grupos como un insensato. III La vista de Roberto Falconieri produjo en Blanca un terror mortal, infinito, sobrehumano. Loca de miedo, sin darse cuenta de lo que hacía, no pensando más que en huir de aquel hombre, olvidado de Rodrigo, poseída tínica- mente de su espanto, habíase lanzado á la cuadra y montando en el primer caballo que encontraba, espoleábale furiosamente y salía de Guadalupe ciega, deslumbrada por el terror. LA MASCARA DE BRONCE 425 El caballo, echando espumarrajos, volaba como una saeta. Así pasaron dos horas, al cabo de las cuales rendido de fatiga no pudo continuar aquella desatentada Carrera. Había anochecido ya. Blanca miró en torno suyo y vióse en medio de un espeso bosque. Hacía un frío intenso y comenzaban á caer heladas gotas. Pronto la oscuridad se hizo completa. Blanca, aterida por el frío, se acurrucó en el suelo, al pié de un árbol. Entonces, recordando lo hecho en un momento de desvarío, vínole á la memoria su Rodrigo, y tan angustiada se sintió, que pensó venía la muerte á librarla de la triste vida. Ni aún lloraba; era tan enorme su congoja, que las lágrimas no po- dían expresarla. Sólo sentía en su cabeza como un aro de hierro que quisiera estru- jarla, y en sus ojos una horrible, una dolorosísima tensión, cual si por detrás se los tiraran con salvaje furia. Desfallecida, sin fuerzas para continuar sentada, dándole vueltas las sombras que le rodeaban, cayóse al suelo y perdió el sentido. Un frío glacial la hizo volver en sí; la lluvia había arreciado azo- tando su rostro y bañando su cuerpo con helada frigidez. La desdichada, tornando á la realidad, exhaló un doloroso suspiro y exclamó: — ¡Madre mía! ¡Ay,- madre mía! No se oía más que el seco chocar de la lluvia contra las secas ramas de los árboles, semejantes á gigantescos esqueletos. Así pasó una hora. Habíase serenado el cielo y veíanse brillar algunas estrellas. Blanca, haciendo un esfuerzo, incorporóse y apoyándose en el ca- ballo, consiguió ponerse en pié. El caballo relinchó. Aquel eco que turbaba el silencio de la noche, hizo estremecer á la pobre fugitiva. De pronto volvióse vivamente á un lado. tomo n 54 426 LA MASCARA DE BRONCE Parecíale haber percibido como un vago rumor en la espesura. Y deslizarse luégo una sombra... La infortunada lanzó un grito y lanzóse sobre su caballo para mon- tar, pero ya la sombra había llegado hasta ella y exclamaba: — ¡Blanca! ¡Yo soy! ¡No te buscaba! IV Reinó profundo silencio. Blanca, de pié junto á su caballo, ocultaba su cabeza sobre el brazo en que se reclinaba, mientras fray Jacobo á tres pasos de distancia, inmóvil, asemejaba un espectro. Pasó así un largo rato. — ¡Blanca! — volvió á decir al fin el fraile. — ¡Déjame! — respondió Blanca con voz sorda é irritada, sin abando- nar su posición. p]l fraile continuó inmóvil como antes. De pronto volvióse Blanca y dijo: — Aparta. Déjame paso. — ¿Qué vas á hacer? — contestó dulcemente fray Jacobo. — Seguir mi camino, — respondió Blanca con resolución. — Imposible, — repuso fríamente el fraile. —¿No me dejas, pues?— replicó ella impaciente. — ¿Y con qué de- recho? — No, — exclamó fray Jacobo con dureza.— No seguirás. — Es una cobardía lo que estás haciendo. El fraile se encogió de hombros. —¡Aparta! — repuso Blanca nuevamente. — Es inútil que pretendas huir de mí, — contestó fray Jacobo. — Ya nunca, nunca más hemos de separarnos. — ¡No tienes piedad! — exclamó la desdichada. — Es inútil cuanto me digas, — replicó el fraile. — Te amo más que nunca. Blanca dejó caer con abatimiento su cabeza y exhaló un gemido, LA MASCARA DE BRONCE 427 semejante al doloroso lamento del que oye proferir su condenación inapelable. —Yo no te buscaba —siguió diciendo el fraile.— Volviame á mi con- vento de la Jara. Un poder sobrenatural me ha arrojado á tu presencia. —Aparta. Déjame pasü —¿Qué vas. á hacer?— contesto dulcemente fray .Jacobo Sea Dios ó sea el diablo, no me importa. Te veo... y á esto me atengo. Eres Blanca, mi Blanca adorada, mi bien... ¡El cielo... eres tú! El in- fierno sería perderte nuevamente. —¿Quién sino el infierno puede haber hecho que cruzaras nueva- mente en mi camino?— exclamó Blanca...— Aparta... ¡Me da horror tu presencia! ¡Déjame huir!... —¿Y qué mayor horror que el que me doy yo mismo?— dijo fray Ja- 428 ' LA MASCARA DE BRONCE cobo... — Pero al verte me olvido de mí... Basta tu presencia para que trocase yo gustoso por eterna infamia, por eterna condenación la promesa del cielo, la mayor honra de la tierra. Tú puedes más que todo... Ni el humo se desvanece más livianamente que todo mi pasado de arrepentimiento al sol de tu vista esplendorosa. ¡Horror me doy, horror debo darte! ¡Cómo no si lo daría hasta á las fieras! ¡Pero todo se. me olvida si te veo!... ¡Dime una palabra, y por oiría, tan solo por oir el eco de tu voz, no habrá crimen que yo no cometa, ni heroísmo que no lleve á cabo. El fraile habíase ido acercando á Blanca, sin sentirlo, mientras ella escuchaba aquellas palabras con terror semejante cual si salieran del abismo. — ¡No tienes corazón! — exclamó el fraile, clavándose las uñas en los brazos que tenía apretados con las manos. — ¡Blanca! ¡Blanca! ¿No ves que me estoy muriendo?... Ella levantó entonces la vista y arrancó en un grito de horror, re- trocediendo bruscamente. Fray Jacobo, angustiado, pasóse las manos por la frente y rozó con el borde del capuchón. — ¡Maldita librea! — exclamó rugiendo, y como poseído de feroz rabia, arrancóse el capuchón, después de lo cual despojándose del sayal arrojólo al suelo pisoteándolo. — ¡Partamos! — repuso enseguida, en tono breve y decidido. — ¡No! — exclamó Blanca, desafiándole con su mirada. — ¡Partamos! — repitió él. —¡Tendrás que matarme antes! — contestó la Alviano. Roberto Falconieri, que tal aparecía siendo de nuevo despojado de sus hábitos y convertido en apuesto caballero, aunque vestido con mo- destísima ropilla negra, cogió á Blanca como si fuera una pluma, y saltando en el caballo espoleóle y lanzóse á través de la oscuridad, es- trechando contra su corazón á la cuitada y cubriendo de ardientes be- sos su rostro blanco y frío como el mármol. LA MASCARA DE BRONCE 429 V ,. . ' Amanecía melancólicamente aquel día de riguroso invierno. Roberto Falconieri trató de orientarse, y una vez comprendió dón- de se hallaba, refrenó bruscamente el noble bruto sobre del que iba. Un poco más y se encontraba á las puertas del monasterio de San Benito, de cuyos monjes era sobrado conocido, en razón á su vecindad con la Cartuja. También Blanca había reconocido la silueta del convento, y, como el náufrago que ve cercano el faro de salvación, exclamó: — ¡Roberto... por piedad, por la memoria de vuestra madre, por todo aquello que respetéis aún, dejadme!... Me acogeré á ese monas- terio, y os juro que no pensaré nunca, jamás, en el mal que me habéis causado... Todo os lo perdonaré, pero dejadme aquí... — ¡Dejarte!— replicó Roberto, estrechando con salvaje pasión el ta- lle de Blanca. -¡Loca estás al pensar que tal pueda yo hacer! Y volviendo grupas al monasterio, tomó por una vereda á través del bosque, emprendiendo al poco tiempo la subida poruña de las in- mediatas montañas. VI Media legua habrían andado cuando Roberto hizo alto ante una ermita de gótica arquitectura, en cuyo remate veíase una cruz artís- ticamente trabajada, símbolo correspondiente á la advocación bajo que estaba. Llamábase, efectivamente, aquella ermita la de Santa Cruz, y co- rrespondía á la jurisdicción del monasterio de Guadalupe. Sabía, sin embargo, fray Jacobo, — cuando Roberto Falconieri lleva- ba este nombre, — que la ermita hacía más de diez años que permanecía abandonada, sin haber cuidado nadie de su conservación, monopoli- zando toda la atención, y la devoción, el santuario principal donde se veneraba la milagrosa imagen pintada por San Lúeas. 430 • LA MASCARA DE BRONCE Ningún refugio podía ofrecérseles, por de pronto, más seguro que aquél, dado que el raptor no quería que nadie viese á Blanca. Pensaba Roberto aguardar allí á que el tiempo se serenase, y con- tinuar luégo su camino. ¿Para dónde? Esto es lo que no podia decir precisamente. Lo urgente era salir de España, ya para trasladarse á Portugal, ya para pasar á las Indias. En ambos puntos pondría su valor al servicio de quien lo hubiese menester, con lo cual conquistaría provecho, ri- quezas... Esto era lo único á que aspiraba, no por él, sino para ren- dirlo á los piés de su amada. —Ya estamos, — exclamó Roberto poniendo pié á tierra, uua vez se encontró en la plazoleta de la ermita. La joven, como una masa inerte, se dejó llevar por el raptor al in- terior de la capilla, hecho lo cual salió Roberto para llevar el caballo á un cobertizo que estaba detrás del ediñcio oculto por los robles y fresnos que robustamente allí crecían. Poco trabajo le costó á Falco- nieri forrajear, y pudo darle buen pienso al fatigado bruto. Vuelto al lado de Blanca, á quien encontró sentada en uno de los bancos de piedra labrados al pié de los muros laterales, penetró en el interior, hallando que la capilla comunicaba con una habitación le- vantada al nivel de la mitad de la altura de la nave, con diversas ven- tanas que daban vista al exterior. Aquello no tenía traza alguna de vivienda, pues aparecía enteramen- te desnudo de todo moviliario, pero era, cuando menos, un abrigo. Roberto fué por leña, y aunque con algún trabajo, valiéndose de pedernal y una llave, consiguió encender fuego. Blanca, aterida de frío y obedeciendo al instinto de conservación, acercóse al hogar sentándose sobre uno de los gruesos troncos que había traído allí el raptor. VII El sol, que se había mostrado por un momento lanzando tristes rayos, acababa de desaparecer oculto por negros nubarrones. LA MASCARA DE BRONCE 431 No tardó en estallar de nuevo la tormenta, imponente en aquel lu- gar solitario y encumbrado. Silbaba el viento agitando de vez en cuando el esquilón de la er- mita; caía la lluvia espesa y monótona y oíasé el confuso rumor del ramaje, azotado por el turbión. Roberto cerró la ventana y sentóse en el suelo á los piés de Blan- ca, cuyo semblante, iluminado por el rojizo resplandor de la hoguera, parecía el que tuviera una Venus en las fraguas de Vulcano. — ¡Blanca! ¡Mi bien, mi amor! — exclamó Roberto con ternura be- sando la orla del vestido de la joven. Miróle ella con profundísima tristeza, sin asomo ya de la anterior indignación. —¿No me perdonas?— repuso Falconieri arrodillándose ante ella y contemplándola con arrobamiento. — A todo estoy resignada ya, — contestó Blanca.— Amame, aborréce- me, martirízame... me es indiferente. He agotado ya mis fuerzas; sólo siento que tarde tanto en llegar la muerte. —¡Morir tú! — exclamó Roberto con pasión.— No lo pienses... He- mos de vivir dichosos... ¿No quiere Dios, acaso, que nos amemos, que seamos uno de otro?... ¿Cómo, si no por providencial designio, había- mos de encontrarnos nuevamente? ¡Blanca, mi vida, mi alma, no te aflijas!... Yo velaré por tí y te haré agradable la vida... — ¡Tú! ¡Desdichado! ¡Aún más desdichado que yo! — murmuró ella. - " ' /.f> , v ■ . Oscurecióse la frente de Roberto, pero de pronto, iluminándose sus ojos con extrañas claridades, exclamó: — ¿Desdichado yo? Pues mira que no cambiara mi desventura por la felicidad de nadie, ni mi desgracia por todas las delicias de la tie- rra... Esos cuatro años han sido un sueño, una siniestra pesadilla... ¡Loco de mí! Abandoné el mundo para encerrarme en las frías pare- des de una celda cuando, quizás, ibas á ser mía para siempre... La fatalidad ablandó mi corazón de bronce en el momento en que más fortaleza había menester... Pero ya no será más así; aunque á cada paso que diera tuviera que pisar un cadáver por tu amor, sólo sería 432 • LA MASCARA DE BRONCE esto motivo para aferrarme más á tu adoración. Todo lo he intentado ya para desvanecer esta esclavitud mía; inútil todo; mentira todo; sólo es cierto que te amo; sólo puedo reposar junto á tí. En este desierto lugar, al son de los rugidos de la tempestad, perseguido, desarmado, me siento más apaciguado, más seguro que nunca. — ¡Dichoso tú! — exclamó Blanca con amargura.— Para mí aumenta la pena á cada momento que transcurre. —¡Es que no me amas, que no me has amado nunca, que nunca has sabido lo que es amar!— exclamó fogosamente Roberto.— Es que fueron mentira tus palabras... ¿No recuerdas aquella tarde en Villa Mora?... ¿No recuerdas aquellos días?... No quieras mentirme... no niegues que fuiste allí feliz, inmensamente feliz... ¡Necio de mí, quise más aún! ¡Jamás se me acudiera el pensamiento de dejarte y revelarle á don Rodrigo dónde te tenía yo oculta! ¡Perdióme el orgullo, la ce- guedad de mi amor! Me estorbaba que pudiese imaginar yo la presen- cia de un rival en el mundo... ¿Qué conseguí, mísero? Que él lograse apoderarse de ti... Por suya quedaste cuando hubieras podido quedar por mía... ¿Mató á Branzanti?... — No, — repuso Blanca, cuyo rostro expresaba la más impondera- ble tristeza. — ¡No lo mató él! — Entonces... ¿quién te libró de su poder? — Riccioli. — ¡Rayo de Dios! ¿Y don Rodrigo lo mató á su vez?... Meneó Blanca tristemente la cabeza. — Entonces... hubo otro.... — Yo lo maté, — exclamó Blanca, con voz sorda. — ¡Tú! ¿Tú mataste á Riccioli?... — Yo, sí... Eso debía hacer, para poder llamarme su esposa don Rodrigo. — ¿Casástete con él?... — Estábalo ya desde el mismo dia que me llevaron al palacio del Dux. —No valía. — Quise darlo por válido. Riccioli tenía derecho, si no á mi amor, cuando menos á mi gratitud. LA MASCARA DE BRONCE 433 —¡Y le mataste!... ¡tú!... —Con esto quedaba libre. —¿A tanto llegó tu amor por ese hombre?... —Sí. Y aún haciendo lo que hice, creí haber hecho demasiado poco. — ¡Calla!— exclamó Roberto.— ¿No ves que me matas ahora á mí? Pero no... eso no será, no puede ser... Es imposible que no tengas compasión de mí, que no recuerdes los lazos que nos han unido... Yo he hecho por tí más que nadie; yo por tí he vendido dos veces á mi Dios; yo por tí he desañado al cielo y al infierno; por tí he entregado mi alma á la condenación eterna; mas, ¡qué me importa, si una mirada tuya encierra para mí toda la felicidad del Universo! Yo con mi amor, con ese delirio de amor á que me tienes sujeto, conseguiré hacerte ol- vidar todo... Partiremos de aquí... Esta tierra me es enemiga; la odio. Y cuando estemos fuera verás tú si Roberto Falconieri es capaz de ha- certe dichosa; verás si sabrá cuajarte de perlas y brillantes... Sonrióse Blanca tristemente y repuso, con voz en que se revelaba su abatimiento y al par cierta taciturna indiferencia: — ¿Qué he de decirte yo? Soy tu prisionera y habré de obedecerte hasta que llegue el momento de abandonar este mundo donde tanto he padecido. —¿Tú mi prisionera? — exclamó Roberto. — ¡Extraña esclavitud la de que á una sola palabra que me digas puedes verme caer muerto á tus piés! ¿Por qué no me mandas que me mate y lo haré enseguida? No tengo armas con que atravesarme el corazón, pero hay, en cambio, una cuerda en la campana y centenares de precipicios á nuestro alre- dedor. — ¡Oh, no!... — exclamó dolorosamente Blanca. — ¡No mueras!... Roberto miró á Blanca con hondísima intensidad y quedó sumido en silencio. VIII Al cabo de un largo rato y como si saliera de profunda abstrac- ción, levantóse Roberto y dijo á Blanca: TOMO II 55 434- LA MASCARA DE BRONCE — Espera. . . Voy á buscar algo... En breve estaré de vuelta. Anudóse un pañuelo alrededor de la cabeza y sin cuidarse de la lluvia que caía á mares bajó Roberto á un valle inmediato y llamó á una miserable cabana de pastores, medio oculta entre la frondosidad de las encinas. Abriéronle al momento y encontróse con algunos gañanes que no pudieron disimular su asombro al ver en tal sazón á un forastero. — A la paz de Dios, hermanos,— dijo Roberto;— soy un caminante á quien ha sorprendido la tormenta juntamente con alguna otra perso- na y venía á pediros, si no hospitalidad, una cosa que os he de agra- decer todavía más, y es un jarro de leche y pan, si tenéis. — No os apuréis por eso, que aunque sean dos jarros y dos panes podemos daros. — Yo os lo agradeceré muy mucho,— replicó Roberto, — pero he de advertiros que ha de ser de vuestra propia voluntad, pues no traigo por ahora con qué pagaros. — De plena voluntad os lo daremos, y más que quisierais, — contes- taron los pastores guiñándole el ojo. Roberto comprendió que aquella buena gente le tomaba por al- guien que sufría persecución por la justicia, y aunque no andaban equivocados en ello engañábanse, ciertamente, en los motivos. No es de entonces que los bandidos encuentran protección en los montes de Toledo, y otras sierras, por parte de los naturales. Uno de los gañanes le entregó un odre de leche y un pan, dicién- dole: — ¿Es eso? — Gracias, es eso, — replicó Roberto, vacilando en irse. —Hablad con franqueza, hermano, — repuso uno de los presentes. — ¿Se os ofrece más? —He perdido mi cuchillo al venir aquí, — contestó Roberto; — pero puedo, á cambio de uno, daros una estimable reliquia... Ved... Y Roberto, metiéndose la mano en el pecho y rompiendo un cor- doncillo, mostróles un pequeño relicario de plata dentro del cual se veía un diminuto fragmento de tela. LA MASCARA DE BRONCE 435 —Ved, es un fragmento de la casulla que usó por última vez San Bernardino de Sena. —Guardad eso, hermano,— contestó el mayoral,— que os puede con- venir más que á nosotros, y escoged entre los nuestros el cuchillo que sea más de vuestro agrado. Los pastores apresuráronse á sacar sus armas. — Cualquiera, ese, — replicó Roberto, tomando un cuchillo de monte que le alargaba uno de los gañanes. Era un arma de magnífica hoja de Toledo y tosca empuñadura. — Siento no queráis aceptar ese recuerdo, — repuso Roberto Falco- 436 " LA MASCARA DE BRONCE nieri, — pero ya que ahora no puedo demostraros de otro modo mi reconocimiento, quiera Dios pueda llegar día en que tenga ocasión de prestaros algún servicio. — Lo hemos hecho de buena gana, — respondieron los pastores. — En tratándose de valientes, todo lo nuestro es suyo. Roberto estrechó la mano de los pastores y se puso en marcha de nuevo para la ermita cogiendo por el camino algunos puñados de cas- tañas y bellotas, y al pasar por el cobertizo recogió la manta del ca- ballo y llevó al animal dentro de la ermita por temor de que los lobos no le acometieran al ser de noche. El enamorado galán puso á calentar la leche y ofreció luégo el odre á Blanca, la cual, atormentada más por la sed que por el hambre, bebió una corta cantidad del líquido, haciendo luégo otro tanto Roberto. —Come este pan,— añadió él cortando un pedazo con el cuchillo. La joven obedeció maquinalmente. Roberto echó luégo á las brasas algunas castañas y bellotas y fué dándolas á Blanca. —Duerme ahora,— exclamó;— yo velaré tu sueño. Había un banco de manipostería pegado á una de las paredes; do- bló la manta, que había puesto á secar al fuego y la colocó en un ex- tremo á guisa de almohada. —Duerme,— repitió Roberto. Blanca, rendida por la fatiga, tendióse sobre el banco, reclinó su cabeza en la manta, y poco á poco, al monótono arrullo de la lluvia fué quedando vencida por el sueño, mientras Roberto á su lado con- templábala con éxtasis. IX Llegó la noche. Blanca despertó, incorporóse vivamente y vió á Roberto á su lado. Era intensísimo el frío. El joven arropó á su adorada con la manta y echó más leña al fuego. LA MASCARA DE BRONCE 437 Había cesado la lluvia; en el cielo estrellado brillaban los astros con extraordinario centelleo. De pronto estremecióse Blanca, y tomó el rostro de Roberto som- bría expresión. Acababan de llamar reciamente á la puerta. —No te muevas,— exclamó el joven. — El mundo entero no me in- funde miedo. Blanca, muda de terror, vió como Roberto se dirigía hacia la esca- lera, la cual bajó sigilosamente. El joven fué á colocarse detrás del ventanillo de la puerta y vió á un peregrino. — Caridad, hermano ermitaño, caridad,— exclamó una voz. — Aco- gedme nada más que por esta noche, y Dios os lo pagará. Soy un pobre romero que iba á visitar á Nuestra Señora de Guadalupe; me he extraviado, y habiendo visto luz á través de las rendijas de las venta- nas me he encaminado hacia aquí... Abrid, hermano, que es recio el frío y estoy desfallecido de cansancio. Roberto entreabrió la puerta y dijo: —Entrad. El peregrino penetró en la capilla y su hospitalario ocupante vol- vió á cerrar con rapidez. — Tendréis que permanecer aquí, — dijo Roberto. — El lecho será duro, esos bancos; el refrigerio poco, unas bellotas, pero yo os encen- deré aquí una hoguera y podréis calentaros cuando menos. — Dios os pagará vuestras buenas obras, hermano, — contestó el pe- regrino, no muy tranquilo, sin embargo, al ver la poca ceremonia con que el ermitaño había convertido antes en establo y ahora en refecto- rio la nave de la capilla. Roberto desapareció en busca de la leña y de la colación ofrecida y dijo á Blanca: — No es quien pensábamos, sino un peregrino que iba á Guadalu- pe. ¡Téngame Dios en cuenta esta misericordiosa hospitalidad! El pretendido solitario cogió uno de los troncos que ardían en el hogar y cargándose con algunos más, bajó de nuevo á la capilla. 438 " LA MASCARA DE BRONCE Después de examinar con persistente atención al peregrino dejó el tizón en el suelo, arrimóle los otros y volviéndose al extraviado romero dijole: — ¡Ea! calentaos al amor de esa lumbre, hermano. Y entre tanto, comed de mi pan y regalaos con esos frutos humildes... El peregrino hizo como Roberto le decía, despachando en breve el frugalísimo refrigerio. —Conque, buen hombre,— repuso el anfitrión,— decíaisme que ibais en piadosa peregrinación á Guadalupe. — Eso os dije y os lo repito ahora, hermano, — contestó el cami- nante. — Pues ved que á no estar convencido de ello por vuestra cara de santo varón y veraz á toda prueba, dijera yo que no era quizás ese el camino que llevabais. Turbóse el desconocido y exclamó: — ¿Por qué habíais de dudarlo? — Antójaseme que esa esclavina y ese sombrero de peregrino que lleváis pertenecieron antes á cierto conocido mío. No pudo disimular su turbación el aludido y repuso: —Pues os juro que no sé á qué podéis referiros, hermano. — Fácilmente lo recordaréis: me robasteis eso hace poco más de cuatro meses cerca del Puerto de San Vicente después de dejarme por muerto; sois uno de la partida de Pedro el Renegado. ¿A qué habéis ve- nido aquí? El peregrino entonces en vez de responder echó mano rápidamente á una pistola que llevaba en el cinto, pero ya antes de que tuviera tiempo de amartillarla habíale desarmado Roberto. — Ya veis que tenía yo razón en decir que me habíais robado esa esclavina, — continuó diciendo tranquilamente Falconieri, guardándose la pistola y asestando su cuchillo al cuello del foragido, cuya piel ro- zaba.— Y ahora vuelvo á preguntaros á qué habéis venido aqui. — Si me dais palabra de dejarme salva la vida, os lo diré al punto, — contestó el bandido. — No he de rebajarme á tanto como sería daros mi palabra, pero, LA MASCARA DE BRONCE 439 sin necesidad de ello, podéis estar tranquilo. Hablad y nada tendréis que temer de mí. — Entonces, os diré que habiendo sabido por unos cabreros que se había presentado en su choza uno á "quien supusieron pertenecer á nuestra compañía, dió orden el capitán de que fuéramos en su busca para saber quién era el tal, si amigo ó enemigo. Nos hemos distribuido por el monte, y viendo yo luz en esta ermita, me be figurado se halla- ría aquí el que buscábamos y por eso he llamado, valiéndome de este disfraz que uso á veces... y que desde ahora está de nuevo á vuestra disposición. —De buena ganaos lo regalara, hermano, pero me hallo sin blanca y puedo hacer dineros con él si lo vendo en el primer pueblo que me encuentre; á menos de que tocado de la divina gracia del arrepenti- miento no queráis vos restituirme su valor en plata... El bandido echó mano á la faja y sacó un bolsón que entregó á Roberto. — Veo que sois buen entendedor, — replicó Falconieri. — Ya me figu- ré cuando me decidí á abriros que Dios había de obrar algún milagro en mi favor trayéndoos aquí. Y ahora, sigamos hablando... Supongo que tendréis convenida alguna seña por si dabais con el misterioso huésped de los cabreros... — Cada uno tiene la suya... Los que van registrando por las cuevas tenían que disparar su arcabuzazo al aire, y yo, si os encontraba, tenía que dar la señal con la campana. Pero supuesto que no se trata de ninguna partida de cuadrilleros de la Santa Hermandad, ni tenemos porque temer nada de vos, sería lo mejor que me dejarais partir; ya sabemos ahora de lo que se trata. — Yo os soltaría de muy buena gana si no tuviera también que guar- dar ciertos respetos á los cuadrilleros y no necesitara de vuestro cono- cimiento del terreno para salir de aquí... —¡Vos!— exclamó asombrado el bandido.— Os tomaba por un devoto peregrino que andaba recorriendo santuarios ^hasta no parar en San- tiago de Compostela... Verdad que ese caballo atado á un pilar de la capilla me había dado algo que sospechar, pero pensé no fuese de algún otro caminante que tuviérais hospedado... 440 ' LA MASCARA DE BRONCE — ¿Os parece que pasan muchos caminantes por estas alturas? — dijo Roberto. — Cierto que no es lo más frecuente que pasen, pero á veces, se dan casos. Roberto, como asaltado por una idea repentina, exclamó: — ¿Sabéis si anda gente por el monte estos días? - Desde ayer, — replicó el bandido. — Esto nos hizo creer se nos quería dar una batida y que erais vos el que la dirigía. —¿Son muchos? —Bastantes son; á pié y á caballo. —¿Y os figurabais que venían en contra de vosotros?... — Eso pensábamos... ¿Qué más natural? — En efecto, pero á veces las apariencias engañan. Yo os perdono el mosquetazo con que me rociásteis de plomo toda la espalda á true- que del buen servicio que acabáis de prestarme. Y ahora, como último favor, os ruego me acompañéis nada más que hasta media jornada de aquí. —¿Para dónde? — Como quien quiere meterse en Portugal. — Disponed de mí. — Una vez alejados de aquí algunas leguas podréis volveros y anunciar á vuestros compañeros que no es á ellos á quienes busca la justicia. —Os quedo tan agradecido por haberme podido mandar al otro mundo y no haberlo hecho, que podéis contar con mi adhesión hasta la muerte. No por ser bandolero deja uno de ser agradecido. —Más os valdrá obrar asi que no de otra manera,— respondió Ro- berto.—Y ahora, boca abajo, y no os levantéis que yo no os lo prevenga. No se lo hizo repetir dos veces el peregrino; Roberto acercóse á la escalera y llamó á Blanca, la cual bajó semejante á muda estatua; enseguida fué á desatar el caballo y arreglóle para que la joven lo montara. Pidióle enseguida un pañuelo á Blanca, hizo en él tres agujeros y LA MASCARA DE BRONCE 441 colocóselo á la joven á guisa de antifaz, después de lo cual ayudóla á colocarse en la silla. — Levantaos y marchad delante, — dijo Roberto al peregrino. Obedeció éste y el grupo emprendió la marcha á favor de la opaca claridad de las estrellas. TOMO II 56 Cumpliendo las órdenes de Roberto, guióles su acompañante hacia el puerto de Miravete, defendido á la sazón por un castillo. El raptor, una vez traspuesta la sierra y llegado á orillas del Tajo, despidió al guía, el cual se retiró harto contento con haber salido del trance con el pellejo salvo, aunque con la bolsa de menos, á guisa de indemniza- ción de daños y perjuicios. Detenidos por el río, buscó Falconieri una barca que les pasase á la otra orilla, sin que consiguiese en mucho tiempo dar con ninguna, hasta que por fin, arreciando el frío y creciendo la oscuridad, fué á pedir albergue á una pobre cabaña, apenas perceptible entre la espe- sura de un bosque. Fuéle concedida hospitalidad al momento, hallándose con que los habitantes de la choza eran unos infelices labradores que trabajosa- mente iban viviendo, gracias á algunos sembrados y plantíos de olivo, amén de los alcornoques, de que sacaban provecho extrayéndoles los corchos. .. 444 LA MASCARA DE BRONCE Al momento entabló Roberto conversación con sus huéspedes, ha- ciendo presente cuánto le convenia pasar el Tajo, ya que tenia impor- tantes negocios que realizar en la Vera de Plasencia. —Pues en mala ocasión ha llegado para eso su merced,— contestóle el dueño; — esta tarde ha pasado por aqui una tropa de caballería man- dando fuesen retiradas al momento todas las barcas del río. Parece que se trata de coger á un grande facineroso que ha robado á la mu- jer del gobernador de Valencia, y por si intentase pasar á Portugal se ha tomado, muy acertadamente á mi juicio, esta determinación que le he dicho á su merced. — Ciertamente que ha sido buena idea, pero no podéis figuraros cuánto me perjudica á mí eso. Vengo nada menos que de Chinchilla y cada día que pierdo sin realizar el negocio que me lleva á la ciudad representa para mi hacienda incalculables perjuicios. Buena recom- pensa le daría yo al que me pusiera en la otra orilla. — Pues tendréis que resignaros á que se levante la orden dada por el señor gobernador del castillo; hay pena de horca para el que se atreva á desobedecer el mandato. — Entonces, ¡qué más remedio! — repuso Roberto. — Tendré que dar la vuelta por Portugal. — Eso podéis hacer, efectivamente, si es que lográis ganar la fron- tera; pues, según han dicho, los soldados van á tomarse los pasos des- de Alcántara á Badajoz. —Conque, ¿se persigue entonces mucho á ese criminal? — ¡Figuraos! El general de Estremadura está furioso con él, y como se encontraba en Nuestra Señora de Guadalupe, acompañado de una porción de gobernadores y alcaides, despachóles á todos al momento para que, sin pérdida de tiempo, tomasen todas las providencias ne- cesarias para cerrarle el paso al facineroso, el cual, según parece, es un cartujo... —¡Diablo! — Diablo, precisamente. Eso dicen: que ha vendido su alma al demonio. Verdad es que de otra manera no se comprende lo que ha hecho. Ya repararon esto los guadalupeños cuando le vieron atravesar LA MASCARA DE BRONCE 445 por el pueblo como un poseído... ¡Y el olor á azufre que dejó cuando hubo desaparecido! —Difícil será, entonces, que puedan dar con él, — replicó Ro- berto. — ¡Oh! No lo veo yo así... Creo que le prenderán, y que si ahora echa olor á azufre pronto habrá de echar olor á chamusquina, cuando se apoderé de él la Santa Inquisición. — Lo que tiene que ser, será, — contestó Roberto, con la mayor tran- quilidad.— Allá se las hayan cartujos é inq uisidores, ya que, á Dios gra- cias, nada nos toca á nosotros en todo ello. Amigo, mi mujer y yo es- tamos fatigados; la jornada ha sido larga, y no nos vendría mal que nos dieseis algo que cenar y luégo nos arreglaseis un montón de paja sobre que dormir, sin descuidar por eso darle un pienso á mi caballo. — A eso vamos, con la mejor voluntad del mundo,— replicó una jo- ven, que hasta entonces había permanecido en silencio contemplando á Blanca cuyo rostro permanecía oculto aún bajo el improvisado an- tifaz. Poco tardaron los dos viajeros en dar cuenta de la frugal colación que les sirvió la labradora, y deseando enseguida las buenas noches á sus huéspedes, retiráronse á descansar en un miserable camaranchón graciosamente cedido por la hija de la casa. II Roberto invitó á Blanca á que ocupara el pobre jergón que consti- tuía el lecho de la campesina, mientras él, sentado en un escabel, se entregaba también al reposo. Blanca, como si se hubiesen roto todos los resortes de su voluntad, obedeció pasivamente y no tardó en dormirse, pero no así Roberto, harto preocupado por las noticias que acababa de darle el infeliz gañán. No había perdido el tiempo, á lo que se veía, don Rodrigo, levan- tando contra él desusada persecución. Habíale cerrado el paso por el río y tenía guardada la frontera; esto por aquella parte, siendo de creer 446 " LA MASCARA DE BRONCE que lo mismo habría hecho en todo el resto del Tajo que no podía va- dearse, y que le habría cortado también la retirada por el Puerto de San Vicente. Pensó entonces que quizás podría salvarse dirigiéndose al Sur, y en el entretanto buscar un refugio en los bosques de la sierra de San Pe- dro, y pareciéndole que no cabía mejor solución durmióse también, más tranquilo de lo que hubiera podido suponerse dada la terrible si- tuación en que se hallaba. Transcurrió, por fin, aquella larga noche de invierno, y así que amanecía manifestó Roberto al hospitalario huésped su designio de di- rigirse á Trujillo, á fin de esperar allí que se levantase la prohibición de pasar el río, resolución que no pudo menos de aplaudir el honrado estremeño, aconsejando á su huésped que valía más tomase un poco de paciencia que no irse á Portugal á trueque de inspirar recelos á los guardias, con los que de seguro habría de tropezarse, y que al verle en compañía de tan hermosa señora como parecía su mujer, no fuesen á cometer el disparate de tomarles por el famoso cartujo y la robada esposa del señor gobernador de Valencia. Roberto contestó con una franca carcajada al dicho del gañán, y despidiéndose de sus huéspedes, púsose en marcha, llevando á la gru pa de su caballo á su tapada compañera. III Hacía algún rato cabalgaban Falconieri y Blanca á través de los árales que se extendían desde la izquierda del Tajo hacia el Sur, cuan- do de pronto sintieron que una voz de mujer gritaba: —¡Caballero! ¡Caballero! Volvió Roberto la cabeza, y, con viva sorpresa, vio á la labrado- rita en cuya casa habían pasado la noche. —Caballero, — siguió diciendo la joven; — vais mal por aquí, pues corréis peligro de toparos con alguna tropa de soldados... — ¿Y qué nos importa á nosotros?— replicó Roberto, tratando de disimular el sobresalto que le habían causado las palabras de la joven. LA MASCARA DE BRONCE 447 —No queráis ocultarme lo que cualquiera que haya tenido la dicha de verla adivinaría al momento. La señora que lleváis es la esposa del gobernador de Valencia, y vos, por lo tanto, ese famoso cartujo á quien con tanto empeño buscan corriendo por montes y valles, —¡Gallad!— exclamó Roberto, —Caballero,— siguió diciendo la joven;— vais mal por aquí, pues corréis peligro de toparos con alguna tropa de soldados —Nada temáis por mi parte, sino todo lo contrario. ¡Oh! ¡Si supie- rais cuánto me gustaría á mí que un caballero gentil y apuesto como vos me llevase también! Pero, por desgracia, no tengo trazas de ver esto sino en lo que cuentan las historias que leo... ¡Porque no me hizo Dios princesa, aunque debiera serlo encantada, como la señora go- bernadora! — Fio en vuestra discreción, niña,— replicó Roberto.— Creed que no somos los que pensáis; con todo, no por eso me faltan motivos para desear no tener ningún tropiezo con soldados... Agradézcoos, por lo tanto, el aviso, y os pediría parecer, si quisierais dármelo, para que 448 • LA MASCARA DE BRONCE pudiéramos caminar por donde se corriese menos riesgo de topar con gente armada. — Pues para eso he salido tras de sus mercedes, y tomando á cam- po traviesa, he llegado á tiempo de alcanzarles. Si siguen más adelan- te, se encontrarán con que el Almonte viene muy crecido, y por poco que vayan en busca de un vado darán de manos á boca, de fijo, con al- guna partida de soldados ó ronda de cuadrilleros; creo que lo mejor se- ría se ocultasen en unas ruinas de un antiguo castillo de moros que hay no lejos de aquí; yo les respondo de que nadie habrá de dar con sus mercedes si se resignan á permanecer donde les indicaré, y en cuanto al alimento, yo cuidaré de traérselo cada día, hasta que, por fin, cuan- do haya pasado el nublado, les avisaré presurosa de que no hay peligro alguno y de que esta tierra queda limpia de malandrines y follones. — Yo os agradeceré en extremo vuestra caritativa obra, — contestó Roberto, — y podréis estar segura de que no ha de pasar mucho tiem- po sin que recibáis de mí parte una importante recompensa. — ¡Eh! No me venga su merced hablándome de dineros,— exclamó la niña, — que no reza eso conmigo. Recompensa, á la verdad, la quie- ro, pero no esa que pensáis, sí otra y es que doña Blanca me permita besar su mano ahora, como si besara la de la reina. Blanca, sin alientos para hablar ni para resistirse, alargó su mano á la niña y en lugar de dársela á besar estrechóla maquinalmente. — ¡Santísima Virgen de Guadalupe! — exclamó la estremeña...— ¡No es tan fina la seda como las manos de su merced! ¡Qué portento! Creíaos la mujer más hermosa de la tierra, pero veo sois también la más delicada. ¡Jamás llegué á imaginarme que pudieran darse ¡en este mundo tan hermosísimas princesas como vos!... ¡Ah! ¡Quién me diera contemplar vuestro rostro celestial! — Otra vez será, mañana mismo,— contestó Roberto, — pues por suerte ó por desgracia hartas ocasiones tendréis de ver á esa señora mientras permanezcamos en esas ruinas de que nos habéis hablado. Y ahora, vamos ya hacia allá si os parece. — No estamos muy lejos; ved, es allí. Y la joven señaló un torreón en ruinas, erguido en la cima de una montañuela que cerraba el valle hacia el Sur. LA MASCARA DE BRONCE 449 Guió Petrilla, que asi se llamaba la labradorita y seguida de Ro- berto y Blanca, á caballo, llegaron antes de media hora al sitio donde se enderezaban. El suelo, tapizado de hojas, cuando no era de dura roca, no permitía reconocer las huellas del no"ble bruto. x IV El sol había aparecido ya por Oriente, derramando una pálida cla- ridad sobre la tierra. El cielo de un gris casi blanquísimo aveníase con la melancolía del paisaje. No podía imaginarse un día de invierno más característico. El suelo, alfombrado de odoríferas plantas salpicadas de escarcha, embalsamaba el ambiente con el penetrante aroma de las yerbas; alguna que otra alondra dejaba oir su estridente canto y del vez en cuando oíase el fiero gruñido del jabalí. Por fin, penetraron nuestros viajeros por la puerta del castillejo cuyo foso cegado en parte con las ruinas que se habían ido acumulando estaba ocupado en lo restante por una espesísima vegetación de ma- lezas y zarzales. Petrilla condujo a los viajeros hasta más allá de la plaza de. armas, y llegada á un aposento que parecía haber servido de capilla en otro tiempo, según revelaba una hornacina vacía á cuyos piés se veía la mesa de piedra de un altar, levantó una losa larga y estrecha y apareció una angosta rampa. Roberto y Blanca siguieron á su gallarda acompañante, llevando el primero del diestro á su caballo, y se encontraron en un espacioso subterráneo que formaba una doble galería de arcos de herradura que descansaban en un robustísimo pilar central, y recibía luz escasa, pero suficiente para no tener que andar á tientas, por unos estrechos traga- luces que comunicaban con los muros laterales de la plaza de armas. Reinaba allí una temperatura más elevada que en el exterior, por lo cual se experimentaba una especial sensación de bienestar, después de haber sufrido el glacial embate del frío Norte que reinaba. — Aquí estarán sus mercedes como unos marqueses, — exclamó Petrilla, — pero lo que sobre todo les aseguro es que nadie ha de atinar que puedan hallarse aquí, pues me jacto de ser la única persona que tomo n 57 450 LA MASCARA DE BRONCE antes de estar sus mercedes aquí conocía la existencia de este subterra neo. Animo, pues; no he venido desprevenida y aquí les dejo con que entretener por hoy el hambre y la sed. Mañana volveré al amanecer y ya será otra cosa. En cuanto á lecho... ¿por qué no decirlo? gustábame á mí estarme aquí horas enteras, como quien espera al valeroso caba- llero que ha de venir á libertar á la encantada princesa y para sonar con más comodidad que no echada sobre el suelo, arrégleme esa yáci- ga que verán sus mercedes... Y diciendo esto, acompañó Petrilla á sus amigos hasta el fondo de la galería donde se levantaba un gran montón de yerbas secas, cu- bierto con un viejo pañuelo de vivos colores y una manta de Pa- tencia. — No se crean sus mercedes, — repuso la niña... — Vean si hay dormitorio en el mundo como este, donde crecen rosales blancos. Y así era en efecto; los tres lados del muro estaban tapizados de aquellas plantas. —Nada más he de decirles á sus mercedes, sino que pueden entre- garse aquí sin recelo á sus amores, — exclamó Petrilla, sin poder reprimir un suspiro... — Y así... hasta mañana. Dios les tenga en su santa guarda. — Adiós, mi bella niña, — exclamó Blanca, besando á la labradorita en la frente. — ¡Ah! ¡Señora, qué bien saben vuestros besos! — exclamó Petrilla, llevando las manos á la cara como si quisiera coger el aliento con que Blanca había rozado sus mejillas. >/'.*:%.:; V Quedaron solos Roberto y Blanca en el subterráneo. La joven, libre ya de testigos, quitóse el antifaz, dejóse caer sobre el rústico lecho y rompió en silencioso llanto. Roberto, de pié, inmóvil, parecía abismado en negros pensa- mientos. De pronto, arrodillándose y acercando su rostro al de Blanca, ex- clamó con amargo tono: LA MASCARA DE BRONCE 451 —¿Me aborreces, no es verdad? ¡Ah! Cuanto te hago sufrir, bien lo veo... Condenarte á seguirme en esta existencia mía de réprobo, de cri- minal... ¡Horrible trance! ¡Ah, maldita la hora en que pude verte!... — ¡Calla! — exclamó Blanca, haciendo por contener sus lágrimas. — ¿A qué maldecir? La suerte parece que haya querido que fuese yo tu víctima... —¡O qué fuese yo la tuya!— interrumpió diciendo Roberto... — ¡Creo que más he sufrido yo, por más que comprendo bien lo que tú has sufrido! — contestó Blanca... — A lo menos... Si tú me amas... sí, ya que me amas, si me amas, me ves... y yo... ¡ay de mí! — ¡Calla! — respondió Roberto con sombrío acento. — Ves en mí la mujer desventurada de quien tu mala estrella ha hecho te enamores, y yo sólo puedo ver en tí al que ha causado la mayor parte de mis desgracias, al hombre que ha de ser causa de mi muerte antes de que pueda gozar de la ventura infinita de volver á ver á mi Rodrigo. —¡Cruel eres!--replicó Roberto. — Permíteme á lo menos ya que soy tu esclava, que pueda tener libertad para no distraer mi pensamiento... No me lamento yo de verme en tan tristes lugares como esos por donde me arrastras, sino de ver apagada para siempre la luz de la felicidad que procuraba á mi Rodrigo... ¡Ah! ¿Qué hará sin mí el desgraciado? ¿Por dónde andará buscándome, creído ¡oh, qué horror! que le he abandonado... que he huido contigo?.., —Es en vano cuanto quieras decirme para alejarme de tu lado.. Una vez lo hice; no será así ahora... Necio de mí, te dejé cuando está- bamos en Villa Mora para correr tras mi rival... El tiempo me ha cu- rado de tales desvarios... No; no te dejaré ya más... Aunque supiese quedón Rodrigo está pisando el suelo que nos sirve de techado, no me apartaría un paso de aquí; no, antes bien me interpondría entre tú y él... Jamás ha de volver á sentir el calor de tu rostro... Podrá recibir tu cadáver... no á Blanca llena de vida, como ahora. — Entonces... quiera Dios que pronto pueda tenerme. —Yo cuidaré bien de que no sea... Dices que estará sufriendo... 452 ' LA MASCARA DE BRONCE ¿Y qué me importa á mí que sulra? ¿Cuándo sufrirá él lo que yo? ¿Qué sabe él lo que es sufrir; lo que es pasar esos años, largos como siglos, que he pasado yo en la austeridad del claustro, luchando entre tu amor y mis votos, entre el recuerdo de las perdidas horas de delicia y los tormentos de las más ásperas penitencias? ¿Qué sabe él lo que es el continuo remordimiento del sacrilegio incesante, la batalla entre el pensamiento en Dios y la pasión por la criatura? ¿Qué sabe él lo que se experimenta cuando surge en las altas horas de la noche la visión horrenda de la condenación eterna, y sin embargo, impotente para borrar de la mente la imagen adorada, la imagen profana que oscu- rece la del Crucificado, la del Omnipotente, la del Supremo Juez? ¡Mila- gro del infierno el que yo viva y tenga entero el seso después de lo que me ha acaecido! ¿Amarte nadie más que yo? ¡mentira! ¿Sufrir nadie más de lo que he sufrido yo por tí?... ¡necio quien tal pueda imagi- narse!... — Roberto, por piedad... calla... ¿yo qué puedo hacer por tí? ¿Cómo puedo yo amarte? Mátame porque te lo diga ¡ojalá lo hicieras! amo á otro... le amo con toda mi alma, con todo mi corazón; es el único hombre á quien he podido amar, á quien he amado en este mundo; pero aunque así no fuera... ¿qué quieres de mí? ¿Qué puedes esperar de mí?... ¿No has reparado en quien eres y en quien soy?... Amarte... ¡á tí!... No sé cómo no se desgarra el orbe cuando eso me dices... Media entre ambos un abismo más hondo que la distancia que nos separa del sol y de las estrellas.. Aparta... Déjame... Por piedad, Roberto, por piedad... Falconieri, con mirada tan ardiente que sus ojos relucían en la os- curidad como fuegos fátuos, ahogó un rugido de dolor y arrojóse al suelo estallando entonces en sollozos. Era aquel un horrible espectáculo. Blanca, loca de angustia, turba- do el espíritu, desesperada, colérica al verse viva, aniquilada, inclinóse hacia Roberto y exclamó: — Levanta... ¿Qué importa ya un sacrilegio más? Tuya soy... VI Un ligero rumor y el eco de sus nombres pronunciado en voz muy LA MASCARA DE BRONCE 453 baja, hizo volver al mundo de la realidad á los dos fugitivos, que hasta entonces no comprendieron había amanecido el siguiente día. Era Petrilla, en efecto, que cumpliendo su promesa venía á traerles algún alimento á sus amigos. — No se muevan sus mercedes todavia, — dijo la joven... — Parece que han venido más soldados... De fijo han olido que os encontrábase por ahí... Con todo, cuando vean que van pasando días y no salís, de fijo han de acabar por convencerse de que habéis volado por los aires á caballo de un dragón alado, y entonces será ocasión de salir... ¿Estáis bien aquí? —Muy bien, — respondió Roberto. — Un poco oscuro; esto es lo único que tiene, — replicó la niña; — por lo demás, crean sus mercedes que de buena gana me estaría yo en este escondrijo en vez de helarme por esos campos de Dios... ¡Que frío hace ahí fuera! Pero aquí dentro no... Parece que... ¡Jesús! — ¿Qué tenéis?— exclamó Roberto. — ¡Qué desatino iba yo á decir ahora! —¿Desatino? — Sí... ¿Pues no se me figuraba que ese calor que aquí, se siente es como si llegara del infierno?.. Nunca se me había ocurrido imaginar semejante cosa... — En verdad que andáis asaz trascordada, niña, — dijo Falconieri... — ¿Cómo no sentirse calor en este subterráneo, si en él mora el propio sol de la hermosura... y aún dos soles en este instante? — ¡Necia de mí! Perdonad, señora mía, que no atinara yo en la causa... Cierto que sí... Su templado ambiente es propio del cielo... Vos estáis ahí... ¿Qué más gloria? — Discreta sois, Petrilla, — exclamó Roberto. Despidióse la jovencita, cuya presencia había producido como una ráfaga de luz en la sombría guarida, y todo volvió á quedar sumido en hondo y pavoroso silencio. —Así te vi por primera vez, — exclamaba Roberto teniendo cogida á Blanca entre sus brazos... — No sé qué extraño parecido tiene este subterráneo con el panteón de San Donato... ¿Por qué no pasaríamos 454 ' LA MASCARA DE BRONCE aquí toda nuestra vida esperando el momento de la muerte? Enójame todo lo demás; aborrezco cuanto no seas tú... De sobras está para mí la claridad del sol, el encanto del cielo, las flores, las delicias todas de la naturaleza... Sólo se complacen mis ojos en tu vista, mis oídos en escucharte, mi aliento en aspirar el perfume de tu cuerpo... ¡Si supie- — Ku verdad que andáis asaz trascordada, niña,— dijo Falconieri.— ¿Cómo no sentirse calor en este subterráneo si en él mora el propio sol de la hermosura?. . . ses cuánta es aquí mi felicidad!... ¡Oh, qué inefable goce si así como estamos sepultados en el fondo de la negra tierra pudiéramos vivir en el fondo del mar, como la escondida perla!... Pero no; no quiero am- bicionar más; soy el minero que se encuentra en el fondo de una mina de oro... Así debía encontrase Vulcano en la oñcina de los Cíclopes... En tan estrecho espacio que á otro parecería una tumba, me hallo yo como si habitara el más asombroso palacio soñado por los reyes asiá- ticos... En torno tuyo conviértense en preciosas piedras esos carcomi- dos sillares... No quiero más luz que la que me viene de tus ojos... ¡Oh, qué inefable placer! Solos, solos del todo, tú y yo... Necio fui al sacarte LA MASCARA DE BRONCE 455 del panteón de San Donato... Allí hubiera debido quedarme yo.... Vi- vamos aquí... ¡Enterrado en vida contigo! ¡Cuándo hubiera podüdoi soñar yo en semejante felicidad! Nada respondió Blanca, la cual apenas pronunciaba palabra alguna en el transcurso del día. La desventurada había llegado al punto de tener miedo de salir de allí; parecíale que estaba ya como medio muerta y que no debía tardar en morir del todo. VII Así pasaron dos semanas, sin que ningún día se descuidara Petri- lia de presentarse con su cesto de provisiones. Era una noche de á principios de Marzo, en la cual soplaba furiov- samente el viento. Desde el subterráneo oíase de vez en cuando el fra- gor que producía al desplomarse algún lienzo de pared semi-derruído. Percibíase luégo el monótomo rumor de un aguacero y, á través de los tragaluces, penetraba casi incesantemente la lívida claridad de los re- lámpagos. Un malestar indecible atormentaba á los dos reclusos, sin duda á causa de la atmósfera sofocante que se respiraba en el subte- rráneo. Llegó por fin el día; pasaron largas horas, y por primera vez dejó de presentarse la caritativa amiga del puerto de Miravete. Nada dijo Roberto, pero estremecióse al pensar en la crítica situa- ción en que iban á hallarse si les faltaba el concurso de Petrilla. Esperó, no obstante, la mañana siguiente, pensando que quizás el mal estado de los caminos le había impedido venir en su socorro á su amiga. Quedaban provisiones y agua suficientes para esperar dos ó tres días. Petrilla no volvió, sin embargo, ni á la mañana siguiente, ni á la otra, ni á la tercera. Era preciso, pues, tomar una determinación. Desde el momento en que Petrilla no volvía, era peligrosa la permanencia en aquel sitio, lo 456 . LA MASCARA DE BRONCE mismo por !a falta de mantenimientos como por si la pobre niña se había visto amenazada de revelar algo. Roberto esperó á que cerrase la noche para ponerse en marcha. Había cesado la tormenta, y á favor de las estrellas podía orientar- se hacia el Sur, que era el camino que pensaba emprender. Blanca, pasiva siempre, siguió sin replicar cuando Roberto la rogó se saliesen del subterráneo. Montaron á caballo una vez llegados al bosque, y cautelosamente comenzaron á marchar, encontrándose al ser de día á orillas del Al- monte, que, como les había dicho antes Petrilla, venía crecido y con la reciente lluvia era más difícil de vadear todavía. Roberto entonces torció hacia la izquierda, hacia el nacimiento del río, buscando un vado. La orilla era arenosa, por lo cual las herraduras del caballo queda-' rían impresas en el suelo, si no se procuraba disimularlas, y á este objeto envolvió Roberto los cascos del caballo con algunos trozos del pañolón que cubría el lecho de hojas secas en el subterráneo y que había cuidado de llevarse. Así anduvieron un buen trecho, hasta encontrarse, por fin, con un vado. Roberto hizo entrar el caballo en el agua, y hallábase ya á mitad de la anchura de la corriente, cuando vió algunos ginetes que á todo correr se dirigían hacia él, desde la orilla opuesta... Rápidamente volvió grupas, quitóle al caballo los trapos, y lanzóle á escape, á campo traviesa. En su desesperada carrera, hundía á cada momento las espuelas en los ijares del noble bruto, que, como acometido de un vértigo in- fernal, salvaba las distancias saltando por encima de todos los obs- táculos, torrentes, barrancos, pendientes y cuestas, hasta que, por fin, tambaleándose y dando una vuelta, cayó al suelo, reventado. Roberto, entonces, cogiendo de una mano á Blanca, obligóle á se- guirla hasta una altura, por un camino fragoso y oculto entre la arbo- leda. LA MASCARA DE BRONCE 457 VIII • El sol aparecía espléndido y resplandeciente, sin que la más ligera nube empañara el cielo. De la pasada borrasca, sólo quedaba la liu- medad que empapaba la tierra. De repente Blanca exclamó aterrada: -¡Mira!... ¡San Benito de Villuercas!... El monasterio, en efecto, aparecía á corta distancia. En su vertiginosa carrera hacia Levante, habían ido á parar allí. — Es imposible la salvación, — murmuró Roberto.— Todo el mundo debe de estar aquí sobre aviso... Está tomado el Puerto de San Vicen- te; por detrás nos cierra el paso el Guadiana... Nos han visto ya y nos cercarán... ¿Quieres salvarte tú? — Acabar de morir... Esto quiero... —¿Estás decidida? —Si. — Entonces... perdóneme Dios que pronuncie su nombre con mis labios maldecidos... entonces... Dios te bendiga... Ya nada hay que es perar... Llegó el instante supremo de nuestra separación... Te he ama- do con toda mi alma, Blanca mía... Te he amado más que nadie... ¿No lo crees? — ¡Sí! — repuso Blanca, sombría. — Yo te he amado, mi bien, con pasión de loco... He arrastrado por tí una vida miserable... y, sin embargo, no trocara yo mi existencia por la del más feliz de los hombres, ni cambiara mi gloria por la del más poderoso emperador... Perdóname si te he arrastrado en mi desgracia... —Había de ser así... Cúmplase nuestro destino...— respondió Blanca. — Yo te he amado más que nadie y más que nadie también he dado pruebas de que te amaba... Yo he vendido á mi Dios para correr en pos de tí... ¿Quién hiciera, quién podría hacer otro tanto?... A ese pre- TOMO ii 58 458 ' LA MASCARA DE BRONCE ció he podido arrastrarme á tus piés demandándote una mirada de piedad, una frase de cariño... Nunca he sido bastante afortunado para conseguirlo. He sido dueño de tu cuerpo, como del de frígida estatua, estatua portentosa; jamás he podido creerme dueño de tu alma... Y, sin embargo, no me quejo.. Otra vez, si al comenzar la vida me dijeran si quería recorrerla de otro modo, diría no una y mil veces... Cuando dentro de algunos instantes muera, moriré bendiciendo cuanto me ro- dea, moriré bendiciendo mi pasado, sonriendo á mi presente... ¡Blan- ca, Blanca mía! ¡Oh, cuánto, cuánto te he amado siempre! ¡Cuánto te amo!... Percibióse en aquel momento lejano galopar de caballos, á cuyo rumor estremecióse Roberto y cobró el rostro de Blanca una palidez marmórea. La joven, como si volviera en sí, llevóse las manos á la frente, apartó sus cabellos en desorden, y con acento jadeante exclamó: — ¡Él... él!... ¡Rodrigo!... ¡mi Rodrigo!... ¡Rodrigo de mi alma!... ¡mi Rodrigo!... Roberto... deja... ¡que sea él quien me mate!.. No quie- ro morir sin verle una vez más... ¡Es él!... ¿No lo adivinas?... ¡Ah!... Y del pecho de Blanca salió un grito estridente. Había resonado el toque de una trompa de caza, lanzando la con- traseña del marqués de Villasol. —¡Aquí!... ¡aquí!...— rugió Roberto, reteniendo á Blanca, que pug- naba por escaparse de sus brazos. IX Oíanse ya distintamente los gritos de los perseguidores; por todo el bosque avanzaban hacia la altura grupos de armados; no cesaban un momento los toques de los cuernos. Roberto, teniendo sujeta con sus manos á Blanca, que en vano que- ría desasirse de aquellos anillos de hierro, lívido, y sin embargo arro- gante en su actitud, erguida la cabeza é inmóvil en la cumbre, pare- cía, con sus cabellos al viento, la imagen de Luzbel que tuviera prisio- nero en sus garras á un ángel. LA MASCARA DE BRONCE 459 —¡Rodrigo!... ¡Rodrigo!...— gritó la desventurada. — ¡Blanca!... — oyóse contestar á lo lejos. Estremecióse violentamente Roberto, al paso que brilló una sonrisa celeste en los labios de la joven... Aquella era la voz del esposo ama- do, del noble dueño... Roberto estrechó con frenesí á Blanca y con desesperado acento, exclamó: —¿No tienes ni una palabra de compasión para mí?... ¿No quieres decirme ni siquiera adiós en este instante? — Acaba pronto... Sí... adiós... que no me vea él en tus brazos... Hiere.... Roberto, apartando la cabeza, llevóse la mano al cinto y hundió el cuchillo de monte en el seno de Blanca, la cual, lanzando un débil ge- mido, cayó al suelo. Enseguida se arrojó sobre aquel cuerpo inanimado, cubriólo de be- > sos é internóse en la espesura murmurando: — Queda cumplida su última voluntad... No la verá don Rodrigo en mis brazos... Poco después, un grupo de ginetes, á cuyo frente iba el marqués de Villaso) llegaba á la cumbre. El caballero reconoció á Blanca, bañada en sangre; puso pié á tie- rra, y, corriendo hacia ella, lanzó un grito de fiera herida y cayó sin sentido. Una hora después, al retirarse el P. Pereda á su convento, de vuelta de prestar sus tardos auxilios á la marquesa de Villasol, recibió una de las mas terribles emociones de su vida, al ver á un hombre ahorcado de la misma encina en que trescientos años antes se había colgado un frai- le; pero su terror subió indescriptiblemente de punto, al reconocer en el suicida á fray Jacobo, el austero monje de la cercana Cartuja de la Jara. CAPÍTULO IX De San Benito á los Frari ¿Cómo pintar la horrible desesperación de don Rodrigo al encontrar cadáver á la que tanto había amado, á aquella mujer por quien tanto habia sufrido, á la que había sido para él único objeto de su existencia desde el momento que la había visto? El noble marqués de Villasol parecía haber envejecido diez años en aquellos pocos días que habían transcurrido desde la desaparición de Blanca. Bajo el golpe de la primera impresión había creído el marqués, cie- go de cólera y arrebatado de desesperación, que se trataba de una fuga criminal, que su esposa había seguido á fray Jacobo, pero no tardó en convencerse de que no había sido así una vez le hubieron manifestado algunos testigos haber visto á Blanca, sola, á galope de su caballo, mien- tras otros referían que habían encontrado al fraile, solo también á pié, por distinto camino. Pero entonces, ¿cómo, por qué había de haber huido Blanca? ¿Qué motivos la habían inducido á ello? Mientras pensando en esto y á punto de volverse loco se hallaba 462 • LA MASCARA DE BRONCE don Rodrigo, recibió la tremenda nueva de que unos cabreros que vi- vían en una choza no lejos de la ermita de Santa Cruz habían visto salir muy de madrugada de aquel santuario á una dama vestida de azul y acompañada de dos hombres; uno de ellos de señoril aspecto y el otro en hábito de peregrino. Ya no le cupo duda entonces al marqués de Villasol: tratábase de Blanca y de Roberto... La traición era patente, manifiesta, indenega- ble... Lanzó un rugido de furor y juró vengarse. Al momento y con la aquiescencia del general de Estremadüra, dis- puso que se retiraran las barcas del Tajo, mandó tomar todos los pasos de la sierra de Villuercas y de la frontera de Portugal y dió orden á los alcaldes de los pueblos que reuniendo á todos los hombres de armas diesen una batida en el territorio de sus respectivas jurisdicciones. Ya hemos visto como produjeron efectivamente el resultado que es- peraba en cuanto á apoderarse de los fugitivos, pero no del modo que contaba él. Nunca en el alma humana se libraron tan horrenda bata- lla los más encontrados sentimientos; el problema se presentaba pavo- roso; todo era misterio, incertidumbre espantosa, duda capaz de tras- tornarle la razón á cualquiera. ¿Había seguido voluntariamente Blanca á Roberto Falconieri? ¿Le amaba? ¿Había querido morir antes que vol- verá los brazos de su esposo ó bien pereció asesinada por el sacrilego fraile? Poco á poco, sin embargo, fué haciéndose un poco de luz en la tur- bada mente del desdichado... Sí... ¿No había oído acaso aquel deses- perado grito de Blanca que parecía llamarle en su socorro, grito que debió ser la sentencia de muerte de la infeliz veneciana puesto que en- seguida cayó bajo el puñal de Falconieri? No; no había muerto libre- mente, no había querido ella que Roberto la separara para siempre de don Rodrigo... En este caso hubieran muerto ella y él abrazados, con un mismo género de muerte... No era así. Blanca yacía sola, atravesado el corazón, mientras Roberto lejos de allí había buscado la muerte en la fatal encina que había servido también de árbol de justicia á otro ré- probo... ¡Blanca era inocente! Era inocente como lo había sido siempre en la triste odisea de su LA MASCARA DE BRONCE 463 vida; había concluido ya la misión que el destino la había confiado... Ya no habría más derramamiento de sangre por su causa... El corazón de don Rodrigo pareció como que quedara paralizado; vió oscilar fatídicamente de una rama de la encina el cuerpo del suici- da que le había asesinado su alma y no sintió más que una profunda compasión. A la vista de aquel hombre poco antes hermoso, fuerte y valiente, comprendió don Rodrigo la fuerza de la fatalidad; compren- dió también que no era suya la culpa de haber amado tanto á Blanca. En su lugar, ¿qué hubiera hecho él?... Y miró luégo en su conciencia y se vió más infeliz aún que frá Ri- dolfo... No había padecido él tanto ciertamente; por su condición so- cial hizo menos de lo que el fraile había hecho. Bajó la cabeza don Rodrigo y acarició el pomo de su puñal. Allí es- taba la liberación de sus dolores; allí el olvido de sus tormentos... Poco á poco iba saliendo la hoja de su vaina de negro terciopelo cuando de pronto acudió á la mente del caballero el recuerdo de una sagrada promesa. Había dado su palabra á Blanca «le que en caso de ver su muerte la conduciría á Venecia para ser enterrada en el panteón de su fami- lia. Era el último testimonio de amor y respeto que podia darla, y en consecuencia, aprestóse á cumplirlo sin pérdida de tiempo. II El cadáver de Blanca había sido transportado á una capilla del claustro del monasterio, donde yacía sobre un túmulo alumbrado por cuatro cirios. El torrente de lágrimas contenido hasta entonces en el corazón del marqués de Villasol desbordó vehemente al contemplar sus ojos los inanimados restos déla que había sido el único amor de su vida. Fray Pereda, conmovido como nunca recordase haberlo estado, no dejaba ni por un momento al desdichado caballero que, semejante á inmóvil escultura, parecía como clavado junto al túmulo, bañando con sus lágrimas la fría mano que tenía acercada á los labios. 464 • LA MASCARA DE BRONCE Nadie osaba turbar aquel dolor sobrehumano. En esto entró un monje y hablóle al oído á fray Pereda, el -cual, to- cando ligeramente en el hombro al marqués, !e dijo: —Vienen á preguntar donde debe hacerse el enterramiento de vues- tra esposa. Don Rodrigo respondió: — Hubiérala querido tener yo en Villasol, pero hace pocos dias, como si presintiera su cercano fin, hablóme de esto y me hizo prome- ter la conduciría á Venecia. —¿Y pensáis hacerlo así?— repuso fray Pereda. —Asi lo haré,— contestó don Rodrigo. —Entonces... habrá que tomar alguna precaución... Miróle con alguna extráñeza don Rodrigo al buen benedictino, y dijo: — ¿Qué queréis significar con eso? — Por más que me duela tener que recordároslo, ved que vais á llevaros -un cadáver... Unos restos inanimados... Precisa, pues, que puedan llegar incorruptos al término de vuestro triste viaje, y para ello requiérese que el cadáver sea embalsamado. —Es verdad,— respondió don Rodrigo...— ¡Ah! ¿Cuándo hubiera po- dido imaginar yo eso? ¿Cuándo hubiera podido figurarme que no se encerraba en el cuerpo de Blanca la más exquisita esencia? — Vaso de hermosura era ciertamente, — respondió fray Pereda, — pero no busquéis ahora el peregrino contenido... Su alma está en el cielo; sólo quedan los míseros despojos de su perecedera belleza. No era vuestra esposa fría estátua, sino noble criatura hecha á semejanza de Dios... Grande debía de ser su alma cuando en tan preciosa envol- tura la envió al mundo la Divina Omnipotencia. — Envióla Dios para que sufriera, — murmuró don Rodrigo. — ¡Pobre alma mía! — Respetad los designios de la Providencia, — repuso el monje. — Somos harto miserables nosotros para penetrar en sus soberanos jui- cios... Ved que si vuestra esposa fué bien desgraciada, hizo en cambio experimentar el más vehemente amor á no pocos seres de escogido LA MASCARA DE BRONCE 465 espíritu... Perdonadles á estos... Murieron amando... ¡Dichoso el que ama, don Rodrigo! Ese vive, ese cumple uno de los más altos destinos del alma... Morir por amar... ¿qué más puede ambicionar el hombre? Y ella sembró el amor por doquiera pasó y dejó en pos de sí un rastro de adoración... ¡Feliz ella que tanto pudo! ¡Feliz vos que recibisteis por entero los tesoros de su amor! Calló don Rodrigo, pareciéndole como que Blanca mostrábale una triste sonrisa al resonar aquellas palabras en la bóveda. III Practicó fray Pereda con habilidad y "presteza el embalsamamiento, y una vez depositado en un féretro de roble aquel cuerpo que fué en vida dechado de belleza, manifestó don Rodrigo su intención de ponerse en marcha cuanto antes, empero como estaba ya próximo á ponerse el sol, pudo convencerle fray Pereda de que esperase hasta el siguiente día, á lo cual accedió, aunque con pesadumbre el marqués. Toda la noche la pasó el caballero junto al féretro, y así que rompía el alba, previo un responso que entonó la comunidad, púsose en mar- cha seguido de los servidores que á raíz de la desaparición de Blanca había mandado venir de Villasol trayéndole cuanto dinero y joyas de valor se hallara en el castillo. Los frailes acompañaron al cadáver hasta llegar al término de su jurisdicción donde se despidieron de don Rodrigo colmándole de ben- diciones y consuelos. La fúnebre comitiva atravesó el Guadiana al segundo día y desde Villanueva de la Serena, emprendió derechamente el camino hacia Sevilla á cuya ciudad llegó al cabo de seis jornadas, habiendo salido el clero de cada pueblo á entonar los responsos al cadáver de la infor- tunada marquesa de Villasol. Don Rodrigo fletó un galeón para transportar el cadáver á Venecia, y partió de la ilustre capital andaluza acompañado por el lúgubre ru- mor de las salmodias entonadas en una de las procesiones de Semana Santa que se estaban celebrando á la sazón. TOMO II 59 466 . LA MASCARA DE BRONCE ¡No podía ser más oportuna aquella despedida! El marqués depositó el féretro en su cámara y se instaló desde aquel momento á su lado, dejando al capitán que cuidara de la ma- niobra. Así pasaron días y más días, en cuyo tiempo ni una sola vez aban- donó don Rodrigo el oscuro y estrecho aposento en que se había sepul- tado en compañía de su esposa, habiendo dispuesto se le pasara el alimento y la bebida á través de un ventanillo practicado en uno de los lados. El tiempo era bonancible y parecía como que quisiese respetar el dolor de aquel hombre no distrayéndole de sus tristes meditaciones. Por allí pasaba don Rodrigo, olvidado de que aquellos mares ha- bían sido un tiempo teatro de sus proezas; sólo recordaba que también los había cruzado con RIanca al conducirla á Villasol. Fué un verdadero milagro como don Rodrigo pudo permanecer por tanto tiempo entregado á aquella soledad sin perder la razón. Porque si bien de ordinario permanecía abismado en un dolor que le dejaba como aniquilado, otras veces apoderábase de él violenta de- sesperación y entonces lanzando como rugidos de fiera arrancábase sus cabellos, mordíase los puhos y quedaba exánime después del pa- roxismo. ¡Todo lo había perdido al perder á Blanca! Ya no sentiría en su pe- cho el afán de gloria para rendir a sus piés los laureles conquistados; ya para él había acabado aquel imperio que no hubiera cambiado por el de un rey siendo poseedor de la divina hermosura que yacía ahora allí sin vida, dentro el féretro; ya el mundo entero, la razón, él dere- cho se le aparecían como fantasmas sin sentido... Ya nada le haría mover; ningún sentimiento podría hacer palpitar su corazón. Por fin, un día cesó de caminar la nave; oyó el rumor de un ancla al caer en el mar y á poco la voz del capitán, gritando: — ¡Venecia! IV Aquel fué el primer momento en que don Rodrigo se dió cuenta de la realidad desde que había entrado á bordo del galeón. LA MASCARA DE BRONCE 467 Aquella fué la palabra que le hizo volver en sí levantando en su mente una oleada de recuerdos, lanzándole bruscamente á la agitación de la vida. Un horrible estremecimiento recorrió todas las fibras de su cuer- po... ¡Había llegado el momento de separarse de Blanca para siempre! —¿Qué me queréis?- exclamo el marqués con acento irritado Don Rodrigo, desesperado» abalanzóse sobre el cadáver como si fueran á quitárselo... i— No... aún no... — murmuró, — Mañana. El capitán, impaciente, fué osado, sin embargo, á llamar á lá puer- ta de la cámara. —¿Qué me queréis?— exclamó el marqués con acento irritado. —Señor,— repuso el marino,— ved que hemos llegado ya al término de nuestro viaje... ¿Qué pensáis hacer? —Dejadme; mañana os lo diré,— contestó don Rodrigo. —No puede ser; hay que presentarse enseguida á declarar á qué hemos venido y qué traemos. 468 LA MASCARA DE BRONCE — Decid lo que os plazca, — replicó el marqués. — Mañana saltaré en tierra. — Entonces, perdonad. Retiróse el capitán y pasó al arsenal á dar cuenta del motivo de su llegada, sorprendiendo en los rostros de los que le escuchaban el ma- yor asombro al manifestar que venía á bordo de la nave el marqués de Villasol, acompañando el cadáver de su esposa. Así pasó aquel día; don Rodrigo, transido de dolor, veía con angus- tia transcurrir las horas hasta que notó con verdadero espanto la apa- rición de una débil claridad. Había llegado el alba. No podía prolongar por más tiempo su permanencia á bordo... Acaso contradecía la voluntad de Blanca al tenerla alejada aún de la compañía de su padre. El marqués de Villasol hizo un esfuerzo sobrehumano, abrió la puerta cerrada hasta el día antes, y llamó á sus criados, los cuales acudieron al momento, maravillados del cambio que se había operado en la persona de su amo desde que no lo habían visto. Don Rodrigo, en efecto, apareció lívido, rendido al peso de su do- lor, desencajadas las facciones. Señaló al féretro y con voz sorda exclamó: —Ayudadme. Cogió entonces las dos asas de plata de la parte que correspondía á la cabeza y cuatro criados sostuvieron respectivamente las que corres- pondían al medio y a los pies. Así salieron á cubierta. El féretro fué izado entonces en dos cuerdas y descendido á un esquife. — Dejadme ya,— exclamó el marqués. — Podéis regresar á España. Nunca más habréis de verme. Tomad y rogad á Dios cada día por la que fué vuestra señora. Don Rodrigo llenó de oro las manos de sus servidores que le con- templaban mudos de estupor sin osar decirle una palabra. — Adiós, capitán, — repuso luégo estrechando la diestra del marino. — Dios os guarde largos años. LA MASCARA DE BRONCE 469 —¿Señor, — exclamó el marino, — vais á ir solo? — Sí. Nada me preguntéis; adiós. Saltó don Rodrigo en el esquife, empuñó los remos y saliendo por Bocea di Piazza atravesó la Frezzaria, llegó á la plaza de San Stéfa- no, cruzó el Gran Canal y se detuvo ante la iglesia de los Frari donde estaba el panteón de los Alviano. §pv- vC~. .y' ¿ y ■ v > Al anuncio de la extraordinaria misión que llevaba el marqués de Villasol apresuróse á recibirle el Superior, á quien encontró vivamen- te agitado, esperándole en lo alto de la escalera. Subía lentamente don Rodrigo, inclinada al suelo la cabeza, en- contrándose de pronto con el monje que no pudo reprimir un ademán de sorpresa al verle. — Padre, — exclamó; — vengo aquí á cumplir la última voluntad de la que fué mi esposa amada. — Triste viaje, caballero, — respondió el Superior. — Imaginóme cuan debe ser vuestro dolor. — ¡Ah! Nunca lo imaginará nadie, — contestó don Rodrigo. — No hay dolor como este mío, padre. — Digna era vuestra esposa de ser llorada como la estáis llorando y por lo mismo no me atrevo yo á profanar vuestra aflicción intentando daros inútiles consuelos. Vos diréis si hay que tributarle. públicas y os- tentosas honras ó bien hacer eso con el mayor recogimiento. — Yo me basto para llorar á Rlanca cual se merece serlo, — replicó don Rodrigo. — Todo ha de pasar aquí en el más absoluto alejamiento de la mundana sociedad. — Así se hará,- replicó el prelado. Cuatro monjes fueron por su orden á hacerse cargo del féretro el cual transportaron en andas hasta el panteón. Levantóse un altar junto al mausoleo que encerraba los restos de los antepasados de Blanca y toda la mañana se dijeron misas que don Rodrigo oía con fervoroso recogimiento. 470 ' LA MASCARA DE BRONCE Terminados los sufragios fué levantada la losa que conducía al in- terior del panteón, y después de dar don Rodrigo el adiós postrero á su adorada esposa, salieron todos del subterráneo volviendo á cerrar la pesada piedra el camino de aquella última morada. —Caballero,— dijo el Superior á don Rodrigo,— permitidle á quien fué amigo constante de los Alviano, que os exhorte ahora á poner el pensamiento en Dios y á que apartéis de vuestra mente cualquiera de- sesperada idea que el genio maléfico pudiera haber engendrado en vuestro espíritu. Sé quien sois, hombre de valor, de arrebatadas pa- siones, de terrible energía y es siempre de temer en almas de tal tem- ple el influjo de las potencias del mal... Nada soy y nada puedo, pero por los lazos de amistad que me unieron siempre á los Alviano, por el recuerdo de Blanca á quién di el agua del bautismo, ruégoos que aprovechéis en buenas obras el tiempo de vida que Dios quiera conce- deros y abandonéis toda idea de violencia, si es que por desgracia, la albergáis. Sonrióse tristemente don Rodrigo y respondió: — ¡Violencia! ¿Cuál podría intentar yo? Ved me aquí cual nave des- trozada por el huracán, castillo sin almenas, arco sin flechas, todo rui- na y abatimiento... Nada puedo ya... — Algo podríais don Rodrigo, pero no en eso debéis fijaros, sino en que no es hora la presente de intentar nada fuera de las vías de la re- ligión... Rezad; esto es lo único que os toca. —Ya rezo, padre. — Rezad siempre, para que vuestra esposa alcance con más pron- titud la gloria del cielo, si es que ya no está en él, y sobre todo, para que ilumine vuestra mente haciéndoos entrar en un verdadero arre- pentimiento... Sintióse don Rodrigo como espoleado por punzante aguijón y re- plicó: — ¡ Arrepentimiento! ¿De qué maldades, de qué crímenes, padre mío? — No oséis poneros por encima de quiénes siendo de verdad inta- chables cristianos se han creído, no obstante, miserables pecadores. LA MASCARA DE BRONCE 471 Todos hemos de menester el perdón de Dios; pero ya que por el ardi- miento con que os habéis apresurado á protestar de mi consejo, parece que tengáis ignoradas, — ú olvidadas á lo menos, — ciertas cosas, bueno será que os haga presente algunos lamentables hechos acaecidos á con- secuencia de vuestra pasión; no intento acriminaros, solo sí, mover á piedad vuestro corazón é introducir en él alguna centella de humil- dad... — Podéis evitaros, padre mío, la relación de esas desgracias de que sois sabedor... No las he olvidado y las lamento profundamente, pero aún así, ni por un momento me arrepiento de lo hecho y á encontrar- me de nuevo, por un efecto de la omnipotencia divina, en la situación 9n que me encontré cuando me vi arrebatada á Blanca, juróos que otro tanto hiciera. — Yo lo creo muy bien, y poniéndome en vuestro lugar, olvidando por un momento el sagrado ministerio de que estoy indignamente re- vestido, no tengo reparo alguno en deciros que haría lo mismo que ha- béis hecho vos; pero parad mientes ahora en que se acerca quizás el día en que debéis dar cuenta al Supremo Juez de todas vuestras accio- nes en esta vida... Reflexionad cuanta sangre no habéis dejado en pos... y ved si la ocasión es ó no propicia para llorar, siquiera sea una lágri- ma, al recuerdo de las desventuradas víctimas que, comenzando por el noble Bartolomeo Alviano, han sucumbido como en sangriento ho- locausto á la hermosura de la que fué vuestra compañera. Recordad á Riccioli, á Branzanti, á las víctimas del Tribunal de los Diez cuando la evasión de la que era entonces nada más que vuestra amante... Recor- dad al desdichado Ludovico Strozzi, perecido por igual causa, aunque inocentemente de cuanto á vos se refiere... y entended .que hablo tan sólo de lo que yo sé en Venecia, pues seguro estoy de que no han de ser estos los únicos que duermen el sueño de la muerte, ya que llegaron hasta mí terribles rumores de unos muertos encontrados en una quinta de las cercanías de Florencia. — ¡Ah! ¿Lo supisteis?— exclamó don Rodrigo tornándose lívido. — Sí... Súpelo porque de aquel espectáculo se sirvió la Divina Pro- videncia para volver al redil á una oveja descarriada... 472 LA MASCARA DE BRONCE Movió tristemente la cabeza don Rodrigo y repuso: — El diablo volvió á apoderarse de esa oveja que decís, padre mío, tornándola en lobo carnicero... — ¿Qué decís? — exclamó el Superior levantándose como despavori- do...—Frá Ridolfo... — Fué el matador de mi esposa, padre mío... — ¡Horror!... — Esto es lo que sentiría él, sin duda, al mirarse, y por esto, nuevo Iscariote, ahorcóse de un árbol... — ¡Misericordia divina! ¡Dios de piedad, tened misericordia de todos! — Ya veis cuán terribles son los trances porque he pasado en estos últimos tiempos, padre mío. Ved si después de esto cabe en lo humano hallar consuelo; ved si la vida no debe serme carga insoportable, dolo- roso martirio... ¿Dónde encontrar un refugio? Sólo el vacío me rodea. — Buscadlo en la religión, hijo mío. — No, padre. Sería insuficiente para mí el claustro; no es para hom- bres de mi temple la vida monacal; mentiríale á Dios pensando sin cesar en una criatura humana... en mi adorada muerta... ¡La nada... he ahí lo que apetezco; sólo en su seno podré hallar descanso! — ¡Qué decís! ¡Vos, un caballero cristiano expresaros de semejante manera! ¡Vos, un leal campeón del catolicismo en la batalla de Le- panto, reconoceros incapaz de comprender la inmortalidad de los jus- tos en el seno de Dios! Sin duda no decís lo que pensáis, caballero; prefiero creer eso que no teneros por abominable hereje. —Sí... perdonad mis palabras, padre mío... Ciertamente que debe de andar extraviada mi razón... ¿Cómo podría, creer yo, que después de la muerte volviese todo á la nada? ¿Cómo creer que Blanca?... ¡Ah! No... imposible... ¿No es verdad que aún me ama?... ¿No es verdad que sólo piensa en mí?... — Desventurado... No os hacéis cargo de que la muerte rompe toda relación con la vida terrena... El alma de Blanca ha roto ya todas sus ataduras con este mundo perecedero, y es de creer, pensando piadosa- LA MASCARA DE BRONCE 473 mente, que goza de otra ventura que la que se puede imaginar en este valle de lágrimas... — ¡Triste consuelo el vuestro, padre mío! —Estáis demasiado apegado á la felicidad terrena, hijo mió... No os duélalo que os digo, ya que mal puede albergar vuestro corazón ningún egoísta sentimiento... Envidiad á Blanca por haber hallado al fin re- poso en la mansión de los justos; no la lloréis porque está separada de vuestro lado... Sin duda que allá os ve y piensa en vos, más no es por reunirse de nuevo con su amante mortal, sino para anhelar que como ella podáis gozar de la gloria del cielo... Creedme, caballero; sólo un consuelo os resta en este mundo y es orar por ella... — Eso haré, padre mío. — Creo en vuestra palabra, mas por lo mismo que fio en que ha- béis de cumplir cuanto afirméis, ruégoos me prometáis ahora que no atentaréis á vuestra vida... —Padre, no me atrevo. — Entonces, ¿es que queréis descender al nivel de los criminales? ¿Es que queréis quitaros la vida como un miserable? ¿Es que queréis seguir el ejemplo de frá Ridolfo? Don Rodrigo dió un paso atrás y exclamó: —¡Matarme como frá Ridolfo!... ¡Yo! — No me refiero al género de muerte; todo es morir... Sólo os haré presente que no sentaría muy bien, no ya en un cristiano, sino en un hombre de vuestro ánimo, no tener valor bastante para soportar el tedio de la vida. Vivid, vivid, hijo mío, y ya que os falta vuestra espo- sa para derramar en ella los tesoros de vuestro generoso corazón pensad en los que sufren, amparad á los desvalidos, ejerced la cari- dad... Más grato será esto á los ojos de Dios, más os bendecirá Blanca desde el cielo si ve que empleáis en tan excelsas obras vuestra vida, que no que ultrajéis al Criador arrancándoos la existencia que se dignó otorgaros... Pensad, hijo mió, que daréis una mala idea de vuestro amor á la que mora en el cielo si voluntariamente os arrojáis al abis- mo donde permaneceréis por toda una eternidad, entre los réprobos, entre los malditos... TOMO II 60 474 • LA MASCARA DE BRONCE — ¡No ver á Blanca! — exclamó don Rodrigo. —Jamás... Ella en el cielo, vos en el infierno, —¡Padre, padre! Y diciendo esto abrió sus brazos el Superior de los Frari, cayendo en ellos don Rodrigo —Apartad de vuestro pecho el arma homicida... ¡No más sangre! — Padre, no, no atentaré á mi existencia. — ¡Ah! ¡Eso quería oir de vuestros labios, hijo mío! ¡Bendito seáis! Y diciendo esto abrió sus brazos el Superior de los Frari, cayendo en ellos don Rodrigo. LA MASCARA DE BRONCE 475 VI Aquella misma noche emprendió el Marqués la vuelta á Villasol, resuelto á vivir allí de sus recuerdos y, cuando muerto, á que le ente- rrasen en el panteón de sus antepasados por quienes sentía don Rodri- go la más profunda veneración. Con él iba á morir su raza, aquella raza de caballeros que había sido en todo tiempo dechado de lealtad española. Corrían las lágrimas por su rostro al dar desde á bordo el último adiós á la ciudad en que dejaba los inanimados restos de Blanca; ciudad fatal en que había tejido el destino la red de desgracias que tan amarga le había hecho la vida. Un pensamiento cruzó entonces por su mente, haciéndole acusarse de ingratitud... ¿Iba á bajar al sepulcro sin ver por última vez á aque- llos amigos que tanto le querían, al bravo Montanchez, á la noble Có- sima, á la leal Michelotta, al buen Vicentino?... Esto pensaba don Rodrigo mientras el barco costeaba el litoral ita- liano del Adriático. Era la nave en que iba una barca barcelonesa que debía hacer es- cala en Génova. No podía por lo mismo ser más favorable la ocasión. Desde entonces pareció como que don Rodrigo experimentara cier- to vago. consuelo en medio de su hondísimo dolor. Con melancólica emoción vió, pues, un día desplegarse ante sus ojos el soberbio anfiteatro á cuyos piés se levanta la hermosa ciudad liguria, despidiéndose allí del capitán. Saltó en tierra don Rodrigo y se hizo conducir al palacio de Mon- tanchez, á donde le guió sin vacilar el primer cicerone á quien pre- guntó. Poco tardaron en llegar á la opulenta morada de la calle de San Lorenzo. El portero que en un principio parecía no recordar bien al visitante exhaló de pronto un grito de alegría exclamando: — ¡Capitán! ¡Vos en Génova! ¡Oh, cuánto va á alegrarse el señor conde! 476 ' LA MASCARA DE BRONCE — ¿Me has reconocido, pues, Girolamo? — ¡Mil rayos! Aunque hiciera cien siglos que no os viera os reco- nocería al momento; pasad, pasad, encontraréis al señor conde en su despacho. Atravesó, don Rodrigo, por algunas salas hasta llegar á una ante- cámara. — ¿El señor conde? — preguntó á un criado que allí estaba. — Pasad adelante, — repuso el fámulo, al paso que levantaba el cor- tinaje tendido sobre una puerta. Resonaron dos gritos de indefinible alegría. — ¡Capitán! — ¡Montanchez! Cambiaron los dos amigos un estrecho abrazo y dijo luégo el conde de Valroger: — No podéis imaginaros la alegría inmensa que siento al veros de nuevo. Pero ¿qué novedades ocurren? ¿Por quién ese riguroso luto que vestís? — Ved las arrugas de mi cara, las canas de mi barba, ved mi abati- miento y comprenderéis quién ha muerto... —Acaso... — Sí; Blanca. Levantóse Montanchez y con grave entonación exclamó: — Os doy mi más profundo pésame, marqués. Recibidlo como el de vuestro mejor amigo. Don Rodrigo estrechó la mano del conde y sin tratar de disimu- lar el llanto que se escapaba de sus ojos, respondió: — Mucho os agradezco vuestro sentimiento, mi querido amigo, pero áun sería mayor si supierais en que circunstancias he perdido á mi esposa adorada... ¡Asesinada, Montanchez! ¡Asesinada por el mismo miserable que la deshonró en el enterramiento de San Donato, por frá Ridolfo! — ¡Qué horror! ¿Y no le hicisteis perecer en medio de los más crue- les tormentos al asesino? — Él mismo cuidó de hacerse justicia colgándose de un árbol, esca- LA MASCARA DE BRONCE 477 pando asi á mi justicia y á la justicia de los hombres. ¡Ved que triste fin ha tenido mi fugitiva felicidad! — Jamás lo imaginara, mi noble amigo. No merecíais vos ser tra- tado con tanto rigor por la suerte... — En nada ha disminuido vuestro cariño, Montanchez; como siem- pre, vuestra amistad se revela eficaz y poderosa. Hasta que hemos hablado no he sentido mitigarse un tanto la amargura en que rebosa- ba mi corazón. — ¡Si supierais, señor, cuánto agradezco esas palabras que acabáis de pronunciar! No cambiara yo toda mi felicidad por este consuelo de saber que en algo puedo contribuir á calmar la pesadumbre que os aflige. Permaneced aquí y tendréis á vuestro lado quienes compartan vuestra pena y agreguen á las vuestras sus oraciones. — Mucho os agradezco el ofrecimiento, mi querido amigo, pero no os ofenderéis si, persisto en mi idea de retirarme á Villasol. Allí, solo con mis recuerdos, pienso permanecer esperando el día de mi muerte. Moriré más conformado después de haberos visto ahora á todos vos- otros, mis mejores, mis carísimos amigos. — De que lo somos podéis estar seguro, no habiendo día que no ha- blemos de vos. Pronto estará aquí Cósima y luégo podréis ir á ver á la bizarra Michelotta y á su Vicentino. — ¡Nobles corazones! — Cierto que sí. Buenas gentes, capaces de los mayores sacrificios en aras de la amistad que nos profesan, á bien que no creo nos gana- sen ellos en esto, si hubiera de llegar el caso. — Decís bien. En esto levantóse el cortinaje y apareció Cósima en el dintel de la puerta, no pudiendo don Rodrigo contener un movimiento de sorpresa al ver la transformación que se había obrado en su dulce amiga. Cósi- ma era al presente una hermosísima dama en todo el desarrollo de una naturaleza generosa; había perdido su expresión de angélica idea- lidad para adquirir un carácter más humano: era ahora la mujer en el pleno goce de los derechos de esposa y madre y no sólo esto sino que como sabroso fruto llegado á su sazón había acabado por revestir 478 - LA MASCARA DE BRONCE su belleza todos los rasgos del tipo veneciano, aprisionados antes en la frialdad virginal de su pura juventud. — Bien venido seáis, señor,— exclamó Cósima alargando su mano á don Rodrigo, sin dar la menor muestra de turbación antes bien con la más perfecta serenidad. — Mas ¿qué tristezas son las que se revelan en vuestro rostro? ¿Por qué ese luto? — Cósima, conocísteisme en momentos en que era yo muy desgra- ciado... Sabed, pues, que las desventuras de que por entonces me la- mentaba constituirían la suprema felicidad comparadas con las que experimento al presente. Dos meses hace que perdí á Blanca, asesina- da en un bosque de Estremadura por el puñal de frá Ridolfo. — Señor... — ¿Queréis una desgracia mayor que la que lloro, Cósima? — No... Con razón podéis pretender que no puede haber dolor com- parable al vuestro. ¡Pobre Blanca! ¡Infeliz de vos! — Cumpliendo su última voluntad fui á enterrarla en Venecia; de allí vengo ahora, y de vuelta á España he querido venir á daros á todos el último adiós... — ¡Imposible! ¡El último!... No... otras veces habremos de vernos aún don Rodrigo... — No lo creo; estoy resuelto á encerrarme en mi castillo de Villasol y no ver á nadie... como no seáis vosotros... — Pues nosotros seremos, — replicó Montanchez. — Cósima tiene ra- zón: es imposible que sea ésta nuestra última despedida. — Si así lo hicieseis, creed que no sabría como corresponder á ta- maña prueba de estimación; pero bastante os he entristecido ya refi- riéndoos mis pesadumbres; hablemos de vosotros... ¿Sois felices, muy felices, no es verdad? — Cuanto se puede serlo en este mundo, — exclamó el conde de Val- roger, — tanto como se puede serlo teniendo una esposa como Cósima y unas hijas como Amparo y otros tres ángeles que han venido á com- pletar nuestra dicha. —Yo os felicito por ello, — respondió don Rodrigo. — No quiso á mí el cielo concederme esa gloria. LA MASCARA DE BRONCE 479 Poco después penetraban en la estancia la Michelotta y Vicentino deshaciéndose en los mayores transportes de efusión. En medio de aquellos nobles corazones y de aquellas demostracio- nes de la más acendrada amistad parecióle á don Rodrigo como que le aplicasen un bálsamo consolador á las heridas de su lacerado co- razón. CAPÍTULO X Violante Después de haber permanecido algún tiempo en compañía de aquellos amigos que tanto le querían y de encargar á Montanchez trasmitiera á Amparo y á Guido Spinola, todavía en Flandes, los más afectuosos recuerdos de su parte, púsose nuevamente en camino don Rodrigo desembarcando en Cartagena á mediados de Junio de aquel año 1576. Nada más triste que su llegada á Villasol, testigo un tiempo de las horas de mayor felicidad que había experimentado en este mundo; fué su pesar extremo sobre todo, al contemplar de nuevo el rostro de Blanca inmortalizado por el pincel del Greco en aquel su cuadro de la Adoración; la llorada esposa aparecía allí en todo el esplendor de su belleza, graciosa, sonriente, reflejando en su rostro toda la dicha de que gozaba y toda la bondad de que estaba poseída. Pasaba sus días don Rodrigo entregado únicamente á sus recuer- TOMO II 61 482 • LA MASCARA DE BRONCE dos, sin ver á nadie ni dejarse ver tampoco, fuera de la servidumbre. Gustábale verse sumergido en aquella profunda soledad, en medio de aquel paisaje severo é imponente, digno marco á la inmensidad de su dolor. Ni por asomo veníanle presentes las memorias de su vida mili- tar, los gloriosos hechos realizados en las campañas en que había to- mado parte; absorto por completo en sus melancólicas remembranzas solo sentía para recordar á Blanca. Había abandonado por completo todo ejercicio: al medio año de ha- llarse de nuevo en su castillo no había salido aún ni un solo día á caza; solo, sin armas, limitábase á recorrer los sitios donde había hecho al- guna excursión con su querida muerta. Siendo cuantiosísimas las li- mosnas que hacía, repartíalas por mano ajena sin gozar del consuelo que le hubiera producido ver el agradecimiento de los que las reci- bían. Un día, — poco antes de Navidad, — recordando que el buen Dome- nico Theotocopuli debía de hallarse en Toledo, decidió pasar á verle, siendo esta la primera vez que desde su llegada traspasaba los límites de sus Estados. Púsose pues en marcha á caballo de un negro potro y partió para la ciudad, creyendo hallaría algún alivio á su pesadumbre departiendo con el artista sublime á quién debía la dicha de poder contemplar en todo su esplendor la efigie de la desventurada esposa. Grande fué la turbación del Greco al ver aparecer á don Rodrigo, pero su palidez subió de punto al reparar en el luto que vestía el caba- llero. — Señor marqués, — exclamó el pintor haciendo un profundo saludo al noble visitante. —Felices días, mi querido amigo,— respondió Toledo, estrechando al par la diestra del artista. — No esperábais sin duda que cuando vol- viésemos á vernos lo hiciera yo solo, ¿verdad? — Señor, — repuso el Greco, turbadísimo, — siempre es inmerecida honra para mí la de recibir vuestra visita... pero... ¿la señora mar- quesa?... — Muerta, mi pobre Domenico; muerta, asesinada... ¿No lo sa- bíais?... LA MASCARA DE BRONCE 483 —No... — respondió el Greco, trémulo de emoción... — No sabía esa horrible nueva... — Gracias por vuestro interés, mi buen amigo. Perdisteis en Blan- ca una admiradora de vuestro genio... Ya solo os queda poder rogar por ella... Nunca más podréis trasladar al lienzo su rostro, inolvidable para mí... — Y decís que murió... ¡asesinada! — Asesinada en los bosques délas Villuercas por un fraile renegado, aborto del infierno... —¡Dios de piedad! ¿Y ese fraile?... — No logré matarle; hízolo él antes de que pudiera yo hacerle justi- cia. Ya veis que desgracia, que irremediable desgracia la mía, Dome- nico. — Infinita, señor... ¡Oh vida miserable la nuestra! Cuéntanos la suerte mil tormentos porcada minuto de alegría; huyen cual fugaces nubes los instantes de felicidad y reinan con incontrastable fijeza los días de dolor, los años de amargura. Heos aquí ya para siempre pri- vado de conocer una sola hora de dicha, perpetuamente rendido bajo el peso de vuestra desgracia sin igual. — Con triste sorpresa veo mi buen amigo, que interpretáis fielmente la situación de mi alma. Mucho os lo agradezco. Vos comprendéis hasta qué punto adoraba yo á mi Blanca. — De ello era digna, señor. Tan digna como de morar en el cielo, desde donde debe miraros ahora. — Tan egoísta es mi dolor que en ello no pienso... Figúramela siem- pre tal como la última vez que la vi... ¡Muerta!... —Hay que pensar que está en la gloria, señor; gozando de las de- licias inmortales del cielo... ¡Dichosa ella! — Vuestras palabras me consuelan, Domenico, como nunca lo haya conseguido otro. ¡Bien haya el momento aquel en que os conocí! — Yo quisiera, señor, grabar en vuestra mente esta idea de la in- mortalidad de Blanca mejor que con palabras, que no aciertan á expre- sar bien mi pensamiento, con una obra de mis manos... Recuerdo tan bien á vuestra esposa, que me basta la memoria que de ella conservo 484 . LA MASCARA DE BRONCE para que con toda seguridad pueda llenar mi cometido... ¿No os pare- ce que podrá mitigar algo vuestra pena y será al par un tributo de ca- riño á su recuerdo figurarla en plena posesión de la eternal bienaven- turanza, rodeada de ángeles, santos y querubes, iluminada con la ce- leste claridad, triunfante, gloriosa? Yo quisiera hacer ese cuadro señor... — Y yo os ruego que lo hagáis, Domenico... Nadie como vos posee la visión de las cosas del cielo si he de juzgar por ese lienzo portentoso que estoy mirando ahora... — ¡Ah! El entierro del conde Orgaz... Una visión que tuve... Espero, sin embargo, que la visión en que me inspire para pintar á vuestra es- posa, habrá de ser de muy distinto género... Todo debe ser hermosura allí, como aquí aparece todo en terrible torbellino. — Nada más he de deciros entonces... No os fijo plazo, ni condición alguna. — Gracias, señor; pero permitidme que aunque sea corresponder mal á vuestra generosidad, os dirija una súplica y es que no habéis de ver la obra hasta que esté concluida. —Me avengo á ello, y á todo cuanto queráis, Domenico. —Esto, sin embargo, no quiere decir que dejéis de venir á verme... Grandísimo honor y no menos placer será para mí vuestra presencia en esta casa, pero... más aún cuando os haya yo entregado el cuadro en vuestro castillo. —Acepto vuestra proposición, amigo Domenico y solo sentiré el tiempo que haya de tardar en tener de nuevo la honra de abrazaros. Despidiéronse el procer y el artista, y al hallarse á solas don Ro- drigo sintió uno á manera de remordimiento al notar como si la pro- posición del Greco le hubiese consolado algo. II Volvíase el solitario de Villasol camino de su castillo, cuando, con viva sorpresa suya, hallóse en la posada en que se detuvo en Talavera con un hombre de provecta edad, vestido de negro, el cual, después de saludarle, le dijo: LA MASCARA DE BRONCE 485 — ¿No me reconocéis, pues, señor marqués? — Perdonadme, caballero, pero en este momento no acierto, á fe... —Hice con vos, en compañía de un niño, el viaje desde Venecia á Génova, donde vos nos dejasteis. — Celebro mucho... Recuerdo, en efecto, que venía un niño con nosotros... ¿Sois su padre? — ¡Oh, no tengo la dicha de haber engendrado aquel portento de precocidad! Pero, viniendo al caso que aquí me trae, he de rogaros que gozando, como debéis gozar, de mucho favor en la corte, hagáis por darme alguna carta de recomendación para que pueda ver yo á S. M... — Mucho siento no poder complaceros, caballero. Vivo muy retira- do, y si siempre fué muy corto mi valimiento, lo es ahora con harto mayor motivo. — Siento mucho que tan bizarro caballero no ocupe el eminente lu- gar que debiera... — Gracias, pero creed que ningún interés tengo en ello. — Entonces, me precisará recurrir á otros, aunque no todos, se mos- trarán tan deferentes como vos con quien no ostenta otros títulos que los de filósofo. —¡Ah! ¿Sois filósofo? — Por suerte ó por desgracia, eso soy... He explicado muchos años en la Universidad de Reggio y me honro con haber sembrado la semi- lla de las buenas doctrinas en la mente de aquel niño de quien ha- blasteis... ¡Quiera el cielo que fructifiquen, como espero, en la inteli- gencia privilegiada de Tomás Campanella, que así se llama el rapaz!... — ¿Y á qué queréis ver á S. M.? — Tengo intención de hablarle de cosas muy convenientes á la con- servación de su monarquía, pues no hay que engañarse acerca de la próxima ruina de esta potencia, á la cual vemos hoy día en todo su apogeo. Señalaríale como principal causa vuestro orgulloso aisla- miento, aconsejando al rey se favoreciesen los matrimonios con fla- mencos, alemanes y napolitanos, llenos hoy de aversión hacia vosotros aun cuando imiten vuestras maneras; ya que sea imposible que vues- tro orgullo consienta en doblegaros á sus costumbres, hágase que ellos 486 • LA MASCARA DE BRONCE adopten las vuestras. Tanto es este orgullo de que estáis poseídos, que mientras acabáis gloriosísimos hechos no os acordáis siquiera de refe- rirlos. ¡Señor! — le diría. — «Vuestros condes y barones, con empobre- cer á los subditos os empobrecen á vos mismo. Hácense nombrar vi - reyes ó gobernadores sólo para gastar locamente el dinero, tener cria- dos y destruirse por medio de los placeres. Arruinados luégo por la ostentación y el lujo, vuelven á España y roban á diestro y siniestro; y enriquecidos de nuevo, de nuevo principian aquellas alternativas, esquilmando de mil maneras á sus pobres subditos» (1). Eso le diría yo al rey Felipe II; eso oiría de labios de este pobre Bernardo Davan- zati, vuestro humilde servidor. — Yo creo que habrían de satisfacerle mucho á S. M. estos avisos, aunque no deja de extrañárseme que un filósofo como parecéis ser y habéis dicho erais se avenga á tratar "con reyes y magnates. — ¿Por qué no? — repuso el interpelado.— ¿Acaso no es amigo de príncipes mi ilustre condiscípulo Giordano Bruno, el libérrimo, el inte- gérrimo, el sapientísimo? Me diréis que es un fraile apóstata, un cal- vinista; pero eso no le hace á nuestro caso. Nadie más agradecido que él á los príncipes que le han dispensado su alta protección. —Me dejáis convencido, señor Davanzati. Creo que vuestro intento merece ser alentado; cosa rara y peregrina que uno quiera ir á la cor- te á otra cosa que á pretender; tendréis una carta de recomendación para una persona que puede hacer bastante por vos, pero guardaos bien de significar por allí que sois amigo de Giordano Bruno. Sobre la marcha escribió don Rodrigo algunas líneas á don Juan de Escobedo, secretario del Señor Don Juan de Austria, encomendán- dole hiciera cuanto pudiese en obsequio al docto catedrático de la Universidad de Reggio. (]) La relación que ponemos en boca de este personaje está inspirada en el libro de Tomás Campanella: Sobre la monarquía española, dirigido á Felipe II mientras yacía preso en los calabozos de Nápoles, donde gimió durante 27 años, hasta que vino á sacarle de allí la piedad de Urbano VIII. Lo que va entre comillas está copiado textualmente de dicha obra. LA MASCARA DE BRONCE 487 III Olvidado ya del buen Bernardo Davanzati y embebido enteramente en sus personales dolores, avanzaba don Rodrigo en su camino, cuan- do poco antes de llegar á Villasol salióle á su encuentro uno de los criados del castillo, entregándole una carta del P. Pereda, en la cual el digno benedictino le invitaba á pasar en su compañía las Pascuas de Navidad. Deferente el marqués con la cordial atención de su amigo, púsose en marcha para San Benito de Villuercas, donde llegó al cabo de dos jornadas, siendo recibido con los mayores transportes de alegría por aquel sabio y virtuoso monje. — A nuestro lado pasaréis mejor la Noche Buena que no á solas en vuestro castillo. Hubiera tenido yo por pecado dejaros entregado á vuestras tristezas en estos días de general contento. Y así fué, en efecto, olvidando por un momento don Rodrigo sus negras cavilaciones ante la tierna belleza de las escenas que presen- ciaba. Pocas horas después de haber salido la gente de la misa del gallo, repicaban alegremente las campanas del convento anunciando la fes- tividad del día. Past¿res y campesinos volvían de nuevo al monasterio, donde se celebraba con las ceremonias de rúbrica la conmemoración del natali- cio divino. El órgano dejaba oir festivos villancicos y cantos pastoriles. Los fieles, envueltos unos en unas recias capas pardas y otros en tupidas zamarras, desafiando el inclemente frío que se dejaba sentir en la sierra, habían acudido en grande número. En el atrio del convento estaba ardiendo una grande hoguera, en torno de la cual se calentaban multitud de ancianos, mujeres y niños. Además de esto, la comunidad había dispuesto aquel día suculenta comida para los pobres que de ordinario iban allí á mendigar la sopa, lo cual había hecho que el número de comensales fuese mayor que el de costumbre. 488 . LA MASCARA DE BRONCE Fray Pereda era el encargado de repartir el agasajo, habiendo in- vitado á don Rodrigo para que le acompañara en tan cristiana ocu- pación. Sentados al rededor del fuego, en anchos y sólidos bancos sacados de la iglesia, esperaban los pobres, terminados ya los divinos oficios, á que se les sirviera el apetecido banquete, haciéndoseles la boca agua al olor que se percibía hasta allí procedente de la cocina. Dos legos, llevando una colosal marmita suspendida de una barra apoyada en sus hombros, salieron de la portería, siendo saludados con un expresivo murmullo procedente de cuarenta estómagos enham- brecidos. Los legos dejaron el precioso recipiente sobre la hoguera, y repar- tieron los platos. Fray Pereda mandó destapar la marmita, de la cual salió una bo- canada de vapor que revelaba claramente la sabrosidad del con- tenido. Y acertaban en efecto los que tal suponían. Tratábase de una olla podrida que no había más que pedir. Fray Pereda fué llenando los platos, pero por mucha prisa que se diera siempre resultaba que se oían amargas quejas sobre la tardan- za, las cuales acallaba don Rodrigo repartiendo á escondidas relucien- tes escudos y doblones. El buen benedictino no parecía conmoverse, sin embargo, por aque- llas patéticas exclamaciones, contentándose con llenar hasta el colmo los platos de los íntimos. Bien pronto sucedió un acompasado rumor de mandíbulas batientes al anterior concierto de voces quejumbrosas. Algún mozuelo atrevido que había dado cuenta ya de su parte alí- cuota, osaba pedir más. Fray Pereda, siempre con su evangélica mansedumbre, accedía sonriendo á las peticiones, mientras que el hermano Gabino, á un lado, murmuraba entre dientes: — Así, así, mímeles y hágales carantoñas, hermano, á ese hato de haraganes que se nos vienen á comer vivos. ¡Por Dios y su santa Ma- LA MASCARA DE BRONCE 489 dre que no comprendo como haya cristiano que tenga tanta paciencia! — Dichoso quien puede emplearse en tan buenas obras, hermano, — replicaba don Rodrigo. Después de la olla podrida se les sirvió un vaso de vino de Esqui- vias á los convidados, apareciendo luégo enristrados en sendos asa- . . .se oían amargas quejas sobre la tardanza, las cuales acallaba don Rodrigo repartiendo, á escondidas, relucientes escudos y doblones dores ocho cabritos con honores de carnero, según eran de gordos. Fray Pereda, con su igual destreza, mostró sus profundos conoci- mientos en el arte cisoria, cortando los ocho cabritos y repartiendo las cuarenta porciones que de ellos resultaron. —¡Benditos sean esos frailecitos de Dios!— exclamó una vieja serra- na que no podia acabar con la pierna que tenía en el plato. — ¡Viva fray Pereda!— repuso un chico desarrapado, que abrigaba interiormente la idea de pedir más. —¡Y toda la comunidad! TOMO II 62 4 90 • LA MASCARA DE BRONCE — ¡Y el Padre Guardián! — ¡Y la Santa religión! — ¡Y todos los benedictinos de la tierra! — ¡Y el hermano cocinero! —¡Y el hermano despensero! — ¡Y la bendita Virgen dei puerto de Arrebata-capas! — ¡Sí, viva too eso y viva la santa sopa conventual/— exclamó re- sumiendo los brindis un hombronazo que denotaba en su semblante haber quedado satisfecho y saciado del hambre que traía desde las más recónditas asperezas de Sierra Morena. Fray Pereda y su amigo habían huido sin embargo de aquella gritería para ir á buscar algo para postres, y volvieron al cabo de al- gunos minutos con una gran cesta llena de pasas, almendras y piño- nes, que desaparecieron en un santiamén. Todos los comensales se pusieron luégo en pié para dar las gracias. — Vaya, sed buenos, — dijo luégo fray Pereda y rogad á Dios por to- dos los pecadores. El sol que parecía haberse complacido en alumbrar con sus más claros rayos el fraternal banquete, creyendo sin duda cumplida ya su misión envolvióse en un manto de nubes. — A casita, — exclamaron los mendigos.— De fijo que esta tarde va á arreciar el frío. Y partieron todos, como una bandada de gorriones, oyéndose por largo rato los cantos con que turbaban el silencio de la sierra. IV Don Rodrigo sintió aquel día una extraña emoción. ¡Cuán felices eran aquellas pobres gentes! ¡Ah! ¿Por qué no le había hecho nacer Dios en alguna de aquellas chozas perdidas en el corazón de los montes de Toledo? ¡Cuánto más valía ser pastor de ganados ó leñador ó traginante, sin ambiciones ni vanos sueños de inefable felicidad que no un hombre nacido en dorada cuna, pero con un corazón pronto siempre á recibir todos las malas influencias de la vida! LA MASCARA DE BRONCE 491 En estas reflexiones vino a sorprenderle el sueño. Por primera vez fué tranquilo su descanso aquella noche. Induda- blemente la atmósfera de santidad y virtud que se respiraba en San Benito le había hecho mucho bien. Aquella obra de misericordia en que había tomado parte personalmente, había obrado sobre él como consolador rocío. ¿Iría D. Rodrigo de Toledo á meterse fraile, á pesar de su repug- nancia por aquel estado? No; nunca eso. Conocía bien su carácter in- dómito y comprendía que no podría avenirse jamás á inmolar su liber- tad. Todos los votos hubiera cumplido sin el menor reparo excepto el de obediencia. La religión de la milicia era una cosa, pero era otra cosa muy distinta la religión del claustro. Aquella época de rudas controversias teológicas necesitaba hombres de menos independencia que él. No quería correr la suerte de Luteroó de Giordano Bruno teniendo que apostatar. Orgulloso como era, antes que desdecirse hubiera persistido en defender el error, aunque lo hu- biese conocido por tal, y no quería exponerse á semejante trance. La que más excelsa le parecía entre todas las virtudes cristianas era la caridad y para practicarla no necesitaba estar recluido dentro las paredes de un monasterio. Tal fué el resultado que sacó D. Rodrigo de Toledo de la especie de examen de conciencia hecho durante aquella apacible noche. Desde entonces, firme en su resolución, dejó de confiar á extrañas manos el cuidado de distribuir sus limosnas y convirtióse en un verda- dero apóstol de caridad, recorriendo las chozas de los pastores, ente- rándose de las necesidades de que le daban cuenta los frailes y envian- do importantes sumas á los comisarios encargados de la redención de cautivos. Así pasaron tres semanas, al cabo de las cuales despidióse de los buenos padres de San Benito y tomó la vuelta de Villasol. ' ' ' i V El sol de invierno prestaba confortación al caballero. El cielo apa- recía de un azul purísimo y transparente y las enhiestas montañas cu- 492 • LA MASCARA DE BRONCE biertas de bosques resaltaban con limpio contorno en el horizonte. No se levantaba un grano de polvo en el camino; los arroyos corrían mur- murantes; oíanse piar los pajarillos en las secas ramas y veíanse ban- dadas de mariposas amarillas loquear por entre las zarzamoras que en revuelta confusión se enzarzaban á uno y otro lado del sendero. Don Rodrigo llevando á su caballo al paso corto recorría melancó- licamente aquellas soledades acariciado por los benéficos rayos del sol. Hacía cuatro horas que había salido de San Benito; era mediodía. Hallábase al pié de una de las estribaciones orientales de los mon- tes de Toledo y pensaba tener tiempo de pernoctar en Mohedas. De pronto relinchó su caballo como asustado, lo cual hizo que don Rodrigo mirase para ver de que procedía aquella demostración. No tardó en reparar en una niña dormida al borde del camino. Bajó del caballo para que paciera éste y descansara, y en este tiem- po detúvose ante la niña, contemplándola largo rato, conmovido por el inocente abandono de aquella criatura, cuyos pobres vestidos reve- laban claramente su desvalimiento. Volvió á relinchar el caballo y despertó la niña, revelando su ros- tro el mayor asombro al ver parado ante ella á aquel desconocido. — ¿No tienes miedo, pues, de quedarte dormida á la orilla del cami- no?— díjole cariñosamente don Rodrigo. — Estaba rendida de sueño, señor,— contestó la niña. —¿Qué hora es, sabéis? —Mediodía. ¿Vas muy lejos? —¡Oh, sí¡ A Mohedas. —¿Y á qué vas allí? — Voy á ver si me pongo de moza de cántaro en casa de un hidalgo que siempre nos hizo bien en vida de mi padre. — ¿No tienes padre? — Ni madre. ¡Ah, si ellos vivieran, no me hubiera yo movido nunca de mi casa! —¡Pobre niña! A medida que hablaban iba fijándose don Rodrigo en la belleza de LA MASCARA DE BRONCE 493 las facciones de la huérfana, cuya edad no llegaría seguramente á los quince años. Era alta, delgada, esbelta, con negros y rasgados ojos, aguileña nariz, boca menuda y ovalado rostro, y aunque cubierta por un traje compuesto masque de prendas de vestir de viejísimos andra- jos, ostentaba un porte lleno de decoro y áun de severidad. — Si vas á Mohedas, — repuso don Rodrigo,— puedes hacer el cami- no á caballo. Yo estoy cansado ya de ir montado. Sube tú. — Paréceme muy bueno su merced, señor caballero. Dios se lo pague. Y sin mostrar la menor desconfianza ni timidez subió á caballo la niña, yendo á pié á su lado don Rodrigo. — En la maleta encontrarás que comer, — dijo el marqués así que echaron á andar;— debes tener hambre. — A eso no me atrevo yo, — contestó la niña. — Abridla vos. — No; sin reparo. Desata la correa y enseguida encontrarás algo. — Si así insistís, obedeceré. Y la niña, con gentil desenfado, desató la correa y sacó de la male- ta un pedazo de pan y otro de carne, que comió tranquilamente. Asi transcurrió una hora, durante la cual nada se dijeron los dos compañeros de viaje, hasta que la niña exclamó; — Cuando queráis, caballero. Hace ya mucho tiempo que vaisá pié. — No; sigue tú; — respondió don Rodrigo. — Falta aún mucho para que lleguemos al pueblo. ¿Venías de muy lejos cuando te he encon- trado? — Hace tres días salí de Mirabel, donde vivíamos. —¿Eres de allí? —Sí. Jamás salí del pueblo hasta ahora. ¡Sabe Dios si volveré mas! —¿Por qué no? Ten confianza; Dios no te abandonará. — Ciertamente; verdad es que bien á prueba me ha puesto, pero ¿qué es esto más que un lugar de tribulaciones, un valle de lágrimas? Lo que hay es que unos empiezan más pronto y otros más tarde; por desgracia yo he empezado bien temprano á ser desgraciada, y no lo digo por tener que ganarme sola la vida, sino por haber perdido pa- dre, madre y hermanos; todos, todos han dejado este mundo... 494 • LA MASCARA DE BRONCE —¿Y ese hidalgo de Mohedas de quien me has hablado, cuentas protegerá? — El decía siempre á mi padre que en agradecimiento á los favores que éste le había prestado en la guerra de la Alpujarra, contase con él en todo caso. Bien hubiera querido yo no acudir á nadie, pero en el pueblo no se encuentra trabajo en ninguna parte. Todos se marchan á las Indias y de cada día queda menos gente. — Tranquilízate; mucho será que entre él y yo no podamos llenar hasta cierto punto el vacío que se ha hecho á tu alrededor; ya que no es posible reemplazar á un padre y mucho menos á una madre, trata- remos cuanto menos de que no te falte el apoyo de quienes se conside- ren como tus obligados padrinos. — Señor, por vuestras palabras comprendo que Dios se ha apiada- do harto de mi al hacer que os encontrara en mi camino. Yo sabré corresponder con mi gratitud á vuestras buenas intenciones. Prosiguiendo en su conversación, fué poco á poco recogiendo don Rodrigo nuevas noticias acerca de la gentil huerfanita: llamábase Violante García; su padre, antiguo soldado de los tercios de don Luís de Requesens, habíase retirado después de terminada la guerra con- tra los moriscos y ejercía el oficio de arriero, mientras su madre ayu- daba al sustento de sus hijos labrando encajes. Murió Pedro García de unas calenturas malignas que cogió en los Barros del Guadiana, y de- cayendo desde entonces de cada dia más la salud de su viuda, acabó también ésta por entregar su alma á Dios, habiendo visto antes la muerte de los tres hijos que tenia además de Violante. En todo se mostraba la doncellita discreta y juiciosa, sin asomo de mogigatería ni desenvoltura. Asi llegaron á Mohedas, en ocasión en que cerraba ya la noche. Di- rigiéronse al punto á casa del señor Felipe de Castrojeriz, que este era el nombre y tratamiento del hidalgo; pero, con viva contrariedad de Violante, supieron que hacía pocos meses se había partido á la corte á solicitar el pase á Flandes, donde contaba, con la protección de su antiguo general, ganar algún empleo con cuyas pagas reparar algo el mal estado de su hacienda. LA MASCARA DE BRONCE 495 Esto les dijeron, á lo menos, las personas que les dieron la no- ticia. , — ¿Qué vas á hacer ahora? —exclamó don Rodrigo. — Yo no sé; buscar otra casa por ahí, — respondió la nifia. — Sé co- ser, hacer encajes... — Te expones á dar con alguien que no te convenga, — r eplico el marqués. — ¿Quieres venirte á mi casa? —Si he de ganarme el pan que me coma, no hay por qué me nie- gue; pero si es para vivir allí de limosna, no. —Ganarás bien honradamente lo que te dé, — replicó don Ro- drigo. — Os sigo, pues. — Entonces, por hoy pernoctaremos en la posada que haya aquí, y mañana seguiremos nuestro camino. Don Rodrigo fué en busca de un parador, y habiendo dado con uno instaló en él á la huerfanita, dándose por muy satisfecho de la buena obra que había tenido ocasión de llevar á cabo. VI Muy de mañana salió ya Violante de su cuarto, encontrando á don Rodrigo en el zaguán, donde había pasado la noche el marqués, aco- modado en una cama hecha con unas jalmas que le había proporcio- nado el huésped. Viéndola tan dispuesta, preguntóla don Rodrigo si se encontraba ya con ánimos para emprender la jornada, y habiendo contestado ahV mativamente, dijo el marqués: — Pues ¡ea! á caballo. — No; soy vuestra servidora y no me toca á mí ocupar el lugar del amo. — Entonces, no hay otro remedio sino que vayamos montados los dos. Espera. Y entrando de nuevo en el parador, preguntó al posadero si podía facilitarle una cabalgadura. 496 • LA MASCARA DE BRONCE — ¡No que no! — repuso el huésped, ufano con tratarse con tan prin- cipal persona como parecía ser el viajero, pero más contento todavía por la esplendidez con que había pagado. — Tengo una jaca que no hay otra más gallarda en diez leguas al contorno. ¿Vais muy lejos? — A Villasol. — ¿Tendría yo acaso la honra de estar hablando con el señor marqués? —El mismo, amigo — ]Ah!— exclamó el posadero, quitándose respetuosamente la mon- tera con que se cubría.— ¿Tendría yo acaso la honra de estar hablando con el señor marqués? — El mismo, amigo. —Disponed entonces de la jaca y volvedla cuando tengáis ocasión. No la necesito por ahora. — Gracias. Poco después comparecía el huésped, llevando del diestro una ja- quita perfectamente arreada. LA MASCARA DE BRONCE 497 El marqués la sacó fuera de> portal, y dijo á Violante: — Ya tenéis cabalgadura. Y despidiéndose del huésped partieron los dos al trote corto, ad- mirándose el posadero del contraste que ofrecía ver á caballo á una tan desarrapada mozuela como la que iba al lado del señor marqués de Villasol. VII Era ya mediodía cuando nuestros caminantes divisaban á lo lejos el castillo. No sabía explicarse don Rodrigo lo que pasaba en él, como si un rayo de luz hubiese venido á iluminar la negrura de su corazón. Sentía necesidad de tener á su lado un sér por quien velar, á quien proteger, y parecía de Dios hubiese querido concederle en su bondad infinita aquel consuelo. A la verdad, no causó poca sorpresa en el castillo la aparición de la doncellita que venía con don Rodrigo; pero ni por un momento pensó nadie que el señor la hubiese llevado allí con ningún mal pro- pósito. El marqués dió orden enseguida de ir al Puente á buscar un vesti- do de luto para Violante y algunas piezas de paño burdo, después de lo cual, volviéndose á la niña, le dijo: —Aquí estarás, hasta que resuelvas otra cosa. El frío es cruel, y hay muchos desgraciados que no tienen abrigo. Coserás ropa para ellos. — Haré lo que sepa, señor, — replicó ella. — Ya ves que no debes avergonzarte de lo que ganes, pues será á costa de tu trabajo. Pareció quedar muy satisfecha la niña de la ocupación que le ha- bía destinado don Rodrigo, y no menos éste al ver instalada en su casa á su joven protegida; empero, cuando la vió al siguiente día ves- tida con el traje de luto que habían traído ya de Puente del Arzobispo, no pudo ocultar la turbación que sentía. No parecía ya la misma TOMO II 63 498 • LA MASCARA DE BRONCE la desvalida huerfanita que había encontrado dormida al borde del camino. Violante aparecía ahora como una evocación de aquellas castella- nas cuyos retratos colgaban desde siglos de las paredes de la sala. Se- guramente eran innatas en ella la nobleza y distinción de su porte. Sin quererlo, sin desearlo ella, ya desde el primer momento tratá- ronla los servidores del castillo con respetuosa deferencia, la cual au- mentó de punto al notar que lo mismo hacía don Rodrigo. No tardó éste en hallar la mayor complacencia en la conversación de la joven, y así pasábase cada día largas horas á su lado, maravillado de cada vez más al descubrir en ella una inteligencia y rectitud de miras que nunca hubiera imaginada en una villana. Así pasaban los días en Villasol, sintiendo don Rodrigo como un dulce lenitivo á su dolor con la compañía de Violante. yin Tres meses habían transcurrido desde el viaje de don Rodrigo á Toledo, cuando una tarde anunciaron los guardias que subían hacia el castillo un hombre que llevaba con gran cuidado un abultado rollo. Al momento salióle al encuentro el marqués, pues pensaba, y así era en efecto, que sería el Greco el que venia, encontrándole asi que á franquear el puente levadizo. Dejó el pintor el rollo apoyado contra una roca, y abrazáronse él y y don Rodrigo con cordialísima efusión, después de lo cual, tomando el marqués el precioso bulto, dijo: — Vamos, vamos enseguida á admirar esa obra maestra. Éralo, en efecto. Cuando don Rodrigo, ya en su estancia, vió des- plegado aquel lienzo, sintió como un deslumbramiento. ¿En qué paleta había tomado el Greco sus colores para pintar aquella Virgen Glo- riosa? Si fuese posible que el hombre pudiera robarle al cielo sus ma- tices, eso era lo que allí se habría encontrado. Aquella indescriptible tela producía vértigo. Allí estaba Blanca, rodeada de nubes de arcán- geles, inundada en una luz sobrenatural, divinamente bella, etérea, inefablemente dichosa. LA MASCARA DÉ BRONCE 499 Don Rodrigo, mudo de admiración, cayó de rodillas ante el lienzo, y murmuró: —¿Tanto? ¿Tan bella era?... El Greco, á un lado, parecía ensimismado, como si no se diera cuenta de la presencia de otros, sin que prestara la menor atención al efecto que su obra producía en don Rodrigo. Cuando éste hubo vuelto de su éxtasis y vió al Greco, dirigióse á él, y cogiéndole de una mano, que estrechó fuertemente, exclamó: — Me habéis devuelto á Blanca, Domenico; me habéis permitido verla tal como debe estar ahora, mirándonos desde la gloria del cielo. — Pinté lo que vi, señor, — respondió el Greco saliendo de su abstrac- ción.— Bajo el influjo de la visión que tuve, tracé en el lienzo esos desor- denados grupos. En cuanto á Blanca, es otra cosa. No se ha borrado su memoria de mis ojos ni por un momento. ¡Dichoso vos que supisteis lo que era su amor! Y ahora, adiós ya, don Rodrigo... He empleado dignamente la poca inteligencia que Dios me concedió para pintar... Creo que cuando baje al sepulcro podré decir que he sabido aprove- char sus dones. Era el acento del Greco solemne y triste; respetó don Rodrigo aque- lla voluntad, y le dejó partir, quedando en que dentro poco le vería en Toledo, terminado ya el plazo que el Greco había impuesto. AS quedar solo de nuevo ante el cuadro portentoso, arrodillóse otra vez don^ Rodrigo, y murmuró: —¡Blanca! ¡Mírame compasiva desde el cielo en que moras! ¡Inspí- rame, guíame en mis pasos! La noche sorprendió á don Rodrigo de hinojos todavía ante la ma- ravillosa efigie; entonces experimentó como una extraña alucinación. El cuadro habia tomado vida; resonaban los coros de los ángeles; la estancia aparecía iluminada con la claridad celeste que irradiaba y Blanca, acercándose á él, le decía, con voz suave como el murmullo de la brisa: — ¡Rodrigo! Todo es amor en el Universo; amor es la ley universal; todo ama... ¡Dichoso el que ama siempre!... 500 . LA MASCARA DE BRONCE Después se desvaneció la visión y quedó todo envuelto en las ti- nieblas. IX Daba la media noche. Don Rodrigo salióse á tientas de la estancia, y al encontrarse en la morisca galería vió venir hacia él una sombra de mujer. — ¡Violante! — exclamó don Rodrigo. — ¡Tú aquí! — Perdonadme, señor, — exclamó turbada la joven. — ¿A dónde ibas?... — A donde voy cada noche... A contemplar la Adoración... ¡Oh!... ¡No sabéis!... Hablo con ella... — Sigue... — Y la cuento todo y ella me responde, sí, me responde... —¿Y qué le dices? — Señor... — Habla; te lo mando. — Dígola, señor... ¡que os adoro!... — ¡Y ella te dice que te amo! ¡Oh si, mi bien!... ¡Su alma se ha en- carnado en tu sér! ¡Bendita seas! Un ruiseñor cantaba en el sauce que sombreaba el patio; murmu- raba el agua al caer en el pilón, y brillaban las estrellas con centelleante claridad en la bóveda azulada. — ¡Señor!... ¡Tanta felicidad!... ¿No es un sueño lo que acabo de oir? — Es la realidad, Violante... No sé por qué me dio en el corazón que tú serías el ángel que debía consolar mis amarguras. Al verte en mi camino, ingenua, confiada en la protección de Dios, parecióme ver el remedio que el cielo me enviaba, la misión que me era impuesta para lo sucesivo. — Y yo, señor, al oir que me hablabais con tanta dulzura y ver que me tratabais con tanta bondad, no pude menos de sentirme extraña- mente turbada. A veces había soñado yo que un caballero noble, her- LA MASCARA DE BRONCE 501 moso y valiente como vos me decía cosas de amores y me llevaba con él en su caballo; el sueño se realizó y al verme convertida en vuestra compañera temía no fuera á desvanecerse todo... ¡Ah! ¡Creed que erais vos, vos mismo, aquel con quien yo soñaba! — Una secreta voz me advertía que no había yo de bajar al sepul- cro sin ver sonreir una vez más el sol de la felicidad... ¡Loado sea el cielo que ha tenido de mí más misericordia de la que merezco! Y aho- ra, aprovechemos esas horas que nos quedan hasta que la muerte venga á desunirnos. ¡Blanca nos bendicirá, sin duda, desde el cielo! La conversación se prolongó hasta que enmudeció el ruiseñor y dejó oir su canto la matinal alondra. Villasol volvía á ser un nido de amores en el que la garza real de espléndido plumaje había sido reemplazada por la dulce tórtola. EPÍLOGO Pocos meses después celebrábase fastuosamente en Villasol el en- lace de don Rodrigo de Toledo con la humilde Violante García; pero nadie hubiese imaginado, según la gentileza y dignidad de su persona, que no hubiese nacido la desposada en tan ilustre cuna como su ma- rido. El blanco traje de la novia hacía resaltar más el color suave- mente trigueño de su rostro, la negrura de sus grandes ojos y las en- carnadas rosas de sus mejillas. Era una española castiza, con todos los atributos de la hermosura de esta tierra. Don Rodrigo había, por decirlo asi, devuelto su corazón á la patria. Todo fueron venturas desde entonces; antes de terminar el año, na- cíale al de Toledo un primer vástago, que á medida que iba creciendo se veía que sería el vivo retrato de su madre. Violante, á su vez, mostrábase de cada día más apasionada de su esposo; aquel era el amor firme, sólido, sin nubes, que por tanto tiem- po negara la suerte al marqués de Villasol. Sin duda nació Violante para llevar la paz al seno de su marido y sembrar en torno suyo nada 502 ' LA MASCARA DE BRONCE más que consuelos y beneficios; como Blanca, de quien podía decirse con el poeta: ¡A y infeliz de la que nace hermosa! parecía haber sido enviada á la tierra para continuar la misión de aquellas bellezas fatídicas llamadas Eva, Helena, Clitemnestra, Ta- mar, Cleopatra, tristes víctimas de su hermosura sobrehumana, ju- guete de la fatalidad que se valiera de ellas á manera de teas de dis- cordia. Habia acabado el periodo tempestuoso de la vida de don Rodrigo, y encontrábase bien ahora en su retiro, como el marino que desde la orilla contempla el mar borrascoso en cuyas olas tantas veces aven- turó su vida. II , Tres años pasaron sin que ningún incidente extraordinario viniera á turbar tanta bienandanza. Una preciosa niña había venido después del primogénito á alegrar con su presencia el hogar de Villasol, y pro- metían ser cada uno por sí dignos herederos de las cualidades de sus padres. Bien ajeno se hallaba don Rodrigo de pensar que hubiese de dejar ya nunca más la compañía de aquellos seres queridos, cuando un día del mes de Marzo de 1580 recibió una carta del duque de Alba con or- den de que fuese á Badajoz á tomar el mando de un tercio en la expe- dición que al mando del vencedor de Flandes se disponía Felipe II á enviar á Portugal para sostener sus derechos á la corona lusitana con- tra las pretensiones del Prior de Crato, apoyado por la plebe y los frailes. Famoso entre propios y extraños es la breve y admirable campaña (Junio á Octubre de 1580) con que el duque de Alba llevó á cabo la conquista, decidiendo en Alcántara, casi á las puertas de Lisboa, la victoria [á favor del Escurialense. «Operación de guerra, — dice un ilustre escritor militar contemporáneo, que puede servir de modelo y de enseñanza grande, lo mismo en su dirección que en los detalles.» LA MASCARA DE BRONCE 503 Componíase el ejército del duque de 24.000 infantes, 1.600 caballos, 57 piezas de artillería y más de 4.000 carros para llevar toda la impe- dimenta; los jefes eran, entre otros, Próspero Colonna, don Fernando de Toledo, que mandaba la caballería; don Francés de Alava, encar- gado de la artillería; don Sancho Dávila, que ejercía las funciones de maestre de campo general, etc. Todos nuestros guerreros hicieron prodigios de valor y de talento, secundando admirablemente el bien combinado plan del Duque, que se vió realizado con sin igual exactitud y precisión, no sin que también le cupiera buena parte en el éxito al ilustre marqués de Santa Cruz, don Alvaro de Bazan. Ni aún fué esta la última vez en que nuestro héroe dió prueba de su vasta capacidad política y militar. Muchos años después, en 1593, cuando ya su cabeza comenzaba á blanquear, fué enviado á París para negociar el advenimiento al trono de Francia de la hija de Felipe II, como biznieta de Enrique II y la más próxima heredera de Enrique III, no siendo culpa suya si el duque de Feria no supo desde el primer mo- mento hacerse suyos los Estados Generales declarando que la futura soberana se casaría con el duque de Guisa. Es muy probable que de haberlo hecho así hubiese sido española la soberana de Francia; En- rique de Borbón, entonces, pensando que París bien valia una misa, se apresuró á convertirse al catolicismo y pudo ocupar el trono que tanto había ambicionado. Padre feliz y marido venturoso, pasó don Rodrigo el resto de sus días viendo crecer á su alrededor á los hijos que Dios le había depara- do, y ya en avanzada edad terminó aquella existencia tan agitada en su juventud, de la cual, á manera de siniestro sueño, recordaba á ve- ces el marqués de Villasol el tiempo en que había sido el terrible MAS- CARA DE BRONCE. FIN DE LA MASCARA DE BRONCE ÍNDICE DE CAPÍTULOS DE LA MÁSCARA DE BRONCE TOMO SEGUNDO PÁGINAS LIBRO QUINTO. — Los hombrees de bronce. — Capitulo primero. — La taberna del Halcón 5 Capítulo II. — Lelia y el Vicentino 25 -ir IIL— Cósima 47 — IV.— El conde de Belfiore 73 — V. — La condesa de Lerici v 95 — VI.— Andreína * 119 — VIL — La justicia de Montanchez 139 LIBRO SEXTO. — F laudes . — Capítulo primero. — Como estaba aquello. V 1G1 Capítulo II. — La corte de Carlos IX " . . 185 — III. — La noche de San Bartolomé 211 — IV.— En Amberes. . 233 — V.— En Bruselas , 253 — VI.— Harlem 275 LIBRO SÉPTIMO. — En España. — Capítulo primero. — Villasol. . . 295 Capítulo II.— El Greco 315 III.— Fray Ramiro 337 — IV.— Felipe II 357 — V.— Mística. 379 — VI,— Nuestra Señora de Guadalupe 401 TOMO II 64 II ÍNDICE PÁGINAS Capítulo VIL— En las tinieblas 421 — VIII. — Las emociones del P. Pereda 443 — IX— De San Benito á los Frari 461 — X.— Violante ,s. 481 Epílogo 501 PAUTA PARA LA COLOCACIÓN DE LAS LÁMINAS DE LA MASCARA DE BRONCE TOMO SEGUNDO PÁGINAS — Lo juramos, — respondieron los dos hombres 14 — Guán lentamente pasan las horas en los Plomos 74 — Cara pagaréis la traición. — murmuró el conde 91 El capitán á la cabeza de sus arcabuceros lanzóse á atacar el molino. 189 Un joven yacía en tierra, cadáver ya 228 — ¡Justicia pido, señor, no clemencia! 269 El caballero reconoció á Blanca bañada en sangre 459 -3 fO -3 a University ot Toronto Library DO NOT REMOVE THE CARD FROM THIS POCKET Acmé Library Card Pocket LO WE -MARTIN CO. LlMTTED